Tenía muchas ganas de hablar con Susanne después de tantos años. Necesitaba saber qué le había pasado a Ernie y cómo había sobrevivido. De paso, quería explicar mi extraño comportamiento de entonces.
Rob me había dicho que no quería contármelo por teléfono. Me dijo que había organizado una reunión y que querían que la cámara grabase las primeras palabras que cruzáramos los dos. Acepté, después de todo lo que les había costado llegar hasta ahí.
Más tarde, Rob llamó para decirme que se iba a retrasar un poco. Susanne quería esperar a que llegaran de Estados Unidos su hijo Peter y su esposa Lynn al cabo de unas semanas, de manera que pudieran ir los tres juntos a Derbyshire. Me pareció una buena idea. Pocos días antes de la reunión, me llamó Rob para sugerir que fuéramos todos a comer a un pub después de la filmación. No vi la necesidad, aparte de que no quería que nuestra reunión tuviera lugar en público. Ya nos prepararía algo Audrey, eso sería lo mejor. Después me confesó que pensaban que no íbamos a tener mucho que contarnos el uno al otro tras tantos años.
Comprendí su preocupación. No es como si en 1945 hubiéramos sido amigos. Yo había ido a verla por mi cuenta y riesgo y entonces comprendí que no había nada que yo pudiera decir para ayudarla. Al cabo de sesenta y cuatro años, incluso los amigos íntimos tienen que conocerse de nuevo, pero en nuestro caso era empezar desde cero.
Llegó el día. Quise hacer un esfuerzo y me puse una corbata de seda azul y oro, con un chaleco de dibujos. Nunca pensaba mucho en la ropa, pero venían a verme desde muy lejos y ninguno de nosotros éramos ya jóvenes.
Rob, Patrick y el cámara llegaron pronto. Audrey les hizo té y estuvimos charlando un rato. Estaban más nerviosos que yo. Sonó el teléfono móvil de Rob y salió fuera porque había mejor cobertura. Esa noche había llovido y el aire estaba húmedo. Volvió a entrar para decir que había llegado el coche y salió otra vez para indicarles el camino.
No iba a esperar a que sonara el timbre, de modo que salí y allí estaba ella, con un abrigo gris con el cuello de piel y un pañuelo rojo. Seis décadas es mucho tiempo, pero caminaba a paso vivo por el sendero del jardín con su hijo y su nuera Lynn. Torció para subir las escaleras de la casa, levantó la vista, sonrió y dijo: «Hola». Cuando llegó a la puerta la tomé de la mano y tuve la oportunidad de verla claramente por primera vez.
—Susanne —dije inclinándome para darle un beso, primero en una mejilla, luego en la otra—, ¿cómo está, querida?
—Qué alegría verle —dijo—, qué alegría verle.
Yo le había tomado ambas manos, de manera que pudimos vernos bien el uno al otro.
—Hace más de sesenta años —dije—, más de sesenta años.
Les hice pasar a casa.
—Qué lugar tan encantador —dijo Susanne contemplando las vistas por la ventana—. Me alegro por usted.
Me habían advertido de que podía mostrarse tímida, pero no fue así. Después dijo que las suaves colinas del Peak District le habían levantado el ánimo y le habían tranquilizado según venían en el coche.
—Era usted más alta la primera vez que nos vimos —me atreví a decir.
—He menguado mucho —dijo.
—Oh, bienvenida al club.
—Usted era muy alto —añadió—. Es lo único que recuerdo.
Santo cielo, era maravilloso verla después de tanto tiempo, pero lo reviví todo al momento. Tenía la sensación de que el extraño encuentro de 1945 se interponía aún entre nosotros y quería quitármelo de encima.
—He estado intentando recordar lo que le dije, debió de ser terrible porque yo estaba tan confuso que no pude explicarle nada de lo que sentía.
Ella asintió con la cabeza.
Hablamos de las cartas a mi madre, de los cigarrillos que me había enviado para Ernie, de todo.
