Los últimos días de espera

Chemari ya se ha repuesto de la caída. Pero todavía se resiente al andar y al moverse. Ha apretado el morro a Rale y le ha dicho:

—Vamos.

Sale hacia el sitio donde está pastando el ganado. Una vez allí extiende una mirada escrutadora hacia los pelotones de ovejas.

Está claro que trata de contarlas, o por lo menos de pasar lista de una manera general, fijándose en las ovejas-guías; pero la tarea le resulta imposible.

Va dando vueltas alrededor de ellas obsesivamente.

Se nota que sigue intranquilo y que sospecha que algo anormal está ocurriendo con su ganado.

Chaume permanece en lo alto de una roca con el perro al lado. Al ver a Chemari le grita y le hace amistosos gestos con las manos. Después hace como que cojea. Chemari le responde:

—Aupa el Athletic.

En esto se han visto los dos interrumpidos por un jeep del que baja Esteban gritando:

—¿Qué tal los paisas?

Se dirige hacia Chemari por entre el ganado y lo abraza.

—Te traigo un regalo. Un buen regalo. Ven y verás.

—Creí que no aparecías nunca —le responde.

—Anda y no te quejes.

—¿Crees que éste es un sitio bueno para pastar?

—No es del todo bueno, pero ya vendrán las lluvias.

Chaume ha quedado aparte. No se atreve a mezclarse en aquel diálogo que supone íntimo.

—Ah, y prepárate en seguida.

—¿Para qué?

—Vamos al rancho de mi suegro, como tú dices.

—¿Al de Mr. Link?

—Claro, hombre. ¿Es que crees que he cambiado de novia?

—¡Cualquiera sabe! Hace siglos que no se te ve el pelo.

—¿Y qué fue esa caída?

—Nada, nada, que tropecé con un alambre.

—Estarías pensando en la rapaza, seguro.

Han llegado al puesto. El jeep con el mecánico los ha ido siguiendo mientras caminan entre piedras y abrojos. Les sigue Chaume detrás, con aire distante.

Esteban ha soltado un magnífico perro que lleva atado encima del jeep.

—Es para ti. Un perro de estos es el mejor regalo que aquí se puede hacer. Por si no lo sabes.

—Pero si ya tengo a Rale.

—No importa. Un pastor cuantos más y mejores perros tiene, mejor pastor es.

—Parece ser que Rale no piensa lo mismo.

Entre los dos perros, y el de Chaume que se acerca en estos momentos, se ha entablado un duelo rencoroso.

—Son los celos del primer día Pero ya se acostumbrarán —comenta Esteban.

Aparte de esto, Chemari baja algunos paquetes del jeep. Es whisky, cigarrillos, latas, una brújula estupenda en un estuche, un transistor pequeñísimo e incluso una colección de postales que hacen dar saltos de alegría a Chemari y a Chaume.

—Todas ellas, como veréis, son vaqueras. Vaqueras del Oeste, bellezas salidas de los ranchos —dice Esteban.

Ellos ríen como niños.

Chemari le pregunta de sopetón:

—¿Y cuándo te casas?

—Para la Pascua.

—¿Para qué Pascua?

—¿Para qué Pascua va a ser? ¡Para la de la primavera!

—¿Entonces todavía no para la Navidad?

—Es que el viejo quiere que yo venga a hacerme cargo del rancho. Y en eso estamos.

—A ti no te gusta, por lo visto.

—Pues, hombre, no me vuelve loco la idea. A mí, y sobre todo a ella, le gusta más la ciudad.

Esteban ha cambiado rápidamente la conversación.

—Anda, prepárate que nos vamos en seguida —dice.

—Pero, ¿no os quedaréis a comer aquí? —pregunta Chemari dirigiéndose también al acompañante.

—No, no. Le he prometido a Lucy que estaríamos allí para el aperitivo.

—Lo que no sé es cómo tengo que prepararme.

—Ponte lo mejorcito que tengas.

—¿Y me llevo el revólver también?

—¿El que te regalaron ellas?

—Eso quería decir.

—Tráetelo, eso les divertirá. Les gustará ver tu facha de cow-boy. Ja, ja, ja.

La idea de presentarse en el rancho de Mr. Link parece que le ha caído bien a Chemari. Sin embargo, Chaume no puede disimular su complejo.

Chemari canturrea mientras se viste dentro de la tienda. Esteban pregunta a Chaume:

—¿Y por aquí, qué tal?

—Regular, regular. Su primo no está contento del todo. Y tiene razón. Llevamos una racha fatal: primero, que no llueve; luego, que se envenenaron algunas ovejas. Chemari dice que no, pero no pudo ser otra cosa más que esa hierba que mata. Ultimamente, se acercaron los coyotes…

—¿Y para qué tenéis la escopeta, digo yo?

—Estos coyotes son más traidores veinte veces que los lobos de las sierras de allá.

—Este perro que os traigo será una buena ayuda. Este es de los que mueren matando. El padre de éste fue un perro famoso que se recorrió tres estados con tres mil ovejas cuando el año de un blizzard que todos recuerdan con pavor.

—¿Hace mucho?

—Fue un año de huracanes de nieve, muy malo para el ganado, un año que nadie quiere recordar… La Compañía tuvo que salvar a los pastores con helicópteros… Hubo partes en que pereció el setenta y el ochenta por ciento del ganado…

—Te advierto —grita Chemari desde la tienda— que si vinieran esas cosas que dices lo que haríamos es irnos a la finquita de tu suegro a pedir refugio.

—No creas que el viejo es muy amigo de abrir la mano.

—Ya me lo figuro. ¿Qué tal es el viejo?

—El viejo es un cascarrabias, como todos, pero simpático… Bueno, al menos no es ningún ogro.

—Me alegra saberlo —dijo Chemari, que había salido, aunque acabándose de vestir.

—¿En marcha ya?

—Espera un poco, hombre.

—Te estás arreglando más que una novia. Oye, ¿y a ti es que no te gusta la hermana de Lucy? Ese sería el modo de que le cayeras bien al viejo. Aunque al principio pondría muy mala cara. Mira por dónde podías quedarte tú de capataz del rancho —dice Esteban socarrón.

—¡Claro! Y tú en la capital llevando las cuentas en el banco. Muy bien… pensado.

—¿Es que sigues pensando en Maribelcha?

—Sigo pensando, y me quita las horas de sueño.

—¡El Athletic… ¡El Athletic! Eso es lo que no me deja vivir tranquilo…

—Pero, ¿estás ya?

—Ya va, so pesao

Chemari sale lo más flamante que ha podido, aunque su atuendo no es lo que puede decirse brillante, ni mucho menos. Sin embargo, la figura resulta casi apuesta. Lleva botas, pantalones de vaquero, una camisa a cuadros, un pañuelo al cuello y boina.

—Pero, Che, por favor, ponte mejor sombrero, un sombrero del Oeste, o ponte el mío…

—Eso no, yo la boina no me la quito por nada del mundo.

Chaume está celebrando la ocasión, siempre acercándose a Esteban en plan adulador. A pesar de todo, se le ve herido, postergado.

—¿En marcha ya?

Chemari se pone el cinto con el revólver.

—Parece que vaya a hacer una película —dice Chaume.

—A ver si me contratan y dejo el pastoreo —replica Chemari.

Antes de echar a andar Esteban huele a Chemari. Se acerca al jeep y saca un frasco de colonia. Antes que pueda enterarse Chemari ha sido rociado.

—Oye, quien quiera estar a mi lado, a mí me tiene que aguantar como soy…

—A ti sí, pero no tiene por qué aguantar a las ovejas. ¡Si lo sabré yo! ¿No ves que yo he sido cocinero antes que fraile?

Montan en el coche.

Rale hace ademán de seguirle. Chemari duda hasta que Esteban interviene y dice:

—Yo creo que el perro no está invitado.

—Pues el perro viene conmigo a todas partes.

El perro, como percatándose de la cosa, monta en el jeep. Ya no hay modo de echarlo.

Y parten. Pero al rato, Chemari recapacita y despide cariñosamente al perro, mismamente como si le encargara una misión especial.

Un rancho modelo

El jeep no marcha por el sendero que Chemari ha empleado para acercarse al rancho de Mr. Link, sino que da una vuelta hasta acercarse a la zona pantanosa. Luego sigue por el borde de aquel lago terrible y espectral. Hay veces en que el paisaje tiene algo de siniestro y de tierra abandonada. De vez en cuando se remontan algunas aves largas y zancudas.

Después rodean una especie de cerro colorado y penetran en una hondonada con brotes verdes, jugosos y florecillas silvestres.

—¿Qué te parece todo esto? —pregunta Esteban.

—Todo me parece mejor que donde estamos nosotros. Lo que no comprendo es por qué nos han marcado los límites de nuestra zona. Por aquí mismo, hacia arriba, acaso el ganado lo pasara mejor.

—Aunque no lo creas, la Compañía tiene sus razones. Esta zona de los pantanos es peligrosa.

—Pero, ¿por qué Mr, Link no nos ha de dejar atravesar el valle hacia arriba? Sería la solución.

—Luego se lo dices.

—¿Y crees que me hará caso?

—Todo consiste en hablarlo. Con decírselo no pierdes nada.

Ahora van ascendiendo por una tierra más desértica, cuajada de setos espinosos torcidos por el viento. Hay piedras descomunales de formas estrambóticas.

—¿Y qué tal te va con ese compañero? Parece simpático.

—Todos somos simpáticos hasta que se nos pone mala leche.

Han llegado a una cumbre pelada que tiene alrededor como un anfiteatro de rocas deformes. Paran el jeep y bajan.

—Aquí dicen que el eco se repite muy bien. Grita algo, Chemari.

—Chemari lanza un ah largo y después una serie de ah cortos. Escuchan cómo el eco los va multiplicando en las cavernas de la montaña con acento más bien lúgubre. Entonces Chemari saca el revólver y dice:

—¿Puedo estrenarlo?

—Prueba a ver.

Chemari dispara una vez, escucha el eco y después varias veces seguidas. Al escuchar los tiros repetidos por el eco, dice:

—Parece la guerra.

Comienzan a descender. Las cimas tienen un brillo entre gris y plata, como si las montañas estuvieran hechas de sal sucia. Al fondo, ya se adivina la cuenca húmeda del valle, y por encima, las agrestes montañas recubiertas de frondosos bosques.

—Todo aquello —dice Chemari, señalando el remoto horizonte— ya me recuerda nuestra tierra.

—Por eso tú quieres escalar —replica Esteban.

—Yo, por mí, bien sabe Dios que no. Es por las ovejas.

—Si cada pastor fuera donde se le antoja, nos volveríamos locos.

—Pero reconoce que lo mío es justo. Tú has podido ver las ovejas.

—No estaban tan mal.

—Pero no están ni la mitad de lo bien que podían estar. Y de eso el responsable soy yo.

En lo alto de un cerrillo hay una casa de madera. Se detienen. A la puerta hay una carreta vieja, con una sola rueda. Chemari se acerca con precaución.

Pero no hay nadie. Ni rastro de que por allí haya pasado gente últimamente. El fogón de la cabaña está cubierto de telarañas. Una rata enorme sale disparada por entre los escombros.

Van descendiendo hacia lo florido. Chemari se está fumando un habano que le ha ofrecido Esteban. De repente dice:

—Oye, ¿y será verdad eso que dicen de que por estas tierras cruzaron los vascos antes de que hubiera por aquí más que indios y búfalos?

—Es verdad.

—¡Vaya tíos que somos!

Ya se divisa el rancho de míster Link. Está atardeciendo.

—Oye, primo, ¿nos dejarán pasar?

—No gastes bromas, Che.

Contrasta la soledad y pobreza de todo lo que acaban de recorrer con el esplendor de este macizo de opulencia y riqueza.

Chemari se da cuenta de que no van a penetrar por el puentecillo sobre el río. Entran por la puerta de un soberbio molino de agua que gira graciosamente entre abundante arbolado. Al lado hay un estanque. Algunos caballos pastan sueltos entre cercas de madera.

Al ver al jeep dos jinetes armados se han acercado inmediatamente. Al ver que se trata de Esteban se han descubierto ceremoniosamente.

—Hola, Tincho —dice Esteban.

Tincho se ha quedado mirando fijamente a Chemari.

—¿Manda algo, mi amo?

