Prólogo

22 de enero 2010

Me plantaron un micrófono en la cara al apearme del taxi ante la cancela fortificada de Downing Street. ¿Qué podía decirles? Estaba allí por algo que hice durante la guerra, no por haber luchado en el desierto de Libia, ni haber sido capturado por los alemanes, sino por lo que sucedió en Auschwitz.

En 1945 nadie había querido escucharme, de tal forma que dejé de hablar de ello prácticamente durante sesenta años. Mi primera esposa cargó con la peor parte. Me despertaba bañado en sudor, con las sábanas empapadas, perseguido por idéntico sueño. Sigo viendo a aquel pobre muchacho en posición de firmes, ensangrentado, mientras le aporreaban la cabeza. Lo revivo todos los días, incluso ahora, casi setenta años después. Cuando conocí a Audrey, mi segunda esposa, se dio cuenta de que algo pasaba y que tenía que ver con Auschwitz; sin embargo, pasaron décadas sin que yo pudiera contárselo. En la actualidad, no puedo dejar de volver sobre el tema y ella cree que estoy atrapado en el pasado, que debería salir de ahí y echar la vista al frente. A mi edad no es fácil.

La inmaculada puerta del 10 de Downing Street, que tan a menudo había visto como telón de fondo de los gobernantes del país en los noticiarios, se abrió ante mí y entré. En el recibidor se llevaron mi abrigo y me guiaron escaleras arriba, pasando por delante de los retratos enmarcados de anteriores primeros ministros. Al llegar a la fotografía de Churchill me dio la impresión de que era demasiado pequeña para las gigantescas proporciones del personaje. Me detuve a tomar aliento, apoyado en mi bastón metálico, antes de pasar por delante de los primeros ministros de la posguerra hasta llegar a Thatcher, Major y Blair en la parte superior.

Me dejé caer en una silla; con noventa y un años necesitaba recuperarme de la subida. Contemplé maravillado las espléndidas arañas y los altos techos de la Sala de Terracota. Yo sabía que aquella mañana el primer ministro Gordon Brown había anunciado su comparecencia ante la comisión Chilcot, que investigaba la guerra de Iraq, y que las elecciones generales se echaban encima, de manera que no estaba seguro de que tuviera tiempo para recibirme.

Mi inquietud se disipó en un instante. El primer ministro entró, vino derecho a mí y me tomó de la mano. Hablaba en voz muy baja, casi un susurro. La sala se había llenado de gente, pero la sensación seguía siendo la de un momento particularmente íntimo.

—Estamos muy pero que muy orgullosos de usted. Para nosotros es un privilegio tenerle aquí —dijo. Me emocioné.

Su esposa, Sarah, se presentó ella misma. Como no supe qué hacer, le besé la mano y le dije que era más guapa que por televisión. Era verdad, aunque yo no debería haberlo dicho. Menos mal que es una de las indiscreciones que se le perdonan a alguien de noventa y un años. Cambié rápidamente de tema diciéndole:

—Me gustó su discurso del otro día. —Ella sonrió y me dio las gracias.

Los fotógrafos de la prensa y los equipos de las televisiones querían sacarnos a los dos juntos. Pensé que el primer ministro estaba pasando por tiempos políticamente tormentosos y le dije que no me gustaba la forma en que sus colegas le estaban apuñalando por la espalda, y que, si le hacía falta un guardaespaldas, yo estaba dispuesto. Sonrió y dijo que lo tendría en cuenta.

—No haría el trabajo de usted ni por todo el oro del mundo —dije. Yo no lo había votado, pero era un hombre decente y me impresionó su sinceridad.

Gordon Brown prestaba atención sin distraerse y por un momento me dio la sensación de que estábamos solos en la sala. Tengo un ojo de cristal —otra herencia de Auschwitz— y tuve que hacer esfuerzos para mirarle con el ojo bueno. Mr. Brown también es corto de vista, por lo que nos sentamos muy juntos para hablar, casi tocándonos la frente uno al otro.

Habló de «valor» y «valentía», y yo me puse a hablarle de Auschwitz, IG Farben, las SS, de todo, sin seguir ningún orden determinado. En un momento dado no recordé la palabra «prisionero de guerra» en inglés y me salió «Häftling», en alemán.

—A mí me pasa lo mismo cuando me acuerdo de aquellos tiempos —dijo un superviviente de los campos de concentración que se hallaba entre los presentes.

Ser reconocido a renglón seguido como uno de los veintisiete británicos «Héroes del Holocausto» fue una lección de humildad. La mayoría lo fue a título póstumo. Solo seguíamos vivos dos; el otro es sir Nicholas Winton, que salvó a más de seiscientos niños de Checoslovaquia. Me encontré con una flamante medalla de plata con la leyenda «Al servicio de la Humanidad». Al salir le dije a un periodista que ya podía morirme en paz. Me ha costado casi setenta años ser capaz de decirlo.

Ahora que puedo hablar de aquellos terribles tiempos, tengo la sensación de irme quitando poco a poco un peso de encima. Puedo evocar con toda nitidez el comienzo, el momento del intercambio.

Mediados de 1944

Sabía que teníamos que actuar con rapidez. Aguardé, escondido en la caseta. Ni siquiera estaba seguro de que él se presentara, pero lo hizo y, según entró, me quité la guerrera. Él cerró la puerta en el desorden de aquel espantoso cuchitril y se despojó de su mugriento uniforme a rayas. Me tiró sus gastadas ropas y me las puse sin vacilar. Después, mirando de reojo a la puerta mientras lo hacía, le vi ponerse mi uniforme de campaña británico.

Era un judío holandés y yo lo conocía como Hans. Con aquel intercambio tan sencillo entre los dos, yo había renunciado a la protección de la Convención de Ginebra: había entregado mi uniforme, mi salvavidas, mi mejor garantía de supervivencia en aquel horrible lugar, a otro hombre. A partir de ese momento, por llevar sus ropas, iban a tratarme como lo habían tratado a él. Si me descubrían, los guardias me pegarían un tiro sin más, por impostor. Sin hacer preguntas.

Corría mediados de 1944 cuando entré en Auschwitz III por mi propia voluntad.