—Hizo usted algo maravilloso —le expliqué—. Aquellos cigarrillos fuero una mina de oro para Ernst —dije, llamándole por su nombre original.
—Era lo menos que podía hacer durante la guerra —dijo—. Mi hermano era encantador. Tenía un corazón de oro, caía bien a todo el mundo.
Le conté la historia de cuando por poco le cogen en el Bude, el barracón aquel de IG Farben. Yo sabía que era inteligente. Supo conservar la calma.
—Sí, es maravilloso —dijo—. ¿No ha sabido usted en todos estos años que Ernie había sobrevivido?
—No tenía ni idea de que hubiera sobrevivido —contesté.
—¿En todos estos años? Santo Dios —me miró y añadió—: Ojalá estuviera aquí hoy.
—Lo mismo digo.
Me costó un poco asimilar sus palabras. Ernie había estado todo ese tiempo en Estados Unidos, nos podíamos haber visto sin problemas. Iba a decir algo cuando se me ocurrió una idea de repente. Me incorporé y traté de recomponerme.
—Me gustaría tener una fotografía suya y la oportunidad de hablar con su familia —dije.
—Estarán encantados —respondió, pero yo ya no pude oír más. Se me vino encima todo a la vez: las noticias de Ernie, los recuerdos horribles y la emoción contenida durante tantas décadas. Tenía un nudo en la garganta, me tapé la cara. Estaba doblado como si me faltara el resuello, inclinado delante de una mujer a la que apenas conocía y noté que se me saltaban las lágrimas que nunca había sido capaz de verter.
—Lo siento —dije con voz temblorosa. Seguía inclinado cuando sentí la mano de Susanne en el hombro.
Nadie dijo nada durante un rato. Entonces alguien rompió el silencio y sugirió que nos sentáramos y nos relajáramos. Alguien mencionó el té. Eso me dio algo que hacer. Volvía a ser el anfitrión. Tuve que respirar hondo varias veces, volver en mí, despejar el sofá e invitar a todos a sentarse.
Entonces fue más fácil. Lynn se puso a hablar tranquilamente. Dijo que sabía de mi existencia desde cuando conoció a Peter hacía muchos años. Ernie les había hablado de un prisionero de guerra inglés, llamado Ginger.
—Siempre he sabido de su existencia —dijo Lynn—, pero no sabíamos que se llamara Denis.
Contó que se había enterado de la historia durante un fin de semana que pasaron con él.
—No tengo palabras para expresar cuánto significaba para él. Me enteré de la historia unos cuarenta años después de que sucediera. Para él era muy importante que Susanne supiera que seguía vivo —siguió diciendo—. Nadie disfrutaba de la vida tanto como Ernie, era muy entretenido, un auténtico contador de historias. Sobrevivió y tuvo una vida maravillosa.
Susanne pacientemente había estado tratando de darme algo. Entonces, con un leve gesto y hablando en tono formal, como si lo hubiera ensayado, aprovechó para decir:
—Tengo el placer de darle esta grabación que hizo Ernie en 1995. —Y me alargó un DVD.
Peter explicó que era un breve extracto de la historia de la vida de Ernie grabada por la Shoah Foundation.
—Tiene que verlo, Denis —dijo.
Subimos por la escalera de caracol al entresuelo, donde abrimos los regalos de Navidad, y nos tomamos un par de sorbetes con la familia. Me dejé caer en el sofá, al lado de Susanne, y ellos pusieron el DVD en el reproductor.
Un par de segundos después apareció su fotografía congelada en la pantalla. Tendría unos setenta años bien llevados. El abundante pelo cano peinado hacia atrás y una elegante camisa azul con el cuello desabrochado. Reconocí el mismo rostro agradable que había visto en las fotografías, incluso en el recuerdo que yo guardaba de cuando lo conocí de joven. Estaba sentado en una sala con estanterías de libros por las paredes y un pequeño flexo por encima de su hombro derecho.
Me figuré que estaba en pleno relato de Auschwitz porque no sonreía.
—Oh, ahí está —dijo Susanne al verlo. Era la primera vez que iba a ver la entrevista y creí que no le resultaría fácil. Era su hermano, pero íbamos a verlo juntos. De pronto la imagen congelada se animó y Ernie empezó a hablarnos directamente a nosotros.
Estaba contando otra increíble historia del campo, acerca de dos judíos checos de Praga que hicieron amistad con un civil que les pasaba comida que le daban sus novias. Un buen preámbulo.
Poco a poco, su historia empezó a sonarme más familiar y tuve la sensación de que sabía dónde iba a ir a parar. «Tuve otro golpe de suerte», le oí decir. Él se encargaba de llevar la sopa a los trabajadores civiles alemanes. Entonces lo entendí. Siempre había creído que se encargaba de llevar algo y por eso se movía por el campo con más facilidad que otros prisioneros.
Contó cómo buscaba a los prisioneros de guerra ingleses. Quería decirles que tenía una hermana en Inglaterra. Dijo que había estado observando durante un tiempo a cierto prisionero con el uniforme caqui. Me di cuenta de que se refería a mí.
Dijo que creía que yo era soldador y que estaba esperando a que yo echara una colilla al suelo. Todo cuadraba. Reviví aquel momento mientras le escuchaba. Estaba contando cómo nos habíamos presentado hacía una eternidad. Ernst me dijo su nombre y me preguntó cómo me llamaba yo. Agarré de la mano a Susanne. La respuesta fue «Ginger».
—Gingy —repetí, tal como me había sonado a mí en sus labios aquella primera vez.
El rostro de Ernie se iluminaba al hablar. Ladeó la cabeza y miró a lo lejos cuando describió mi pelo rojo. Las comisuras de los labios dibujaron una cálida sonrisa cuando me recordó como un joven soldado.
Sus recuerdos diferían en algún detalle. Creía que yo había apuntado la dirección. Por mi parte, estaba seguro de haberla memorizado, pero la cosa estaba más clara que el agua. Se acordaba de mí, que era lo importante.
Contó toda la historia igual que la he contado yo aquí. Recordó cómo le había dado cigarrillos cuando no miraba nadie y cómo le había llamado meses después. A medida que la historia llegaba al final espació las palabras. «Me dio una carta —dijo con un suspiro y tragando saliva para contener la emoción— y diez paquetes de cigarrillos y una tableta de chocolate de parte de mi hermana.» Hubo un destello en su mirada.
Y allí estábamos Audrey, Susanne y yo, con Peter y su esposa, en mi casa de Derbyshire escuchando a Ernie contar su historia sesenta y cuatro años después de que ocurriera. Como un mensaje de ultratumba.
Dijo que no estaba seguro de haber sido el único en tener tanta suerte, porque jamás lo había hablado con nadie. Sabía que si se lo contaba a alguien me ponía a mí en peligro y por eso había guardado silencio. Me conmovió.
Lo que yo había hecho era una nimiedad en comparación con los crímenes que Ernie había padecido, aunque, al verle, supe que había significado mucho para él. «Diez paquetes de cigarrillos ingleses —dijo como si quisiera resaltarlo—, era como si me hubieran regalado el Rockefeller Center.»
Había estado en Auschwitz III en 1944, al lado del campo de exterminio, y yo le había entregado una carta de su hermana de Inglaterra. Cincuenta años después, parecía tan asombrado al repetirlo como lo recordaba yo por aquel entonces.
Pero ¿cómo había sobrevivido a la marcha de la muerte? Todavía no se lo explicaba. Me ajusté el audífono para no perder palabra cuando empezó a hablar de lo que había hecho con los cigarrillos.
Había vendido muchos a cambio de lo que llamaba «futuros favores». Ernie había conservado su generosidad incluso en Auschwitz. