Aeropuerto de Barajas

Entre el tráfico, más o menos exótico, se ven una serie de tipos como campesinos. Destaca entre ellos un tipo muy vasco, patán como los demás pero de aspecto agradable.

Es Chemari.

Sus compañeros, porque no saben qué hacer sentados en los sillones de espera, le gastan bromas.

Hay algún otro tipo claramente vasco. Se ve que están entre acobardados y eufóricos.

Hay uno especialmente que no se separa de Chemari. Es Chaume. En un aparte le pregunta:

—¿Y dices que tu primo es allí un mandamás?

Chemari afirma.

—¿Tú crees que nos esperará allí?

Chemari ni afirma ni niega, pero da a entender con el gesto que sí.

Una comisión algo absurda los va buscando hasta que da con ellos. Tanto puede ser una comisión de ganaderos como una cofradía local y hasta se puede ver que hay entre ellos algún tipo con pinta de diplomático.

Les regalan con toda ceremonia una bolsa de viaje a cada uno. Se arma en el grupo una algarabía bastante regular. Todo el mundo está pendiente de ellos y se hacen algunos comentarios:

—Son pastores.

—¿En qué lo notas?

—Hasta en el olor se nota, chica.

Unos americanos, más campechanos, se acercan a uno y le preguntan:

—¿A Estados Unidos?

—Sí, para allá vamos.

Le citan varios Estados. El vasco no comprende nada.

—Lo pasarán bien, ya verán cómo les gusta…

Chemari ha sacado de la bolsa una botella de coñac, cuando los demás sólo se han atrevido a mirarla. La ha abierto casi con los dientes. Se ve que es un modo de quitarse de encima pena y nerviosismo.

Se atiza un trago fenomenal. Los demás se quedan asustados.

—Que te marearás, tú…

—Si me mareo, eso llevo adelantado, vamos, digo yo.

Un avión de pasajeros

Están subiendo al avión. Forman un cortejo extraño entre los demás pasajeros. La azafata los va colocando como si fueran niños. Los demás pasajeros no dejan de mirarlos entre alarmados y divertidos. Son, en general, tipazos, pero se mueven con torpeza y timidez.

El avión empieza a deslizarse sobre la pista.

Ellos están emocionados y asustados, ambas cosas. Uno de ellos comienza a entonar una canción vasca y los demás le siguen. La azafata trata de impedirlo, pero no puede. Con un gesto se dirige a los demás pasajeros pidiéndoles que comprendan.

Uno a uno les va abrochando el cinturón. A alguno le tiene que quitar el cigarro de la mano. La azafata se va poniendo seria.

—¿Pero las manos, no me las atará? —dice Chemari.

—Las manos, no —contesta la azafata.

Chemari se larga otro trago de coñac y seguidamente mira por la ventanilla sin lograr ver nada. Se ve que es un tipo duro y hasta brutote, pero sentimental en el fondo.

Como dialogando consigo mismo:

—¿Por qué me he tenido que meter en un cacharro de estos, digo yo? ¿Por qué? ¿Por qué salgo como huyendo en un cacharro de estos?

No parece decir todo esto con mucha lucidez. Se ve que trata de aturdirse.

—¿Quién nos ha engañado, quién fue el…? —toma otro trago.

El avión ha puesto en marcha sus hélices. El ruido ha asustado a Chemari, que ha querido levantarse. Vuelve a su sitio y bebe de nuevo. Hace un gesto de náusea y se lleva la mano al estómago.

Los demás pastores se están diciendo cosas entre ellos en vasco. Han prescindido casi por completo de los demás pasajeros y empiezan a perder la timidez.

—Si no nos caemos, ya veréis cómo llegamos —dice uno que es el que siempre quiere hacer gracia.

Los demás ríen.

El compañero de asiento de Chemari es Chaume, un tipo algo más pulido pero con cara de atravesado.

—Pues no se va mal —dice a Chemari.

—Sí, no se va mal, pero no me gusta un pelo.

—Pero, ¿por qué?

—Porque cuando se va mal ya lo mismo tiene que dar todo. ¿No?

—¿Es que tienes miedo?

—Y tú también lo tienes, que vas agarrado como un gato.

Los vascos parecen irse adaptando y lo miran todo con cierta naturalidad.

Chemari, nervioso, trata de levantarse, pero se sienta de nuevo.

—Quiero dormir —y bebe de nuevo, sin poder evitarlo.

Están en al aire. Chemari observa las caras de los pasajeros. Hay una pareja que va haciéndose arrullos. Un matrimonio va rezando. Van hombres de negocios que escriben cartas y señores que leen revistas de humor o deportivas.

Chemari es como si no comprendiera. Y bebe más.

En su rostro comienza a asomar la confianza. Se siente ya seguro y optimista. Es el efecto de su borrachera, sorda y simpática.

—Chemari, mira Madrid.

—¿No ves, Chemari, que estamos volando?

—Chemari, ¿qué dices tú a esto?

—Pues, que ¡Aupa el Athletic!

La apocada sicología del personaje se va trocando en personalidad capaz de arrojo y energía. Por otra parte, es evidente que todos los demás distinguen a Chemari y hasta lo miman un poco.

Los demás pasajeros miran con asombro tanto bullicio. No es normal. La azafata va imponiendo amablemente orden y sirve pastillas de chicle y caramelos.

Chemari toma una pastilla de chicle y al instante la escupe. Bebe para quitarse el sabor.

En cambio Chaume, como si lo hubiera hecho toda su vida, mastica con cierta facilidad y hasta con gusto. Se recrudece el jolgorio y la azafata sigue imponiendo orden. Los vascos tiran el chicle.

Van pasando sobre un fondo de nubes blancas. Es de noche. Se filtra la luz de la luna que hace brillar las alas del avión. En el extremo de las alas tintinea la luz roja.

Chemari mira al fondo. No sabe lo que ve, si mar o tierra, si señales de barcos o luces de casas.

—Chemari, ¿esto será ya Portugal? —dice Chaume.

—Esto, qué va a ser Portugal. Estamos sobre el mar. Esos son pescadores, pescadores como los de nuestra tierra, donde tú, yo y todos estos nos debimos de quedar.

—¿Por qué vienes, entonces?

—Eso mismo digo yo, ¿por qué vengo? ¿Por qué vienes tú, por qué venimos todos? Este no era mi camino. Ahora lo veo claro.

Vuelve a la botella. La bebida parece distanciarle del resto y le hace entornar los ojos dulcemente.

El avión se va colando por entre las nubes. Chemari va maravillado. De vez en cuando cierra los ojos.

Como si soñara, empieza a recordar…

Una aldea vasca

La ventanilla del avión se convierte para Chemari en una especie de ojo mágico a través del cual se ve un pequeño pueblo del Bidasoa, cada vez más cercano. Primero es una visión entera del poblado que va recogiendo los trajines cotidianos, hasta detenerse en una humilde casa de campo.

Inconscientemente Chemari saca su cartera y repasa los papeles que lleva dentro. De entre todos ellos saca la fotografía de su madre, una mujer enlutada, de cierto carácter. La pone con cuidado en su sitio. Luego, disimulando, se detiene en la contemplación de otra foto; es la de Maribelcha.

Chemari cierra con respeto su cartera, pero al cerrarla se ha visto que también, guarnecida de celofán, lleva una estampa de Andra Mari de Begoña que su madre le ha dado al despedirse.

Chemari entorna los ojos. Ahora mismo está pensando en el roble que hay a la puerta de su casa, un roble plantado por su abuelo, un roble con más de cien años.

Enfrente de su casa hay un bosquecillo donde él ha metido el hacha incontables veces.

Sin quererlo jadea como si estuviera cortando un tronco fenomenal.

¿Cómo será la tierra a donde se dirige? ¿Habrá abetos, abedules, castaños, un río para truchas, torres para las palomas torcaces?

Las cartas de Esteban no eran muy explícitas, «Vente y verás lo que es bueno» era lo único que decían. Pero su primo Esteban ya era más americano que vasco.

—Yo seré vasco siempre, siempre… —dijo en alta voz.

—¿Decías algo? —le preguntó Chaume.

—Nada, no decía nada…

Sin quererlo, Chemari se ha puesto a examinar a Chaume, que desde el primer momento no se separa de él, acaso porque ha pensado que el tener un primo en las oficinas de la Compañía es una buena alianza.

—¿Tus padres de dónde eran? —le ha preguntado Chemari a bocajarro.

—¿Por qué me preguntas eso?

—No serían vascos…

—Mi madre era tan vasca como la primera. Era de Marquina.

Chemari se ha abismado de nuevo. Ahora está recorriendo los pastizales de su aldea, la mejor tierra del mundo.

—¿Pero tu padre?

—¿Es eso un delito, que mi padre no fuera vasco?

—¿He dicho yo algo de eso?

Está viendo su casita allá en lo alto de la colina, dominando el pequeño valle, blanca como una gaviota…

Chemari cierra los ojos.

De repente, Chemari ha salido de su abstracción y se ha encontrado con la cara sonriente de la azafata que le pregunta:

—¿Quiere tomar algo? ¿Qué quiere tomar?

—Pero, ¿es obligatorio tornar algo? —ha contestado medio adormilado.

—¿Quiere whisky, un jerez, ginebra…?

—¿Podría darme un chacolí?

Los demás han roto en aplausos y risas. Chemari se va haciendo el personaje de la expedición.

En seguida ha vuelto a sus rememoraciones…

La casa de Chemari

Chemari, montado en bicicleta, está a punto de salir. Discute con una mujer a la puerta de la casa.

Es su madre. Un tipo enjuto y adusto de mujer vasca.

—Si viviera tu padre no lo harías —dice la vieja.

—Lo haría igual, madre.

—Ya verás cómo te acuerdas de mí más de una vez.

—Claro que me acordaré.

—Acuérdate de lo que te dice tu madre: te arrepentirás de marcharte.

—Pero, ¿les ha pasado algo a los demás? ¿Por qué otros van, están bien, envían dinero, y yo no he de ir?

—Yo no quiero dinero así. Aquí también se puede uno abrir camino y salir adelante. Esa vida no está hecha para ti.

—Pero, ¿por qué no? ¿Soy yo más flojo que los demás?

—Soy tu madre y te conozco. Tú no sirves para eso.

—Ya veremos si sirvo o si no.

—Cuando vuelvas no creas que me vas a encontrar. Además, ya le he escrito yo a Esteban para que no te llame.

—¿Usted le ha escrito a Esteban?

—Sí, le he escrito.

—Pero, madre, irse allá no es irse a la Legión, vamos. Mira Paqui, mira Toni, mira Javier: han ido, están allí, no se han muerto, envían dinero…

—No quiero el dinero así.

—Yo sí lo quiero, madre. Y mira a don Ricardo. Viene cada dos años.

—Te digo que no me gusta que te vayas. Si lo haces, allá tú…

Visiblemente contrariado y malhumorado, Chemari sale en la bicicleta con una carta en la mano. Se ve que tendrá energía suficiente para llegar hasta el final.

Antes de abandonar el caserío vuelve los ojos a su casa. Su hermana Rosa, al borde de un maizal, ordeña una cabra. Es ya algo mayor. Pesa sobre ella la tristeza de la muchacha de aldea que no se ha casado.

—¿Te irás por fin? —pregunta a su hermano.

—Claro que me iré.

Ella sonríe. Es como si a ella, a pesar del disgusto de la separación, le tocase algo en la aventura.

La madre se ha quedado a la puerta de la casita llorando.

Chemari recuerda muy bien este instante.

«Casa Maite», taberna de paso

Ahora es una taberna ahumada en un cruce de la carretera. Cerca hay un pueblecillo. Al fondo va el río.

La taberna se llama «Casa Maite».

Dentro, Chemari bebe sentado en una mesa rústica. Está escribiendo con gran dificultad y reconcentramiento una carta.

Junio al mostrador hay tres tipos del pueblo que lo miran un poco con sarcasmo, otro poco con desprecio y hasta con algo de envidia.

—A este, por más que escriba y patalee, no lo llevan.

—No sirve.

—Pero, ¿cómo lo van a llevar? Este no ha visto una oveja en su vida, ni a un kilómetro de distancia.

—Por eso no. Tampoco otros de los que han ido…

—Sí, pero ya verás como a éste, aunque sea el primo de Esteban, no lo llevan. A éste no lo llevan.

—¡Qué lo van a llevar!… Su madre no quiere.

—A éste lo dejan más colgao que el Cristo de la ermita.

—Es un rajao, y la prueba está en que viven de lo poco que ahorró su padre.

—Este lo que no quiere es hincarla.

Lo están sometiendo a dura revisión. Él se da cuenta y disimula. Sigue escribiendo su carta.

El tabernero se ha acercado a los tres hombres y mira con lástima a Chemari. Dice:

—Lleva escritas más de diez cartas.

—No gana para sellos.

—Y como si nada. Yo creo que su madre le ha escrito al primo para que no lo lleve. Manda allí mucho el primo, ya lo creo.

—Si su padre viviera le rompía una costilla. Dólares, dólares, dólares. La gente lo que pasa es que se ha vuelto loca en este país.

—Este, como ganó el campeonato de partir troncos, se ha creído alguien.

—No tenía competidores.

—Allí no hay que partir troncos. Allí lo que hay que tener es mucho de esto —y aprieta el puño.

—Sí, puños como mazos es lo que hay que tener.

—Y puntería —y hace ademán de manejar el gatillo.

—Y sobre todo montar a caballo. Allí se pasan el día a caballo, según dicen.

—¡Pastor! ¿Tú crees que tiene ése pinta de pastor?

Chemari ha oído algo y se ha quedado muy fijo, grave, cabal. Ellos han dado otro giro a la conversación y se han puesto de cara al mostrador.

Chemari se acerca y en medio de un gran silencio pide un sello para la carta. Nadie chista. Paga y se va muy digno.

Pero su rostro endurecido revela una honda rabia.

¿Qué es lo que dirán ahora estos insensatos, estos envidiosos, estos prójimos? Seguro que no estarán diciendo lo mismo que decían aquel día.

Una romería vasca

Se trata ahora de una típica romería vasca: ambiente puro, popular, chistularis, danzas típicas a la puerta de una antigua ermita.

Chemari se aparta a un extremo con una bonita aldeana, una muchacha medio rubia, de ojos azules, con aire soñador.

Se ve que está enamorada de Chemari. Él se muestra algo reservado.

—Si me quisieras no te irías.

—Justamente porque te quiero, me voy.

—Eso es fácil decirlo.

—Y probarlo.

—Ya ves, de los demás que se han ido cuántos han vuelto. ¿Cuántos han vuelto? Y míralas, mira a Josefina, mira a Rositín, mira a…

No puede seguir. Está a punto de llorar.

Se ve a un grupo de muchachas solas que tratan de divertirse tristemente.

—Yo te digo que volveré.

—Pero lo que no sabes es si cuando vuelvas me encontrarás.

—Tú no me quieres, Maribelcha.

—¡Tú qué sabes lo que es querer!…

La escena termina patéticamente. Maribelcha se aleja sola. Todavía él le grita:

—¡Tengo que irme, tengo que irme, Maribelcha, tú lo sabes igual que yo!…

—Vete, si quieres. ¡A mí qué me cuentas!

La gente de la romería sigue cantando y bailando.

Por fin, la carta

Chemari ha llegado en bicicleta a un cruce de la carretera. Está lloviznando. Se sube el cuello de la gabardina. Está nervioso. Se pone debajo de un árbol, después camina un poco. Mira a uno y otro lado.

Se ve que espera a alguien.

Pasa un hombre con una carreta de dos vacas cargada de heno. La carreta chirría. El hombre de la carreta le dice:

—Esperando al cartero, ¿eh?

—Eso mismo.

—¿Todavía no llegó la carta?

