El día había empezado húmedo y gris, pero a media mañana me asomé y vi que el nubarrón estaba más alto y había dejado hilachas de niebla al pie de Win Hill, la cumbre del otro lado del valle, según se mira desde la casa. Según la leyenda, el nombre se lo puso el bando vencedor de alguna antigua batalla. El ejército vencido había tomado posiciones en otra cumbre cercana conocida hoy como Lose Hill. No todo está tan polarizado en el Peak District. Este es un rincón amable del mundo, ahora que he dominado el dialecto. Añádase a eso una buena cama y tres comidas diarias y creo que al final lo he conseguido.
Rob llegó un poco tarde y para entonces el sol ya había deshecho las nubes y había abierto claros de cielo azul en Hope Valley. Me trajo algo que llevaba doce meses esperando ver: la historia completa de la vida de Ernie Lobet —Ernst, como yo lo había conocido—, contada en una entrevista de vídeo de más de cuatro horas y media de duración. Subí por la escalera de caracol al entresuelo, deseoso de oír qué había sido de aquel hombre a quien había conocido hacía tantos años. Nos acomodamos ante la pantalla del televisor, Rob pulsó play y Ernie empezó por el principio. Principio que, para él, era una espaciosa casa de ocho habitaciones en la bonita, antes de la guerra, ciudad alemana de Breslau. Los Lobethal eran una prominente familia judía. El padre de Ernie era el director de una fábrica de cuerda bastante importante y la vida les iba bien. Incluso tenían un premio Nobel en la familia, en la persona de su tío abuelo Paul Ehrlich, descubridor de un tratamiento para la sífilis a principios del siglo XX.
Ernie contaba que había ido con su abuela a pasar unas breves vacaciones al mar Báltico cuando tenía cuatro años y que, cuando volvió, su padre les había abandonado. Se notaba que era un recuerdo doloroso para él. Su padre había transformado en efectivo los activos de la fábrica y había huido a Sudáfrica con otra mujer. Por lo que decía, fue un escándalo y la historia salió en todos los periódicos.
Su madre, Frieda, y su abuela, Rosa, quedaron al frente de la familia, sin saber adónde se había ido él. Se mudaron a un piso mucho más pequeño y, finalmente, la madre localizó a su marido, lo denunció y ganó el juicio. Según Ernie, fue una victoria pírrica porque nunca vio un céntimo.
A partir de entonces se vieron agobiados por los problemas. Su madre contrajo tuberculosis y fue enviada al hospital. Entonces no se permitía que los niños visitaran a los pacientes con tuberculosis, por lo que no volvió a ver a su madre más que en dos ocasiones, hasta que la enfermedad la mató en 1932. Según él, murió de pena.
—¡Qué buena persona es!, ¿verdad? —dijo Audrey al escuchar sus comprensivas palabras para con toda la familia. La abuela Rosa sacó adelante ella sola a Ernie y Susanne. Era una mujer extraordinaria, pero su familia había sido rica y había tenido criados casi toda su vida. De pronto se vio mayor y cargada con dos niños a los que no estaba preparada para criar.
«Estaba llena de amor y lo hubiera dado todo por sus nietos», dijo, tratando de contener la emoción del recuerdo, como si le hubiera pillado desprevenido.
Finalmente, la abuela cedió a las presiones de otros parientes y llevó a los dos niños a un orfanato judío. «Era un sitio terrible, terrible», dijo Ernie. Odiaba cada minuto que había pasado allí; él mismo se convirtió, según sus propias palabras, en «una influencia muy destructiva». Como era pequeño y flaco, le obligaban a comer más que los demás y tuvo que idear la manera de librarse de la comida. Escondía las patatas en salsa en el pañuelo y se lo guardaba en el bolsillo con la esperanza de tirarlo por ahí después. Sonrió mientras contaba cómo le chorreaba la salsa por las piernas cuando corría a tirar las patatas después de comer.
Mientras hablaba sucedió algo extraño. Me dio la sensación de que acababa de conocerlo y de que me estaba gustando lo que estaba viendo. Creo que era un hombre más sensible que yo, pero se reía incluso al contar aquellos terribles recuerdos de infancia.
Escapó varias veces del orfanato y finalmente lo enviaron a vivir con unos padres adoptivos. Dijo que el día que salió de allí había sido el más feliz de su vida. Con sus nuevos guardianes tenía libertad para ir y venir a su antojo, pero la Alemania que él había conocido estaba adquiriendo rápidamente otro sesgo totalmente distinto. Tenía ocho años cuando llegó Hitler al poder en 1933 y, dos años después, las Leyes de Núremberg prohibieron el matrimonio y las relaciones sexuales entre alemanes judíos y no judíos, acelerando el deslizamiento hacia el abismo.