—Vamos para adentro. ¿Hay gente ya?

—Ya vinieron bastantes rancheros… Algunos llegaron esta mañana en avioneta.

El jeep penetra en la finca. Tan pronto el jeep se cuela el mejicano sale corriendo a caballo, campo atraviesa, seguramente con la intención de dar la noticia al jefe, al temible John.

—¿Y qué fiesta es hoy aquí? —pregunta Chemari.

—El viejo cumple los setenta. Pero está como un recluta de pimpante y fresco.

Llegan a la nave central de un edificio de dos plantas, muy iluminado, después de recorrer un largo sendero bordeado de árboles y setos. A los lados se ven dependencias e instalaciones accesorias del rancho. El rancho resalta por su blancura y decoración. Puede decirse que no sólo se trata de un rancho modelo, sino de un rancho rico y fastuoso. Chemari está embobado.

Por eso no se da cuenta de que el desaprensivo John lo está observando de cerca y tiene a su lado a Tincho. La presencia imprevista de Chemari los tiene soliviantados y no están pensando nada bueno.

Chemari penetra al lado de Esteban. Ellos dos se quedan comentando:

—A éste le gusta la gresca y la va a tener —dice el caporal en su jerga.

—Pero será mejor dejarlo para más adelante. No olvides que el novio de la miss manda mucho en el amo… —insinúa diplomático el mejicano.

—¿A qué habrá venido este imbécil? —y John adopta un aire molesto.

Van dando vueltas al edificio tratando de mirar por los cristales para seguir de cerca lo que ocurre dentro.

Chemari se desenvuelve con cortedad y vergüenza entre los invitados. Abundan las damas y muchachas vestidas con elegancia. Esteban sigue siendo personaje central de todas las miradas y comentarios. Desde luego, Esteban se desenvuelve con seguridad y simpatía. Para cada invitado tiene alguna frase amable y oportuna que dice en un inglés que deja boquiabierto a Chemari. En un aparte le dice:

—Pero, ¿tú eres realmente mi primo o te han cambiado?

—Soy tu primo y he cambiado un poco, no mucho…

—Mucho has cambiado tú. Ya lo creo…

John y Tincho están que trinan presenciando la escena. Esteban va presentando a su primo como uno de los pastores mejores que los Estados Unidos tienen en todo el Oeste. ¡Pronto será algo más que pastor…!

Relaciones y festejos

Ahora descienden las dos hermanas, Lucy y Esther, por una escalinata aparatosa, recargada de mármoles, maderas y espejos. La novia de Esteban aparece de blanco, con el pelo rubio suelto… Los invitados se vuelven para verla. Realmente está bonita. Muy orgulloso, Esteban dice a Chemari:

—¡Qué novia más guapa tengo!

Chemari impresionado asiente con la cabeza. Aparece al instante Esther con un vestido rojo y el pelo recogido por una diadema preciosa. No parecen hermanas.

—¿Es que no os acordáis ya de mi primo Chemari? —les dice Esteban cuando ya se han juntado.

Ellas lo saludan con simpatía. Chemari está aturullado. Piensa que todas las miradas se dirigen a él y que su indumentaria está llamando la atención. Incluso repetidas veces se huele las manos con disimulo. Se mueve torpemente, indeciso, asombrado.

Pasean los cuatro, las dos parejas, entre los invitados. Las mujeres ya viejas y algunas jóvenes comentan la presencia de Chemari, sobre todo porque va al lado de Esther.

—Es español —dice uno de los hombres consultado.

—No es español, es vasco —responde otro.

—Pero, ¿es que los vascos no son españoles?

—Debe de haber su confusión en eso. Porque yo también he oído hablar de vascos franceses.

—¿Ah, sí?

—Aquí también ha habido vascos qué hablaban francés.

—Bueno, pero mejicano no es.

—¿En qué ves tú que pueda ser mejicano?

—Yo no he dicho que sea mejicano.

Ahora hace su gran entrada míster Link.

Es un tipo rechoncho, coloradote, de ojos claros, elegantón y pretencioso. Cuando le presentan a Chemari lo mira por encima del hombro, y le hace poco caso. Se ve que no le gusta que los invitados confundan a Esteban con Chemari. Por el hecho de ser novio de su hija o de estar de alto empleado en la Compañía, Esteban ya es otra cosa.

Chemari nota con rabia que al padre de Lucy y de Esther, sin decir nada, no le ha hecho gracia su presencia. Probablemente para él un pastor es un ser que silba a las ovejas, que aguanta muy bien la soledad y el frío y que a veces lleva sobre los hombros una escopeta que no sabe ni disparar siquiera.

—¿Sabe inglés? —pregunta a Chemari.

Chemari no entiende.

—No, todavía no —replica Esteban.

Esta respuesta contraría al magnífico y opulento señor.

—Lo primero, que aprenda inglés —dice dirigiéndose a Esteban, y pasa a los demás grupos de invitados, que lo reclaman con grandes muestras de afecto y respeto. El gran ricachón de la extensa comarca es una potencia. Todos se doblegan y arrastran mientras pasa. Algunos le dirigen tímidas frases de felicitación.

—¿Es cierto que acaba de cumplir los sesenta?

—¿Lo han licenciado ya del ejército? —le dicen unos y otros para halagar su vanidad.

De todos modos, míster Link está orondo, feliz.

Están sirviendo naranjadas, zumos de tomate, coca colas, cervezas, whiskies limonadas, martinis, vodkas… Hay mesas en donde los invitados pueden surtirse de frituras, fiambres y pastas.

Los invitados van saliendo a las terrazas que están iluminadas.

Esteban se pierde con Lucy y Chemari se encuentra azorado al lado de Esther, mientras ella está sonriente y animada, lo cual aumenta mucho más la timidez de Chemari.

No sólo los peones, sino los criados miran a Chemari con cierta guasa.

De vez en cuando se acercan a Esther hijos de granjeros vecinos, muchas veces enviados por los padres. Esther es un buen partido en la región. Todo esto hace que Chemari esté a punto de abandonar la reunión. Tiene conciencia de su ridículo. ¿Por qué habrá ido? Definitivamente su sitio es el monte.

Diálogos cruzados

John y Tincho, a través de las vidrieras, no abandonan a su víctima:

—¿Ves, ves…? El amo ha hecho como si no le viera —dice el caporal.

—No le hizo mucho caso… —responde el peón.

—¿Crees que le dirá algo a la muchacha?

—Pero, ¿no ves lo pasmado que está? No sabe ni palabra de inglés. Es un palurdo. Ese no es tan listo como Esteban.

—¿Le habrá dicho algo a su primo?

—¿Qué es lo que puede decirle, digo yo? ¿Que se ha caído?… ¡Ja, ja, ja…! Del asunto él no ha olido nada. Hubiera denunciado al compañero. Estos vascos son muy honraos… pero muy brutos. Lo sé yo.

Lucy y Esteban pasean por el jardín:

—¿Estás dispuesta a que lo digamos hoy?

—Pero tendremos que decírselo antes a papá.

—Se lo dices tú.

—No, se lo decimos los dos. ¿No es mejor?

Esteban está pensativo. Está decidido y, sin embargo, duda. Se ve que el viejo granjero le impone. Lucy dice:

—Y si no quieres no le decimos nada hoy.

Chemari y Esther están parados en la escalinata. Viéndolos, Esteban dice:

—Está bien mi primo ¿eh?

—Es simpático, pero no habla —responde Lucy.

—Quiero decir que le prueba tu tierra.

—Sí, tiene aspecto fuerte…

—Hace buena pareja con Esther.

Ella no dice nada, pero mira a la pareja de una manera muy significativa. De natural caprichoso, está pensando que aquel hombre rudo y tímido acaso sea, sin que ella sepa verlo, por estar enamorada o creer que lo está, un galán más interesante que el propio Esteban. Mira constantemente hacia él curiosa y coquetilla. Por decir algo, dice:

—No os parecéis mucho tu primo y tú…

—Pues de pequeños todos decían que nos parecíamos mucho. El pobre lo está pasando mal. Es un tarugo para esto de aprender el inglés. Dice que no lo aprenderá aunque esté aquí veinte años…

—Cuando le destinen a la ciudad ya verás cómo lo aprende.

—No le toca todavía ir a la ciudad.

—Pero se lo diremos a papá y hará porque lo manden.

—No quiere la Compañía.

—Papá es muy cabezón Si se le mete algo en la cabeza lo consigue Tenemos que decírselo. No va a estar en el monte meses y meses…

—Te advierto que Chemari tiene novia y está muy enamorado.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es ella?

—Ella es una pelirroja de la aldea, muy mona. Bueno, muy mona era cuando yo la vi la última vez, que tenía doce o trece años… Su padre tiene una cantina. Me da la impresión de que a Chemari no tienen que gustarle las americanas.

—Pero, ¿cuándo ha visto él americanas? Vino, lo vimos aquella noche y desde entonces ni siquiera ha ido a la ciudad.

—Fue una vez, pero me han dicho que se aburrió soberanamente y se volvió en seguida con las ovejas.

—Habrá que decirle a papá que haga por sacarlo… de entre el ganado. El pobre muchacho podría hacer algo mejor que ir detrás de las ovejas y con los perros…

A Esteban le gusta y no le gusta la proposición. Tiene el máximo interés por su primo, pero al mismo tiempo se muestra un poco celosillo al ver el empeño que ella pone en llevarlo a Boise.

Esther y Chemari descienden hacia el jardín en silencio.

En casi monosílabos

—Es muy hermosa esta tierra —dice Chemari.

—Oh, sí, es muy bella.

—Tiene muy hermosos caballos tu padre.

—Oh, sí, muy hermosos caballos.

—Y tú también eres muy, muy guapa… —y se queda cortado.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—¡Oh no, eso no…

Pero a Esther le gusta la tosquedad y al mismo tiempo delicadeza del pastor.

Lucy arrastra a Esteban hacia la pareja.

—No conviene dejarlos solos —dice dándole cierta picardía a la frase.

—¿No sabes, Che —le dice Esteban directamente a su primo—, que vamos a hacer pública esta noche la fecha de nuestro casorio?

—¿Qué me dices? ¿Y para cuándo?

—Para Navidad o Reyes —dice ella.

—Eso hay que celebrarlo —y Chemari espontáneamente llama a uno de los camareros que pasa.

—No, no —dice Lucy. y le quita el vaso de ginebra que ha tomado. Y luego dice al camarero—: Traiga una botella de champaña bien frío…

Luego, en un aparte, Chemari le dice a Esteban:

—¿No habías dicho que sería para la Pascua, pero la Pascua de la primavera?

—Ya ves lo que son las cosas. Esto se ha precipitado. Las mujeres siempre mandan, aquí y allá…

Casi un monólogo

Míster Link está en medio de un grupo perorando en tono altisonante:

—Bueno, pues lo que digo es verdad. Si no fuera por mí, bueno, por mí y por otros también, pero principalmente por mí, este Estado se hubiera dedicado a la dichosa patata y éste no sería uno de los estados ganaderos más ricos de los Estados Unidos. Y no sólo ganadero…

—Tiene razón —comenta adulonamente uno.

—Y es muy posible, más que posible, cierto, que aunque supiera que aquí debajo hay petróleo, por nada del mundo permitiría que este valle dejara de ser lo que es: un valle de bendición, que da gozo verlo, para convertirlo en un bosque de pozos y torres metálicas. Eso no está hecho para mí. Yo, ante todo, soy ganadero y no me da vergüenza decirlo. Lo tengo como un honor…

Bebe con solemnidad y satisfacción una copa de coñac, saboreándolo.

—Bueno, y esta salud que tengo —se martillea el pecho con orgullo y coraje— proviene del valle, de este valle, que ahora es un valle, pero que cuando yo llegué aquí era más desierto que los de Arizona…

El rozagante míster Link está pletórico, triunfante. Es un tipo grueso, más bien pequeño, con el pelo blanco, cara curtida y sonrosada y manos fuertes de hombre duro que se ha hecho en la brega y en la lucha.

—Setenta años, bueno, pues todavía no me retiro, señores. Todavía tengo que dar mucha guerra…

Todos ríen y le felicitan:

—Que llegue a los cien, con salud.

—Y con nietos…

Es en este momento cuando se acercan Lucy y Esteban al grupo. Ella le dice algo al oído. Él pone unos ojos de agradable sorpresa e impone silencio a todos.