—Todavía no.

Pasa más gente que comprende su situación. Unos le miran con piedad, otros, con ironía.

Tarda más que nunca el cartero. Chemari está a punto de irse desalentado.

Por fin aparece el cartero con un capuchón raro que al ver a Chemari abre los brazos y exclama:

—Carta, carta, hay carta.

Tan excitado está Chemari que no acierta a abrirla. Está conmovido. Apenas le da tiempo a leer. Tan pronto ha visto que a la carta acompañan unos impresos, sale corriendo.

Llega al poblado y va enseñando la carta, alterando con la noticia la campesina paz. Entra en el tenducho de enfrente de la iglesia, en el bar de la esquina, en la peluquería, siempre con la carta en la mano. Con sobriedad, pero henchido de satisfacción, agita la carta.

—Eh, la carta, ha llegado la carta…

Luego emprende el camino de su casa y se le ve avanzar lento, como pesaroso y poco decidido. Su madre está esperando en la puerta.

Alarma pasajera

En este momento se interrumpe bruscamente la evocación nostálgica de Chemari por una fuerte sacudida del avión. Caen algunos objetos de la rejilla. Algunos vascos tratan de ponerse en pie.

La azafata, muy enérgica, ordena apagar los cigarros y ponerse los cinturones. Aclara que no es nada de importancia, sino un pequeño temporal cerca de las Bermudas.

Chemari se despierta sobresaltado.

Lo primero que hace es echarse mano al bolsillo y tentar el pasaporte. Dentro está la carta y los papeles. No se da bien cuenta de lo que ocurre. En contra de los demás, que están visiblemente preocupados, Chemari está muy tranquilo. Saca de nuevo la botella y bebe haciendo gárgaras.

Vuelve a aclarar la azafata que están llegando a las Bermudas.

Hay un poco de balanceo, instante que pasa de lo dramático a lo cómico porque a Chemari se le ocurre gritar:

—¡Aupa el Athletic!

Alto en las Bermudas

Aterriza el avión en las Bermudas.

Chemari desciende tocando la armónica.

Van descendiendo adormilados, dóciles, como un rebaño Forman un gran contraste con los otros pasajeros.

La noche es desapacible, fría.

Se sientan mecánicamente. Chemari está un poco trompa. Todos parecen consternados por el peligro pasado. La azafata y la tripulación están en una mesa aparte, con cara de preocupados.

En este serio instante, Chemari se levanta de repente y grita:

—¡Aupa el Athletic!

Todos aplauden y gritan. Se ha roto el hielo.

En seguida se les ve subir de nuevo al avión, muy callados.

El avión despega.

Algunos van medio dormidos. El avión está apagado y sólo se ven a través de las ventanillas nubes y luna. Todo está pacífico. Uno de los pastores comienza a roncar y unos extranjeros se sienten incómodos. La azafata hace que cambie de postura, pero entonces ronca otro. Alguien masculla palabras que se suponen de protesta.

Chemari está medio dormido y habla solo, a veces con gestos, sin que se le entienda nada. Al parecer está soñando algo que debe de ser una pelea. Estira los puños y hace ademán de sacar un revólver. Chaume le mira extrañado y le quita la botella de debajo del asiento. Chemari, por fin, duerme feliz, pletórico, como vencedor de algún peligro invisible.

La azafata comienza a servir desayunos. Es el amanecer.

Forman un cuadro caricaturesco estos hombres rudos con la servilletita de papel y la taza en la mano. Algunos abren su bolsa y sacan un enorme bocadillo que comen a grandes bocados. Chemari busca la botella inútilmente. Se la han escondido. Se levanta y da con ella debajo de uno de los asientos. Esto produce un pequeño alboroto. De pie mismo, bebe y bebe, hasta que le quitan otra vez la botella.

Entonces Chemari, muy descompuesto, grita:

—¡Quiero bajarme de aquí, quiero bajarme de aquí!

Todos ríen, menos el que hace de jefe de los vascos que le pide disciplina. Se sienta entonces como un cordero.

La azafata le da una aspirina y café.

Ya el avión comienza a dar las primeras instrucciones sobre la inminente llegada al aeropuerto de Nueva York.

Se deja de fumar y se ponen los cinturones.

El avión cabecea un poco. Van desmadejados.

La azafata advierte que Nueva York está nevado.

Miran por la ventanilla como pueden, de un modo infantil y desbordante. Se supone que están viendo un espectáculo maravilloso.

—Esta es mi tierra —grita una de las viejas norteamericanas del avión y casi les echa un discurso.

Ellos la dejan hablar y la miran como si fuera una chiflada.

En el aeropuerto de Nueva York

En el aeropuerto de Nueva York se apiña una multitud abigarrada, unos que van y otros que vienen, gente oficial que llega, comisiones, una banda de música, un personaje con séquito que se va, etc.

Entre esta baraúnda pasan los vascos a un recibidor extraño en donde les espera, muy complaciente, una pintoresca comisión. Son delegados de los pastores vascos en los Estados americanos, representantes del Estado de Idaho, algunas señoras miembros de sociedades protectoras, etc. Esta comisión los recibe con ceremonia y alboroto afectuoso. La multitud que circula contempla entre atónita, escéptica y despreocupada a estos quince hombres de aldea que bajan de un avión, conducidos casi animalmente y agasajados de manera casi cómica.

Después del recibimiento son metidos en un autocar.

Van acompañados de cuatro o cinco personajes que representan sociedades americanas ligadas con el pastoreo, con las lanas e incluso con los mataderos.

Ellos van consternados Todo para ellos es incomprensible, empezando por el lenguaje, aunque hay en la comisión varios personajes que hablan un español muy raro. Todo lo que oyen es ininteligible y lo que ven, fantástico, abrumador.

A cada uno le han regalado una botella de whisky y algunos utensilios curiosos.

Contraste y asombro

De avión a avión los jerifaltes de las sociedades de pastores han decidido organizarles un breve recorrido por la ciudad.

El autocar se detiene expresamente en dos puntos, primero en el edificio de la ONU; luego en una calle céntrica, cerca de la Quinta Avenida. En el edificio de la ONU han presenciado desde la galería un debate aburrido. Entran y salen gentes de todas las razas. Los pastores son en aquel lugar un motivo pintoresco.

En la calle se les ve disimular su asombro, ante las mujeres elegantes, los escaparates, la riada de coches, los llamativos anuncios.

Para impresionarlos los meten en un gran drugstore donde cada cual saca su café metiendo una moneda. Esto les hace reír como niños.

El primer sitio de la Quinta Avenida en que los han parado y los han hecho bajar es en la puerta de la Catedral de San Patricio.

Los pastores van descendiendo como reumáticos incurables. Parecen náufragos.

La gente neoyorquina se para en las aceras para ver a aquel montón de hombres moviéndose torpemente entre los apresurados transeúntes.

No son turistas. Están como bobos. Con infantil asombro se encaran con los rascacielos.

—Anda, mi madre, qué albóndiga si uno se cae de allí.

—Aquí todos tienen que padecer de tortícolis.

La circulación llega un momento en que casi se paraliza. ¿De dónde habrán salido estos hombres campestres y asustados?

—Serán refugiados —dice algún listo al pasar.

—Pero ¿refugiados de dónde? —se preguntan unos y otros.

Difícilmente podría saberse de dónde han salido. Son tipos altos, fuertes, con cierta seriedad en el gesto.

Proceden de remotas aldeas, casi de la otra punta del mundo, de pueblecillos montados sobre las breñas, de caseríos encaramados en angostos desfiladeros, de casitas blancas y rojas hundidas en los valles a la orilla de un riachuelo, de aldeas antiguas colocadas entre rocas gigantes y ruinas milenarias.

Si por allí en aquel momento hubiera pasado un catedrático de historia hubiera dicho:

—He aquí unos tipos con muchos siglos de historia. En ellos comienza Europa. Antes que Europa saliera de la prehistoria ellos eran ya un pueblo con cultura y costumbres propias. Ellos son un pueblo excepcional. Aquí mismo en los Estados Unidos ellos estuvieron antes de que estuviéramos nosotros.

Por todo esto, a pesar de su rústica gravedad y del pasmo casi infantil de sus rostros, avanzando por la Quinta Avenida, aún con miedo, retraídos, orgullosos, forman por si solos un mensaje de fortaleza y de autenticidad.

Chemari acercándose al grupo ha dicho:

—Parecemos borregos.

—¿Por qué hemos de parecer borregos? —le ha contestado uno de ellos.

—Porque todos vamos haciendo lo mismo. ¿No hemos venido a cuidar ovejas? Pues parecemos borregos.

—Parecerás un borrego tú.

—Yo y todos. ¿No te fijas en la cara que ponemos?

—¿No te gusta esto?

—A mí lo mismo me da esto que Vitoria o Pamplona. ¿Entendemos algo de lo que van hablando? Para mí, como si estuviéramos en las ferias de Durango.

Ramalazo de nostalgia

Chemari se ha quedado unos instantes aparte y solo. Sus ojos han chocado con aquellas imponentes moles de hormigón y cemento. Riadas de coches le impiden ver la otra acera…

Ahora piensa, como nunca, en su aldea, en aquel rebaño disperso de casitas, casitas blancas como la lana de las ovejas, y en aquellas cuadras, y en los pequeños muros divisorios al abrigo de los helechales.

Ahora es cuando por primera vez se da cuenta de lo bella que era su aldea, sobre todo al amanecer, cuando el sol hacía revivir el rojo de las puertas y de las ventanas… A veces, el sol inundando la aldea era como cuando una luz fuerte traspasa el porrón de tinto.

Pero todo aquello, tan hermoso, tan tranquilo, quedaba ya tan lejos…

Para salir de su ensimismamiento Chemari ha lanzado en plena Quinta Avenida el grito eufórico y exultante de los vascos, grito único nacido en las montañas, probablemente entre los primeros pastores, pues también es posible que los primeros pastores del mundo fueran vascos. Así le parece a Chemari.

Y por eso en su grito ha puesto orgullo y pasión.

Los demás pastores le han contestado delirantes y poseídos de una virtud extraña frente a la ciudad multitudinaria y ajetreada.

Los acompañantes de los pastores han aplaudido la ocurrencia, e incluso algunos transeúntes se han detenido hasta rodear a los pastores. Entonces uno de los jefazos de la Compañía ha dicho a los curiosos:

—Son pastores. Pastores. Pastores vascos. ¿No habéis visto nunca pastores?

Y muchos de los que transitaban por la Quinta Avenida en aquella hora, han declarado, con gestos de asombro más que con palabras, que ellos no habían visto nunca de cerca pastores, y mucho menos pastores vascos.

—Pastores, pastores, pastores…

¿Qué sería eso ele pastores? Realmente en el mundo había gente para todo y en Norteamérica más que en ninguna parte. Había pastores en Nueva York seguramente para que los neoyorquinos pudieran verlos de cerca y sobre todo para que los americanos de cualquier estado pudieran vivir tranquilos.

Chaume se enamora de un cuchillo

Los pastores han hecho una visita rápida y atolondrada a San Patricio. Todo ha sido entrar y salir, la mayoría de ellos con la boina en la mano, más asustados que admirativos.

Al salir han marchado entre dos filas de edificios, arrimados a los escaparates como ganado que huye de la tormenta.

En uno de los comercios Chaume se ha detenido más de la cuenta.

Uno de los empleados de la Compañía se ha acercado a él y le ha preguntado:

—¿Quería algo?

—Es bonito ese cuchillo de monte… —ha respondido.

—Pero no es práctico. Ya le darán un buen cuchillo, mejor que ese, cuando le den todo su equipo.

—Es hermoso…

—Sí, pero no es de monte. Es para la pesca submarina.

—¿Ah, sí?

Chaume ha seguido andando en silencio al lado del empleado y se ha incorporado al grupo. En sus pupilas parece refulgir la ancha hoja del cuchillo. Ni siquiera ha tenido tiempo de enterarse de cuánto podría costar, pero se ha enamorado de él como un niño de un juguete.

Un accidente

A todo esto, la calle famosa se ha poblado de ruidos frenéticos. Eran coches que frenaban. La gente se ha arremolinado.

Los pastores apenas han podido enterarse de nada. Cuando el espacio ha quedado libre sólo han podido ver una figura humana magullada y medio deshecha a los pies de un guardia.

En seguida la circulación ha continuado impertérrita, constante, abrumadora. Y el cadáver de un hombre —Dios sabría quién era, y de donde venía— ha continuado a los pies del guardia hasta que ha llegado una ambulancia tras el alarido de las sirenas y se lo ha llevado en medio de la precipitada riada de coches.

Los pastores han continuado andando. Chemari ha sentido cierto malestar en la boca del estómago. Como cuando se fumaba un puro y le caía mal.

—Vamos, vamos —ha dicho el alto empleado de la Compañía como tirando de todos ellos.

Pero todo termina cuando apenas han comenzado a pasmarse. Estados Unidos no es esto. Esto no es más que un breve descanso que les han proporcionado dentro de su oficio. De nuevo los han metido en un autocar y cruzando barrios enormes, fábricas, puentes, suburbios, zonas residenciales, llegan a otro campo de aviación.

Ya los tratan como a piezas humanas, como a tornillos de una máquina que debe funcionar.

Los americanos los van valorando y elogiando en virtud de su facha, de su resistencia, de su ignorancia, de su docilidad.

Son mansos como corderos, son disciplinados como borregos, son fuertes como toros, son tercos como bisontes.

Están volando de nuevo. Se les ha visto subir a otro avión como de transporte en un aeródromo de aspecto comercial. Ya no son pasajeros. Son casi bestias, aunque de vez en cuando descuella algún detalle humano y delicado.

—Mira qué casas.

—Mira qué cosas.

—¿Qué dices a esto, Chemari?

—¿Que qué digo? Pues que ¡Aupa el Athletic!

Este optimismo va teniendo ya alguna mezcla de tristeza. Se presiente la vida que les espera, que será vida de soledad. Ellos van embobados. Poco a poco se va acabando el jolgorio y cada uno es como un árbol o una estatua, algo inerte, moldeable, vencido.

Los acompañantes juegan el papel seductor. Los van animando uno por uno.

—Entre ellos se dicen: —Este material no se encuentra en ninguna parte de la tierra.

Hay alguno que, pronunciando mal, grita:

—Gora Euzkadi!

Ellos van tristes pero extasiados. Desde el avión van descubriendo la grandeza del campo americano, tierra jugosa, cultivada, fecunda, ubérrima.

Desde arriba pueden admirarse de lo que es una granja americana, las pistas formidables, las escuelas, las bibliotecas; los campos interminables y los bosques, los ríos, los lagos; los hoteles deportivos al borde de la carretera y las casitas, todo cuidado y casi perfecto. Es una estampa de égloga muy distinta a la vasca y los llena de entusiasmo aunque también de melancolía.

Poco a poco algunos van entrando en éxtasis. Es maravilloso. Es una sucesión rápida, persuasiva, de lo que pudiera ser en la mente de estos hombres la transformación de su tierra. Es también un utópico sueño de las comodidades y recompensas que les esperan. Van de prodigio en prodigio, de ciudad en ciudad, dejándose impresionar por los jefazos de esta Sociedad de pastores que los miman ostensiblemente.

—Mirad, qué granjas.

—Mirad, qué tierras.

—Así es Norteamérica.

Se sienten como adoctrinados. En algunos, como Chaume, prende el entusiasmo administrativo; en otros, una reacción casi de tipo contrario, como de aislamiento y orgullo.

Una nueva vida ha comenzado para ellos antes de tocar tierra.

Poco a poco, se va esclareciendo la hermosa vegetación y aparecen tierras blancas y rojas y en ellas grandes rebaños pastando.

Pero no son ovejas.

Hablan dos pastores

—Yo preferiría vacas.