Recordó que su abuela había trabajado duro tejiendo gorros cuando él tenía trece años para regalarle una bicicleta por su Bar Mitzvah. La prohibición de que los judíos entraran en las universidades y ejercieran determinadas profesiones no le afectó mucho de muchacho. En cambio, la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, sí. Recordó el cuarto de hora de camino al colegio aquel día de noviembre de 1938 entre escaparates hechos añicos y tiendas saqueadas. Cuando llegó a la bonita sinagoga de Breslau, ya estaba en llamas y corrían rumores de que los nazis estaban haciendo redadas de varones judíos jóvenes.
Ahí se acabó el colegio. Los adultos que le rodeaban solo hablaban angustiados de cómo emigrar, cómo huir. Susanne había conseguido plaza en el Kindertransport a Inglaterra, pero Ernie no. Acabó trabajando en un proyecto estilo kibutz, orientado a animar a los judíos a volver a su tierra y labrarse un futuro en Israel. Los nazis lo toleraron durante algún tiempo, pero finalmente lo desmantelaron en los primeros años de la guerra.
Ernie, que entonces no contaba más que quince años, volvió a casa a cuidar de su anciana abuela enferma, que por entonces ya dependía totalmente de él. Vivían los dos en una habitación de un tercer piso porque la legislación que constreñía la vida de los judíos era cada vez más dura. Se les restringía incluso la cantidad de gas y electricidad, obligándoles a cocinar en un hornillo de queroseno de un amigo comerciante. Ernie se libró de las redadas durante algún tiempo y encontró trabajo en una empresa de reparación de neumáticos y con eso pudo ayudar a su abuela.
Al verle contar su historia, me llamó la atención cuánto tiempo había conseguido conservar la libertad. Yo siempre había temido que el tiempo pasado en los campos hubiera sido mayor. Menos mal, dije para mis adentros, aunque yo sabía —todos sabíamos— hacia dónde se encaminaba su historia. Los vecinos y un tendero les ayudaron dándoles comida en secreto, pero el cerco se fue estrechando. Las tropas alemanas que regresaban del servicio activo ya estaban contando lo que habían hecho con los judíos polacos: las redadas, los guetos, los procesos de selección. Las historias se difundieron enseguida, pero eran tan brutales que nadie se las quería creer, y eso que eran un anticipo de lo que se avecinaba.
La abuela de Ernie se había librado de momento, aunque sus hermanas ya habían sido deportadas. Entonces, en enero de 1943, apareció el nombre de Ernie en una de las últimas listas de judíos por deportar de la ciudad; le dijeron que se preparara porque se lo llevaban al este. Pensaba que serían trabajos forzados, quizá tuvieran que construir carreteras o algo así, aunque nadie sabía exactamente lo que la suerte pudiera depararles. Metió todo en una mochila, reunió toda la ropa de invierno que tenía y esperó.
A media tarde se presentaron a por él unos hombres con abrigos de piel. Agentes de la Gestapo, muy educados al principio, hasta que su abuela les pidió que dejaran a Ernie con ella. «Mi abuela se quedó en una situación lastimosa», dijo, sacudiendo la cabeza con energía y mordiéndose el labio para no llorar. «No se valía sin mí y sabía que no podría salir adelante. Les suplicó y les suplicó. “¿No pueden dejarlo?”, dijo. “Es mi único apoyo.” No entendía. Entonces ellos se pusieron violentos. “Prepárese de una vez”, dijeron, y supe que no volvería a verla nunca más. Era una buena mujer.»
Era duro verle recordar otra vez aquel trance. Incluso sentado en casa en una butaca pude ponerme en su lugar mientras revivía aquella dolorosa separación, pude sentir lo que él sintió. Una vez que se había ido Susanne, no le quedaba más familia que su abuela, y el cielo es testigo de la terrible prueba a la que iba a tener que enfrentarse aquella anciana, con lo delicada que estaba.
Empecé a entender por qué estaba contando Ernie su historia. Se había comprometido a grabarla para que en el futuro otras personas supieran que él, Ernie Lobet, había tenido una abuela llamada Rosa que había vivido rodeada del cariño de su familia. Él también quería dar testimonio. Posteriormente se enteró de que ella había muerto en el campo de concentración de Theresienstadt.
No tengo que describir el traslado de Ernie en vagones de ganado, su llegada a Auschwitz, ni la separación de quienes iban a ser gaseados inmediatamente de quienes iban a ser llevados más lentamente a la muerte. Una vez dentro de Auschwitz III-Monowitz, describió el momento absolutamente devastador en que los recién llegados con sus mujeres e hijos caían en la cuenta de que probablemente ya habrían matado y quemado a sus seres queridos. Como Ernie estaba solo, se libró del dolor de ver sufrir a los suyos.