—Bueno, y ahora, para terminar la fiesta en paz, os anuncio que estos dos insensatos se van a casar… ¿Cuándo os vais a casar? No será ahora mismo. No tengo el regalo preparado.

Todos ríen.

—Allá para cuando llegue Papá Noel —dice Esteban, empujado por Lucy.

Aplauden y comienzan las señoras y amigas a besar a Lucy y los hombres a dar la mano a Esteban. Los primeros en hacerlo han sido Esther y Chemari.

Esteban, al recibir el apretón de manos y el abrazo de su primo, le dice:

—Anímate, hombre, si quieres emparentar conmigo de veras…

Chemari se aparta y pasea fumando un cigarrillo. Está triste y caviloso. Todo aquello se ve que no es para él. El no pertenece a este mundo.

El gran torneo

En un rincón de la cancela de enfrente comienzan a escucharse primero unas guitarras y luego un acordeón. Son los peones mejicanos del rancho. Una muchacha canta una melancólica canción.

Todos los invitados se van colocando en la explanada.

Los primeros en abrir el baile son Lucy y Esteban. Luego míster Link, que saca a danzar, haciendo un poco el payaso, a su hija Esther, hasta que ésta se enfada o hace como que se enfada y se retira.

Chemari, temiendo que lo puedan comprometer a bailar, se escabulle y se va escondiendo como si lo persiguieran. De verlo, Lucy y Esteban se están riendo a carcajadas. Esther es constantemente solicitada por los hijos de los granjeros vecinos, alguno de ellos demasiado joven para ella; algún que otro solterón también, que no se aparta de al lado de su mamá… El bullicio de la fiesta va aumentando.

De repente el viejo míster Link da unas palmadas y se apaga la música. Con voz autoritaria dice:

—Que comience el desfile.

—¿Qué desfile? —se preguntan los invitados arremolinados al pie de las escaleras.

Aparece un peón conduciendo un hermoso ejemplar de buey, que es saludado con aplausos. Luego aparece una vaca preciosa con sus dos pequeños becerrillos. Se repiten los aplausos.

Míster Link está satisfecho.

—¿Qué les parecen mis ejemplares? —dice dirigiéndose a los granjeros vecinos.

Ahora aparece el peón Tincho conduciendo un pequeño rebaño de ovejas. Hay ejemplares de machos y hembras realmente magníficos. Los corderillos están asustados por las luces y se escapan hacia el jardín por entre los invitados.

De vez en cuando algún camarero pasa, ofreciendo bebidas y pinchitos entre los invitados. Algunos comentan y dicen:

—Míster Link, ¿sería tan amable que me vendiera ese ejemplar?

—Ni por todo el oro del mundo —responde él.

—Míster Link, ¿me dejaría ese macho por una corta temporadita?

—Están suspendidos los permisos —grita míster Link, con aire que quiere ser militar.

Pasa ahora, entre las risotadas de todos, custodiada por peones jóvenes, una estupenda cerda con catorce cerditos.

—Míster Link, ¿nos invitará a la matanza?

—Todos los presentes están invitados para el momento oportuno.

—¿Y cuándo será? —preguntan a coro.

—Preguntárselo a Lucy y a su hombre.

Todavía no ha concluido el desfile de los ejemplares de raza que míster Link está haciendo sacar de sus cuadras y establos. Todavía él espera algo más sorprendente para los invitados.

Ahora llegan cuatro perrazos descomunales, enormes y temibles. Ciertamente son unos perros fabulosos.

Los perros, aunque halagados, miran hacia todas partes con recelo. Imponen más por su inteligencia que por su fiereza. Desfilan muy compenetrados con su papel. Al irse los perros, los invitados respiran tranquilos.

—Y ahora, lo último —anuncia míster Link.

Montado en un soberbio caballo aparece John, el grandote pecoso. Lleva sujeto por la brida un formidable tronco de caballos. Los invitados hacen el corro más ancho.

Son caballos jóvenes y cada uno un valioso ejemplar de raza. John los exhibe dándose importancia. Obliga a su caballo a hacer unas bellas piruetas. Se ve en él al típico caballista del Oeste, Al ver John la admiración que produce la flexibilidad y destreza de su montura, hace que el caballo se levante de las patas delanteras y lance un relincho salvaje. Los invitados, algunos por lo menos, se echan para atrás, empavorecidos. Después, al ver la suavidad con que John lo vuelve a la doma, aplauden.

—Míster Link —dice un ranchero—, te lo compro.

—¿Qué es lo que me compras, el caballo o el jinete?

—Las dos cosas.

—Pues ninguna de las dos vendo yo… —y suelta una gran carcajada. Luego se acerca al bello animal y le dice a John que baje. Míster Link, sin encomendarse a nadie, trata de montarlo, pero no puede.

—Tú, ayúdame —le grita a John.

En este momento se acercan corriendo Lucy y Esteban que lo impiden.

—Pero, ¿por qué no? —grita míster Link, desencajado.

También se acerca Esther, que se lleva a su padre de la mano. Hay un momento de silencio entre los invitados. Míster Link no quiere hacer una escena, pero está contrariado y grita:

—¿Creéis que he perdido facultades? Pues estáis equivocados. Todavía os puedo dar lecciones a todos… De ese caballo y del que sea, hago yo lo que quiero.

—Ya lo sabemos, papá —dice Lucy.

De repente, míster Link se encara con Esteban y le dice:

—Tú eres vasco, ¿no?

—Claro que soy vasco.

—Pues ya sabes, ese caballo es tuyo, pero quiero verte montarlo, quiero que te vean los demás… ¡Ahora mismo!

Aunque Lucy trata de impedirlo, Esteban se encarama encima del bruto y con gran dominio lo fuerza a que dé unas vueltas ceñidas. Luego lo alza también en las patas delanteras y trata de someterlo a una flexión costosa, casi como si a la bestia le fuera obligado caer de rodillas. El caballo no se deja y se impacienta.

Chemari está al acecho, temiendo lo peor. No se figuraba que su primo hubiera llegado a la agilidad y pericia que muestra en la montura.

Esteban repite la operación con el caballo después de hacerlo andar acompasadamente hacia atrás. Luego trata de arrodillarlo y al fin lo consigue. Suenan aplausos delirantes y Lucy se acerca a felicitarlo. Le da un vaso como premio. Todos vuelven a vociferar y a aplaudir. En ese momento míster Link le dice con toda solemnidad:

—Muchacho, el caballo es tuyo, te lo has ganado.

Inocentemente y sin saber lo que hace, simplemente con ganas de celebrar como vasco el triunfo de su primo, Chemari lanza un agudo y jubiloso irrintzina. Todos los presentes se quedan mudos de espanto. El grito vasco, medio pastoril medio guerrero, los ha estremecido como un latigazo. Todos se vuelven hacia Chemari.

—¿Ah, el otro vasco? Muy bien, muy bien por ese grito de triunfo. Y perdón porque nos hubiéramos olvidado de ti.

Chemari no entiende nada y se refugia en Esteban.

—Por eso, muchacho, también tú tendrás un caballo, el que quieras de los del tronco que hemos visto, si haces alguna de esas proezas.

—¿Qué dice el viejo? —pregunta Chemari, sofocado.

—Dice el viejo —le repite Esteban— que te regala cualquier caballo, a elegir, si haces una demostración con él.

—Dile que yo no monto, que no sé montar…

—No es necesario que hagas nada del otro mundo. Yo creo que el viejo te lo regala simplemente con que des cuatro vueltas y domines al animal… No es cuestión de fuerza.

—Dile que yo soy pastor, que no soy caballista…

La salida de Chemari produce cierta decepción entre los asistentes, que ya se estaban viendo en una buena competición de fuerza y maña con los hermosos caballos.

—Un pastor tiene que ser ante todo un buen caballista —dice míster Link.

Esteban le traduce.

—No digo que no. Pero dile que yo no soy más que pastor.

—Entonces a este nuevo pastor, que por lo visto está recién llegado, le diremos que si nos da pruebas de tener facultades le regalaremos una mula —y míster Link, seguido de todos sus invitados, rompe a reír estrepitosamente.

Es Esther la primera que se ha acercado a Chemari y le ha dicho, con gestos principalmente, que ha hecho bien en no montar. Todo para que se rían cuatro bobos. Las palabras de Esther cobran una significación especial ante la juerga que John y sus peones se traen con el nuevo pastor que tiene miedo a los caballos.

—Míster Link, ¿por qué no le regala un burro, a ver si se anima…? —dice John, y todos le celebran la chanza.

Chemari, más que de las palabras, está pendiente de los gestos y de las intenciones. Está pasando un mal rato. El mismo John, por congraciarse con Esteban, le grita:

—Oye, patrón, ¿estás seguro de que este pariente es vasco legítimo?

A Esteban no le está gustando que se rían de su primo y contesta:

—El grito que ha dado, ese grito que os dejó helados, sólo lo puede dar un vasco. Intenta tú darlo y verás.

—También los grajos gritan muy bien, pero lo propio de un pastor es aguantar en el estribo. Por lo menos así era antes.

—Te advierto que yo también soy vasco.

—Yo no he dicho nada contra el señorito. El señor ha demostrado que es un buen pastor. A mí no se me ocurriría disputar con el señorito, porque está claro que sabe lo que es un caballo.

Chemari está siguiendo atentamente la cuestión. Tanto como quedar mal ante todos personalmente le molesta que los que queden mal sean los pastores vascos. Por eso, cuando todos van a retirarse del incidente y se disponen a tirarse sobre las mesas de viandas, Chemari grita:

—Alto ahí, fanfarria, como decimos por allá.

—¿Qué ha dicho el borreguero? —exclama John, complacido de que haya lío.

—Ha dicho: alto ahí, fanfarrón —dice Tincho, intentando congraciarse con su jefe.

—¿Ah, sí? —dice, descendiendo del caballo.

Todos se han quedado parados, hasta el propio míster Link. Un incidente de estos bien podía figurar como un número de la fiesta, igual que si hubiera sido preparado ex profeso.

Ha sido Esther quien al ver que los dos hombres se van a enfrentar, con un gesto autoritario, le ha dicho a John:

—Deja quieto al forastero. Es un invitado de casa…

—Yo no me he metido con él. Solamente he dicho que bien podía no tener miedo a los caballos. Él ha sido quien se ha metido conmigo… —y John mira hacia su peonada, que hace signos de aprobación.

—Hija, tú no te metas en estas cosas. Estas cosas, en mis tiempos, y creo que en todos los tiempos, siempre las han resuelto los hombres a su manera…

Y nunca ha pasado nada, al final…

Míster Link aparece tal y como es, partidario de la violencia y de la ley típica del Oeste, amigo de supervalorar lo que fueron los procedimientos de su juventud. De tal manera que hace ruedo y señala a Chemari y le dice:

—No cree por lo visto mi encargado del ganado en tus condiciones para pastor.

Ahora es Tincho el que se adelanta a traducir. Chemari replica:

—Tampoco yo creo en sus cualidades como hombre de confianza y de honor, ni para estar al frente de hombres ni de bestias.

El tono de estas palabras ha producido pavor entre los circunstantes. El primero en alarmarse ha sido Esteban. Nunca hubiera querido que sucediera tamaña cosa. ¿Se le habrá subido el alcohol a la cabeza?

—Esto ya se arreglará después —dice Esteban con gesto conciliador y amistoso.

A Chemari le enciende la sangre esta actitud defensiva que los demás adoptan con él. Es como si le creyeran cobarde o no supiera valerse por sí mismo. Hace ademán de hablar, pero al ver que no le van a entender, llama hacia sí a Tincho.

—Dile que le voy a proponer tres cosas que debe saber siempre un hombre en mi tierra y vencer con ellas a cualquier otro hombre. La primera será… —y del bolsillo de atrás del pantalón saca su navaja cabritera, que abre despacio.

—Chemari, qué vas a hacer… —le grita Esteban.

—Cállate tú ahora.

—Dile que la primera será capar en menos tiempo al macho más bravo de vuestro ganado, caparlo en menos tiempo y sin untarse las manos de sangre…

Cuando los invitados y los peones han oído la proposición se han echado a reír, algunos de ellos horrorizados. John se ha aprovechado de este gesto natural de repugnancia y ha contestado:

—Dile que yo no me dedico a esas porquerías.