—¡Ah, vacas ya las preferiría yo también!

—Claro, hombre. Las ovejas se pasan el día, bé, bé, bé.

—¿Tú has visto de cerca alguna vez a algún macho cabrío?

—¿Sabes quién?

Y le dice alguna cosa al oído.

Ríen los dos como locos.

Discursos en pleno vuelo

A pesar de que lodo recuerda que van en avión viendo bosques, poblados, ferrocarriles, campos de aviación, carreteras y campos con rebaños, la escena se transforma: ahora cada uno está en su sitio, como si fueran niños en la escuela que escuchan una lección.

Chemari lodo lo oye desde atrás, ensimismado, lejano.

Chaume se ha puesto en primera fila.

Les habla un vascoamericano, un antiguo vasco sofisticado, que actúa de consejero. Dice:

—Fuertes muchachos de Vasconia, mi tierra y vuestra tierra, afortunados muchachos a los que ha sido abierta milagrosamente esta tierra de suerte y de paz, de trabajo y prosperidad.

—Habla bien el tío dice por lo bajo un vasco.

—Lo ha aprendió hace mucho, repite otro.

—Habla como los discos del Avecrem.

Prosigue el vasco americano:

—Cuando yo llegué, como llegáis vosotros ahora, no veníamos en un avión entre paisanos, sino en vagones de ganado, en trenes que tardaban cuarenta y ocho horas. Pero ahora la Compañía, pensando en vosotros, lo ha estudiado y lo ha resuelto todo.

—Muy bien dicho —dice Chaume.

Chemari hace un gesto de paciencia. Habrá que comprobar las promesas, es su gesto.

Prosigue el vasco ya situado:

—Vosotros, en realidad —se ríe— es como si fuerais unos señoritos privilegiados que se vienen a correr una juerga.

—¿Una juerga?

—¿De veras se trata de una juerga?

—Una juerga —continúa— o unas vacaciones pagadas, bien pagadas.

Va cundiendo la animación.

Les han repartido papeles con sus contratos, listas ele sueldos y otros pormenores. Están en americano y en vasco. Ellos no se dejan impresionar sino que examinan las cosas muy al detalle, haciendo cuentas de memoria y con lápiz, llegando a discutir incluso.

Chemari más bien se hace el sumiso y el último. Tampoco esto es un gesto de soberbia sino de su natural timidez.

Prosigue el vasco americanizado:

—Ahora, cuando llegáis vosotros, se puede decir que todo está hecho. En cierto modo vosotros sois los herederos de un trabajo que han hecho antes a ciencia y conciencia muchos vascos que vinieron acá antes de que vosotros nacierais. Vosotros venís a recoger una cosecha. Aquellos sí que éramos pastores auténticos.

El tono de suficiencia, contraste también entre dos generaciones, va produciendo un efecto contraproducente.

—Muchos de vosotros, ya lo sé, no habéis visto ovejas más que cuando cruzan las carreteras y las vías del tren para subir al monte o bajar al río.

Algunos ríen. Otros se ponen serios.

—Lo estoy viendo en vuestras caras. ¿Qué es lo que os espera? Pues os espera una tierra libre, protectora y agradecida que os da la bienvenida y os abre los brazos…

Mientras unos están pendientes y hasta hacen gestos afirmativos y disciplinados, otros se enajenan descaradamente del asunto, mirando por las ventanillas, turnando distraídamente Incluso hay dos que van jugando a la baraja como si tal cosa.

—Vosotros venís pensando en la aventura. No hay aventura aquí sino obediencia y cumplimiento del deber. Ni quiera hay peligros extremos, sólo paciencia y méritos ganados muy despacito, como nos ha sucedido a todos. Mirad a éste, mirad a éste —va señalando a los compañeros viejos— todos los que han conseguido el respeto y el prestigio entre los americanos ha sido a base de paciencia y honradez, nada más.

Los viejos asienten humildes pero satisfechos.

—A más de uno habrá que devolverlo más que deprisa. Les veo la cara y los conozco, he visto pasar a muchos. Aunque son contados los que hasta ahora han fracasado, yo sé que hay algunos débiles, que aunque son altos como castillos les entra dolor de madre, dolor de pueblo o, lo que es más grave, dolor de novia o de mujer.

Uno de los viejos le hace una seña, el otro le da con el pié. Entre los que vienen llegan casados. Pero el vasco sermoneador no cesa:

—Se ve claramente —mira despacio a unos y a otros— y no un equivocarla ni un pelo. Y lo cierto es que aquí hay que dejar lo de atrás y saber que lo que empieza es algo nuevo.

Este personaje tiene experiencia y seriedad; pero se advierte también en él cierta amargura o resentimiento. El ímpetu de los jóvenes de su tierra le perturba, le gusta verlos y se siente feliz e importante; pero al mismo tiempo rompe disimuladamente contra las peregrinas posibilidades que cada uno de aquellos destinos encierra, destinos que sabe muy bien que él no podrá controlar. En cierto modo es un funcionario del pastoreo, un burócrata de la emigración.

—¿Tú, qué dices?, pregunta un vasco a otro por lo bajo.

—¿Qué voy a decir? Que está chalao.

—¿Decíais algo? —pregunta el directivo que ha notado los murmullos.

Chemari se ha adelantado hasta él y en un acto que parece chulería, pero que es un acto inconsciente y que viene a romper muchos hielos, le dice:

—¿Tiene lumbre?

El vasco saca un precioso mechero y se lo da. Chemari enciende parsimoniosamente su cigarro. Chemari en esto no abusa de independencia de juicio ni de suficiencia personal. Es algo que hace para romper la tensión de los que están hablando, haciéndose guiños, dándose palmaditas.

Chemari debe tener además una disculpa. El arrastra ese estado vago, medio lúcido, medio turbio del que está bebido.

—Gracias —dice Chemari al devolverle el mechero.

—De nada —responde el jefazo. Y añade muy solemne—: Tú llegarás.

—Sí, a dar con la cabeza en el pesebre.

—Sí, a derribar troncos con la cabeza.

—Sí, a acabar con todo el whisky de los americanos.

Chemari se ha sentado y se ha quedado riendo. Pero está como avergonzado.

Para demostrar el adelanto de los Estados Unidos y asombrar un poco a estos seres toscos y primitivos de las aldeas vasconavarras, la radio comienza a retransmitir un saludo a los pastores vascos. Los nombran a cada uno por su nombre, y les van diciendo poco menos que de dónde son y hasta su apodo. Es Esteban, el primo de Chemari, quien les hace este saludo general.

Las primeras ovejas

Están llegando. La ciudad sobre la que vuelan es Boise, en el Estado de Idaho, algo así como la capital de los pastores vascos en el Oeste americano. La azafata comienza a explicarles en inglés cosas que ellos no entienden. Sólo entienden lo que ven: que aquello es una arbolada y bien distribuida ciudad en medio de una semiárida llanura.

Hay montañas a lo lejos, verdes montañas medio nevadas. Hay también, a lo lejos, el murallón de pastos y verdura siguiendo el curso caprichoso de un río o la tabla verdosa alrededor de los lagos.

El avión ha dado una vuelta entre hurras y admiraciones. Por fin han visto una cabaña en la hondonada del río medio seco y al lado de un bosquecillo.

—Ovejas, ovejas. Ahí tenéis las ovejas.

Desde abajo dos hombres saludan con el pañuelo.

Las ovejas se dispersan. Corren los perros alrededor de ellas.

Recibimiento apoteósico

Ya están descendiendo.

Es un espectáculo de colorido y música inaudito para ellos. Una banda de música de muchachas y muchachos con traje blanco y boina ejecuta la pieza de bienvenida.

Comitiva de recepción entre seria y estrafalaria.

Tipos en mangas de camisa y sombrero de vaquero; tipos medio aldeanos con auténtica boina vasca y pañuelo al cuello; norteamericanos de pajarita con atuendo cinematográfico.

Es una recepción pintoresca. Los recién llegados están medio confundidos entre la vergüenza y la emoción. Van bajando aturullados, empujándose, queriendo todos ponerse los últimos.

Hay preparado un desfile exagerado, con una carroza que representa la vigilancia del pastor frente a una tropa de bandidos. (Esto más que carácter histórico tiene valor simbólico.)

Reina una gran animación entre los asistentes. Hasta pueden verse filas ordenadas de niños de los colegios con banderitas americanas.

El recibimiento es espontáneo y natural. La banda de música está compuesta por gentes muy heterogéneas: señores mayores, muchachos de quince años e incluso muchachas.

—Todos, todos los de la banda son vascos…, es decir, descendientes de vascos —dice el jefazo de la Compañía. Y luego va preguntando uno a uno—: ¿Cómo te llamas tú? ¿Y tú? ¿Y tú?

Ellos van respondiendo:

—Urrutia.

—Mendívil.

—Goicolea.

—Arrieta.

—Vizcarra.

—Barrenechea…

Los futuros borregueros han sido asaltados por la numerosa colonia vasca. El primo de Chemari, Esteban, va y viene como supremo organizador. Tan pronto ha dado con Chemari le ha quitado la boina y le ha puesto en la cabeza un sombrero ancho del Oeste. Chemari no ha podido resistir el cambio repentino y se lo ha quitado. Chaume lo ha cogido y se lo ha puesto.

Los que un día fueron pastores y hoy son personajillos de la ciudad de Boise van preguntando a los recién llegados de dónde son. Todos recuerdan las aldeas y pueblos de su niñez y juventud. Algunos hasta se han puesto a hablar el vascuence, aunque mezclado ya con palabras americanas.

Hay un grupo más encopetado que asiste a la ceremonia complacido y distante. Son también vascos, pero ya de segunda generación. Y son figuras importantes de la pequeña localidad. Allí están el jefe de policía, vasco, el director del banco, vasco, la directora de un liceo, hija de vascos, un sacerdote alto y solemne con inconfundible pinta de vasco.

La caravana se va poniendo en marcha. Los recién llegados están apabullados. La banda de música va abriendo este conato de desfile. La gente se asoma a la puerta de sus alegres viviendas y saluda con gesto amical a los recién venidos.

Chemari estudia de cerca a su primo Esteban.

Indudablemente tiene ya poco de vasco. Va y viene llevando y trayendo recados de los altos jefes de la Compañía.

Instintivamente ha empezado a huirle. No quiere que crea que trata de aprovecharse de su parentesco.

A fin de cuentas, ¿qué era Esteban más que un oficinista a sueldo de la Compañía, que acaso cobrara un tanto por ciento por cada pastor que embarcaba desde la península?

Lo que más rabia le daba era la zalamería de Chaume con su primo. Desde que había llegado no lo dejaba ni a sol ni a sombra.

Van avanzando por la simpática población. La música de la banda enlaza zortzikos y canciones vascas ritmos modernos. Al llegar a una plaza ha sonado el chistulari e incluso varios vascos viejos han saltado como verdaderos dantzaris.

Los primos se abrazan

Inesperadamente Esteban ha dejado toda clase de mensajes y órdenes y se ha venido junto a Chemari.

—¿Qué tal, gran zángano?

—Pues mira, detrás de la orquesta.

—¿Contento?

—Ya ves… —y Chemari comienza a tocar la armónica que lleva en el bolsillo, como no haciendo caso al primo.

—Ya verás la que os tenemos preparada. Nada menos que alubias con chorizo. Y vino.

—No será vino de la Rioja.

—Aquí también por la parte californiana hay buen vino. Pero sólo se toma en los días grandes. Sin embargo, la cerveza no tiene comparación con la de allá. Ya verás. Aquí es como si estuvieras en Guemica o poco menos. Hay un orfeón vasco, el cura predica en vasco, echamos nuestras partidas de mus. Ya verás la que armamos el día de San Ignacio.

—¿Cuántos vascos habrá en este pueblo?

—No le llames nunca pueblo. Boise es la capital del Estado. No ves qué filigrana de calles, de edificios…

—… de mozas… —concluye Chemari.

—Exacto. Y todavía no has visto nada. Eres el mismo de siempre. Estás igual, igual… ¿A que no creías que terminarías viniendo? ¿Ves? Ya estás aquí. Y te vamos a colocar en un sitio bueno, cerca de la capitalita…

—Oye, yo quisiera correr la suerte de todos.

—Claro, claro, eso es inevitable. Hasta pasado algún tiempo no es fácil camuflarse.

—A mí que me den borregos y en paz.

—Ya te hartarás de borregos y de borregas. Pero parece que cojeas un poco…

—Se me ha agarrotado el pie en el avión… —y Chemari patalea cómicamente—. Y además apenas oigo nada. Estoy sordo, sordo como una tapia…

—¿Que no oyes? ¿Y Maribelcha?

—No me la nombres.

El festejo prosigue. De vez en cuando los demás pastores, por congraciarse con Chemari, le gritan:

—¿Y qué dices tú a todo esto?

A lo que Chemari contesta con gran parsimonia y rango de personaje principal:

—Que ¡Aupa el Athletic!

—¿No te has mareado en el avión?

—Se tomó una botella de coñac —añade Chaume, que no pierde distancia entre los primos.

Los primos caminan medio abrazados. Esteban de rato en rato se para, mira a su primo y le dice:

—Espabila ya, hombre.

—No sé ni dónde estoy.

—Estás en el corazón mismo de los Estados Unidos.

—¿El corazón? Esto desde arriba más bien parece el espinazo.

—El espinazo también está cerca del corazón.

El primo Esteban

El primo de Chemari no es el que lleva el consabido letrero de «Welcome»; pero como si lo llevara.

Sin ser un dirigente máximo de este gran tinglado comercial de los pastores vascos, Esteban se ve que tiene la confianza de los jefes.

Es un tipo desenvuelto y casi brillante. Se le notan los rasgos del vasco, aunque un poco apagados por este ajetreo constante de jefe de relaciones públicas o algo parecido. Si fuera más sereno y menos aparatoso, podría pasar por un hombre con verdaderas dotes de mando. En realidad, toda esta bullanga de los pastores en corporación avanzando por las calles de Boise se ve que la ha organizado él.

Tiene habilidad para sonreír, hablar con todos, hacerse obedecer y dar a cada cual lo suyo.

Chemari está asombrado de la disposición y simpatía de su primo. Pero por dentro no para de decirse: «Este no volverá, éste ya no vuelve, éste se quedará aquí para siempre…» Este solo pensamiento le hace sentir cierta repugnancia hacia Esteban. Adivina que para alcanzar el puesto que ha alcanzado habrá tenido que arrastrarse y claudicar. El entusiasmo con que Esteban mira a la ciudad de Boise y a sus gentes indica claramente que está, si no comprado, sí seducido por todo lo americano. Su misma manera de vestir y de moverse no recuerdan nada a aquel Esteban del caserío. Es ya otra persona.

Chaume se ha acercado a Chemari y se ha cogido de su brazo.

—Esto, chico, es estupendo.

—¿El qué es estupendo?

—Todo. Todo es estupendo. Yo nunca me lo imaginaba así. No parecemos pastores.

—Entonces ¿qué parecemos?

—Nos están tratando como si fuéramos ciudadanos americanos.

—Ya vendrá Paco con la rebaja.

—¿Qué quieres decir?

—Que todo esto es el festejo y que ahora mismo no somos más que comparsa. Espera que nos dejen en la montaña triscando entre los ciervos y escuchando el soplido del búfalo.

—¿Quién te ha dicho a ti que hay ciervos y búfalos?

—Si no hay ciervos ni búfalos habrá zorros y osos. Algo habrá en la montaña, en esas montañas nevadas que hemos visto desde el avión.

—No seas pesimista.

—Si no soy pesimista.

—Y mucho menos tú, que tienes a tu primo de mandamás.

—No pienso escurrir el bulto.

—Pero tú tienes una gran suerte con tu primo.