Ni que decir tiene que tuvo numerosos golpes de suerte que le ayudaron a sobrevivir en Auschwitz. Explicaba cómo tenías que tener un escondite o encontrar alguna forma de complementar la miserable comida que te daban o, si no, morías. Ernie había empezado a trabajar cavando los cimientos de un edificio; sabía manejar una pala, que muchos no habían visto en su vida, aunque eso no le libraba de ser tan desgraciado como los demás. Una vez que hizo un alto para descansar, uno de los guardias le ordenó barrer el barracón en el que ellos solían refugiarse. Dentro había un horno y le dijeron que atizara el fuego. Después le ordenaron que vigilara si venía el sargento, mientras ellos se quedaban dentro resguardándose del frío. Lo que significaba que cuando Ernie entraba a echar leña al fuego él aprovechaba para calentarse un poco. Le ayudó a pasar las peores semanas de aquel invierno.
Siempre supe que era un tipo inteligente y, además, tuvo suerte, estaba claro. Explicó cómo se las había arreglado para conservar cien marcos, que había escondido por detrás del cinturón al llegar. Debió ser arriesgado decidir qué hacer con ellos, pero al final optó por dárselos al jefe de barracón a cambio de media barra de pan. La comida le salió cara, pero gracias a eso le permitió convertirse en una especie de correo para llevarle los mensajes. Lo que significaba un poco más de sopa y la oportunidad de ahorrar energías. Pudo darse cuenta por los de alrededor de que el agotamiento acababa matándolos.
Los que trabajaban fuera caían muy rápidamente. Vio morir a centenares y sabía que era imposible, absolutamente imposible, sobrevivir en el campo si no encontrabas algún extra para seguir con vida. El lugar de trabajo también determinaba quién vivía y quién no. Ernie volvió a tener suerte y terminó trabajando dentro con los civiles alemanes; eso le brindó la oportunidad de luchar, pero nada más.
Cuando la historia avanzaba, volví a oír el relato de los cigarrillos y su encuentro conmigo. Me alegraba ser recordado por aquellos momentos tan especiales, pero lo que yo quería ver era el resto.
Las amistades entre prisioneros no acarreaban necesariamente ventajas. «La supervivencia era asunto de cada cual», dijo Ernie. Qué razón tenía, pensé. Por eso había sido yo una persona solitaria durante mis años de cautiverio.
Ernie mencionó a un amigo, un hombre llamado Makki o Maggi, no se entendía bien. Ernie lo había conocido en la hachshara![1] del proyecto tipo kibutz en el que había participado años atrás, y en el que ambos habían aprendido a labrar y sembrar la tierra. Ernie le había dado a Makki —le llamaré así— algunos de los cigarrillos que yo le había pasado, por eso me sentía vinculado a él.
Lo que yo quería saber era lo ocurrido después de Auschwitz; pero cuando Ernie se puso a hablar de la marcha de la muerte, cambió de humor. Todos sus esfuerzos por buscarse oportunidades para sobrevivir se fueron al traste, aunque estaba menos desnutrido que la mayoría, tenía unas buenas botas y cigarrillos que vender. Yo había visto con mis propios ojos los cadáveres congelados y había salido de Auschwitz por la misma carretera helada, de manera que sabía lo que había pasado en aquellos terribles días. Ernie calculó que habían salido de los campos de Auschwitz entre cuarenta y sesenta mil personas y que solo veinte mil habían llegado al final de la marcha. Eso no significaba que hubieran vivido para ver el fin de la guerra, solo que habían sobrevivido a aquel suplicio en concreto.
Ernie enseguida se dio cuenta de que tenía que marchar en la parte delantera de la columna, porque cualquier sitio al que se dirigieran estaría abarrotado. Tenía razón. Fue de los primeros en llegar al campo de concentración de Gleiwitz, donde consiguió librarse de la nieve y encontrar una litera para la noche. Los que llegaron más tarde tuvieron que dormir en el duro suelo helado.
Rob me había advertido indirectamente de que me preparara para una dura historia, puesto que yo no imaginaba cómo había sobrevivido Ernie. A mí me habían obligado a marchar por toda Europa central, pero yo sabía que para ellos había sido imposible. Por poco acabaron también conmigo, y eso que había empezado en mucho mejores condiciones.
Ernie estuvo en Gleiwitz tres días; sabían que los soviéticos avanzaban rápidamente. Corrían terribles rumores sobre qué pensaban hacer los guardias con ellos. Unos decían que iban a ir a los campos de concentración de Buchenwald o Mauthausen y otros que Suiza o Suecia habían aceptado hacerse cargo de ellos. «Había para todos los gustos», dijo Ernie. «Otro rumor con fuerza era que íbamos a Alemania a trabajar en una fábrica de mermelada. La mermelada lleva azúcar y estábamos todos hambrientos.» Me imaginé el atractivo de aquella idea; en nuestro campo se hablaba constantemente de comida, pero para aquellos hombres muertos de hambre debió de ser una tortura. Los abogados que había entre los prisioneros dijeron que los iban a amnistiar. «Como si se pudiera amnistiar a personas que nunca habían sido condenadas», añadió Ernie.