Chemari insiste en que ello es parte esencial del oficio de pastor y que él no es un pendenciero.

—¿Cuál es la segunda? —grita John, buscando ya directamente la pelea con el aplauso de todos, incluso del propio míster Link.

—Dile —dice Chemari a Tincho— que la segunda será coger dos hachas y ver cuál de los dos echa en menos tiempo uno de esos árboles a tierra.

Esteban se alegra. Míster Link, aunque no entiende esta clase de torneo, aplaude dando por buena la prueba. Bien está que el pastor no se haya apabullado.

Campeón de aizkolaris

Enfrente de la finca hay unos árboles diríase que centenarios. Son árboles gruesos, resistentes y pujantes.

—¿Qué árbol quiere? Dile qué árbol quiere —pregunta muy insolente John a Tincho.

—El que sea, me da lo mismo.

John se coloca ante uno de ellos. Vienen los peones con las hachas, unas hachas enormes.

—Dile qué hacha quiere —pregunta con gran insolencia John a Tincho.

—Dile que me da lo mismo.

Esteban se acerca y protesta. No es justo. El árbol de Chemari es más fuerte y el hacha más pequeña.

Chemari lo aparta a él y a las muchachas cariñosamente.

—Cuando el señor dé la orden —dice Chemari dirigiéndose a míster Link, cosa que a éste comienza a agradarle.

Míster Link grita:

—Ya vale.

Comienzan los dos hombres a dar hachazos. Los invitados los han rodeado pero al mismo tiempo se apartan. Produce escalofríos ver los brazos desnudos de aquellos hombres metiendo el tajo en la dura corteza. Al parecer John da unos golpes más fuertes y más rápidos.

—Se apuesta por John —grita Tincho.

Y son muchos los que apuestan por él.

Sólo Esteban y las dos muchachas, ellas más por piedad, apuestan por Chemari, pero creyendo que perderá irremisiblemente.

Muy pronto comienza la tensión y la crispación de los dos contendientes. El hacha de Chemari va penetrando dentro y formando un ángulo tremendo. Los pedazos de madera salen disparados como flechas. No se impacienta lo más mínimo, mientras que John, al ver la abertura hecha rápidamente por Chemari, prodiga los golpes con desesperada fiereza.

—Hala, John, que es tuyo —grita la peonada.

—Chemari, por Dios, no falles, que eres vasco —y con gran sorpresa de las muchachas Esteban lanza un irrintzina desesperado y suplicante.

Chemari se ha persignado en medio de la bárbara tarea y cuando todavía John no está por la mitad, él avisa a todos los que, espantados, contemplan la escena:

—¡Fuera! ¡Apártense!

Y en dos hachazos más el grandioso árbol cae produciendo un ruido sordo y, en cierto modo, triunfal.

Ahora el grito de Esteban es de triunfo y alegría. Viene hasta Chemari y lo abraza emocionado. Las muchachas lo besan como se hace con los deportistas victoriosos. Chemari está jadeando y sudando.

—Te faltan por lo menos veinte hachazos —dice Chemari volviéndose a John. Al ver que éste está mudo y paralizado, le dice a Tincho—: Dile que le quedan por lo menos veinte hachazos, bueno, veinte hachazos de los míos.

El árbol de John casi podría decirse que todavía está entero. Es míster Link el que con cara de disgusto, le dice:

—Has dejado el árbol inservible. No sirve para leña ni te ha servido para ganarle a este muchacho… Os hace falta entrenamiento.

Chemari ya se ha ganado ante todos una simpatía que no tenía antes. Ahora todos le felicitan y saludan.

—¡Bravo por el vasco! —dicen mientras hacen elogios de su fuerza, a pesar de que la musculatura no lo demuestra.

Los peones y su jefe están irritados. Miran hacia Chemari con rabia, hablando por lo bajo.

—¿Y ahora, qué? —pregunta John completamente desmoralizado y queriendo resarcirse en seguida.

—Ahora nos tiraremos un pulso…

—No entiendo qué es eso —dice Tincho.

—Que traigan una mesa y dos sillas…

Van por ellas y todos forman una especie de corro alrededor de la mesa y de los dos hombres que ya permanecen sentados.

A John le están explicando en qué consiste la prueba. Es imposible que aquel tipo llegue a doblarle el brazo.

Ya están sentados. De nuevo Chemari dice dirigiéndose a míster Link:

—Cuando usted diga.

John hace un gesto de desprecio y asco por tener que agarrarse a la mano de Chemari, pero el vasco sonríe y no se da por enterado.

—Ya vale —dice míster Link.

El primer impulso de John ha sido torcer el puño de Chemari hasta aplastarlo, pero se ha encontrado con algo rígido y tenso como el acero, una especie de barra oscilante pero inquebrantable. John ha seguido ciegamente repitiendo los ataques y ha seguido estrellándose contra algo vibrante y poderoso. Viendo con sus ojos el brazo de Chemari, que es mucho menos fuerte que el suyo, se esfuerza más en volcarlo. Pero no puede. Ni siquiera puede dar crédito a sus ojos. Por momentos se va sintiendo agotado para nuevas arremetidas.

Los circundantes están tan excitados o más que los mismos contendientes.

—¡Gora, Chemari! —repite una y otra vez, como en una angustiosa letanía, Esteban.

—Hala, John, derríbalo de una vez —gritan los peones.

Míster Link comienza a mirar hacia Chemari con creciente simpatía. Le parece mentira que aquel brazo nervudo pero en cierto modo flaco esté apurando, hasta consumirlas, las fuerzas de su encargado de las faenas más duras del rancho.

¿Te das por vencido?

Chemari pregunta cara a cara a John:

—¿Te das por vencido?

Cuando John se da cuenta de la pregunta grita que no y hasta escupe su impotencia en pleno rostro de Chemari diciéndole:

—Eso nunca.

—Peor para ti, entonces.

Chemari se ha concentrado en la operación y poco a poco ha ido doblando como si lo estuviera rompiendo por dentro el brazo de John hasta que sin remedio el brazo ha quedado extendido y como ajado encima de la mesa. Repetidas veces John ha querido levantar el brazo y no ha podido.

En este momento, John, por lo bajo, murmura mordiéndose los labios:

—Juro que esto me lo has de pagar bien caro…

—Dice que se las pagarás algún día —comenta Tincho.

—Dile que yo también he jurado lo mismo…

Se ha terminado la demostración de fuerzas y Chemari es aclamado incluso por alguno de los peones.

Esteban y las muchachas se echan sobre él y se lo llevan para agasajarlo. Míster Link se acerca a Chemari y le dice con énfasis:

—Te felicito, muchacho. Pide lo que quieras.

Ha llegado el momento de Chemari y se dispone a confiarle a Esteban su aspiración.

—Yo quisiera que le dijeras que, respondiéndole con la vida de que no harán ningún daño serio, quisiera atravesar el valle con mi ganado hacia partes más… hacia arriba.

Pero no le dejan acabar la petición. De nuevo están allí al lado John y sus hombres pidiendo revancha. Propone un desafío inmediato a lo que sea, no a cosas absurdas como derribar un árbol o medir las fuerzas sobre una mesa, en lo cual debe de haber algún truco.

Esteban interviene diciendo que ya basta. Que nadie discute su valentía y su habilidad como guía de los peones que conducen al ganado, pero que Chemari está en una fiesta entre amigos y no tiene por qué dedicarse a más exhibiciones. John insiste en que podría hacerse una prueba de tiro al blanco. Le dicen a Chemari de lo que se trata y responde calmosamente que el disparar no es cosa de pastores, como no sea en defensa propia, y que, aunque en el cuartel fue declarado tirador de primera, prefiere no usar armas de fuego como no sea en extrema necesidad. Se irrita John y dice que lo emplaza a que pare un toro o un búfalo en plena carrera. Tampoco esto le place al vasco.

—Yo te emplazo entonces a que te cargues en la espalda y des veinte pasos con un saco de cien kilos de trigo. ¿Te vale?

A John no le convence la cosa. Esas no son cosas del Oeste.

—Yo quiero cosas de hombres —dice.

—Y yo me atengo a las cosas de mi tierra. Yo he venido aquí contratado como pastor. Ni a la guerra ni al circo.

—El que ha inventado el circo eres tú —le grita John por medio de Tincho.

Como el pleito entre John y Chemari no tiene de momento solución, Esteban arrastra a Chemari y se mete con él y las muchachas en la casa. Míster Link zanja la cuestión diciéndole a John:

—A otra vez será mejor para ti, John. La cosa no tiene remedio. Has sido vencido, eso es todo —y se dedica a recorrer los grupos de invitados, muchos de los cuales se han protegido de las primeras gotas de lluvia metiéndose bajo los arcos de la terraza.

John se ha quedado apartado de sus hombres pensando algo que por fuerza tiene que ser un nuevo reto para Chemari. Cuando Tincho se acerca a su jefe, éste le dice:

—Caerá en la trampa.

—Y siempre se podrá decir que te buscó. Soy testigo.

—Lo que más me divierte de todo es que no sabe nada de nada. Tragará el polvo… ¡vaya si lo tragará!

—No hay que darle tiempo a nada.

—¿Sabes lo que estoy pensando? Esta noche es buena para un buen chance con el otro vasco.

—El otro tiene más miedo que vergüenza.

—A ti te encomiendo la operación.

Y Tincho sale disparado. Al poco se le ve salir con dos caballistas más por la vereda que da entrada al rancho. Va riéndose a carcajadas.

—Hay que celebrar el triunfo de Che —dice Esteban llamando a un camarero. Ahora se siente orgulloso de su primo.

Pero muy pronto él y Lucy se han colocado junto al mirador hablando por lo bajo, riéndose, acariciándose. ¿Podría ser posible aquello en la aldea? Ahora se besan fuertemente.

Chemari comienza a sentirse contrariado y violento. Esther, que se da cuenta, inventa algo para distraerlo y trae el álbum de fotos de la familia.

Allí se ve la transformación que se ha operado en aquella hermosa vega que antes fue un erial. Tampoco la figura del padre era la de tan poderoso señor, sino de un trabajador duro. El rancho no era lo que hoy es, ni mucho menos. Se resumía en una casa plana y las dependencias, pero todo rústico, improvisado. Actualmente aquello es un palacio, y una granja, y una cuadra, y un establo, y un jardín, todo junto.

De repente a Chemari le ha entrado la impaciencia. ¿Qué hace allí él, como un bobo, allí donde nada se le ha perdido, mientras sabe Dios lo que puede estar ocurriendo con el ganado? Se levanta y se pasea.

—Pero, ¿se puede saber por qué no te sientas y te bebes un copazo tranquilo?

—No hago más que pensar en las ovejas, ya ves.

—Tú estás chalao. ¿Qué le puede pasar a las ovejas?

—No creas. Estamos, como sabes, en tiempo de paridera. Ahora es cuando necesitan más cuidado.

—Tienes allí a tu peón… —y luego en vasco, por lo bajo, se acerca y le dice—: Yo creo que tú de quien te acuerdas no es de las ovejas, sino de la oveja de allá de la aldea… ¿Crees que no te conozco?

Ha entrado Mr. Link acompañado de algunos invitados. Chemari se serena. De nuevo descubre la posibilidad de poder arrancarle permiso para trashumar hacia la parte alta.

—Dile —le dice a Esteban— que no le estropearemos nada, que seguiremos el cordel de la senda y que respondo con la vida de que las ovejas no caerán en su tierra. Yo las sabré llevar y comerán donde yo diga. Ah, y dile también que si se me echa el invierno encima, tal y como está la cosa, se me quedarán cortados la mitad de los corderos…

—Anda, no eres exagerado ni nada.

—¿Qué más le da a él que yo cruce todo esto en veinticuatro horas y me arrime a las faldas de la montaña?

—Habrá que pedir permiso a la Compañía… también.

—De eso te encargas tú.

—¡Qué perra has cogido! Se lo diremos, hombre, se lo diremos.

Esteban habla del asunto con su futuro suegro. Mr. Link no parece entender mucho las razones de Chemari y lo mira con cierto escepticismo, pero también con ganas de complacerle. Como único comentario dice:

—Yo hablaré con el capataz y veremos lo que se puede hacer.

—¿Con John? —pregunta alarmado Chemari.

—Sí, con John, él es el encargado de todo eso.

—Entonces no querrá —contesta Chemari desalentado.

—¿Por qué no ha de querer? ¿Por lo de esta tarde? Ya verás como sí quiere. El aquí hace lo que le mandan.

—No querrá.

—Mira que eres terco.

—Te digo que ya verás cómo no quiere.

—Ya veremos si quiere o no quiere…

El festejo comienza a disiparse y algunos invitados van al aparcadero que hay detrás de la mansión de Mr. Link y cogen su coche.

Todos, al despedirse, gritan en plan bromista:

—¡Adiós, ochentón…! —dicen para irritarle.

—¡Hasta otra, viejo…!

Entre los peones y los invitados va y viene John, nervioso, como insistiendo en la necesidad de la pendencia. En sus ojos se refleja la rabia.

Está irritado con todos. Da vueltas alrededor de la casa como un lobo carnicero. Y bebe. Bebe alocadamente.

Solamente unos tragos

Mr. Link se refugia en el mirador de su finca con un vaso de whisky en la mano.

—Ojo, papá —dice Lucy.

—Cuidadito, papá —dice Esther.

—Hoy es mi día. Preocuparos de vosotros mismos, que yo ya sé valerme. ¡No faltaba más!

Esteban siente por Mr. Link tanta admiración como miedo, un miedo cargado de respeto, un miedo colmado de gratitud. Por Mr. Link él prosperó en la Compañía y en ningún momento se opuso, sino más bien todo lo contrario, al noviazgo de su hija. Por él, Esteban ha pasado de pastor y de extranjero a casi ciudadano americano brillante. Y su verdadero porvenir no ha comenzado todavía.

Mr. Link, con el vaso en la mano —que agota rápidamente y vuelve a servirse más—, perora melancólicamente consigo mismo. Dice:

—Todo el mundo preocupándose de mi salud, de mi importante salud. Vosotras igual que vuestra madre, y fijaros que a ella le hubieran hecho mucha falta sus propios consejos. Claro está… Y luego la gente cree que todo esto me lo han dado hecho, vamos, bueno, como si me lo hubieran regalado. Pero no ha sido así. Todo el mundo sabe que no fue así ni mucho menos. Esto me lo he levantado yo, yo solito, a pulso…

—Pero, ¿es que no lo sabemos?

—Papaíto, sé bueno —le dice Esther con mucho mimo.

—No se trata de ser bueno, sino de tener coraje y tener fe. Yo tuve fe y tuve coraje. Por eso salí adelante —y sigue bebiendo.

—Pero ya no eres un jovencito —le dice Lucy, intentando quitarle el vaso.

—¿Os gustan los jóvenes? Eh, muy bien, está bien que os gusten los jóvenes, pero dejad tranquilos a los viejos que se han hecho un nombre… Y que os han hecho ricas… Sí, ricas, muy ricas…

Mr. Link se fija en Chemari y encarándose con él le larga un discurso que Chemari no entiende más que en su intención.

—Está muy bien que tengas fuerza, muchacho, está pero que muy bien, Pero, con todo, no basta. Bueno, quiero decir que además de fuerza lo que hay que tener es iniciativa. ¿Querrás quedarte toda la vida de pastor? Deja a los borregos que cuiden de los borregos… Pero mientras no sepas lo que es un caballo, mientras no sepas vaciar un revólver sin pestañear, no serás más que pastor… ¿No ves a Esteban? Aquí lo ves que no tiene nada de pastor. Nadie diría que fue pastor…

—Yo soy pastor y he venido aquí a ser pastor… —afirma categóricamente Chemari, ceñudo, imperturbable.

Esteban traduce las palabras de Chemari, añadiendo en inglés:

—A Chemari con el tiempo lo llevaremos a Boise.

—Claro que sí —dicen ellas.

—Pero lo primero que aprenda inglés —grita el viejo con voz impositiva y amenazadora casi. Y se aísla en su butacón.

Suena el teléfono. Es una conferencia desde Boise. Por lo que puede desprenderse de la conferencia se trata de una operación de venta de lana que ha efectuado el agente de Mr. Link.

El setentón ranchero discute como un energúmeno. Repite cifras y más cifras con pasmosa lucidez y energía. Pero no por eso deja de beber. Termina conminando al agente:

—Haga lo que le digo, que sé muy bien lo que me hago y por qué me lo hago. Ni una palabra más.

Esteban se pone de pie mirando el reloj. El teléfono, al parecer, le ha recordado que al día siguiente muy temprano tendrá que estar en las oficinas. Es posible también que Esteban trate de evidenciar ante el viejo su diligencia y actividad.

—Y, ¿a qué hora saldréis para Boise mañana? —pregunta Esteban a Lucy.

—Mañana hacemos ya el desayuno allí. Ya has oído a papá.

Lucy y Esteban salen a la terraza. Se ven sus sombras fundidas en un beso largo.

Esther se hace la distraída y canta por lo bajo. Chemari está deseando irse y al mismo tiempo todavía quisiera abordar de nuevo a Mr. Link.

Ya está el jeep ante la puerta. Esteban entra para despedirse de Mr. Link, pero al verlo medio adormecido, sale sin hacer ruido. Chemari, al montar en el jeep, le dice:

—Bien podías decirle lo que pasa con mi ganado, que se me están desfalleciendo las ovejas, que yo ya habría dado la vuelta por la región de los pantanos o no habrá más remedio que terminar dándola, pero que yo le respondo… que podría cruzar todo esto sin… Díselo.

—No te preocupes. Yo lo diré en Boise y todo se arreglará.

—En veinticuatro horas todo estaría resuelto —insiste Chemari.

—¡Vaya perra que has cogido, primo!

En el momento de arrancar el jeep, John se ha atravesado en medio del camino. Su expresión ha sido lo suficientemente conminatoria para Chemari. Pero no dice nada. Sólo se queda mirando el jeep con reconcentrada ira.

Tan pronto el jeep ha comenzado a dar tumbos por los tortuosos pasillos, Chemari se pone melancólico. De nuevo se encontrará con sus ovejas en el paraje inhóspito que ya le resulta odioso y en el que no es posible adaptarse por más que lo ha explorado por arriba y por abajo. De nuevo Esteban se irá a la capital, a preparar su boda…

Como Esteban lo ve tan alicaído, le dice:

—Antes de una semana tienes respuesta. Al viejo es mejor tratarlo allí, en las oficinas de la Compañía.

—Pero, ¿él pertenece también a la Sociedad vuestra?

—No, no pertenece, pero pertenece a otras muchas cosas, a todo lo relacionado con ovejas y lanas. Además tiene allí los mejores amigos. Ya verás cómo te da permiso…

—¿Por encima del bestia ese… del jefe de los peones?

—Encima que lo has dejado más corrido que una mona.

—Es un chulo indecente.

—Pero, ¡qué manía le tienes!

—No creo, fíjate lo que te digo, que sea buena persona. Y si no lo es, lo abofetearé un día.

—Mr. Link no es fácil de engañar. No sé si te has dado cuenta. John es su peón de confianza.

—El tal caporal es un zorro peligroso, te lo digo yo. Y yo le sigo la pista.

—¿Has chocado con él? ¡Buena la has cogido!

—Chocar, lo que se dice chocar, no; pero nos hemos encontrado en el monte. Y no mira con buenos ojos. Y no lo digo bebido.

—Mira, eso que te pasa a ti me pasaba a mí también, no con John, sino con otros, cuando estuve en las praderas. ¿Y sabes por qué es? Porque no sabemos la lengua que ellos hablan. Eso a cualquiera le hace desconfiado y retraído. Por eso el viejo te lo repitió varias veces. Tienes que aprender inglés.

—¿Y por qué él no habla vasco, y le gustan, por lo que veo, los vascos? ¿Y por qué no habla español y mira a uno como si fuera un extranjero…?

—En eso eres también injusto. Yo conozco al viejo mejor que tú y puedo decirte que te ha mirado con simpatía.

—¿Ah, sí?

Los faros del jeep van iluminando el áspero sendero, más que camino ahora. De nuevo se están acercando a la zona pantanosa, que es como un mar viscoso y agrietado. La falta de lluvias deja al aire algunos mojones de tierra. La luz, al reflejarse en el helado desierto, produce una sensación extraña y siniestra.

Se van acercando costosamente al puesto. El jeep de vez en cuando se detiene para alumbrar la desvaída senda. En una de estas paradas, Chemari se pone alerta como los perros y dice:

—¿No oyes?

—¿Qué tenemos que oír?

Esteban cree que es por el cielo, algún avión misterioso de los que hacen vuelos experimentales sobre estas inmensas llanuras.

Un poco mochales

—Me ha parecido oír —dice Chemari muy caviloso— algo así como trotar de caballos.

—¿Tú has oído algo? —pregunta Esteban al mecánico.

Nothing, nothing.

—¿No te estarás volviendo un poco mochales?

—No creo. Creo que te he dicho ya que hemos encontrado alguna oveja muerta…

—Hay que llevar mucho cuidado con lo que comen.

—No creo que fueran envenenadas.

—Serían los coyotes.

—Podría ser, pero para mí que las dos veces fue algo raro…

Chemari vuelve al silencio. Al rato, Esteban le pregunta:

—¿Qué tal te defiendes con la comida?

—Con pan y queso, con pan y jamón, con pan y salchichas de esas nos vamos defendiendo. Pero tengo ganas de coger un buen chorizo, o hartarme de bacalao al pil-pil, o mojar pan en ajo arriero, o pegarme una panzada de sardinas asadas…

—Yo también… ¡caramba! ¿Y la radio, pones mucho la radio?

—Pues no, la radio no me entretiene. No sé, si pusiera jotas, o nuestros aurreskus. Creo que entonces la resistiría más. Para la Navidad, si bajo a Boise, ¿sabes lo que me voy a mercar?

—Una moto.

—Qué va. Un acordeón.

—¿Un acordeón?

—Sí, sí, un acordeón. Aquí tendré tiempo también para aprender.

—Sin maestro. ¿No ves cómo estás mochales?

—A base de darle vueltas, horas y horas, ¿tú crees que no seré capaz de tocar la Cumparsita?

—¡Joé, qué mochales estás! —y se sacude los dedos Esteban haciendo un chasquido.

De todos modos, Esteban está disfrutando. La presencia de Chemari, en cierta manera, lo vuelve a la infancia, a los recuerdos de pequeño, cuando vivieron juntos, y sobre todo, le hace hablar en vasco de cosas familiares y entrañables.

Ya se van acercando. Es el propio Chemari quien va indicando el sentido de la posible pista para atravesar las partes llanas.

Pronto divisan una hoguera. Allí está Rale, que ha llegado hasta el jeep primero ladrando furiosamente y después se ha subido en marcha, por detrás, de un salto, a una llamada de Chemari. Sin embargo, Chemari quiere notar que el perro está inquieto, excitado.

—Calma, calma —le dice.

El perro ladra hasta asustar a Esteban.

—Ya he vuelto, ya he vuelto.

—Probablemente ladra de esa manera por la presencia del perro que te he traído. Sabe que la culpa es mía.

—No había caído. Es posible. Fíjate cómo tengo la cabeza que ni me acordaba ya —dice Chemari, tirándose del jeep en marcha.

Se oyen resonar las esquilas del rebaño. Chaume sale con la linterna en la mano hasta el jeep.

—¿Qué tal fue todo? —pregunta Chemari.

—Sin novedad. Sólo que acaban de parir dos ovejas. Uno de los borreguillos nació muerto. Pero la otra ha tenido dos.

—¿Lo has recubierto?

Esteban explica en inglés al mecánico algo que lo deja estupefacto. Cada oveja cría perfectamente un borreguillo. Cuando pare dos, no hay más remedio que colocarle uno a otra oveja, vestido con la piel del muerto. La oveja entonces lo huele y lo cría.

Oh, oh, wonderful! —grita admirado.

—Nos vamos en seguida —dice Esteban.

—Os quedaréis por lo menos a tomar un café —dice Chemari dirigiéndose al carro.

—Se acepta.

—Es que no quiero llegar muy tarde —aclara Esteban—. Mañana me espera un día bueno.

El borreguillo recubierto mama suavemente en la ubre de la que no es su madre. La madre lo lame con suavidad y dulzura.

El perrazo que Esteban ha regalado a Chemari permanece en guardia sin atreverse todavía a reclamar las caricias de los nuevos amos.

Chemari pregunta a Chaume:

—¿Le pusiste bien de comer?

—Este nos arruina. Es un saco sin fondo.

—Habrá que, de vez en cuando —dice Chemari, dirigiéndose a Esteban—, y por supuesto con permiso de la Compañía, cazar algún bichejo.

—Tienes permiso.

—Y al mismo tiempo practico, según me ha recomendado tu suegro. ¿No sabes —dice ahora dirigiéndose a Chaume— que han anunciado hoy la boda?

—Y que mañana compro el anillo como que dos y dos son cuatro. El anuncio de hoy no ha sido el formal. El anuncio formal lo haremos en Boise. Estáis invitados.

—Cara dura que tiene. Estáis invitados. ¿Y las ovejas también están invitadas? —exclama Chemari.

Toman el café de pie, a sorbos. Y después un trago de whisky puro.

—Gasolina para el viaje —dice Esteban dirigiéndose a su chófer.

Okay —replica él.

Ya han montado en el jeep y están por despedirse. Esteban entonces, dando un abrazo a Chemari, le dice:

—Y que te conserves tan fuerte. Hoy has estado muy bien. ¿No sabes —dice dirigiéndose a Chaume— que hoy ha dejado muy alto el pabellón de los vascos? Se ha trincado al jefe de los peones de mi futuro suegro.

—¿Cómo que se lo ha trincado?

—Nada, nada, que se desafiaron a esto y lo otro, a lo que es propio nuestro, el hacha, el pulso, y lo dejó tamañico. Yo estaba viendo que lo desafiaba a mudar la pila de la fuente de sitio con agua y todo.

—Anda, no seas guasón.

—Si estuviste formidable, te lo digo yo.

—Bueno, bueno, a ver si no te olvidas de lo prometido, que nosotros para la Navidad hemos de estar ya al otro lado.

—¿Otra vez?

—Ya sabes quién soy cuando se me mete una cosa en la cabeza. ¿Por qué estoy entonces aquí? Porque se me metió aquí —y se señala la cabeza.

—Eres un buen cabezota.

Y el coche arranca.

Desde el primer momento Chaume se muestra más zalamero que de costumbre con Chemari. No es sólo el parentesco con Esteban, sino el hecho de que venga de la finca de Mr. Link, cosa que a él le impresiona mucho. Y más todavía el que se haya batido a lo vasco con el temible John. Quiere sonsacarle.

El jeep ya se está perdiendo. Chemari envía a Rale cerca del ganado. El perrazo nuevo le sigue.

—Oye —dice Chaume— y esta noche descansas, si quieres. Me quedo yo.

—No es necesario.

—Hombre, te lo digo de verdad. Otro día haces dos días seguidos. Has estado de juerga, vienes molido, te vas a quedar dormido y vas a amanecer con un reuma de aúpa.

—Ya será menos.

—Bueno, me quedaré yo.

De repente Chemari ha tenido un golpe de luz y ha respondido:

—Oye, pues por esta vez, acepto.

—Otra vez puedes tú hacerlo por mí.

—Convenido.

—¿Tienes hambre?

—Cenar, nada. Vengo harto hasta aquí —y se señala el cuello. Luego añade—: El caso es que a mí todas esas puñetitas de las bandejitas, que hay que tomarlas con palillos, me dejan frío. Pero bebí una miaja, un poco de todo.

—¿Y qué fue eso del desafío con el caporal del míster?

—Nada, que se emperró y lo torcí como una margarita.

—¿A John? No me digas.

—¿Y cómo sabes que se llama John?

Chaume se queda pensativo y dice:

—¿No es así como lo ha llamado tu primo?

—Ni siquiera sabía que se llamara John o diablo.

El caso es que primero lo hice sudar y después lo hice sudar lo sudao.

—Pero, ¿qué pasó?

—¡Qué va a pasar! No pasó nada.

—Chico, si lo entiendo que me ahorquen.

—Luego él quiso que echáramos mano al revólver y yo dije que nanay. Luego él quiso que hiciéramos un número de circo encima del caballo y yo dije que nanay también.

—Yo creo que tú traes una trompa regular.

—Es posible. Puede ser que tengas razón. Y para que veas que has acertado me voy a tumbar en menos que canta un gallo. Oye, pero te debo una guardia…

—Me debes una guardia.

—Oye, pero yo aquí soy el jefe, ¿comprendes?

—¿He dicho yo que no seas el jefe?

—Por si acaso.

—¿Es que os han dado lenguas allí?

—Allí nos han dado de todo. Y hasta champán, y luego, bueno, no te digo lo que nos han dado después.

—¿Ha habido folklore?

—Un poco de folklore. Esa Esther, que habla como un pájaro, te he de decir que está como un tren. ¿He dicho como un tren? Pues no, está como un barco, como uno de aquellos barquitos que se acercan a la salida del Bidasoa…

—Estás como una chota.

—Bueno, bueno Mi primo dice que estoy mochales, tú ahora dices que estoy como una chota… ¿Y yo qué digo? Pues yo no digo nada, yo me voy a la cama (¿cuándo uno verá una cama?), y mañana será otro día…

Efectivamente, Chemari se ha dirigido a su tienda, ha mullido un poco el jergón y las mantas, se ha sacado la cazadora y se ha echado lanzando un suspiro hondo y prolongado…

Chaume aparta de la hoguera los leños a medio arder, coge su equipo y llama al perro. Se convence de que Chemari está roncando y sale hacia el puesto.

Vigilia

Chemari hace como que duerme, pero esta noche no la dormirá.

Por una parte, sin saber por qué, siente remordimientos, por otra le acucia una necesidad irreprimible de vigilar no sólo a su ganado, sino al propio Chaume. Sigue en el jergón esperando el momento de incorporarse.

¿Por qué él duda, por qué desconfía, por qué asocia involuntariamente a John con Chaume? El caso es que todo esto le impide dormir.

Es ahora cuando le entran remordimientos por no haberse enfrentado de una manera completa con el repugnante y bravucón de John. Debió aceptar lo del revólver. ¿Y si hubiera fallado? ¿Cómo comprometerse a lo del caballo y lo del búfalo? ¿Lo habrán felicitado todos justamente porque era el forastero y habrá hecho el ridículo como pastor, como vasco y como todo?

Chemari se siente intranquilo.

Sin pretenderlo expresamente fija su pensamiento en Chaume. Al principio Chaume era distinto. La soledad la conllevaba más difícilmente. Pero poco a poco había comenzado a hablar fuerte, a reír, a gastar bromas. Hasta tal punto que el propio Chemari, que también había sido en los primeros meses un tronco, últimamente, y cada día más, se veía envuelto en una especie de torbellino loco y desesperante.

Tendría que habérselo dicho todo a Esteban.

Pero, ¿qué era lo que podía decirle? «Estás medio mochales, estás medio mochales»…

Algo calla, algo finge, algo encubre Chaume. Eso es cierto. Recuerda gestos y palabras de Chaume, sobre todo en el viaje de Bilbao a Madrid. No parecía el mismo. Pero, ¿no era cierto también que ya desde el primer momento le pareció poco vasco? ¿Sería vasco puro? Al Oeste americano no debían enviar más que vascos legítimos, vascos por los cuatro costados. Desde el primer instante había tenido mucho interés, demasiado interés, en unirse a él. También había sido desgracia la suya.

No se atrevía, no podía atreverse a pensar de Chaume lo peor; pero de una cosa estaba seguro, por lo menos; de que Chaume y los hombres de Mr. Link, o por lo menos John y el perruno Tincho, habían tenido una reunión increíble en el fondo del barranco. Y Chaume nunca le había hablado de ello.

Chemari se revuelve en el jergón febrilmente.

Aquella misma noche Chaume se había mostrado excesivamente servicial. No era la primera vez que tanto Chaume como él habían estado dispuestos al cambio; pero aquel «si quieres esta noche descansas. Me quedo yo» era para Chemari, precisamente esta noche, motivo de muy confusas suposiciones.

Amodorrado, Chemari no sabe qué hacer. Como sonámbulo se levanta y vuelve a acostarse. Aunque no quiere confesárselo a sí mismo, también le viene al recuerdo el tono desenvuelto y alegre con que Lucy y Esther le han tratado. Ellas, mejor que el padre, han parecido olvidarse de que era pastor, un pastor contratado para cuidar ganado en una estepa. Nada más que un pastor, que es lo que era. Un pastor perdido en el pastizal.

En alta voz dice:

—No volveré más. No volveré más al rancho, como no sea a lo que tengo que volver. Que se diviertan, que se casen, que aprendan inglés… que se mueran si quieren. Que me dejen en paz…

Pero ni él mismo se dejaba en paz. Un desasosiego extraño le corría por el cuerpo. Y como por más que hace no puede dormir, se levanta y se pone el capote. Después, el gorro pasamontañas, y se anuda al cuello la bufanda que había traído de España.

Son escasamente las tres de la mañana. Como un sonámbulo da vueltas alrededor del carro y de las tiendas. Fuma un cigarrillo detrás de otro, procurando ocultar la llama del mechero cada vez que los enciende. Ni siquiera nota el frío que hace. Los caballos le miran como asustados.

No se atreve a dirigirse al puesto. Tiene miedo de acertar en sus internas conjeturas. Tiene también miedo de hacer el ridículo ante Chaume. Está a punto de acostarse de nuevo.

Pero al fin sale hacia donde está el ganado.

Se va acercando poco a poco, como un ladrón o un cazador furtivo.

El rebaño está guarecido a lo largo de una hondonada, entre grandes piedras y matorrales secos y espinosos.

La noche está fría y bajo sus pies cruje la escarcha. Chemari contiene la respiración. Sería fatal que en este momento lo descubriera su propio perro o el nuevo guardián que se estrena esta noche.

Todo está en orden y pacífico. Las ovejas, apelotonadas unas contra otras por el frío, parecen levantar de la tierra una entrañable neblina, probablemente el vaho de los cuerpos de las madres calentando a las crías.

Chaume está recostado y bien tapado al lado de una hoguera mortecina. Los perros le rodean.

Chemari vuelve despacio y desmoronado a su jergón. Sus cálculos fallan. Probablemente Esteban tiene razón: se está volviendo un poco mochales. ¿Será que él no está hecho para la soledad, para esta hiriente y terrible soledad y que, por lo tanto, no servirá para pastor?

Se tumba, se tapa bien y comienza a roncar.

El parte de la compañía

Lo han despertado los ladridos de los perros y Chaume que le pregunta:

—¿Te gustaría de almuerzo arroz con leche como a los señoritos? Yo lo hago. Caliente estará muy bueno…

—Hace. Muy bien pensado.

Mientras prepara el almuerzo pone el aparato de onda corta. Es la hora en que la Compañía reparte sus noticias a todos los pastores esparcidos por las inmensas laderas del estado.

—¿Estás oyendo? —dice Chaume.

—¿Qué ocurre?

Pone más alto el aparato y se oyen las instrucciones en vasco.

—Nosotros no, pero otros han recibido ya órdenes de desplazarse hacia otras regiones.

—Estos cabritos de la Compañía —dice Chemari— se acordarán de nosotros cuando tengamos la nieve encima. Pues ellos no me conocen, no vamos a dejar que las ovejas sin pizca de verde y sin agua se nos queden en el hoyo. Si ellos no dan las órdenes nosotros saldremos del atolladero como podamos.

—Pero, míster Link ¿qué dijo?

—Qué va a decir. Misa es lo que dijo.

—Pues bastaría que Esteban quisiera…

A Chaume se le dan muy bien las cosas del cocinar.

Ya está hirviendo el arroz.

—Mi primo ya tiene bastante con su casorio y la Compañía está más sorda que una tapia. Me parece que era clara la última carta que mandamos.

—Nada, que de nosotros se han olvidado. Según yo pienso, nadie tendrá más interés por las ovejas que la Compañía.

—Pues no lo parece.

—Habrá que seguir dándoles la lata.

—Yo voy a esperar una semana más y hoy mismo remacharemos el clavo y veremos si a Esteban se le ocurre sacarnos de este atolladero. Nuestra obligación es cuidar y salvar las ovejas de todos los peligros. Nosotros estamos sobre el terreno y sabemos lo que conviene al ganado. Si el tiempo sigue como está y continúa empeorando, nosotros no pasaremos un invierno entero de sequía aquí y, como sea, cruzaremos al Norte.

