Las primeras emisiones de mi historia causaron sensación, por supuesto. Personas de las que no sabía nada hacía décadas se pusieron en contacto conmigo. La llamada que más me gustó fue la de Henry Kamm, antiguo corresponsal del New York Times galardonado con el Premio Pulitzer, que vive actualmente en un molino rehabilitado del sur de Francia. Se sentó delante del ordenador como todas las mañanas, hizo clic en el boletín de noticias del BBC World Service y localizó el trabajo de Rob sobre un prisionero de guerra británico y Auschwitz. Aguzó el oído cuando oyó hablar de un prisionero judío llamado Ernst y se dio cuenta de que era su amigo de toda la vida: Ernie Lobet. Me encantó oírle y sus amables palabras sobre cómo había intentado ayudar a Ernst me levantaron mucho la moral. Poco después, llegó un paquete de Francia y, al abrirlo, vi que eran ejemplares de sus libros. Hojeé uno y vi una emotiva dedicatoria a mí. No la voy a repetir, pero es algo que guardaré el resto de mi vida como un tesoro.
El teléfono no ha dejado de sonar nunca desde entonces. He sido invitado en dos ocasiones a Downing Street, a almorzar en la Cámara de los Lores; y he pronunciado alocuciones multitudinarias en la Cambridge Union y en la Chabad Society for Jewish Students de la Universidad de Oxford.
En los meses que siguieron hubo innumerables entrevistas en prensa, radio y televisión, muchas más de lo que yo había previsto. Fui distinguido por la International Raoul Wallenberg Foundation, que se puso en contacto conmigo para decirme que querían otorgarme un diploma en reconocimiento por lo que había hecho, y que me enviaban al pintor Félix de la Concha para que me hiciera un retrato. Audrey estuvo rápida al preguntar quién se iba a encargar de preparar el lienzo.
Hablé a grupos de escolares y en la cena de hermandad del Holocaust Educational Trust, en un elegante local londinense, una semana después de que un especialista me hubiera dicho con franqueza, con toda franqueza, que iba a perder la vista del ojo bueno. Por lo tanto, por orden del médico, subí al estrado con mi chaqueta azul cruzada y mi corbata, llevando unas bonitas gafas de sol para protegerme de los focos el ojo que me queda. Rob dijo que parecía un Jack Nicholson mayor en un mal día. Me dijo que el discurso debía ser breve porque había poco tiempo; debía ir directamente al grano. Cuando me levanté y empecé a hablar de los acontecimientos de Egipto, se figuró que la noche iba a ser larga. Al final hablé poco más de diez minutos; no estaba nada mal tratándose de mí. Ahora ya puedo hablar de todo, me da la sensación de que tengo que contar toda la historia.
Al final no hicieron falta las gafas de sol; unas semanas después, pedí una segunda opinión y me dijeron que mi ojo duraría toda la vida. ¿Qué más se puede pedir a mi edad?
Era todo actividad. Por aquel entonces, Rob me había convencido de que me pusiera a trabajar en el libro y celebrábamos sesiones de trabajo con bastante regularidad, escarbando en rincones de la memoria que yo era reacio a explorar. Fue duro, catártico y doloroso por igual, pero la oscuridad se va disipando y resulta cada vez más llevadero.
La investigación de Rob planteó cuestiones interesantes sobre la naturaleza de la memoria. Me preguntó varias veces si estaba seguro de haber visto el lema Arbeit Macht Frei en las puertas de Auschwitz III-Monowitz. Al cabo de más de sesenta años, es lo que se ha grabado en la memoria colectiva, aunque figuraba en muchos campos. Según Rob, el relato más influyente sobre la vida en el campo —el del superviviente y escritor Primo Levi— menciona más de una vez el rótulo en Auschwitz, pero el exdirector de Investigación en el archivo de Auschwitz no estaba convencido. Eso le planteó un interrogante que le llevó a preguntarme en varias ocasiones sobre el tema, aparte de que ya no quedan muchas más personas a quienes preguntar. Entonces ocurrió algo extraño. Conocí a otro superviviente del mismo campo que vivía en el Reino Unido. Un hombre maravilloso llamado Freddie Knoller; seguro que trabajé con él en IG Farben sin saberlo. Rob también charló con él y no tenía ninguna duda acerca del terrible rótulo de marras. Yo solo lo había visto un par de veces, de pasada, pero él había pasado todos los días por aquella puerta.