Finalmente les dijeron que se prepararan para el transporte y después los cargaron en vagones de ganado descubiertos. «Debíamos de ir más de ochenta en aquel vagón», dijo con los ojos bajos. Seguía nevando cuando partieron y Ernie perdió enseguida la noción del tiempo. «Yo fui de pie la mayor parte del tiempo, pero como empezaron a morir muchos y los tirábamos fuera, eso creó espacio para que nos pudiéramos sentar. No sé cuántos días estuvimos allí. Me quedaba algo de pan, pero no teníamos agua.»
Era muy frustrante oír todo aquello y no poder echar una mano. Yo murmuraba consejos para mis adentros y era como si realmente pudiera oírme.
«Un tipo tenía una cantimplora —dijo—, y alguien sacó una cuerda, la atamos y la dejamos colgando del tren y, a medida que avanzábamos, iba recogiendo nieve. Cuando estuvo llena, la subimos y la derretimos en la boca. Así fue como sobrevivimos.»
Le costó cuatro días llegar a Mauthausen, en Austria. La terrible reputación de aquel campo de trabajos forzados había llegado hasta Auschwitz. «Pensamos que moriríamos allí, pero estábamos demasiado cansados, demasiado exhaustos para preocuparnos», dijo. «Nos tiraron algo de pan y fuimos derechos a por él, pero no cogí nada; nadie compartía nada. El que conseguía algo lo devoraba antes de que otros se lo comieran.»
Pronto corrió el rumor de que Mauthausen estaba abarrotado y que nos iban a dejar en algún otro sitio. Ernie cambió de postura en la silla mientras hablaba. Me di cuenta de que se estaba dando tiempo. El rostro estaba tenso, pero los ademanes no denotaban nada en particular. El tren reemprendió el viaje y fue como si Ernie no supiera decir qué pasó a continuación. Respiró hondo, tenía los ojos enrojecidos y sacudía la cabeza con incredulidad. Quiso forzar una sonrisa y entonces lo soltó. «Perdí la vista», dijo. «Miraba con los ojos bien abiertos y todo estaba negro.» Le temblaba el labio al hablar. «Todo negro», repitió. Iba en la parte de atrás de un vagón de ganado al descubierto, nevando y con todas aquellas personas muriéndose, y él ciego e indefenso.
Estaba pasando uno de los peores momentos de la entrevista, mirando a lo lejos y sacudiendo la cabeza, con la voz quebrada al hablar. «Fue terrible», dijo, procurando contener las lágrimas. «El tren andaba y se detenía y luego volvía a andar y nada cambiaba. La nieve seguía cayendo.» Hizo una pausa y se sonó la nariz. Era como si fuera envejeciendo ante nuestros ojos. El rostro sonriente de las fotografías había desaparecido. Las arrugas que iban de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios habían desaparecido.
Debió depender totalmente de su amigo Makki. Él fue quien le contó que habían salido de Austria y que los lugares por donde estaban pasando tenían nombres checos. Ernie seguía sin poder ver nada.
A lo largo del traqueteo por todo el país, Makki le contó que debía haberse difundido la noticia de quiénes eran, porque al pasar bajo los puentes los checos echaban barras de pan a los vagones para que pudieran sobrevivir. «Quienes nos vieran desde los pasos elevados no lo olvidarían jamás», dijo Ernie. «No sé cuántos vagones de ganado irían, pero eran todos descubiertos, con aquel montón de esqueletos vestidos de cebras dentro, derrotados igual que vacas camino del matadero.» Al pasar por Austria no les habían dado ni una rebanada de pan, lo mismo que cuando volvieron a entrar en Alemania, pero los checos hicieron lo que pudieron. Me acordé de la barra de pan que nos echaron mientras marchábamos penosamente al mismo tiempo por el mismo territorio.
Ernie vivió en un estado de tinieblas y angustia permanente. Sin Makki estaba indefenso y debió de sentir que su vida pendía de un hilo en la oscuridad. Sabía perfectamente que un trabajador esclavo ciego no servía para nada y que, en cuanto se dieran cuenta, le pegarían un tiro. Al cabo de siete días como mínimo en aquellos vagones de ganado, llegaron a un lugar próximo a Nordhausen, en el centro de Alemania, donde les ordenaron bajar de los vagones para entrar en otro siniestro campo de concentración. Se llamaba Dora-Mittelbau y Ernie no lo olvidaría nunca.
Consiguió algo de sopa para comer y recobró la vista antes de que lo notaran. No tardó en enterarse de que el campo suministraba mano de obra a una fábrica secreta subterránea donde estaban construyendo el Vergeltungswaffe de Hitler, el arma de represalia que conocimos como cohete V-2. Fue la última carta a la desesperada del dictador.
A Ernie le dieron un nuevo número de prisionero, menos mal que esa vez no se lo tatuaron en la piel. Le quitaron la ropa, incluso un jersey que le había mantenido con vida, y le asignaron un barracón donde dormían dos por litera. Tuvo que volver a empezar desde el principio, sin ninguna provisión extra de comida; y había estado en los campos el tiempo suficiente para saber que sin eso no se podía sobrevivir.