—Pero no podremos. Tendríamos que contar con míster Link.

—A lo mejor nos deja.

—¿Y si no nos deja?

—Si no nos deja, en una noche oscura remontamos toda la orilla de los pantanos arriba y cuando quieran buscarnos estaremos en la otra parte.

—Dicen que la Compañía pone multas sobre el sueldo por no atenerse a las instrucciones.

—¿Multas a nosotros, después de estar aquí como cabritos?

Están desayunando con ganas un enorme cacharro de arroz con leche cada uno. De acompañamiento, unos enormes trozos de pan y de queso.

—Pero a la fuerza no intentarás pasar por donde paran los hombres de míster Link.

—¿Te dan tanto miedo?

—Tienen pinta de gente peligrosa.

—Se cruzará. Si no hay más remedio se cruzará, aunque sea por encima de las patateras del suegro de mi primo.

—Eso es imposible.

—Ya se verá si es imposible. Las ovejas están muy flojuchas, algunas se caen, como habrás visto, y hay que ver cómo están saliendo los borreguillos. Algunos se quiebran al andar como palillos…

—Oye, pero tú no me metas a mí en ese lío de cruzar por donde dices.

—¿Cómo que no? Tú cruzarás conmigo.

—No estás hablando en serio.

—Estoy hablando muy en serio… como yo hablo en serio cuando hablo en serio… ya sabes.

—Yo creo que el golpe en la cabeza del otro día te ha trastornado un poco.

—¿Qué golpe?

—Aquel golpe, cuando viniste como un ecce homo y que todavía no me has dicho de qué fue.

—Te dije que me caí del caballo.

—Anda, anda, pero si tu caballo es un manso cordero.

—Pues me caí.

—¿Y por qué te caíste?

—El caballo vio una gran bicha que se cruzó en el camino y se espantó.

—Pues no lo contaste así entonces…

Terminan de comer. Chemari se pone a redactar una carta, operación para él sumamente costosa y a la cual da mil vueltas porque no sabe por donde comenzar. Chaume comenta:

—Ya verás como mañana o pasado recibimos nosotros también orden.

—Dios lo quiera. Yo creo que esta vez mi primo sí que hablará con los de la Compañía o por lo menos tendremos el permiso de míster Link. Seguro. A lo mejor en el camión de esta tarde… ya lo tenemos.

Chemari escribe con gran parsimonia. Arruga la frente con cara de hombre terco y tenaz. Se ve que está obsesionado.

Chaume lava en el charco sus pañuelos y demás ropa. Ha puesto a su lado música a toda potencia.

Un correo extraordinario

A última hora de la mañana Chemari se ha ido a dar vueltas alrededor del ganado. Está contento de su carta.

Desde una alta roca que domina la rinconada donde pasta el ganado lanza sus miradas hacia las prometedoras veredas que llevarán su ganado a las tierras jugosas de más arriba.

Sin saber por qué se siente más contento. Es como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Chemari saca la armónica y comienza a tocar canciones de su tierra. ¿No vale su aldea, sólo su aldea, más que todo este interminable y rico país? Para él sí que lo vale. Él lo que necesita es esto, pasar horas, moler días, triturar meses, tragarse años. Años, pocos. Sabiendo que cada hora que pasa, cada día que muele, cada mes que tritura, cada año que se traga ha aumentado el montón de dólares. Y luego a vivir, que son cuatro días. ¿Qué es lo que hará con el dinero cuando regrese? Las ovejas, como percatadas del estado de ánimo de Chemari, no balan suplicantes ni angustiadas. Parecen conformes metidas en aquel embudo. El sonido de la armónica las tranquiliza y las hace más mansas y suaves. Sin embargo, viéndolas y mirándolas con ojos fríos, las ovejas no son ni sombra de lo que eran y de lo que podían ser. Claro que bastarían unos meses, la primavera, para que el cuadro cambiara bastante…

Chemari ha sentido vibrar un motor lejano. No es ningún avión. Es el camión del correo que hoy se ha adelantado. Aun caminando por entre las leñosas hierbas levanta una gran nube de polvo. El suministro es lo de menos.

Seguramente trae la solución del problema. Es casi seguro que Esteban se ha movido después de insistirle tanto y ya tienen el anhelado permiso.

Pero también probablemente esta vez sí que llega carta de Maribelcha. Tiene el presentimiento de que sí. Y corre hacia el carro.

—¿Hay correo? —pregunta a gritos.

—Hoy sí que tiene. Dos a falta de una.

—¡Viva! ¡Aupa el Athletic! —grita como un loco poniéndose delante del camión.

La llegada del correo siempre es un bello espectáculo en las praderas americanas. Los pastores hacen menos caso de los víveres y prendas que de las cartas o de los periódicos que les llegan de sus aldeas. Ese día ni ellos ni el ganado existen. Existen las cartas, el programa de fiestas, una foto, el recorte del periódico… Nunca esperan recibir malas noticias. Siempre se acercan con tremenda y desbordante ilusión al paquete del correo.

Ocurre también a veces que el pastor que ha recibido alguna vez una decepción por medio del correo, se aparta de él instintivamente. Otros hay que, como temiendo un desengaño o una desgracia, esperan desde lejos a que les digan que tienen carta y hasta a que les deletreen el remite.

Ya están descargando los paquetes, el suministro semanal, más si hay algún encargo especial hecho por ellos.

—Las cartas, las cartas —grita Chemari.

Bajan un bulto con ropas de invierno. Chemari ni hace caso, a pesar de que son buenas prendas y muy necesarias.

Es un momento simpático y como ritual. Chemari y Chaume se han tirado como hambrientos al leve fajo de la correspondencia sin hacer caso de comestibles ni de ropas.

—¿Estáis contentos? —preguntan los del camión.

Chemari, al ver que tiene carta de Maribelcha y de su madre, les dice:

—No os vayáis. Tenemos algún borreguillo lisiado y lo asaremos.

—Tenemos que ir a otros sitios.

—Nunca paráis aquí. Bajad, puñeteros.

Pero Chemari con sus cartas en la mano se ha aislado rápidamente. Ha buscado una peña, al lado del charco de agua que les sirve de abrevadero, y se ha puesto a leer ansiosamente la carta de Maribelcha.

Chaume está haciendo otro tanto en un rincón.

¡Con razón estaba él esta mañana de tan buen humor! Se lo decía el corazón. Al abrir la carta de Maribelcha ha caído al suelo un recorte de periódico. Es la crónica de la romería, de la misma romería en que ellos se conocieron y se apretaron fuertemente la mano por primera vez.

Chaume ha terminado en seguida. Y pregunta a Chemari.

—¿Qué te dicen?

—Si no he empezado todavía.

—¿No te dicen a cómo está la miserable peseta con relación al dólar?

—A mí no me hablan de esas cosas.

—¿Es de Maribelcha?

—Son dos de Maribelcha, y una de mi madre… ¡Tres cartas!

Las cartas de Maribelcha vienen en un sobre pequeño las dos juntas, escritas con letra hecha con mucho trabajo y, a pesar de todo, emborronadilla.

Chemari está absolutamente abstraído, y su cara es casi la de un niño.

Maribelcha ha escrito:

… ni yo ni tu madre comprendemos eso que dices que como nadie te ve te vas a dejar la barba. ¿No te ve tu madre, no te veo yo? ¿Es que no habrá barberos por ahí, a pesar de que dicen que eso es lo más moderno de todo? A mí me gustas sin barba. Con barba no me hago a la idea de cómo eres. Aunque seas más guapo te quiero sin barbas. Eso debe de ser idea de las de ahí, porque muchos hombres salen en el cine con barbas y ellas están muy contentas. Aunque no haya barberos en el monte los habrá en la ciudad y aunque tú dices que vas tan poco, que no te creo, alguna vez irás. Aquí dicen que es que los pastores vivían como monjes, pero sería antes y ahora los pastores también se encontrarán por las carreteras americanas de esas tan altas y tan rubias como pasan por aquí, aunque dicen que por aquí no se va ni se viene de América. Si te gustan las americanas, pues te quedas ahí y en paz. Con irte ahí no sé si habrás salido ganando porque ya ves que yo soy casi como un garbancito pero no me negarás que todavía las hay más pequeñas que yo, aunque no sea ahí…

—Chavala, chavala, eres la gloria —grita Chemari corriendo por el campo como un loco.

Luego continúa leyendo:

… todas las tardes, al oscurecer, al salir del rosario, me acerco un rato a tu casa y me paso allí hasta que ya es la hora de cenar y a veces yo no ceno y no sé si tu madre cenará tampoco, aunque me parece que no… porque de tanto hablar de ti se nos pone la boca seca… No es por engañarte pero tu madre ya pasó lo peor y es el mejor invierno que pasa desde que te fuiste… No es por conformarte pero tu madre ya pasó lo peor. Al principio lo pasó mal, ahora que pasó te lo cuento… No se resignaba a que estuvieras fuera, pero poco a poco ha ido conformándose y de cuando en cuando dice: «El día menos pensado Che se vuelve, ya lo verás», aunque ella siempre cree que tú no volverás en aereoplano y siempre que dice algo sobre esto dice que lo mejor es el barco, ya que no puede ser en carreta o andando, que es lo mejor, porque tú eres fuerte y llegarías…

—Llegaré, llegaré —grita Chemari en su inmensa soledad como si estuviera dirigiéndose a alguien.

—Ya hablas solo —le grita Chaume.

—¡Qué remedio!

—¿Te dice algo del Athletic?

—¡Cállate de una vez! ¿Me quieres dejar en paz?

… el otro día estuve en Fuenterrabía con mis primos y conocí a un pastor ya viejuco que dicen que estuvo por donde tú estás. Dicen que se hizo famoso jugando a la pelota vasca en ese sitio pero yo creo que lodo esto tiene que ser mentira, porque ¿es que ahí hay también frontón? No faltaba sino que los americanos también tuvieran frontones y boleras. Yo a todos los turistas americanos que veo pasar por la carretera los ponía a levantar piedras de cien kilos a ver si podían. El caso es que aquí nos aburrimos mucho porque estamos muy solas, pero tú también no hablas más que de tu perro, que ya estamos de Rale hasta arriba. Si es un perro tan hermoso manda por lo menos una fotografía, porque tu madre ya se cree que es un toro o poco menos. ¿Sigue la sequía esa? ¿Es verdad que se casa tu primo Esteban? Aquí no se lo creen mucho, pero yo digo que si tú lo dices por algo será. A lo mejor ella ni es católica siquiera… que sería, según dice tu madre, lo peor de todo.

—¡Vaya carta larga! Chemari, no te quejarás. ¿Es que la muchacha te deja con tus ovejas y se ha echado otro novio? —gritan los del camión.

—¿Queréis iros a la porra y dejarme en paz?

… aunque te había prometido que no iría al cine, alguna vez cuando ponen alguna de esas de vaqueros, por si se te ve por algún rincón, sí que he ido, aunque acompañada de mi prima la sacristana. Me figuro que por eso no te incomodarás conmigo, y cuando tú vengas, si es que no te olvidas de todo esto y haces como Esteban, iremos juntos. Los domingos sobre todo es que se me hacen muy largos… Tú dices que ya es hora de que deje de servir en el bar, y aunque bien me gustaría no aparecer por allí, no puede ser, porque hay que echar una mano, sobre todo a determinadas horas. Mi padre cada día está más pachucho y ni para las cuentas sirve…

—Oye, tú, que nos vamos a comer el cordero y no te vamos a dejar ni las criadillas… —dice el camionero, un tipo vasco y gordo con una nariz como un pimiento.

—No hagas caso y sigue leyendo —le dice el joven acompañante que hace de chófer.

Chemari se ha quedado con la carta en la mano meditando. Ahora coge la de su madre y la abre con gran respeto.

—Deja algo para luego —le gritan.