—¿Tú crees?

—Y tú también lo crees. Y lo mismo que te digo una cosa, te digo otra: también es una suerte para mí ser tu amigo…

Esteban, ágil, nervioso, hablando más como americano que como vasco, va de corro en corro, animando el cotarro. Les dice a los pastores recién llegados:

—Muchachos, ¿qué os parecen las mujeres ele Boise?

—No están mal —dice uno de ellos.

—Pueden pasar —añade otro.

—Se les podría hacer un favor a cualquiera de ellas —agrega Chaume.

—Os advierto —prosigue Esteban— que los pastores tienen buen cartel entre ellas. Y cuando a uno le echan el ojo se lo rifan.

—Pero me figuro que no se vendrán a cuidar ovejas con nosotros —comenta uno de los más viejos, ya casado.

—No, eso no —interviene de nuevo Esteban—, pero de larde en tarde aparecen por los ranchos y se arman unas buenas…

—Juergas… —insiste el viejo.

—Tanto como juergas, no.

—Total, que vamos a estar como Dios —dice Chaume.

—Tanto como Dios no, pero no lo pasaréis mal… —aclara Esteban.

Las calles de Boise son rectas, limpias y tranquilas. A la puerta de los comercios y cafeterías salen camareras y clientes admirando el cortejo.

Boise es acogedora y alegre, casi más alegre que algunos pueblos vascos. Lo que ocurre es que casi todas las calles y todas las casas parecen iguales.

—¿Y el equipaje? —pregunta Chemari a su primo.

—No te preocupes. Cuando llegues al hotel ya lo tendrás allí. Además, aquí en Boise no hay ladrones…

Esta salida no le ha gustado a Chemari y se ha puesto a tocar la armónica en cierto modo para desligarse un poco del grupo.

Desde la puerta de alguna casa, desde el escaparate de alguna tienda, desde los andamios de alguna obra, desde el atrio inmaculado de una capilla, desde la nave incluso de un Parque de Bomberos, los pastores reciben saludos. Cálidos y sinceros saludos.

—Pues ni que hubiéramos ganado la guerra —dice Chemari a Esteban.

—Es que aquí decir pastor vasco es decir algo muy serio.

—Es que les gusta mucho la leche de cabra.

—No es por eso.

—Será por la lana.

—¿Sabes cómo llaman por estos Estados a la lana?

—Cualquiera sabe.

—Pues le llaman el oro blanco.

—Entonces al carbón le llamarán el oro negro.

—Claro, claro. Y al petróleo el oro líquido.

—¡Cuernos, qué tíos! No se les pasa una. Y al oro oro, ¿cómo le llaman?

—Le llaman dólar y ojalá juntes una espuerta. Ya sabes, en cinco años casi el milloncejo de pesetas.

—No me digas. Oye, pero yo vengo sólo por tres años. En eso quedamos…

—Ya veremos, ya veremos…

—Bromas no.

Welcome, Welcome

Al pasar al centro de Boise, en lo que se supone que es la plaza principal, han penetrado al hall del capitolio y se han encontrado con que eran presentados, sin ninguna clase de protocolo, al gobernador y al alcalde de la ciudad. Alguno de ellos es descendiente de vascos.

En este instante ha llegado también en un coche descapotable el senador de la región, un tipo animoso y complaciente que ha repartido abrazos entre los pastores como si los hubiera conocido de toda la vida.

—Oye, Esteban, ¿pero siempre ocurre como ahora?

—No, esto es extraordinario.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque has venido tú. Por eso…

Han comenzado a repartir coca colas, naranjadas, zumos de tomate, sandwiches, pastas.

—¿Qué tal va la cosa? —ha preguntado Chaume a Chemari con cierto tono de zalamería.

—Noto la falta del tintorro.

—Esto es jauja, chico.

Los recién llegados están, más que sorprendidos, maravillados. Tienen buen apetito y en pocos minutos han quedado todas las bandejas vacías. No entienden nada, pero de momento ya se han aprendido una palabra: Welcome.

Alguien dice unas palabras en norteamericano cerrado. Los pastores aplauden.

De nuevo se ponen en camino. Esteban los precede.

Sin saber por qué Chemari se siente fastidiado. A ratos se dice que no hay motivo alguno para sentirse molesto. Acaso el disgusto provenga del acecho constante a que lo tiene sometido Chaume.

Han salido a la explanada. Van a montar en un lujoso autocar.

Una morena y una rubia

Cuando el autocar iba a arrancar se han presentado en la portezuela dos hermosas mujeres, una rubia y una morena. La rubia le ha echado encima el brazo a Esteban con gran naturalidad.

Los pastores desde dentro del coche han silbado.

—Baja, Chemari —ha dicho Esteban.

Chemari no quería descender, pero no ha tenido más remedio que bajar, entre el achuchamiento de todos.

—Aquí, mi novia: Lucy —dice Esteban muy satisfecho.

—Tanto gusto —dice Chemari mientras ella habla y ríe como un pájaro.

—Y aquí su hermana Esther.

Se han dado la mano más serios de lo que la ceremonia requería. Desde el autocar los compañeros gritan con ese grito estridente, medio selvático, los irrintzina que estremecen la sangre.

Las dos hermanas son norteamericanas legítimas, o sea, mujeres menos coquetas de lo que parecen. Están vestidas como de fiesta.

—¿Te extraña ahora que no haya vuelto por allí? —dice Esteban en el colmo del enamoramiento.

Ellas no paran de preguntar cosas, cosas de Chemari. Tienen interés si realmente son parientes, si son del mismo pueblo, si Chemari sabe montar a caballo, si en la tierra de los vascos se baila también el «rock-and-roll».

Esteban en un aparte dice a Chemari:

—El padre es uno de los más importantes rancheros de la región.

—¿Ah, sí?

—Pero no es de nuestra Asociación. Tiene sus operaciones aparte. Debe de tener por lo menos quince mil cabezas.

—Vaya suerte.

—Precisamente a ti te va a tocar mover tu ganado por esa zona, muy cerca de su rancho. Lo he hecho yo así porque de este modo cuando vaya a ver a Lucy podremos vernos.

Ellas ríen y tratan de enterarse de lo que hablan, pues aunque han ido al Liceo de Boise a las clases de español no se enteran del todo. Pero se dan cuenta de que están hablando de ellas. Esteban intercala junto a palabras vascas, palabras castellanas e incluso americanas.

Chemari quiere subirse al coche. Aunque no sean mujeres provocativas, lo parecen. En realidad pudiera decirse que son muchachitas ingenuas e inocentes, pero vestidas con muy poca ropa y con un descaro increíble.

Lucy resulta más comprometedora. Esteban no para de barbillearla y de pasarle la mano por la nuca. Ella se resiste un poco, pero se ve que le gusta. En cambio, Esther parece un poco sofocada de que haya tantas miradas pendientes de ella.

—¿Qué te parece? —dice Esteban reventando de vanidad.

—Está bien, está bien todo…

—¿He tenido gusto, sí o no?

Un poco confundido Chemari se sube al coche. Esteban ríe. Desde abajo le grita:

—No te hagas el loco. Si tienes que ser mi padrino de boda.

Los pastores ríen. Esteban agrega, de nuevo en vasco:

—¿Qué te parece la morena?

Chemari está aturdido Quiere decir algo ante todos, pero no le sale. Quisiera decir que su Maribelcha vale más que todas las americanas juntas.

Chemari desde lo alto del coche sonríe a la pareja y a Esther, Sonríe un poco bobamente, pero también con orgulloso desvío.

Mientras tanto un locutor, que habla un extraño y horrendo castellano, les está explicando cosas: el monumento que hay en la plaza, la biblioteca pública, el edificio del Centro Vasco, los grandes almacenes…

Se ponen en marcha. Los pastores cantan:

Desde Santurce a Bilbao

vengo por toda la orilla

con la falda remangada

luciendo la pantorrilla.

Vengo de prisa y corriendo

porque me oprime el corsé…

El locutor sigue perorando. Ahora habla de la patata de la región de Idaho, la mejor, dice, de todos los Estados Unidos. Luego, habla también del periódico Idaho Statesman donde los vascos, en general, y los pastores en particular, tienen siempre las puertas abiertas.

De nuevo Chemari saca la armónica. No se preocupa lo más mínimo de lo que va diciendo el locutor. Ni se fija en los establecimientos, ni en los hoteles, ni en las muchachas que pasan, ni en los simpáticos guardias de la circulación.

Boise

Boise es una ciudad amplia, simétrica, de calles rectas, muy horizontal, con tiendas muy pintadas y relucientes coches que van desde el lujoso al utilitario de la gente de campo.

En medio del sosiego burgués de la ciudad se nota cierto tráfago de negocios.

Hay un bello contraste entre lo elegante de algunos tipos y lo rústico de otros. Algunos visten la típica indumentaria del Oeste.

Se ven tipos altos, con pantalones vaqueros, ante una gasolinera o en la puerta de un bar.

Hay ricos almacenes, pomposos bancos, raras capillas, niños que salen de las escuelas.

Es una ciudad limpia, pero chata. Se ve que todo está ordenado y que la ciudad goza de gran prosperidad. Esta prosperidad proviene principalmente de la industria de la lana, labor anónima de los vascos, obra cotidiana de los borregueros y camperos.

El escudo de Boise dice: «Esto perpetúa», lo cual quiere decir que mientras haya pastizales y pastores, mientras haya ovejas y ranchos, Boise será un emporio de riqueza en el Far West.

—Señores pastores —va diciendo el locutor pedante que de vez en vez mezcla un chiste absurdo en su disertación—. Lo vasco aquí en Boise siempre ha sido un timbre de gloria. Por eso los vascos, los que vinieron antes, ustedes, los que vengan después, siempre se han sentido, se sienten y se sentirán responsables y conscientes de este honor que se les otorga en los Estados Unidos, donde decir pastor vasco es decir miembro de una raza intocable, es decir…

—¿Qué te parece, Chemari? —ha preguntado Chaume, por lo bajo.

—Que a este tío se le ha subido la coca-cola a la cabeza.

Pero el locutor prosigue:

—Por todo esto, es tópico que los pastores vascos en cada nueva remesa traten de superarse. Saben que no pueden superar ese aprecio general de los Estados Un idos, donde incluso en el Congreso repetidas veces se ha hecho público testimonio de su honradez, de su obediencia, de su integridad…

A los pastores les halaga la cantinela, pero van un poco moscas. Callan y parecen otorgar.

La sede de la Compañía

Los pastores han llegado a la mansión de la Compañía que los ha contratado.

Es un edificio más práctico que rico, más funcional que bello.

Hay fotos espléndidas de pastores, de ranchos y de ovejas. Hay fotos principalmente de «la parición», que es la época del nacimiento de los corderillos, momento espectacular en la vida de los rebaños. También del esquileo y de la trashumancia.

Todo está explicado en mapas, gráficos y fotos.

Cada pastor, con su acompañante campero, que es el que resuelve los problemas más elementales del pastoreo, se encarga de unas dos mil cabezas de ganado.

—Pero dos mil ovejas son muchas ovejas —dice uno de los recién llegados.

Actualmente en toda el área de Boise hay más de dos mil vascos, aunque la mayoría pasaron del pastoreo a otras ocupaciones más consideradas y lucrativas.

—Todos los que ustedes ven en el mapa como puntitos, en parejas, son pastores. Y todos de la provincia de Vizcaya —dice uno de los directivos con aire de gran suficiencia.

—¿Todos son vascos de padre y madre, de pueblos vascos, de apellidos vascos? —ha preguntado Chemari.

—Bueno, todos, todos, no. Pero todos tienen algo vasco.

La jornada del pastoreo se hace en las altas montañas, a veces casi en las cercanías con la frontera del Canadá. Pero en la invernada los rebaños descienden cerca de los ranchos. Hay ranchos que están relativamente próximos a Boise, a cien o ciento cincuenta kilómetros. Otros están mucho más lejos. Entre rancho y rancho a veces no existe tanta separación, cincuenta o sesenta kilómetros como máximo.

El equipo del pastor es suficiente y decoroso. Consiste en un carro de campaña tirado por caballerías, una escopeta, perros, a veces tres, aunque lo corriente suele ser una pareja, un aparato de onda corta, que no es sólo objeto de distracción sino que es el nexo de unión con la ciudad, el único medio de comunicación con el mundo civilizado.

En la curiosa exposición que se les ofrece en las oficinas de la Compañía, hay incluso un maniquí vestido con el atuendo ideal del pastor: camisa a cuadros, sombrero de ala ancha, botas como de soldado expedicionario.

En un gran encerado está reseñado también el sueldo del pastor por mensualidades. El sueldo será de 250 a 275 dolares, en las mejores épocas. Naturalmente la manutención y el vestuario son también por cuenta de la compañía.

Todo esto lo va explicando Esteban con cierto desparpajo y optimismo.

—Y no creáis —termina diciendo— que vais a vivir abandonados a vuestra suerte. La Compañía estará siempre pediente de vosotros. Ella es la que os daré el gas para vuestra cocina, el colchón para vuestra cama…

—Pero, ¿vamos a tener colchón y todo? —pregunta Chaume en plan de lisonja.

—¡Naturalmente! Un impecable colchón de espuma.

¿Cómo?

—De espuma del mejor nylon, nada menos.

—Caramba, caramba, ¡no somos nadie! —dice uno de los pastores de más edad del grupo recién llegado.

—Ella cuidará de que vuestros faroles tengan siempre pilas y vuestros transistores también. La Compañía os llevará la cerveza y el tabaco. Y fijaros cómo cuida la Compañía de vosotros que a los que no quieran cigarrillos liados les dará tabaco y papel de fumar, hecho expresamente para vosotros.

—¡Viva la Compañía! —grita Chaume.

Algunos le responden con voz semiapagada.

Comienza a funcionar la máquina burocrática

De este salón-exposición han pasado a una especie de sala de conferencias Les han mandado sentarse.

Los nuevos pastores se sienten optimistas pero un tanto desconcertados.

La decoración sigue siendo a base de hermosos ejemplares de ovejas, que al parecer se llevaron premios, y de paisajes vascos mezclados con los del Oeste.

Esteban sigue siendo el caporal. Se mueve de un lado para otro con carpetas y papeles y consulta de vez en cuando con los jefes, no todos vascos viejos, porque también hay americanos puros.

Los directivos van estudiando a cada nuevo pastor con cierta detención, casi también como si examinaran piezas de ganado. Se ve que, según la impresión que les producen, les asignan un lugar u otro en la lista que tienen entre manos.

—Vamos a proceder —dice Esteban— a formar las parejas.

—¿Pero es que hay que bailar? —pregunta uno.

Todos ríen.

Uno de los directivos pregunta por lo bajo a Esteban:

—¿Cómo se llama su primo?

—Chemari.

—Digo los apellidos…

—Artola, como yo, y Urresti.

—Pues habrá que mandarlo bien lejos.

—¿Por qué? —pregunta Esteban un poco excitado.

—No sea que te quite la novia —responde el directivo en tono de chanza.

Los vascos sueltan la carcajada. Y uno de ellos exclama:

—Eso estuvo bueno. Pero que muy bueno.

Chemari está causando efecto

Los jefes de la Compañía se van fijando en Chemari. Es como si advirtieran que se trata de otro Esteban pero más reconcentrado. El primo recién llegado tiene buena facha. No es nada adulador, sino más bien todo lo contrario. Teniendo la puerta medio abierta por su primo, prefiere quedarse distante, un tanto al margen Esto intriga mucho más a los jefes.

—¿Qué os parece mi primo Che? —dice Esteban sin terminar de pronunciar el nombre.

Bajando la voz le responden:

—Podría ser incluso jefe de un equipo, siempre que no le pueda la tierra —dice uno de ellos.