Los enviaron a los túneles donde se estaban construyendo los cohetes y a Ernie lo destinaron a un Kommando de trabajo que llevaba ladrillos a unos albañiles italianos. Nunca vio ningún cohete en aquella parte de las cuevas ni le preocupó lo más mínimo. Por aquel entonces los norteamericanos se disponían a cruzar el Rin y los rusos habían puesto cerco a la ciudad natal de Ernie, Breslau, aunque él estaba empezando a dudar de que los aliados llegaran a tiempo de salvarlo. Recordé mi propio viaje de vuelta a casa y el momento en que sentí la tentación de poner fin a mis penalidades en aquel río traicionero que parecía llamarme y me pregunté si Ernie habría sacado fuerzas de flaqueza para resistir.
«El trabajo era brutal y la comida consistía en un litro de sopa», contó. Le dijo a su amigo Makki que o salían de allí o morirían. Nada podía ser peor que donde ellos estaban, en aquellos terribles túneles de Dora-Mittelbau. Se enteraron de que se estaba organizando una partida para ir a trabajar a otro sitio. Ambos comprendieron que era su única oportunidad y se presentaron voluntarios sin saber adónde irían.
Ernie pensó que, en cualquier caso, tendrían más oportunidades si decían que eran especialistas en algo, fuera real o imaginario. Makki y él se pusieron a la larga cola de gente que quería salir y, finalmente, se encontraron cara a cara con un hombre de las SS que era quien decidía los que se quedaban y los que se iban.
Ernie dio un paso al frente y el hombre de las SS le preguntó su profesión. «Cerrajero», dijo Ernie, aunque lo que sabía del oficio y nada era todo lo mismo. Le indicaron que subiera al camión. Makki estaba justo detrás de él y, como ya no podía decir que era cerrajero, cuando el hombre de las SS le preguntó por su profesión, respondió: «Electricista».
«No, te necesitamos aquí», rugió el soldado, y a Makki no lo eligieron. «Me quedé destrozado», dijo Ernie, mordiéndose el labio y cargando con el peso de sus propias palabras. Entonces dejó de intentar contenerse, contrajo la expresión y se echó a llorar tapándose los ojos con las manos. «Yo quería que viniera conmigo —dijo con voz entrecortada—, no volví a verle, murió y solo por haber dicho “electricista”.» Los sollozos le sacudían el pecho.
Me sentí violento al contemplar su íntimo dolor, como si no tuviera derecho a estar allí. Estaba contando la historia cincuenta años después y todavía estaba destrozado por la suerte de su amigo. Dicen que murieron unos veinte mil prisioneros en aquel espantoso lugar y probablemente Makki fue uno de ellos. Igual que había hecho con su abuela, Ernie estaba dando testimonio de su amigo; su vida era importante, como la de todos. Habían sobrevivido a Auschwitz y a la marcha de la muerte, y Ernie le había ayudado con los cigarrillos que yo le había pasado, pero no fue suficiente.
Por aquel entonces murieron millones de personas sin poder hacer gran cosa por salvarse. No les bastaron sus reservas de valor e iniciativa. Yo sabía por mi propia experiencia de la guerra y el cautiverio que los supervivientes debían la vida principalmente a la casualidad. Ernie había jugado bien sus bazas, pero la suerte había desempeñado un gran papel en su supervivencia.
Las declaraciones de Ernie me dejaron claro que se había quedado como sin fuelle; había traspasado un umbral. Como si haber perdido a su amigo empañara su extraordinaria historia de resistencia. Su discurso se hizo más lento, como si se demorara en los detalles por no llegar al final.
El camión salió con Ernie, pero los esqueléticos voluntarios solo fueron hasta Nordhausen, un campo al otro extremo del lúgubre complejo de túneles, donde la vida no era mucho mejor. Dormían en filas de literas apiñadas en una serie de garajes del Ejército. Se figuró que entonces habría unos seis mil prisioneros en aquel campo, atrapados todos ellos por una alambrada electrificada. La comida era igual de horrible que en los demás campos.
Era marzo, los días se sucedían uno tras otro y él estaba perdiendo la noción del tiempo. Para entonces, ya sabía que la guerra estaba terminando, pero él se estaba consumiendo. Los prisioneros del campo estaban muriendo rápidamente y temió que no viviría para ver su liberación. De los seis mil que había en el campo cuando llegó, solo seguían vivos mil quinientos unas semanas más tarde.
A Ernie lo llevaban todos los días al túnel en un trenecillo para cambiar piedras de sitio, pero el trabajo era pesado y lento; estaban todos débiles y los guardias ya no se preocupaban. Por lo que dijo, los mil quinientos prisioneros que quedaron al final apenas podían hacer el trabajo de cien hombres sanos. De todas maneras, el trabajo se interrumpió a finales de marzo; ya no tenía ningún sentido.