… ya hace tiempo que me vienen preguntando si vendemos el pedazo del cementerio y como tu padre nunca lo quiso vender yo digo que aquí no se hará nada sin contar contigo y que lo que tú digas. Los vecinos todos dicen que lo pagan más que vale pero yo no haré nada sin que tú digas y por todo el oro del mundo no vendería nunca lo que fue la dote mía, dote que tu padre aumentó como sabes cuando compramos después lo de Pancho. ¡Cómo vender si a lo mejor lo que tú estás pensando es en comprar lo del Estanquero e incluso lo del sobrino del cura, porque con eso nuestra casa quedaría sola…! Tú sabes lo que hemos padecido pagando tantos años. Yo no necesita nada, con lo que tengo es bastante y soy feliz, pero más si tú estuvieras aquí… Tú has querido eso y yo lo que tú quieras, pero Rosa dice también que lo que tú quieras. No te he dicho que Rosa por lo que me dicen todos menos ella, sale con Juanchu el de Nachu, el de la herrería. Si llegara a casarse tú si vendrías, ¿verdad?

Sintió rabia porque su hermana pudiera casarse, pero se serenó en seguida al pensar en Juanchu que era un buen muchacho. Juanchu tenía para defenderse más que medianamente. Recordó a Juanchu haciendo el saque en el frontón, tipo pequeño pero duro como el acero.

Chemari vuelve al grupo.

—¿Buenas noticias o malas? —le pregunta Chaume.

—No del todo malas.

—Pues a celebrarlo. ¿Abrimos esa botella de tequila que tenemos ahí criando telarañas?

—Se abre. Una vez habrá que abrirla.

Chaume ha puesto el transistor a toda potencia.

—Estás muy contento —le dice Chemari.

—¿Y por qué voy a estar triste?

—Tiene razón —dicen los demás.

La comida transcurre entre pullas y bromas. Al parecer el Athletic va de mal en peor. Han estallado bombas en Bilbao y San Sebastián. Alguien ha escrito diciendo que vuelve el Rey… Todo lo comentan sin gran entusiasmo.

Chemari no está en lo que hablan. Está pensando en cuando él vuelva al pueblo. No sólo compraría lo que decía su madre sino algo más. Y pondría una gran vaquería y tendría su huerta, Y él y Maribelcha vivirían juntos en una casita nueva y tendrían niños.

Su madre pasaría temporadas con ellos y los niños la llamarían abuela.

De vez en cuando mira a Chaume. Este ha llegado a América con unas ideas muy distintas a las suyas. Nunca le ha oído hablar de regresar a España. ¿Chaume era vasco, vasco de verdad? No lo era, no podía serlo. No era lo mismo haber nacido junto a las aguas del Bidasoa que tener un padre de Valencia o de Aranda del Duero. Chemari se queda abstraído migando a Chaume hasta que Chaume dice:

—¿Es que tengo monos en la cara?

—Perdona, estaba pensando en otra cosa. ¿Y la Compañía no os ha dado ningún recado para nosotros?

—Nada, nada. Vimos a tu primo, que dijo: «Decidle que no se preocupe que ya recibirá noticias».

—¿Nada más que eso?

—Y añadió luego: «Decidle que no se ponga nervioso».

—¿Eso dijo? ¡Menudo fantasma está hecho mi primo! —ha dicho Chemari con gran escándalo de todos.

Y luego ha añadido:

—Sí, no os asustéis. A Esteban hay que darle un buen susto un día…

—No irás a pisarle la dama —ha dicho Chaume.

—A mí me sobran todas las americanas del mundo.

—No lo digas muy fuerte —dice el vasco repartidor del camión.

—¿Lo he dicho fuerte?

—Es que otros comenzaron diciendo lo mismo y mira cómo han acabado.

—Serían poco vascos.

—Y muy vascos que eran.

—Todo es cuestión de gustos.

—No digas nunca de esta agua no beberé —insiste Chaume.

—Bueno, bueno, vosotros decidle a Esteban de mi parte que qué quiere que le regale.

—Le tendrás que hacer un buen regalo. Es tu primo.

—A lo mejor te nombra padrino.

—Ahí va. Si te nombra padrino por lo menos doscientos pavos de los de aquí.

—Ya será menos —comenta irónicamente, cachazudamente Chemari.

—Sería bueno que pudiéramos echar una partidita —dice Chaume.

—No es posible —dicen los del camión del suministro.

—¡Para las veces que nos encontramos cuatro juntos! Este y yo —dice Chaume— alguna vez le hemos dado a las siete y media, pero Chemari no sirve para el juego. Se asusta en seguida. Con cuatro podríamos echar un buen mus…

—No es posible —repiten ellos levantándose.

—¡Huy, con lo que tenemos que hacer todavía esta tarde! —dice el jefe, poniéndose de parte del chófer.

—A otra vez será —dice Chemari, alegrándose del fracaso de la partida.

Como vasco ahorrativo, Chemari, desde que ha llegado al Oeste, no ha pensado más que en la posibilidad de ganar. En sus cálculos no entra perder ni siquiera un duro y menos en el juego. Chemari no se ha acercado a la capital más a menudo por esta razón. Tampoco acostumbra a pedir a los del suministro que le compren ninguna clase de chucherías, todo lo contrario que sucede con Chaume.

Los del suministro salen gritando:

—¿Qué dice el de Bidasoa?

—¿Manda algo el primo del jefazo?

—¡Aupa el Athletic! —grita Chemari, y saca el pañuelo de colores para despedirlos. Y todavía grita—:

Y a la próxima a ver si traéis más cartas.

—Sí, más cartas y pedazos de trenza, ya, ya… —grita el vasco viejo.

Se pierden levantando nubes de polvo.

Las paga Rale

La tarde se la pasa Chemari contestando fatigosamente, dulcemente, a Maribelcha. Chaume va haciendo números en unos papelitos que rompe al instante.

Aquella noche la guardia le tocó, como era obligado, a Chemari. De entrada dio unas vueltas alrededor del ganado con Rale al lado. Era prematuro meter al nuevo perro en faena. Pero algún día tendría que estrenarlo. Cara al invierno era mejor disponer de un perro más. Era en esta época, según les habían avisado, cuando a veces sucedían los ataques de los coyotes.

Es una noche fría, hosca, ululante de ventiscas y cierzos. Chemari mirando al cielo en aquella inmensa soledad exclama varias veces:

—Si para el viento, nevará.

Pero el viento cada vez va en aumento. Las ovejas, replegadas unas contra otras, parecen a ratos doblarse. Es como si fueran a ser levantadas de la tierra salvajemente. Silba el aire al atravesar los arbustos y matojos.

Al amanecer, antes de empezar a clarear, Chemari se ha recostado en el hueco de una enorme roca.

Más que dormir lo que busca es resguardarse de las corrientes del viento desolador que barre las laderas.

Rale va y viene cumpliendo puntualmente su papel.

No conviene de ningún modo que a las ovejas arracimadas les entre el pánico. Rale las va conteniendo y tranquilizando.

Ha habido un momento en que a Chemari le ha parecido que el perro ladraba lejos con cierta desesperación o como si quisiera avisarle de algo. Indeciso entre acudir al sitio o esperar, se ha incorporado.

De súbito ha sonado en el barranco, con sus repetidos ecos, una detonación, y se ha escuchado algo así como un aullido.

Chemari ha comenzado a moverse torpemente entre las sombras. ¿No habrá sido Chaume, espantando algún bicho?

Hasta que han pasado los primeros minutos Chemari no se ha dado cuenta de que Rale ha dejado de hacer acto de presencia, cosa bastante extraña después de un disparo como aquél. Ha gritado fuertemente:

—¡Rale!

Pero lo único que ha escuchado es el galopar de un caballo o de varios caballos. Ha vuelto rápidamente al puesto y aunque los perros están nerviosos, ladrando fieramente, Chaume está profundamente dormido y roncando.

—Pero, ¿no has oído un tiro? —le dice zarandeándolo.

—¿Un tiro?

—Sí, un tiro. ¿Y Rale? ¿Dónde está Rale?

—¿Y me preguntas a mí por tu perro?

Han caminado los dos hacia el rebaño. Chemari lleva la escopeta lista.

—Es muy extraño todo esto —repite sin cesar.

—¿Qué es muy extraño?

—Pues lo primero que no dé señales el perro.

—Sí que es raro —contesta Chaume.

Después de dar muchas vueltas y rodeos encuentran a Rale. El perro tiene un tiro en la cabeza.

Los perros, al verlo, se han vuelto como locos de rabia. Chemari ha mirado a todas partes con odio también de fiera. Está amaneciendo.

—Vuelvo a jurar que me vengaré.

—Pero, ¿quién ha podido ser?

—¡Quién va a ser! Los criminales de los hombres de míster Link. ¡Tus amigos!

—¿Mis amigos?

—Yo te he visto una vez hablando con ellos en el barranco.

—¿Que tú me has visto…?

—Sí, yo te he visto.

—¿Y eso qué tiene que ver? También tú te los habrás encontrado alguna vez por ahí. Hasta ahora yo no he ido nunca al rancho de míster Link, ni he discutido con ellos. Yo, simplemente, si me han dicho adiós, pues les he dicho adiós… No somos animales, si nos saludan tenemos que contestar…

—Juro que la pagarán, como hay Dios que la pagarán… —y Chemari se ha puesto a acariciar al perro muerto.

Después lo coge en brazos y, seguido de Chaume, lo lleva hasta el puesto. Una vez allí lo deja con cuidado en el suelo y se pone a examinar la herida.

—Ven aquí —le dice a Chaume.

—¿Qué quieres?

—Tráete la pala y el pico.

Cuando llega le señala la herida y dice:

—Fíjate bien, es de revólver. De los revólveres que llevan ellos.

Va por el suyo y lo aprieta fuertemente.

—Igual que éste —dice.

Chaume se ha puesto a hacer un hoyo. No habla. Al ver el cariz que están tomando los acontecimientos ha comenzado a sentir miedo. ¡Conque Chemari los ha visto juntos! Los habrá visto juntos pero no sabe nada, no es posible que sepa nada. Con que hubiera sospechado algo no habría podido contenerse y hubiéramos tenido el gran lío. Sobre el mismo terreno. Naturalmente. Pero Chemari no se lo huele.

—Este sitio está gafao —dice Chaume. Y al ver que Chemari ni contesta, añade—: Estoy deseando que salgamos de aquí…

—Saldremos, saldremos, pero antes habrá que arreglar algunas cuentas. Esto no puede quedar así…

—¿No irás a volver al rancho?

—¿Y por qué no? Claro que volveré.

—Yo creí que no te habían quedado ganas de volver.

—Eso se verá. A quién no le va a quedar ganas de volver por acá será a ellos.

—Pero, ¿por qué han de ser ellos? No sabemos nada.

—¿Quién ha sido entonces?

—Ha podido ser algún vagabundo, si el perro se le echó encima…

—No estás tú hecho mal vagabundo.

Cuando el hoyo está terminado Chemari coge el perro y se dispone a enterrarlo. Pero, al ir a hacerlo, como si fuera una criatura, se arrepiente y lo deja al borde. Está haciendo verdaderos esfuerzos por no gritar como un energúmeno. Repite de manera mecánica:

—¿Tú crees que hay derecho a esto? Matarle a un pastor su perro, matármelo a mí, por ser yo, porque desde el primer momento me he dado cuenta de que son unos maleantes, unos canallas.

Por fin, agarra a Rale, le pasa la mano cariñosamente por la larga pelambrera, y lo deja en el hoyo con todo cuidado. Después echa la tierra encima muy despacito…

Se ve que está tramando algo. Chaume, por sacarlo de su aislamiento, dice:

—Menos mal que tienes el de Esteban. A perro muerto, perro puesto. Es un buen perro ¿Cómo le vas a llamar?

—Le voy a llamar Demonio.

—Pues mira lo que son las cosas, este perro tiene algo de demonio.

—Y si no lo tiene se lo pondré yo.

—Pero no te pongas así conmigo…

Chemari se ha alejado solo por el campo. Se ha agachado al suelo y ha cogido una lata. Luego la ha colocado sobre un peñascal. Se ha apartado unos metros y ha comenzado a disparar tratando de corregir su puntería.

Chaume desde lejos lo mira preocupado. Los perros ladran furiosamente.

Este día Chemari no vuelve siquiera a comer. Se ha internado entre las ovejas como olfateando las huellas del crimen… A su lado lleva el perro nuevo. Chaume, aunque disimula, sigue desde lejos todos sus movimientos. Quizá los hombres de míster Link se han pasado de la raya Si hubieran consultado con él no habrían cometido tamaño error. Acaso la muerte de Rale ponga en peligro cosas más serias.

Necesariamente tiene que avisar a John y a Tincho. Se la están jugando estúpidamente todos.