Desde el principio quise entender el resto de la historia de la vida de Ernie. Quería saber qué le ocurrió después de Auschwitz y qué tal le había ido en Estados Unidos. Rob me había enseñado un breve fragmento del largo vídeo de la Shoah Foundation, únicamente la parte en la que Ernie hablaba de mí, de los cigarrillos y del comienzo de la marcha de la muerte. Dijo que quería llegar hasta el final de todas las entrevistas antes de enseñarme toda la historia de la vida de Ernie. Tendría que esperar un poco más.
Comenzó la investigación y, un buen día de 2010, Rob se presentó en Derbyshire con más noticias asombrosas. Esa vez no eran sobre Auschwitz, sino sobre un hecho anterior: el torpedeamiento del barco en el que me hundí en el Mediterráneo en 1941.
Me dijo que en los archivos constaba que los italianos habían perdido numerosos mercantes en el Mediterráneo en aquellos meses, pero que solo uno coincidía con mi relato, los demás se habían hundido en otro sitio o en otras fechas.
Rob estaba convencido de que el barco al que me refería era el Sebastiano Venier, también conocido como Jason. Sacó mapas y documentos encima de la mesa del comedor y dio toda clase de explicaciones; tenía que ser ese. Eso cambiaba muchas cosas para mí.
El 9 de diciembre de 1941, el Sebastiano Venier fue alcanzado por un torpedo disparado por uno de nuestros submarinos, el HMS Porpoise, mandado por el capitán de corbeta Pizey. Murieron cientos de soldados aliados, muchos de ellos neozelandeses. Hoy día probablemente lo llamarían fuego amigo y estaría catalogado como uno de los peores ejemplos de la Historia, pero entonces el cálculo había sido mucho más simple: las guerras no las ganaban los prisioneros y el tráfico marítimo enemigo estaba sirviendo para reabastecer a Rommel. Había que hundir los barcos para salvar la vida de los que seguían en combate, sin atender a cuántos prisioneros murieran. El bien común dependía de ello, con independencia del coste. El precio lo pagábamos hombres como nosotros.
Esa era la vertiente negativa. La masacre a bordo, especialmente en la bodega donde había dado el torpedo, había sido espeluznante, pero Rob había descubierto que no habían perecido todos los prisioneros del barco, sino que, de hecho, muchos habían sobrevivido al ataque. No me lo podía creer, aquello no podía ser.
Poco después de haber sido tocados por el torpedo, subí a cubierta y me lancé al agua sin pensármelo dos veces, nadando lo más deprisa que pude por alejarme del barco torpedeado. Había visto hundirse al barco lentamente desde lejos hasta que se fue a pique y desapareció de mi vista. Estaba convencido de que el barco se había hundido con todos aquellos pobres muchachos atrapados en él.
Me acordé de que el mar se picó enseguida y apenas se podía ver nada entre las olas. Después se nos había echado encima el cazasubmarinos italiano, pasando por entre los escasos supervivientes que había en el agua y echando cargas de profundidad. Aún guardaba el recuerdo visual del nombre del barco, el Centurion o algo así. Mirando los documentos, Rob dijo que aquel barco era seguramente el Centauro —un torpedero italiano clase Spica— y llevaba prisionero a un general neozelandés que vivió para contar lo que había visto.
En aquel momento había bastantes personas en el mar, pero poco a poco se fueron yendo al fondo. Por lo que yo había podido ver a mi alrededor, no quedó nadie más en el agua. Por lo tanto, pregunté cómo era posible que hubiera sobrevivido alguien. Muy sencillo, respondió Rob: el Sebastiano Venier no se había hundido; de hecho, se había hecho famoso por haberse mantenido a flote. Al principio no pude comprender lo que me estaba diciendo. Estaba convencido de que al barco le faltaban pocos minutos para hundirse cuando yo me eché al agua. Había sido otra respuesta automática; yo no tenía que pensar, sino actuar. Ahora me estaba enterando de la odisea que se vivió a bordo del barco mientras yo nadaba en el agua que estaba siendo minada por cargas de profundidad. El viaje de ida del Sebastiano Venier a Bengasi, transportando suministros, había sido una experiencia terrible para la tripulación; había sido el único de cinco barcos que había llegado. Los ataques aéreos desde Malta y las ametralladoras de la Royal Navy se encargaron de ellos. La tripulación había acabado con los nervios desquiciados. En concreto, el capitán se había puesto muy nervioso y alterado cuando se hicieron otra vez a la mar porque todos sabían lo que les aguardaba en el viaje de vuelta, menos los muchachos prisioneros en la bodega. Llegaron hasta la costa meridional de Grecia, donde, según testimonios de los supervivientes, el capitán detectó el periscopio de un submarino aliado asomando entre las olas. Sintió pánico y decidió inmediatamente que el juego había terminado. Tuvo miedo de que, en cuanto les alcanzara un torpedo, los cerca de dos mil prisioneros aliados se abrirían paso hasta la cubierta y ocuparían los pocos botes salvavidas de a bordo. Ordenó que la tripulación abandonara el barco antes de recibir el primer torpedo para salvar su propio pellejo. Esa decisión se volvió contra él, cubriéndolo de ignominia, y su suerte quedó echada.