Pasaron los días mientras esperaban a los norteamericanos, pero nunca llegaron. Los bombarderos aliados los sobrevolaban en busca de objetivos más distantes. Entonces, un día de primeros de abril, Ernie oyó las sirenas de alarma aérea y, aunque no era ninguna novedad, lo cierto es que no había dónde esconderse. Oyó caer bombas en el campo. Algunas acertaron en los barracones, que se incendiaron. Oyó gritos y vio prisioneros corriendo en llamas; se dio cuenta de que estaban arrojando bombas incendiarias porque el gel incendiario de las bombas se les quedaba pegado. Entonces se dio cuenta de que algunos impactos habían afectado a la alambrada que rodeaba el campo y, aunque los de las SS estaban en los refugios, tuvo la impresión de que también habían muerto muchos de ellos. Todavía era demasiado peligroso fugarse.
El barracón de Ernie fue uno de los que siguieron en pie, de tal forma que los prisioneros de otros barracones entraron a resguardarse y pasaron allí una noche, hacinados, en espera de lo peor. A la mañana siguiente oyeron las sirenas y los prisioneros, presa del pánico, echaron a correr en todas direcciones. Nada más salir del barracón, Ernie vio que la valla electrificada estaba rota y tenía un agujero. Todos los hombres de las SS estaban huyendo lo más deprisa que podían. Vio que algunos prisioneros saltaban por encima de la valla y les siguió y, una vez en el otro lado, echó a correr.
Entonces oyó por encima de él el zumbido grave de los aviones y siguió corriendo por los campos mientras seguían arrojando bombas que explotaban a su alrededor. Se volvió y vio que habían bombardeado el campo. A tanta altitud, los pilotos no podían saber que aquellas dependencias militares se habían transformado no hacía mucho en campo de concentración. Siguió corriendo hasta que no pudo más y entonces se dejó caer para recobrar el aliento en un profundo surco en el lindero de un bosque.
Miró alrededor y vio el cadáver de un civil muerto y dedujo por su ropa que era un italiano a quien habían matado la noche antes. Llevaba una vieja guerrera militar, unos pantalones inclasificables y un «gorro absurdo» con visera. Mientras lo miraba, Ernie cayó en la cuenta de que por fin era libre.
Movió el cadáver para quitarle las ropas. «No hay nada peor que desnudar a un cadáver», dijo. Ya estaba rígido, pero consiguió quitarle los largos pantalones y la chaqueta y cambiárselos por su uniforme de cebra. Volvía a ser un civil.
La sonrisa iluminó el rostro de Ernie por primera vez en mucho tiempo al pronunciar esas palabras. No pude evitarlo, yo también sonreí porque sabía cómo se habría sentido en aquel momento.
Una vez vestido con las ropas de aquel hombre, miró alrededor y vio gente a lo lejos, aunque no se fijaron en él. El viento formaba remolinos con los papeles que había tirados por el campo. Pensó que vendrían bien para cuando fuera a hacer de vientre, pero al coger uno vio que era una octavilla lanzada desde un avión. Salió del surco y leyó las palabras: «Alemanes, dejad las armas, la guerra ha terminado. Rendíos. Vuestro Führer os ha abandonado». Según dijo, el mensaje más maravilloso que había recibido en toda su vida.
También yo había recorrido Europa a pie por aquellas fechas. Sabía que todavía no podía considerarse a salvo; por eso sospeché que quedaban un par de peripecias antes de que acabase la historia de Ernie, y estaba en lo cierto. Atravesó el bosque hasta que fue a dar a un camino vecinal atestado de civiles alemanes, con sus enseres cargados en cochecitos de niño o cualquier otra cosa con ruedas. Se figuró que sus casas habrían sido bombardeadas y observó que entre ellos no había gente joven, solo personas mayores y mujeres, además de mujeres con niños pequeños.
Entonces vio a una campesina robusta que llevaba sus pertenencias en una especie de carricoche. Cuando ella vio su ropa, lo llamó, tomándolo por italiano. Enseguida se dio cuenta del peligro que corría al no hablar italiano, aunque se figuró que probablemente ella tampoco. Lo había oído hablar en los campos y soltó algo así como «Nonparlo». Ella lo miró con suspicacia y le hizo gestos de que empujara el carricoche; en el momento de hacerlo, vio una enorme barra de pan encima de sus pertenencias.
Ernie volvió a sonreír al describir el tamaño del pan, abarcándolo imaginariamente con los brazos abiertos, igual que los pescadores cuando presumen del pez de sus sueños. Miré de reojo a los demás y vi que Audrey y Rob también sonreían al oírle contar aquella historia: todos imaginábamos lo que iba a pasar. No se hizo de rogar. Contó cómo había empujado el carricoche durante un rato hasta que el bosque se hizo más espeso y entonces echó mano al pan, salió corriendo y desapareció antes de que la mujer se diera cuenta de lo ocurrido.
La oyó gritar: «Dieb! Dieb!» (¡Al ladrón! ¡Al ladrón!). Nadie estaba dispuesto a perseguirlo por el bosque por una barra de pan, de manera que, cuando le pareció que había corrido lo suficiente como para hallarse a salvo, se detuvo y se comió todo el pan de una sentada.