—Parece un poco sentimental. Me atrevería a asegurar que se dejó la novia allá —responde otro.

—Ya olvidará —contesta Esteban.

—O no olvidará —responde el norteamericano.

—Algo de eso nos pasó a todos —insiste Esteban.

Mientras tanto los pastores cuchichean por lo bajo. Saben que en aquel momento están decidiendo, o van a decidir, el destino de cada uno de ellos.

—Tiene cara de ser hombre muy rectilíneo —dice el americano.

—Muy recto —responde el viejo vasco ya incorporado a las tareas asesoras.

—Lo importante —prosigue Esteban— es que pasen los primeros meses. Tan pronto mi primo, como los demás, se vea con los primeros mil dólares en el bolsillo —no sé si se fiará del banco— y comience a calcular lo que son en pesetas, se dedicará pacientemente a contar meses, sumando dólares…

—Es posible —dice el vasco.

—Y no es posible también —añade el americano.

—¿Ustedes lo ven tan serio y enfurruñado? Pues es el que tiene mejor humor de todos. ¿No le ven la armónica en el bolsillo? Ese se las entenderá siempre muy bien a solas con su armónica.

La estampa de Chemari es la de un hombre entero, algo ingenuo, noblote, aunque también susceptible. Chemari está imperturbable y no parece preocuparse de lo que hablen ni de lo que piensen de él.

El reparto

En medio de cierta expectación y solemnidad, comienzan las llamadas. Es Esteban el que, con la lista en la mano, los va citando.

—Celestino Urbistondo y Francisco Goicoechea.

Se han levantado los dos esperando órdenes. Entonces un experto de la Compañía, con aire ostentoso y casi marcial, les ha señalado, con un puntero de escuela, un punto en el mapa. En el sitio donde ha clavado el puntero se ha iluminado la zona y en el centro ha quedado encendida una lucecilla.

—Rancho y zona de pastoreo. Usted, borreguero; usted, su ayudante, el campero como aquí se dice.

El experto ha seguido hablando ligeramente sobre las características de este rancho y sus vecindades, zona de pastos, sitio propicio para el agua del ganado, etc.

Los dos vascos han sido acercados a la mesa y han firmado un documento. Uno de ellos ha preguntado algo en vasco. El directivo vasco le ha contestado un poco secamente, en vasco también, y le ha dicho que la Compañía lo tiene todo previsto y pensado por ellos y que no deben preocuparse por nada. La pareja, un poco encogida, se retira.

De nuevo el experto americano ha cogido el puntero, pero antes de señalar y de dar orden a Esteban de que llame a la nueva pareja, se ha vuelto y ha dicho a los pastores:

—Ustedes, naturalmente, hablan el vasco y deben seguir hablándolo. Pero conviene que tengan los oídos abiertos al inglés. Por eso mismo la Compañía les da un transistor para que acostumbren el oído, y además un aparato de onda corta que sólo deben emplear en casos de necesidad. Para que a fuerza de oír y escuchar se les vaya quedando nuestro idioma, la lengua del país en donde van a vivir estos tres primeros años. El vasco es hermoso y es una lengua respetable de la antigüedad, pero el inglés es también muy útil y es el lenguaje por el que se entienden millones y millones de seres no sólo en los Estados Unidos, en esta nueva Patria suya, sino por todo el mundo… Les interesa, pues, conocer la lengua nuestra. Eso les ayudará mucho en su ocupación…

—Pero no nos harán ir ahora a la escuela —dice Chemari cuando menos lo esperaba nadie.

El experto americano, muy diplomático, se vuelve a él y le dice:

—Aquí nada de imposición. Eso sucederá, si acaso, en otras… partes. Ustedes pueden conservar íntegros todos sus usos y costumbres y nunca les molestará nadie por eso, sino todo lo contrario. Todo lo vasco aquí es, cómo lo diría yo, emblema de señorío. Este país, como ustedes ya lo saben, es amigo, muy amigo de la libertad, y tolera en su seno no sólo las más diversas creencias, sino también todos los usos genuinos de cualquier pueblo, sobre todo si es el vasco. Y a nada más aspiramos que a que haya respeto mutuo y sentido de comunidad, esto es, que ustedes, sabiendo como ustedes saben, que Estados Unidos les abre sus puertas de todo corazón, este Estado y nosotros, esperamos que ustedes…

—Vaya cuerda que tiene el prójimo —ha dicho un vasco por lo bajo.

—Jodé, qué manera de dorar la píldora —dice otro.

—Este es catedrático por lo menos.

—Este lo que es, hablando bien y pronto, es un mandao.

—Aquí ustedes donde me ven —ha dicho el experto introductor americano— yo soy nieto de húngaros, de ese país que en este momento está sufriendo en sus carnes el zarpazo del comunismo. Y este que está a mi lado —ha dicho señalando al directivo que está a su lado— es hijo de alemanes. Pero esto no es obstáculo. Aquél es vasco, pero ya americano total, y nuestro veterinario es ruso legítimo, sólo que incorporado definitivamente a Norteamérica. Que Norteamérica es grande por eso, porque ha sabido a través del tiempo y del espacio…

—Pero este fulano come lenguas.

—Lenguas de ruiseñor —aclara otro vasco.

Esteban se ha levantado Ha notado cierto incomodo entre sus compatriotas. Viene a Chemari y le habla al oído. Lo que le dice no es nada que tenga que ver con lo que allí se está ventilando. Lo que le está diciendo es:

—Luego van a venir Lucy y su hermana.

Seguidamente llaman a otros dos pastores por sus nombres y apellidos También a éstos les señalan su nuevo enclave en el mapa. De pronto, se ha apagado la luz, y en una pantalla se proyecta durante breves minutos la función pastoril de antiguos compañeros.

Los pastores, al concluir la breve proyección, firman igualmente.

Luego llaman a otros dos que, de entrada, se nota que no están muy conformes con que los hayan emparejado.

Esteban, muy sagaz, aclara que estos turnos no son definitivos y que, rápidamente, conforme se vea en la práctica la manera de conducirse cada uno, podrá haber otras acomodaciones y sucesivos arreglos.

—Vuestro oficio —dice el experto— consiste en devolver las ovejas que os entregan. Las dos mil ovejas que se depositan en vuestras manos tenéis que devolverlas, no sólo en perfecto estado, sino aumentadas, claro está…

—Quiere decir mi colega —agrega Esteban— que el depósito de las ovejas es sagrado y siempre ha sido considerado así. Este fue mi oficio al llegar aquí.

Las ovejas que la Compañía deja en vuestras manos debéis considerarlas como las niñas de vuestros ojos, como dijo el gran pastor y padre de la Compañía… un vasco… también… que junto con los pioneros del país creó este sistema.

El experto le corta y prosigue:

—Quería decir antes que no sólo debéis devolver vosotros, cada dos que sois cada uno, o cada uno que sois cada dos, no sólo las dos mil ovejas nominales que se os entregan, sino estas mismas dos mil corregidas y aumentadas…

Naturalmente los pastores nuevos están hartos de discursos. Lo que ellos quieren es ver tierra y ovejas, pastos y corrales, si es que existen.

—De multiplicarse me figuro que no tendremos que encargarnos nosotros —dice Chemari.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunta el experto.

—Quiero decir que yo me figuro que serán las ovejas, con el macho o los machos que haga falta, las que se encargarán por sí mismas…

No lo han dejado terminar. Los pastores se carcajean. El ambiente es, a pesar de todo, cálidamente familiar. Posiblemente los pastores recién desembarcados se habían esperado algo peor. Allí el ambiente es camaraderil y todos pueden hablar libremente.

Un leve refrigerio, según los vascos

La sesión casi se interrumpe porque han entrado dos camareros, con atuendo y fisonomía de vascos.

Reparten pastas, limonadas, naranjadas, zumos de tomate, coca-colas.

Los pastores están un poco embarazados. La mayoría de ellos quisieran mejor estar en la montaña con sus ovejas. El protocolo los tiene cortados. Uno de ellos dice confidencialmente a los demás:

—¿Qué tal les sentaría a los señores pastores una trucha recién sacada de la manteca?

—¿De la manteca o del horno? —dice otro.

—Del río quería decir —exclama Chemari—. Eso quería decir el compañero.

Los pastores beben lo que les ofrecen, pero mirándose unos a otros.

—¿A ti te gusta el aguachirle? —dice uno.

—Esto es un refrigerio, según ha dicho Esteban.

—Pero lo que yo quiero es un aperitivo —dice uno de los mayores. Un aperitivo a base de higadillos, chipirones, pajaritos fritos, calamares, caracoles, chorizo, cangrejos, trozos de bacalao, chipirones en su tinta…

—Basta, basta que nos estás poniendo los dientes largos —lamenta Chemari.

Esteban lee de nuevo en alta voz:

—Ignacio Mendiola y Carmelo Lachiondo…

El experto americano advierte a todos:

—No crean que se trata de formar las parejas y dejarlos allá perdidos. Cada pareja de las ahora nombradas puede tener variación conforme se vaya viendo el rendimiento. Ustedes no van a estar solos nunca, sobre todo en los primeros días. Pastores hay que entienden el asunto y llevan aquí quince o veinte años…

—¿Veinte años ha dicho? —pregunta con cara de pasmo uno de los más jovencitos.

—Veinte años y más —exclama uno de los pastores viejos que tiene un cargo de responsabilidad en la Compañía. Y prosigue—: ¿Le asusta lo de veinte años? Ya quisierais muchos de vosotros firmar ahora mismo por veinte años. Y no creáis que los que llevan aquí veinte años o más son de otra manera que vosotros. Son como vosotros, vinieron aquí para tres o cinco años lo más y son los mismos que ni han vuelto allá ni volverán…

—Pero, vamos a ver, cada uno podrá volver allá cuando quiera, ¿no? —interviene con mucha calma y espontaneidad Chemari.

—Por supuesto —recalca el americano. Y añade—: Y si quiere, ahora mismo. Usted todavía no ha firmado el contrato. Sólo que, eso sí, tendría que abonar el importe de su pasaje…

Los vascos ya viejos se levantan y cogen ellos mismos las bandejas del refrigerio.

Esteban mira con cierta preocupación a Chemari. ¿Será su primo capaz de fallar? No es posible. Chemari vale por una docena de los otros. Chemari nunca lo dejará en ridículo. Las cartas de Chemari han sido las de un hombre que sabe por qué hace las cosas. Sin embargo, Esteban, justamente para no dar a entender ante sus superiores que en él prevalece el afecto al pariente sobre las demás cosas, le pregunta un tanto sarcásticamente:

—¿Es que sientes miedo ya?

—Aquí nadie ha nombrado la palabra miedo, que yo sepa Lo que yo quería saber tan solo es si uno podía volver allá citando le dé la real gana.

—Claro que sí replican a coro los viejos.

—Y alguno pudiera volver —matiza el americano— aún antes de que le dé la real gana, porque lógicamente la Compañía, a la vista de la conducta de cada cual, es muy dueña también de rescindir el contrato si lo considera necesario.

—Pero este caso prácticamente no ha ocurrido nunca —aclara uno de los vascos viejos…

—Aquí no hemos tenido nunca conflictos laborales de ninguna especie Decir pastores en este Estado, y en los vecinos, es decir honradez, cumplimiento de lo pactado, seguridad plena…

Ahora el que se pone de pie, sin quitarse siquiera la boina, es Miguelín, un zagal de Marquina.

—Y si la familia —dice— por cualquier causa, que Dios no quiera, nos reclamara o nos necesitara, sin haber expirado el plazo del contrato, ¿en qué condiciones entonces… podría uno volver allá y después acá?…

El más autoritario y representativo de los vascos se ha levantado y después de mirarlos a todos ha dicho:

Somos los mejores

—Sí, muchachos, somos los mejores. Os tenéis que dar cuenta de que estáis en otro mundo aunque ninguno de nosotros haya renunciado a su pueblo y mucho menos a su lengua, a sus costumbres, a sus fiestas, a todo… Esto es tan verdad como el Evangelio. Con todo, yo os digo que lo mejor para vuestro trabajo es que no os forméis líos en la cabeza y mucho menos que se os hagan cuajarones en la sangre. Todo aquello lo llevamos muy dentro y lo seguiremos llevando, pero aquí hay que dar la impresión de que todo aquello hubiera muerto para nosotros…

Esta frase produce un poco de escándalo en algunos, que se revuelven en sus asientos. El vasco viejo prosigue:

—Queridos muchachos… y compañeros en este sagrado oficio del pastoreo, como repetidas veces nuestro cura nos ha dicho… nuestro cura, que es vasco como nosotros, y nos habla en vasco en nuestras misas. Aquí en este territorio y en otros territorios cercanos donde caben cien provincias como nuestras Vascongadas, e incluso muchas Españas juntas, desde hace años, muchos años, los pastores vascos somos queridos y respetados por encima de los demás pastores, incluso los nativos cuando los ha habido, y nada digamos de las experiencias de griegos, rusos, chinos o japoneses… Aquí en los años de guerra los vascos dimos hasta un ejemplo de gratitud como no lo dio ninguna colonia de emigrantes y algunos se fueron al frente y así se ganaron la ciudadanía americana. Pero mientras tanto los compañeros que se quedaron salvaron todo el ganado, a veces llevando tres mil y cuatro mil ovejas… Nobleza obliga. Y así somos los vascos. Hubo unos antepasados nuestros que no sólo, porque era su obligación, guardaron y enseñaron a guardar ganados, sino que fueron adelantados y pioneros en el descubrimiento y explotación de estas tierras. Pero vasco siempre ha querido decir integridad; lo vasco aquí siempre ha sido sinónimo de valentía, intrepidez y estoicismo. Somos y tenemos fama de fuertes porque sabemos vivir con el honor de nuestro linaje y de nuestra palabra donde quiera que estemos…

Algunos se entusiasman, otros guardan un poco de reservo.

—Lo importante, muchachos, es cumplir donde quiera que esteís Aquí no hay individuos solitarios, aunque a veces os encontréis meses y meses apartados del resto del mundo. Donde está un vasco está otro vasco: donde estéis vosotros estaremos nosotros. En cualquier momento de duda no hagáis otra cosa que lo que haríais allá, y eso será lo bueno y lo justo. Si en cualquier momento alguien intenta sobornaros, quitaros y quitarnos el prestigio que tenemos, os digo que antes debéis dejaros la piel. El buen pastor, dice el Evangelio, tiene que estar dispuesto a dar la vida por sus ovejas; pues esto es lo mismo, y acaso alguna vez haya que darla, aunque no sea lo corriente ni mucho menos. En toda mi larga experiencia al frente de pastores vascos —yo fui uno de los primeros, en la etapa más difícil—, he visto pocos casos, seré más exacto, no he conocido ningún caso, de alguien que haya desertado a la confianza puesta en nosotros.

Todo esto está produciendo en los recién llegados cierto clima de responsabilidad y hasta de heroísmo.

—La honradez y la fortaleza de nuestra raza es lo que este pueblo respeta y quiere. Antes de poner en duda esto, antes de que el concepto de los vascos sufra merma en este maravilloso país, vosotros debéis estar dispuestos a todos los sacrificios; pero sabiendo también que no estáis solos: donde hay un vasco estamos todos.

—¡Aupa el Athletic! —grita de manera casi inconsciente y conmovido Chemari.

Esto, que podía haber parecido un grito inoportuno e irrisorio, provoca un desahogo natural y sincero de todos, que aplauden y ríen.

Siguen repartiendo canapés y vasos.

Todo está resultando un poco insulso. Pero los viejos tratan de animar y de hacer entrar en ambiente a este ejército pacífico de pastores, gente la mayoría que va a algo que no sabe lo que es y que no sólo desconoce los peligros sino hasta las ventajas. Los vascos viejos quieren formar una especie de muralla alrededor de ellos para darles la sensación de que están protegidos, pero también para que siga existiendo la retaguardia, de la cual los nuevos son la fuerza de choque.