El Sebastiano Venier estaba unas tres millas y media al oeste de Methoni, en el extremo suroccidental de Grecia, cuando el tercer torpedo disparado por el HMS Porpoise acertó de lleno en la proa del barco, matando en el acto a muchos hombres atrapados allí.
Algunos de los que yo había dejado atrás me imitaron y se echaron también al agua, convencidos de que el barco se estaba hundiendo, aunque solo sobrevivieron unos pocos. Entonces, el barco viró a estribor y muchos hombres que habían saltado por el lado del puerto se vieron atrapados y engullidos por el remolino cuando el barco dio media vuelta y fueron despedazados por las hélices.
El hombre que salvó el barco y al resto de los prisioneros fue un misterioso alemán que hasta el día de hoy no ha sido identificado. Apareció como un ángel de la guardia de lo más extraño, empuñando una pistola Luger y una llave inglesa. Restableció el orden y consiguió que los pocos ingenieros italianos abandonados por sus superiores se hicieran con el control y, hablando a través de un suboficial aliado, convenció a los prisioneros de que se calmaran y permanecieran a bordo. Les dijo que podrían salvar el barco si colaboraban y que su mayor enemigo era el mar. Ordenó que los hombres se colocaran a popa, diciéndoles que su peso serviría para equilibrar —por poco que fuera— el mamparo de proa; les dijo que su vida dependía de ello. Dio instrucciones de instalar puestos de primeros auxilios para atender a los heridos y puso otra vez en marcha los motores, aunque a poca velocidad. No podía creer lo que estaba oyendo; era una historia fascinante que me gustaría haber presenciado.
Para entonces, yo ya llevaría en el agua unos veinte minutos y había sido arrastrado lejos. Con la rémora de la proa inundada, el misterioso alemán hizo ciar al barco y recorrió lentamente las millas que quedaban hasta la costa. Varias horas después lo encalló en las rocas con el rechinante sonido del acero. Hubo sinceros vivas aliados dirigidos al marino alemán que había dejado a un lado la guerra para salvar al mayor número posible de hombres.
Los salvavidas con el capitán y la tripulación también se habían acercado lentamente a tierra y, cuando llegaron a la orilla, vieron el barco torpedeado renqueando hacia ellos en vez de haberse hundido. Si el barco se hubiera hundido, pocos habrían criticado al capitán por sacrificar a los prisioneros para salvarse él. Pero con el barco renqueando hacia tierra, estaba perdido y debía de saberlo. Según cuentan, fue arrestado, juzgado en consejo de guerra y ejecutado por su decisión de haber abandonado tan pronto al barco.
El alemán, que desapareció tan rápidamente como había aparecido, era un tipo absolutamente diferente, probablemente un ingeniero naval, pero su consideración por los prisioneros heridos no fue olvidada jamás. Quienes lo vieron hablaron de un hombre de gran valentía y humanidad que, enemigo o no, había salvado cientos de vidas aliadas, aunque hubo quienes murieron tratando de ganar la orilla desde el barco encallado.
Yo no sabía nada de esto porque estuve algún tiempo abandonado a mi suerte antes de que volvieran a capturarme y nunca llegué a encontrarme con otros supervivientes, aunque resultó que algunos también habían pasado por la «Hectárea de la Disentería».
Escuché lo que Rob me estaba contando, sumido aún en mis propios recuerdos. Era una historia fantástica. Según él, después de tanto tiempo no podía asegurarse nada con certeza, pero era muy difícil que se tratara de otro barco. Yo estaba atónito. Para mí había sido un episodio terrible, pero, como tantas otras cosas, quedó superado por lo que vino después.
Durante casi setenta años había dado por supuesto que era el único superviviente. Y ahora me caía del guindo.
—No hacía ninguna falta que me hubiera echado al agua.
—Eso parece —respondió Rob.
—Pues menudo tonto del culo —dije.