Empezaba a dar la sensación de que su impresionante historia estaba tocando a su fin, porque sonreía mucho más e inclinó la cabeza al recordar con cierto alivio los últimos días de la guerra después de todo lo que había pasado. Durante el trayecto se encontró por el mismo camino vecinal con Peter, un hombre a quien conocía de los campos y que también había escapado y había conseguido ropa de civil.
Ernie llevaba puesto todavía el gorro que había quitado al cadáver del italiano y sabía que, si alguien le pedía que se lo quitara, estaba perdido, porque la cabeza afeitada lo delataría. Peter y él decidieron dirigirse al oeste en busca de los americanos, pero como no había sol, era imposible saber hacia dónde tirar. Finalmente decidieron que los civiles iban en la dirección correcta y siguieron el trazado del camino vecinal, aunque al amparo de las sombras del bosque.
«¡Alto!» Se quedaron clavados donde estaban. La orden procedía de un soldado alemán que había salido de entre los árboles. Quería saber quiénes eran y a dónde iban y les dijo que no podían seguir adelante porque se estaban aproximando los norteamericanos. Ellos sabían que estaban demacrados, con una ropa estrafalaria y con la cabeza afeitada. Lo único que tenían a su favor era que ambos hablaban bien alemán.
Le dijeron que eran trabajadores civiles de Nordhausen y que habían perdido sus ropas durante el bombardeo, se habían quedado con lo puesto. Les habían enviado a reparar vehículos militares en un pueblo que estaba más adelante. En palabras de Ernie, era una «historia que no tenía pies ni cabeza». Con independencia de que les creyera o no, el soldado dijo que los llevaría ante su oficial, de modo que no les quedó más remedio que ir con él. En el camino se dirigió a ellos y les preguntó si sabían disparar. «Por supuesto», dijo Ernie, preguntándose sin duda cómo acabaría aquello.
Sabían que el soldado no las tenía todas consigo con respecto a ellos; hablaban alemán, pero estaban muy flacos y no tenían pinta de alemanes en absoluto. A medida que se fueron acercando a la base, Ernie decidió que tendrían que matar al soldado para salvarse, pero no podía hablar porque el hombre armado iba detrás de ellos. No pudo hacer nada. Por lo menos el soldado era de la Wehrmacht, no de las SS, y eso ya era algo, aunque el juego terminaría en cuanto les ordenaran quitarse el gorro.
Llegaron a un puesto de mando donde los presentaron a un teniente manco. El soldado repitió su historia, pero el oficial le interrumpió sin dejarle terminar. «Dos hombres más, maravilloso», dijo. «Puedo utilizar dos hombres más.» Ordenó al soldado traer armas y uniformes.
Ernie comprendió que, después de años en campos de concentración, iba a acabar la guerra con uniforme del Ejército alemán, con orden de disparar a sus liberadores y amigos. Antes de que llegaran los uniformes y las armas, el oficial les preguntó si habían comido, le dijeron que no y les envió a que tomaran algo de sopa. Media hora más tarde, mientras estaban comiendo, preguntándose en qué pararía todo aquello, entró corriendo un soldado al grito de «Feind-alarm, Feind-alarm!» (¡Alarma enemiga, alarma enemiga!). Significaba que tenían a los norteamericanos prácticamente encima.
Fue el caos; soldados corriendo de acá para allá, arrancando las motos y los coches en el patio mientras la unidad se preparaba para emprender la huida. Al poco rato Ernie y Peter seguían sentados con su sopa sin un solo soldado alemán a la vista. Ernie era un gran narrador y no era la primera vez que me hacía reír al relatar aquella escena.
Salieron de allí sin saber a dónde ir y, entonces, vieron los primeros carros de combate que se dirigían hacia ellos, con sendas estrellas blancas a los flancos. La expresión de Ernie volvió a animarse mientras hablaba y gesticulaba con las manos para dar una idea de las dimensiones de la columna y lo que representaba ver por todas partes aquellos soldados con uniformes extraños. Oyó que alguien tocaba el silbato, la columna se detuvo, un soldado abrió la escotilla de la torreta del carro de combate, le miró y preguntó: «Polski?». El primer negro que veía en toda su vida le estaba preguntando si era polaco.
«No», contestó. «Konzentrationslager» (campo de concentración). El norteamericano puso cara de no tener ni idea de lo que significaba. Aquel fue el momento de la liberación con el que tanto había soñado Ernie, pero el soldado buscaba otro tipo de liberación. «¿Tenéis coñac?», preguntó. El soldado debió de llevarse una desilusión con su respuesta y la columna arrancó de nuevo, dejándolos allí plantados.
Ernie esbozó una ancha sonrisa al recordar el encuentro. Al verlo, tuve la sensación de haberlo vivido con él y también sonreí.