Sigue el nombramiento de parejas. Las que van saliendo forman contrastes extraños; hay uno gordo y otro flaco; dos que parecen antagónicos en todo; uno con cara de malvado y otro muy inocentón; cosas que producen risa en los presentes y ayudan a animar la operación que, de otro modo, resultaría demasiado seria. El mutismo y la poca expresividad de los vascos se presta.

Pasa por entre ellos un funcionario de la Sociedad entregando a cada uno un sobre. Algunos lo abren.

Otros lo miran con gran desparpajo. Son dólares. Se miran entre ellos.

Uno de los jefazos administrativos aclara:

—Ahí os están entregando un poco de dinero para los primeros gastos, un subsidio de la Compañía que no afecta para nada a vuestro sueldo. Es simplemente una ayuda para los primeros gastos que se os ocurran —y pone un cierto énfasis de malicia en la frase.

Chaume es el único que, al ver dólares, los cuenta y hasta se altera en su compostura. Da las gracias de un modo demasiado grosero comparado con la impasibilidad del resto. Aunque todos sean gente más bien interesada, saben disimular.

—Eso que estáis firmando —aclara Esteban a la pareja de turno— es la copia de vuestro contrato, más una póliza de seguro personal a cuenta de la Compañía.

Hay un vasco que se queda inerme y paralizado frente a la mesita. Es un tiarrón enorme. Se le ve encogido y avergonzado.

—No importa que no sepas firmar —dice el jefazo.

—Quise aprender siempre, pero nunca pude.

—Es lo mismo, La firma no hace al hombre. Aquí ha habido muchos vascos que no han sabido firmar y que en un momento dado se han portado como los buenos.

Dirigiéndose a los demás, matiza:

—Cuando aquí, en esta ciudad y sus alrededores, un vasco no ha sabido firmar y ha tenido necesidad de hacer algún trato, le ha bastado siempre con extender la mano y esta fórmula nunca ha fallado.

Al decir esto alargó el brazo y estrechó fuertemente la mano del pastor.

—Bueno, falló una vez —intercepta otro viejo.

—Sí, falló una vez en que un judío loco creyó que era fácil burlarse de un vasco consciente y fiel; pero el vasco le rompió la mandíbula de un puñetazo.

Todos ríen.

—Fue la única vez que un vasco ha sido aquí detenido por el sheriff. Nunca más ningún vasco ha tenido asuntos con la justicia, ni nunca más ningún americano dudó de la buena fe ni de la lealtad de los vascos.

Los nuevos siguen sonriendo muy complacidos. Prosigue el consejero principal:

—Esto, que decimos que vale ante los bancos y ante la propia Compañía, vale también ante el juez y, ya sabéis, si un día alguno de vosotros tenéis que firmar la partida de casamiento en el juzgado ante un juez americano, con extender la mano y apretar una mano amiga todo está listo.

—Pero ¿aquí nos dejan casarnos también? —pregunta Chaume congraciándose.

—¡Jajajá! Casarse es libre, muchacho. Eso sólo depende de la otra parte, de ella.

Otro de los autorizados norteamericanos, añade:

—Aquí, aunque de momento no seáis ciudadanos americanos, porque eso no es tan fácil como parece, aunque sí que es posible —y parece querer poner una golosina y una tentación ante ellos—, tenéis salvados todos vuestros derechos igual que el primero.

Llaman a Chemari y a Chaume.

Hay un poco de chismorreo entre ellos. Todos, o casi todos, consideran a Chemari un enchufado.

Al firmar, Chemari pregunta ostentosamente:

—Digo yo: y si alguien intentara robarnos ganado, atacarnos en pleno monte, ¿cómo nos defenderíamos?

—No crea que es fácil, porque eso —riéndose— ya sólo ocurre en las películas. Y es que, si no ocurriera en las películas, no sé qué iban a hacer en Hollywood. Pero en cualquier caso, ya os lo dijo antes vuestro compatriota, Esteban. Habéis de defender las ovejas tanto como la vida propia.

—Eso mismo —dicen otros vascos antiguos.

—Eso hicimos todos. Y pasamos tiempos malos.

—Pocos saben lo que fue para nosotros la última guerra.

—Pero siempre cumplimos.

—Vaya si cumplimos.

A todo esto Chemari está todavía plantado en el centro y aún pregunta:

—Pero nos darán algún arma, algo…

—Se os da una escopeta y cartuchos, pero eso sólo para quitaros de en medio a los coyotes y a los zorros.

—No será necesario usarlas, ya veréis —agrega otro americano.

—Pero está bien lo dicho por Chemari —comenta un vasco nuevo—. Vamos solos a un sitio desconocido, queremos cumplir, respondemos con nuestras vidas… pero…

Hay signos de aprobación.

Era la última pareja Todos se han levantado. Hay algún aparte mientras van saliendo. Algún vasco viejo va comentando:

Ocho años estuve yo en esa misma región y nunca usé la escopeta.

—¿Nunca? —le pregunta otro compañero viejo.

—Bueno, sí, alguna vez para matar algún animalejo. Chemari, que lo está oyendo, vuelve a preguntar:

—¿No nos tendrán prohibido cazar…?

—Ahora está prohibido cazar —responde el jefazo—. La Compañía os da más que suficiente de todo y cualquier cosa que os falte no tenéis más que reclamarla.

—No es de la Compañía la orden de no cazar. Es del Gobierno del Estado —viene a distinguir otro de los jefazos.

Están en corros, parados junto a la puerta. Todavía les están sirviendo copas y algún aperitivo; pero es algo que no les llama mucho la atención.

Se van despidiendo eufóricos y campechanos.

—Mañana, pitando para la pradera —dicen los organizadores.

—Bueno —comenta Chemari—, nosotros iremos donde nos lleven, nosotros somos también como las ovejas.

Salen los dirigentes en flamantes cochazos.

Un restaurante vasco en pleno Oeste

Chemari y Esteban van del brazo por la calle.

Estas calles ofrecen una mezcla del desorden tradicional en el Oeste con un refinamiento supercivilizado.

Los vascos van hablando fuerte y escandalizando por la calle.

Hay gente curiosa que los observa y hace comentarios.

Han llegado a un bar donde casi no se nota ninguna diferencia con una tasca auténtica de Pamplona, San Sebastián o Bilbao.

Tan pronto van entrando los pastores los norteamericanos simpatizantes se van apartando a un lado. Ellos se sienten entusiasmados: los carteles, los toneles, los jamones colgando y los chorizos, el vino tinto que están sirviendo en jarras, todo es insólito e inaudito en aquel país.

—Pero, ¿se puede saber dónde estamos? —se preguntan.

—Estamos en «Casa Mayte», el mejor restaurante de la ciudad, el mejor hotel —responde Esteban.

—¿De dónde habrá salido todo esto?

—¿De dónde va a salir todo esto? La mayor parte de las cosas vienen de allá.

Son los dueños una familia de vascos cien por cien.

—¿Y ustedes, cómo es que se han establecido aquí? —pregunta Chemari a uno de los que están detrás del mostrador.

—Nosotros —dice— comenzamos como tú, detrás de las ovejas.

Los pastores están eufóricos y desbordados. Aunque algún emparejamiento no haya caído muy bien, ellos ya van tomando el pulso a la aventura. De rato en rato Chemari mira profundamente a Chaume y se pregunta: ¿Será posible que quien triunfe aquí con el tiempo sea éste y no yo? Es posible. Tiene la ambición en los ojos, en la punta de los dedos, en el alma. Aunque sea mi ayudante, este Chaume viene a triunfar, a costa de lo que sea…

Se alzan los irrintzina como si aquello fuera una romería.

Los americanos que hay en el local ponen cara de comprensión y simpatía, pero, poco a poco, se van alejando. Los vascos recién llegados ya se encuentran en su salsa. No se esperaban esto. El dueño va y viene entre ellos tratándolos como a miembros de una gran familia.

—Este debe de ser uno de los buenos negocios de Boise —dice Chaume.

—Seguramente lo es —añade Chemari.

Los vascos beben y comen como diablos.

—Aquí es donde viviréis o podréis vivir cuando vengáis a la ciudad.

—Pero, ¿se puede venir a la ciudad? —pregunta Chaume.

—Hay dos o tres fiestas al año que son intocables. Todo consiste en que la pareja se vaya poniendo de acuerdo.

—Esto me gusta —sigue Chaume.

—Esta es vuestra posada y ha sido la posada de cientos y cientos de vascos: camas buenas, con sábanas de hilo, comida de la de allá, abundante. Este restaurante se ha puesto de moda en Boise. Aquí se celebran las bodas, los bautizos, los banquetes oficiales.

Chemari ha sacado su armónica y se ha sentado en un rincón. En medio de la algarabía de los vascos, la estampa de Chemari, apartado, tocando por lo bajo su armónica, tiene un aire triste y melancólico. Apenas se sabe qué es lo que está tocando. Desde luego se trata de algo antiguo y pasado, una música lenta, sentimental y dulce. Poco a poco se va elevando el tono de la armónica y Chemari lanza con brío sus notas, notas que, más que románticas, quieren ahora ser guerreras y arrolladoras. Poco a poco se han ido callando todos los presentes y escuchan embobados a Chemari. Por él canta la tierra, la tierra remota, entrañablemente recordada y vivida.

—Es muy bello lo que toca —dicen unos americanos.

—Toca muy bien el compadre —dicen los compañeros.

Al concluir recibe vítores y aplausos. Chemari es rodeado por todos. Le insisten porque toque más y cada uno elige su pieza favorita.

De nuevo Chemari se pone en trance y toca. Lo que ahora toca es una canción sentimental, acaso una de las canciones más populares de Vasconia. Hombres de pelo en pecho tratan de disimular su emoción.

Lo que Chemari está tocando de modo leve y desgarrador es Maite.

Lejos de aquel instante,

lejos de aquel lugar,

el corazón amante

siento resucitar.

Vuelvo tu imagen bella

en mi memoria a ver

como un fulgor de estrellas

muerto al amanecer.

¡Maite!, yo no te olvido

y nunca, nunca, te he de olvidar,

aunque de mi te alejes

leguas y leguas por tierra y mar.

¡Maite!, si un día sabes

que he muerto ausente de tu querer,

del sueño de la muerte,

para quererte, despertaré

¡Maite, Maite, Maite!…

Todos están conmovidos, pero Chemari es el que mejor disimula. No se mueve ni una mosca en el salón que hay junto al bar.

Al concluir, todos levantan su vaso, ahora lleno de vino, y brindan muy serios por la tierra lejana que les dio el ser.

Curiosidad malsana

Uno de los funcionarios de la Compañía que, hasta ahora, apenas había intervenido en nada, un tipo menudo, con gafas, de aspecto más bien tímido, una vez que se ha hecho el silencio, se ha acercado al grupo y ha preguntado con cierto afán:

—¿Y por allá, qué tal?

—¿Dónde es por allá? —pregunta uno.

—Por Madrid.

—Así, así —responden.

—Por allá —insiste él por su cuenta— deben de ir mal las cosas.

—¿Cómo lo sabe?

—Es lo que dicen los periódicos.

—No se fíe de los periódicos. Dicen muchas mentiras.

—Los de allá también dirán mentiras, me figuro —persiste el funcionario.

—Regular. Como todos —le contestan.

—Pero ustedes por lo visto no eran muy felices allá.

—No éramos ni felices ni desgraciados.

—¿Por allá cómo se vive?

—Mal, pero bien.

—¿Mal pero bien? No entiendo. ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir —ha replicado uno de los mayores recién llegados— que allí todo va bien menos lo que va mal.

—¿Y qué es lo que va mal?

—Usted quiere saber demasiado. Usted lo que tiene que hacer es tomar el avión y aterrizar por allá. Así lo que sea lo verá por sus propios ojos… —y el vasco, muy orgulloso y digno, se ha retirado del grupo.

Chemari, para aliviar la situación, ha seguido tocando la armónica.

Somos pocos, pero estamos en todas partes

Los vascos han ido a conocer sus habitaciones para esa noche. Cada uno tiene su equipaje muy bien colocado. Cada uno tiene, además, y con su nombre, un formidable macuto en donde hay camisas a cuadros, calcetines, gorra con visera, linterna, navaja de pastor que sirve para todo, tabaco, papel y sobres, sellos, block, bolígrafos, un mapa del Estado de Idaho, un pequeño diccionario de inglés español y español inglés, una caja de chicle, pañuelos de papel, servilletas, mechero de cocina, mechero de uso personal, papel higiénico, una caja de aspirinas, etcétera, etc.

Estaba Chemari celebrando como un niño este obsequio cuando Esteban lo ha sacado de su cuarto.

—Tienes visita.

De nuevo están allí las dos hermanas, una de ellas, como se sabe, prometida de Esteban. Vienen muy elegantes.

Están acomodados en un saloncito, más bien cursi, propincuo al bar y al restaurante. No están solos. De vez en cuando entran parejas, matrimonios amigos, grupos de muchachas, americanos solteros o por lo menos solitarios Es lógico pensar que muchos de estos contertulios ya están vinculados a lo vasco por sentimientos poderosos.

Esteban los va presentando a distancia:

—Ese es el alcalde de la ciudad. Tiene la medalla de pastor honorario.

En un rincón del saloncito hay una pantalla de televisión Por unos instantes Chemari cree que está en su pueblecillo por las fiestas. Se trata de una película del Oeste, naturalmente con muchos caballistas y muchos rebaños, Hay tiros a barullo.

Mira, Che, el secretario del gobernador. Vasco. Esteban saluda a su mujer, una rubia altísima y desgarbada, con una rendida inclinación de cabeza.

Los bomberos

Por la puerta pasan tronando y alborotando sirenas y campanilleos desesperados.

Chemari se levanta.

—No te preocupes —dice Esteban—. Son los bomberos. Eso está aquí siempre a la orden del día.

La alarma pasa. Posiblemente el fuego es muy lejos. O no existe en realidad fuego alguno. Todo sigue igual.

Esteban pide dos whiskies Ellas tomarán helado.

El hostal parador de «Maite» está concurridísimo a esta hora. Unos entran y otros salen.

Ese es el director del banco, de uno de los bancos. No hay más que verlo: vasco. Y el subdirector de otro banco, y el cajero de otro, todos vascos.

—Eso está bien —responde Chemari— que seamos los amos de los cuartos.

—Pero lo más importante es que el jefe de la policía también es vasco.

—O sea, que somos pocos, pero estamos en todas partes.

Al traducirles la frase ellas lo celebran. El mismo hecho de que Chemari esté prescindiendo de las muchachas, sin que se pueda decir que se está portando groseramente, hace que ellas se interesen más por él.

Chemari más que huraño es tímido y más que gracioso es humilde y sencillo. Pero va imponiendo su fuerza. Cuando Esteban ha salido a bailar con Lucy ha empujado materialmente a Chemari para que saliera también con la hermana de su novia. Pero no ha sido posible mover a Chemari de su asiento.

Por lo que se ve, Esteban esperaba que Chemari iba a estar más animado. Por eso al sentarse ha pedido una botella de champaña.

—Bravo —contesta Chemari cuando todos menos lo esperaban.

Por dentro Chemari está haciéndose sus cuentas. Que Esteban, al cabo de siete años de vida norteamericana, tenga novia, se explica. Pero él, que acaba de llegar, sería incomprensible que saliera a bailar. No se perdonaría nunca serle infiel a Maribelcha el primer día de su llegada. Eso sería como para no regresar jamás.

Al traer el champaña se disponen a brindar.

—Por la feliz llegada de Chemari —grita Esteban.

—Por tu próxima boda —contesta Chemari con solemnidad.

De nostalgia también se vive

También en el salón vecino lo están pasando bien, aunque en los momentos de mayor jolgorio y euforia siempre hay algún vasco cabizbajo y ensimismado. Alguno casi no prueba la comida. Son, sobre todo, los vascos viejos, ya afincados allá, los que están experimentando más fuertemente el revolcón de los recuerdos.

Hay un recién llegado que describe un naufragio en las cosías vascas; esto hace entrar en nostalgia a uno de los viejos, que revive su pasado y lo que pudo ser su villa actual. Tiene dinero, comodidades y consideración; pero algo ha fallado en su existencia. Puede ser que su nostalgia esté centrada en el momento en que consiguió el pasaporte americano, cosa que le produjo gran alegría en aquel instante; pero en prenda queda claro que tuvo que ceder alguna parte íntima de su ser, concretamente un amor.

Todo lo salva en seguida cantando las canciones de su tierra y disimulando.

De vez en cuando se acerca alguno de los jefazos que pregunta:

—¿Falta algo por aquí?

—Todo va bien —responden unos.

—Estamos aviaos —contestan otros.

—Brindemos por el noble pueblo americano —grita un poco extemporáneamente, medio borracho ya, medio cobista, Chaume, que además anda preocupado con el aislamiento de Chemari.

—¿A que ése no pisa el monte? —dice denunciando sus propios recelos.

¿Será Chemari un rival?

A todo esto Esteban y Chemari hasta han dado unos pasos de baile en el saloncito, Chemari muy torpón y alicorto, Esteban muy desenvuelto.

Resulta pintoresco el diálogo entre la novia de Esteban y Chemari, sobre todo cuando en plan de broma logra por fin Lucy sacarlo a bailar y, quiera que no, sin saber, baila las más locas danzas americanas.

Lucy sabe alguna que otra palabra en español.

—¿Cómo se dice Semari…?

—Pues eso, Chemari…

No, no, niega ella con la cabeza, e intenta repetir, complacida, el modo de expresarse de Chemari.

—Tú quedarte aquí —dice la novia de Esteban.

—No, no —dice Chemari.

—¿Por qué no se ha de quedar aquí…? —dice ella interrumpiendo el baile y acercándose a Esteban.

—No, no —repite Esteban, muy serio.

Y por si fuera poco, Esteban perora durante un rato, diciendo que, de entrada, a todo el que llega le es preciso cumplir lo que manda el reglamento. Otra cosa será cuando haya pasado un poco de tiempo, tan pronto haya cumplido un plazo prudencial de servicio con el ganado. Para convencer a Lucy, pero también para que Esther se impresione más, añade:

—Díselo a tu padre y verás lo que piensa sobre el particular. Aun los ajenos a la Compañía saben que esto funciona como un reloj…

Lucy trata de demostrar a Esteban que su empeño porque se quede Chemari obedece tan solo al gusto de Esther. Así podrían salir los cuatro juntos, incluso los finales de semana. Sin embargo, Esteban reacciona en taciturna desconfianza. Lucy ha puesto demasiado calor en la cosa.

—¿Te parece mal la combinación? —ha dicho por fin Lucy volviendo a acariciar mimosa, mientras bailan, a Esteban.

Chemari, aburrido de la sosez de esta juerga y mucho más porque está cansado y porque se acuerda mucho de su novia, dice:

—Estoy que me caigo de sueño.

Pero no lo dejan irse.

Otra canción vasca

Ya los principales están abandonando la fiesta. El día siguiente será el día de la marcha y antes de la salida recibirán las últimas instrucciones. Lo sensato es que se vayan a la cama. Tienen muy bien merecido el descanso. Hay que tener en cuenta que la mayoría de ellos es la primera vez que hacen un viaje largo en avión Luego, las horas de Nueva York han tenido que ser agotadoras.

Chemari está que se cae.

Pero Lucy y Esteban no están por retirarse, ni tampoco Esther. Insisten en que hay que salir a dar una vuelta.

Salen a la calle. Hace una noche hermosa. Chemari mira hacia las estrellas olvidado de todo.

Aquel es su mismo cielo, pero no se lo sabe de memoria como visto desde su aldea. Es como si algo hubiera cambiado en aquel misterioso tablero tachonado de carbones refulgentes.

Van atravesando las solitarias, las bien iluminadas, las limpísimas calles de Boise. De vez en cuando Chemari se para en una tienda.

—Pero, ¿aquí venden revólveres así, al que los pide? —pregunta a Esteban.

—¿Por qué no?

—¿Es que te gustan? —dice Lucy.

—Estos de las películas, mucho.

—Pues yo te regalaré uno. En casa hay muchos.

—Yo lo pago… lo que valga…

—¡Tú qué vas a pagar! —replica Esteban con aire protector.

En algunos bares, más bien penumbrosos, se escuchan voces y música. Hay pocos edificios de más de dos pisos. Pero todos están pintados de colores vivos y brillantes. Aunque apenas hay tránsito de coches, las farolas de las esquinas se encienden y apagan intermitentemente.

De nuevo Chemari se ha parado ante otro escaparate. Allí hay no sólo revólveres, sino rifles y escopetas bellísimas.

—¿Tanto te gustan las armas? —dice Esther, frase que en seguida tiene que traducir Esteban.

—Es que yo en mi vida no he tenido más que una escopeta, una escopeta del año catapún…

—Yo diría —agrega Lucy— que Semari de lo que tiene aspecto es de jugador de baseball.

—¿Qué dice? —pregunta Chemari.

—Que tienes facha de deportista —aclara Esteban.

Chemari vuelve a su mutismo. Recela que no le dicen la verdad y que se van divirtiendo un poco a su costa.

La ciudad, más que tranquila, parece medio muerta. Sólo de tarde en tarde descubren algún rincón un poco alborotado. Los hombres permanecen sentados a lo largo de las barras, y por el centro de los salones van y vienen mujeres con poca ropa y ademanes descocados. Lucy y Esther no parecen escandalizarse de nada.

A Chemari le da por preguntarse para sus adentros: ¿Será virgen Lucy? ¿Será Esther virgen? Y no sabe qué contestarse. De aquellas mujeres a Maribelcha hay un abismo, un abismo tan grande como del cielo a la tierra.

Entran en un bar más elegante. Hay una rueda de jugadores. En un sitio cartas, en otro dados. Chemari al probar de nuevo el whisky hace un guiño muy raro. Ellas ríen.

Al salir se encuentran con otros pastores de los recién llegados. Un poco alegres, dan palmadas en el hombro a Chemari diciéndole:

—Esta pareja es mejor que Chaume. ¿No te parece?

—Claro que lo es. Chaume ni siquiera es vasco genuino.

—Esta sí que es. A ésta la nombramos vasca legítima, si ella quiero.

Prosiguen adelante Algunos ciudadanos de Boise se paran en la calzada pura comentar:

—Son los nuevos. ¿No los ves? Acaban de llegar. Tienen todavía el pelo de la dehesa.

—Pero son fuertes, son resistentes.

—Siempre hacen igual. El día que llegan les dan una buena ración, los hartan de whisky hasta que caen. Al día siguiente, al monte. Y muchos se pasan años sin volver a la ciudad.

Son gente extraña estos vascos…

Al final de la callecita hay un pequeño jardín. Allí hay un grupo de pastores cantando. Cantan las canciones de su tierra. Están solos y emocionados, como soldados la primera noche que llegan al frente.

Parejas y matrimonios que salen del cine se paran para escuchar. Alguna muchacha más joven dice:

—Debe de ser muy aburrido eso de cuidar ovejas allá en las montañas.

—Son buena gente —dice la madre.

—Es gente dura y fiel —remata el padre.

Aparece Chaume con otro grupo de pastores. La pandilla de Chaume va un poco cargada de alcohol. Al ver Chaume a Chemari se adelanta hasta él y le grita un poco ebrio:

—Ya te has escapado, so granuja. ¿Cómo no te ibas a escapar si tienes a tu lado al mandamás número uno? ¿Y qué tal va el ganao?

—Va —responde Chemari.

—¡No ha de ir! Así, cualquiera.

—¿Y qué me dices del país de las maravillas?

—Yo digo lo de siempre: que aupa el Athletic.

Los pastores aplauden.

—¿Sabes lo que te digo, Chemari?

—¿Qué?

—Que tú eres un enchufao.

Chemari ha estado a punto de estallar, pero Esteban le ha cogido del brazo, diciendo:

—Esta noche está permitido todo. Además, ese ya tiene bastante. Tendrá que estar a tus órdenes.

—Pero a ratos tiene mala sombra… —murmura por lo bajo Chemari.

—Déjalo, hombre, ya se amansará. Ese es de los que, luego, se pasará el día dándote coba, ya verás.

Por las aceras, sentados en corro, permanecen algunos de los vascos recién llegados. Uno de ellos, un poco trompa, hace como que torea en el centro de la calle a un descapotable que pasa a todo gas. En el centro del corro hay una botella de whisky. Uno de ellos dice:

—Esto es como los Sanfermines, sólo que sin gente, sin música y sin toros…

Ya están cantando a coro:

Tenemos un defecto

que no nos gusta

el chacolí…

Uno de los vascos grita:

—Más matarratas de ése.

—Sí. Bebamos de esto que sabe a cama vieja, a chinche aplastada, a cuerno de cabra con vinagre.

—Es lo que beben los señoritos allá.

Esteban, las muchachas y Chemari han montado en un coche. Nada más montar, Chemari ha sacado su armónica y se ha puesto a tocar. Mientras él toca, Esteban va recitando la canción.

Buscando hacer fortuna

como emigrante

marché a otra tierra

y entre las mozas una

quedó llorando por mi querer…

Lucy ha notado el cambio de voz de Esteban y pregunta:

—¿Qué es lo que dice…?

Chemari sigue imperturbable. Y Esteban le sigue:

Vuélvete al caserío,

no llores más,

que en unos pocos años

muy rico me he de hacer

y si me esperas

lo que tú quieras

de mí conseguirás…

—No entiendo nada —grita Lucy. Y añade: —¡Más despacio!

—Pero es muy dulce y bonita —dice Esther en inglés.

Ellos continúan:

Maitechu mía,

Maitechu mía,

calla y no llores más.

Algo raro han notado las mujeres en esta exclamación. Es algo más que una llamada de la tierra. Lucy en este momento está arrepentida de haber dicho que Chemari se quede en la ciudad. Aquel ser tiene una influencia extraña sobre Esteban. Por lo pronto, casi queriendo evitarlo, Esteban se ha desligado de todo y está pendiente del sentimiento que emana de la letra y de la música de la canción.

A lo lejos se escuchan voces compactas de hombres que repiten:

Maitechu mía,

Maitechu mía,

calla y no llores más…

Un las entrañas de la adormecida y tranquila Boise hubo algo así como un sacudimiento cósmico. Aquella canción, llegada nada menos que desde un mundo antiguo y misterioso, mundo que existía ya cuando Boise no era más que desierto y rampa para el búfalo en manada.

Lucy y Esther dijeron casi al mismo tiempo:

—¿Se ha terminado va?

—¿No queda nada más?

—¿Pero entienden éstas lo que estás cantando? —preguntó Chemari a Esteban.

—Algo entienden, no mucho, pero les gusta. Ya ves que les gusta. Casi tienen lágrimas en los ojos. Continúa.

Esteban había parado el coche en una carretera al borde de algo que parecía un parque. Entre los árboles se veían diseminados algunos edificios. No todos tenían luces encendidas. Chemari se aplicó a la armónica.

Yo volveré a decirte

las mismas cosas que te decía

y volveré a cantar…

Ciertamente Esteban estaba inspirado. Ellas no le habían conocido nunca en esta faceta sentimental y evocadora.

… zortzikos al pasar,

con toda el alma,

Maitechu mía.

Por eso cruzo el mar

y debes esperar…

Chemari cortó en secó y se guardó la armónica.

—Ya está bien de canciones.

—Pero si es muy bonito.

Very good… —repetían ellas.

—Se terminó lo que se daba —dijo Chemari.

—¿Qué dice? —preguntaron ellas.

—Nada, nada. Que ya está bien de gaitas —dijo secamente Esteban.

Es un momento de vaciedad y silencio. Esteban, con esta rememoración de sus añoranzas, se ha puesto de mal humor. Chemari se encuentra tirante, como agresivo.

—¿Qué hacemos? —dice Esteban.

—¿Qué vamos a hacer? —contesta Chemari. Y añade muy lacónico—: Lo mejor es irse a la cama, cada mochuelo a su olivo.

Inesperadamente para las muchachas, Esteban, sin replicar, vuelve el coche y se encamina a la población.

Chemari se va diciendo para sí mismo: «No pasó nada. No ha pasado nada. Lo mejor siempre es que no pase nada.»

Esteban repite ante ellas, en plan de excusa y justificación:

—Está muerto. Está completamente rendido. Desde hace cuarenta y ocho horas no ha pegado un ojo. Pero Chemari no es así. No le conocéis. Cuando le da por divertirse y se pone a tono da gusto… Pero no hay que llevarle la contraria. Yo lo conozco bien…

Chemari adivina que van hablando de él, y esto, más que inquietarle, le produce cierta satisfacción.

Hasta mañana

Han llegado al hostal «Maite» donde Chemari está alojado. Hasta las muchachas han bajado del coche para despedir a Chemari. Este, dándose cuenta de su falta, se dirige a Esteban con la súplica de que lo traduzca:

—Diles —dice— que como decimos allá hay más días que longaniza. Otro día lo pasaremos en grande, pero es que…

—Hasta mañana —dice Esteban, dándole un coscorrón.

—Hasta mañana —repiten ellas tendiéndole afectuosamente las manos.

Se han ido y Chemari se queda solo en la puerta. No sabe qué hacer. No es cierto que tenga ganas de dormir. Tampoco se siente animado para recorrer solo la ciudad. En cierto modo es ahora cuando siente el primer golpetazo de soledad.

Ve a unos compañeros que vienen por la acera. Se dirige a ellos. Cuando está cerca les grita:

—¡Aupa el Athletic!

Forman una buena pandilla. Algunos de ellos están bastante cargados de alcohol.

—¿Vosotros creéis que somos pastores? —dice uno de ellos. Y añade sin esperar respuesta de nadie—: Nosotros lo que somos es unos carneros y nos llevan a pacer. Cuando estemos bien cebados, nos castran y en paz…

—Eso será a ti —replica uno.

—A mí y a todos —responde él.

—Pero empezarán por ti.

—No se sabe por quién empezarán. Creo que por Chemari no. Lo que nos distinguirá a unos de otros, será el destino que nos den. Unos servirán para salchichas, otros para latitas de carne, algunos para mantequilla…

Todos ríen. Van llegando más. Incluso hay alguno que los ha oído hablar y sale del hostal. La extrañeza del lugar y la emoción no los deja dormir. El vasco más hablador —que es el que tiene más alcohol encima— dice:

—¡Puñeta! Iros todos a dormir. Yo me quedaré de imaginaria.

Dos de ellos se desplazan al hostal por una botella.

Les quieren vender whisky. Ellos dicen que están hartos de eso, que el whisky no sabe a nada bueno.

Se animan y compran una botella de coñac, aunque les sale muy cara.

—¿Te parece que es momento para reparar en gastos?

—Yo creo que no.

—Pues lo mismo digo.

Una borrachera de las que hacen época

Vuelven con la botella y los demás lo celebran palpándola tiernamente; besándole el culo de vidrio, chupeteándola, dándole dulces cachetitos.

Chemari es de los más animados. De repente, en un momento de silencio, dice:

—Y a nosotros, ¿quién nos habrá engañado para que estemos aquí?

—Pues es verdad —replica otro.

Se pasan la botella. Al terminar su trago, Chemari murmura como para sí solo:

—Y a mí que me gusta esta porquería de pueblo…

—Oye, tú —le aclararon—, que estamos en la capital del Oeste.

—¿Estamos en la capital del Oeste? Pues por eso mismo. A beber se ha dicho —exclamó Chemari.

Beben con entusiasmo.

—Y digo yo —pregunta uno de los vascos— ¿por qué aquí la gente será tan triste?

—¿Pero tú has visto gente? ¿Dónde?

—Tiene razón el muchacho. Yo también he visto gente al pasar y parece como si todos estuvieran cansados.

—¿No querrás decir de trabajar? Aquí los únicos que la vamos a hincar vamos a ser nosotros.

—Pues a mí, como me aburran las ovejas —dijo Chaume— las mando a que las cuide su tía.

—Tenéis razón —dijo Chemari—, este pueblo es como si tuviera la losa encima. ¿No veis qué silencio? En la aldea hay más ruido que aquí.

—¿Por qué no los despertamos?

—Vamos a despertar a todo el mundo.

—Eso, eso. Cuando quieran protestar ya estaremos en el monte. Para que se acuerden de nosotros…

Y siguen bebiendo.

¿Quién para a once vascos metidos en juerga?

Ya no hay quien los pare.

Uno se ha puesto sentimental. El coñac le ha dado por contar los kilómetros que lo separan de su aldea. Los demás se ríen de él. Se queda tirado, sentado en un portal, murmurando cifras.

Caminan solos por la ciudad pisando fuerte y soltando carcajadas por cualquier cosa.

De nuevo están parados en el escaparate de una gran armería. Es fantástica la colección de armas largas. Mientras los demás discuten sobre los fusiles, uno de los vascos trastea hábilmente en el escaparate.

—Con eso se puede matar muy bien un elefante.

—Y una ballena.

El vasco prosigue maniobrando pacientemente.

—Por si no lo sabéis, os digo que soy un experto en cerrajería. Y soy de Mondragón.

Mete la navaja y hace pruebas y tentativas de levantar el cristal. Suda y bebe repetidas veces durante la operación. Mientras tanto sus compañeros repasan las piezas. Hay botas, cinturones de vaquero, sombreros, navajas de monte, cepos…

Por fin el cerrajero ha dado en su maniobra con un procedimiento para correr el cristal y sigilosamente saca un soberbio fusil. Los demás le miran espantados. Sin que los otros se aperciban casi, lo carga.

La está gozando mientras los demás salen corriendo. Y en medio minuto, sin encomendarse a nadie, dispara sobre una farola haciéndola añicos. Deja el fusil en su sitio y sale corriendo detrás de sus compañeros, que le gritan:

—¡Gamberro, gamberro…!

Se han encendido luces en algunas casas. Se ha escuchado algún grito de socorro de alarma, o de algo parecido.

¿No es cierto también que ha sonado algún silbato o alguna extraña sirena?

Los vascos corren que se las pelan. Lo están pasando en grande. Casi como niños.

¡La Policía!

Se ha presentado un coche-patrulla. El vasco que corre se ha quedado parado. La Policía le pregunta algo en inglés que el pastor escucha encogido de hombros Por fin lo dejan y siguen sus pesquisas. El vasco queda amedrentado como un niño sorprendido en una travesura. Después se pone a saltar. En esta actitud lo ha sorprendido de nuevo el coche-patrulla. El jefe de la patrulla, que es vasco, le reclama en vasco formalidad. El pastor se queda pasmado, y sale corriendo. Corriendo se topa con los demás compañeros que están sentados al pie de una estatua.

¿Es la estatua de un general de la guerra de Secesión o la de un pionero del Oeste? El caso es que los vascos deciden bajarla del pedestal.

Manos a la obra

Rápidamente se aplican a la tarea. Haciendo un gran esfuerzo entre todos intentan mover la figura de bronce.

—Oye, tú —dice uno de los mayores—, sigue la calle recto, ve otra vez a la posada y trae una botella. Esto necesita esfuerzo y hay que animarse…

Trabajan como brutos.

—Maldición —dice uno de ellos—. ¡Que me pilláis un dedo!

—No chilles, hombre.

No es fácil la faena. El vasco que fue al hotel viene con una botella y dos compañeros más.

—Pero, ¿qué estáis haciendo? —preguntan asustados.

—Nada, estamos cambiando de sitio a este almirante.

—¿Quién te ha dicho que es almirante? —pregunta Chemari.

—Bueno, si no es almirante será general.

—No es lo mismo.

Están sudando. Los recién llegados se entregan con brío y entusiasmo a la faena de bajar la estatua.

—A ver si se cae y la jodemos —dice Chaume.

—No seas agorero. A la estatua se la está tratando bien —dice el vasco más respetable entre ellos.

—Se le está tratando como lo que es: como a un superior.

—Eso mismo.

Los vascos jadean, pero ya la estatua está ladeada. Ahora viene la parte más difícil, que es tumbarla y bajarla con cuidado.

Dentro de la gran borrachera que tienen los vascos se conducen con enorme seriedad.

—Pesa lo suyo el almirante.

—Habrás querido decir el general.

—Yo creo —dice Chemari— que no es ni almirante ni general. Más bien parece un misionero de paisano o algo así.

—Cállate tú. ¿Tú qué sabes? —le replica Chaume.

Todos arriman el hombro como si se tratara de una empresa importante o de un campeonato decisivo. De cuando en cuando descansan.

—Carajo con el almirante.

—Cojones con el general.

—Almirantes son los de mar y generales los de tierra —agrega bobamente Chaume.

—Yo soy tan almirante como éste —dice uno muy tímido, que hasta ahora no había respirado.

—Yo soy más general que éste —le sigue otro montándose encima de la estatua como si fuera un caballo.

—Formalidad, formalidad, muchachos —recomienda el vasco más antiguo y respetable, que también tiene una soberbia castaña encima.

Todos arriman el hombro a la estatua, como si fueran esclavos a golpe de látigo.

—¡A la una, a las dos, a las tres…! —gritan mientras empujan. La estatua ya ha sido desplazada al centro de la avenida.

—¿Y dónde la ponemos ahora? —pregunta el caporal.

—¿Sabéis dónde podíamos ponerla? —pregunta Chemari.

—¿Dónde? —preguntan todos a la vez.

—Se la podíamos llevar a mi primito a la oficina.

—Está muy lejos —dicen unos.

—¡Pues no quieres tú que trabajemos nada! —dicen otros.

—¿Y al hostal, por qué no la llevamos al hostal? —insinúa Chemari.

—Yo no soy partidario de sudar tanto —replica Chaume.

—Yo lo que creo es que a ti te estorba todo lo pesado.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Quiero decir que eres más gandul que una alpargata…

Al ver el cariz que va tomando el diálogo, el caporal interviene:

—Haya paz entre los fieles cristianos.

Todos ríen y prosiguen empujando:

—Yo lo que pienso —dice el caporal rascándose la cabeza es que el almirante, general o lo que sea, ya ha estado bastante tiempo en este sitio. Si es cierto que ganó muchas batallas, en la tierra o en el mar, donde fuera, yo lo que creo es que nosotros, siempre con los honores debidos, debemos trasladarlo a un sitio más tranquilo que éste. Decididamente este no es el mejor sitio para un gran hombre…

Por turno van acariciando cómicamente la efigie de la estatua. Sin embargo, no hay irrisión por el personaje.

—De veras que tiene cara de haber sido un tío importante.

—A lo mejor debió de ser el tío más importante de América.

—Pudiera ser.

—Después de Colón, me figuro.

—Tienes razón. Después de Colón.

—Colón fue el más grande.

—Colón no hay más que uno.

—¿No fue Colón el que puso un huevo de pie?

—El mismo.

—Eso debe de tener mucho mérito.

Y apuran la botella.

Una idea inspirada

De nuevo cargan entre todos con la estatua, que es un bloque bastante regular.

Ha pasado un coche de la población y los que van dentro, un matrimonio, una pareja, tipos que van seguramente de retirada, se quedan mirando asombrados el gigantesco esfuerzo de los vascos. Pero no comprenden nada de lo que sucede. ¿No será que los ha contratado el municipio para aquella labor? Los vascos la están ejecutando con perfecta seriedad, sin prisas y sin alarmas.

Han llegado a un pequeño jardincito. En ese momento a Chemari se le ocurre decir:

—Oye, amigos, ¿y por qué no la cambiamos por esta dama, que también debió de ser famosa?

Todos se han quedado mirando la estatua de una dama recogida entre árboles. Están estupefactos.

—Muchachos, Chemari ha tenido una idea inspirada —aclara el caporal.

—Es cierto —asienten todos, incluido Chaume.

—He visto que estaba tan solita la pobre…

—Nada, nada, que has tenido una buena idea —dice el caporal.

—Demasiado sola ya está la dama.

—No hay derecho.

—Y él también estaba solo.

—Pero él era almirante o general.

—A lo mejor eran marido y mujer.

—Pues no es justo que estuvieran separados.

—Hay que juntarlos.

—Esto es lo que yo quería decir.

—Teníamos que ser nosotros los que remediáramos esto.

—Lo que no remediemos nosotros no lo remedia mulle.

—Es que nosotros somos grandes —dijo el caporal.

—Tan grandes como este almirante…

—Mucho más grandes que este general…

—Sí —interpeló Chemari a Chaume— con permiso de la señora. —E hizo una mueca de saludo.

En un santiamén los vascos han hecho descender a la dama de su pedestal. Ha sido más fácil que el descenso del ilustre adelantado del Oeste. La dama ha permanecido un rato a hombros de los vascos como si se tratara de una imagen religiosa. Se ve también que es de materia más ligera que la del ignorado líder local.

Todo esto los vascos lo hacen con increíble seriedad. Casi, casi como si estuvieran cumpliendo un rito.

Una vez juntas en el suelo las dos estatuas descansan y se limpian el sudor.

—¿Se agotó el coñac? —dice el caporal.

—Se agotó —responden todos con un murmullo grotescamente tristón.

—Pues que traigan otra.

Le toca ir a Chaume por ella.

Casi un drama

En vez de regresar Chaume con la botella, quien regresa es Benito, uno de los vascos jefazos. Nada más verlo se quedan todos tan petrificados como las dos estatuas. Viene alarmado, fuera de sí, como loco.

—Esta noche nos hemos jugado aquí tontamente, no me diréis que no, el prestigio de doscientos años de perseverancia y laboriosidad, acrisolada en este hospitalario país…

—Muy bien dicho —dice Chaume.

—Cállate tú, acusica —le gritan.

—¿Sabéis lo que estáis haciendo? —prosigue—. Pues estáis echando por tierra la labor heroica y tenaz de muchas generaciones de vascos, honrados y cumplidores.

—El tío éste habla bien —comenta uno de ellos.

—No se dice el tío éste —agrega el caporal—. Se dice el compadre.

—Pero que tiene un pico de oro el compadre no lo negarás —comenta uno de los que han permanecido más tiempo callados.

—No te fíes nunca de los que hablan tan bien —dice Chemari.

—Eso también es verdad.

—Al compadre —agrega Chemari— lo que le pasa es que es enemigo declarado de nuestro almirante general…

—Es posible.

—¡Viva nuestro almirante! —dicen unos.

—¡Viva nuestro general! —vociferan otros.

El jefazo don Benito está desesperado. Se está poniendo melodramático. Va y viene entre ellos con las manos en la cabeza, abrumado. Su irritación resulta mucho más cómica dada la tranquilidad y la pasividad del resto de los vascos.

—Hoy —prosigue el jefazo Benito— no sólo hemos echado un baldón sobre la historia de nuestros pueblos, el pueblo de cada uno, el pueblo vasco, sino que a la par habéis cometido, menos mal que sin saberlo, y porque estáis rematadamente borrachos, como cubas…

—… sin insultar.

—Como se ponga tonto lo colocamos en vez de la estatua toda la noche ahí arriba…

—Habéis cometido, digo, un ultraje al fundador de esta ciudad, tan pródiga y gentil con todos nosotros…

—El compadre no parece vasco.

—Habla demasiado bien —insiste Chemari.

—Habla mucho —dice el caporal.

—Habla casi como el jefe de sindicatos del pueblo, casi.

El jefazo continúa:

—Acaso esto lo vamos a pagar muy caro. ¿Dónde creéis que estás? ¿Qué dirá mañana el alcalde de Boise? Estáis en un país civilizado, en un país libre pero muy amigo del respeto; en un país hermano pero que no tolera…

—Viva don Benito, nuestro diputado —gritan los vascos, tirando las boinas por el aire.

Ha sonado el pito de una sirena. El jefazo Benito se ha escabullido como un actor bien estrenado.

Los demás vascos se han quedado preocupados, mirando pensativos las dos estatuas.

No suben a cuál de las dos dirigirse. Las cogen y las dejan otra vez en el suelo. Llega un momento en que algunos vacilan sobre el sitio que ocupaba cada una.

—Muchachos —dice el caporal— ¡manos a la obra! Cada estatua a su sitio en menos que canta un gallo.

El caporal dirige la operación y a cada cual lo coloca en el sitio oportuno. Al grito de uno, dos, tres, comienzan el arrastre de las estatuas. Los vascos, dóciles y obedientes, arriman el hombro en silencio y eficazmente. El caporal, de vez en cuando, dice:

—Así, así, muchachos. Cada mochuelo a su olivo.

—Es lo mejor. Lo mejor es siempre dejar las cosas donde estaban —comenta un vasco como si dijera, sin saberlo, una profunda sentencia.

El caporal, de repente, grita:

—Quietos, muchachos. La estamos liando. El almirante o general del diablo no estaba ahí. Ese es el sitio de la dama…

—Anda, pues es verdad.

—Atrás todo. Comencemos de nuevo por el principio —grita.

—Lo mejor es —agrega Chemari— que tanto al señor como a la señora el día del Juicio les pille en su sitio.

—Eso mismo digo yo —dice Chaume.

—Cállate tú, que eres el que nos ha denunciado.

—¿Que os he denunciado? Quien me diga eso en serio… —hace ademán de pelea.

Los demás se ríen. Es como si en este juego bobo del traslado de las estatuas estuvieran empleando unas energías que bien hubieran podido desahogar de otro modo. Se están fatigando como bestias.

Poco a poco los colocan. Una vez que cada personaje está de nuevo en su sitio, se sientan en las escaleras del pedestal del general, completamente rendidos. De rato en rato miran hacia arriba muy respetuosos y formales, como si no hubiera pasado nada.

Llegan Benito y otros vascos responsables muy autoritarios y solemnes.

Al llegar hasta el pacífico grupo se quedan de una pieza. Miran asombrados hacia las estatuas con enorme desconfianza. Al ver que todo está normal, miran insistentemente al jefazo Benito, hasta que uno de ellos, el mandamás, dice:

—Oye, todo eso no habrá sido cachondeo tuyo…

Los vascos sueltan la gran carcajada. Cogidos por los hombros y balanceándose se dirigen todos al hostal. Los recién llegados están tan cansados que ni siquiera se dan cuenta de la ciudad que van pisando. Van deseando encontrar un colchón y tumbarse.

El mandamás de los vascos responsables de la Compañía, de apellido Ubarrachena, con la nariz colorada como un pimiento rojo y unas venas en las mejillas a punto de rompérsele, va aconsejando:

—Ahora a dormir, muchachos. Que mañana comienza la jornada dura de viaje y todo lo demás… A dormir, muchachos, a dormir… Os tenéis bien merecido el descanso. El avión cansa mucho y además pone los nervios de punta. ¡Si lo sabré yo! Ahora, muchachos, un buen sueño y mañana como nuevos. Mañana, al levantaros, un buen desayuno y al camión…

Ninguno chista. Todos caminan pesadamente, cabizbajos, amodorrados. Parecen propiamente ganado.