Ernie contó el resto de la historia a un ritmo diferente, pues llegaba a la recta final. Fue a París y vivió vendiendo cigarrillos por las calles, aprendió francés en la Alliance Française y finalmente marchó a Estados Unidos a bordo del SS Marine Flasher, un barco de emigrantes. Lloró al pasar por delante de la Estatua de la Libertad y puso el pie en Nueva York el Día del Trabajo de 1947. Después de todo lo que había pasado, Ernie fue llamado a filas por el Ejército de EE. UU. no mucho después de su llegada al país y fue enviado a combatir en la guerra de Corea, donde tomó parte en el desembarco de Incheon. En los años que siguieron, vendió aspiradoras en Harlem y estudió mucho. Igual que yo, se hizo ingeniero y, años después, abogado. Me di cuenta del esfuerzo que había hecho, pero era su versión del sueño americano y, aunque lo de Corea debió de ser un varapalo, no se había echado para atrás. No me lo podía creer. Cómo habían cambiado las tornas para el muchacho que había conocido en Auschwitz.
Me quedé atónito cuando me dijeron lo parecidas que habían sido nuestras vidas de posguerra; lo de ser ingenieros no era más que una pequeña parte. Le había gustado conducir a toda velocidad, le habían encantado los coches deportivos británicos, empezando por su propio Austin-Healey y terminando por un Jaguar como el mío. Se había negado a quedarse anclado en el pasado o a echar el fardo de sus padecimientos sobre nadie y, por lo visto, no habló de Auschwitz hasta los últimos años de su vida.
Por lo que me han contado, era un hombre de buen carácter y estoy seguro de que habríamos tenido mucho de que hablar aun sin mencionar aquellos terribles años. Su amigo de toda la vida, Henry Kamm, dijo de él que había llegado a Estados Unidos con lo puesto, aparte de su inteligencia, energía, fuerza de voluntad y ambición, y que había rehecho su vida, una vida envidiable por otra parte. Según Henry, Ernie dejó muchos amigos al morir.
Cuando, al final de su historia, le preguntaron qué consejo querría dar a las generaciones futuras, dijo: «Para que triunfe el mal solo hace falta que el bien no haga nada». Me emocioné al oír esas palabras. Desde el momento en que nos pusimos a trabajar en este libro, le había repetido una y otra vez esa misma máxima a Rob con la insistencia propia de un hombre de noventa y tantos años; y ahí estaba, el mismo sentimiento, en boca de Ernie. Tuve que contener las lágrimas mientras siguió hablando. Era increíble. «No se pueden dejar pasar las cosas», dijo. «Hay que luchar por lo que se cree, no se puede ser pasivo, no se puede dejar que los demás actúen por ti. Si hay que ser audaz para alcanzar el objetivo y tomar partido, pues adelante.» Diciendo esto, Ernie —el amigo al que había ayudado, pero nunca había llegado a conocer realmente— se encogió de hombros, sonrió y dio las gracias al entrevistador. Su historia había terminado y la mía también.
El sol de invierno proyectaba largas sombras por detrás de la casa y daba a Win Hill un tono ocre.
«Ernie tenía razón», dije después. «Sabía por experiencia que hay que luchar por el bien. Supone un montón de problemas, pero llegó a la misma conclusión que yo.» Hay quien cree que no puede volver a pasar y, sobre todo, que no puede volver a pasar aquí. No les crean, no hace falta mucho.
Siempre lamentaré no haber buscado a Ernie mientras estaba vivo. Si hubiera sabido que estaba en Estados Unidos, habría ido y le habría encontrado, sin duda.
El Gran Arquitecto había dado la espalda a Auschwitz, de eso estoy convencido, pero también es verdad que, cuando hablé con Ernie, el día fue más llevadero, y eso es algo que nunca se olvida. Ahora que ya soy viejo, al menos hay un rostro entre tantos en el que puedo reconocerme y decir para mis adentros: hice lo que pude.
Siempre procuré ser positivo, incluso cuando fui prisionero de guerra, y de alguna extraña manera había llegado a convencerme a mí mismo de que seguía siendo dueño de mi propio destino, que seguía llevando la iniciativa. Ernie y Makki habían utilizado su inteligencia y habían aprovechado las oportunidades y, con todo y con eso, Ernie había sobrevivido y su amigo había muerto por pura casualidad, por haber dicho la palabra «electricista» en vez de «cerrajero».
Nadie puede pretender tener el monopolio en la salvación de un semejante. Ernie es el héroe de esta historia y yo me siento orgulloso de haber desempeñado un pequeño papel al haber ayudado a un hombre a sobrevivir a la monstruosidad de Auschwitz. A partir de ahí, había sido asunto suyo.
Una parte de mí murió allí, pero eso no impidió que me encolerizara aun cuando poco más se podía hacer. Reconozco que he tardado mucho, pero ahora la gente está preparada para escuchar; lo único que quiero es que mi historia sirva para algo; en realidad, es lo que siempre he querido.
Con la edad que tengo, todavía pueden pasarme algunas cosas más, pero he de decir que he tenido una vida muy buena y que la he vivido plenamente. Y, como a mí me gusta decir, mi libro está escrito.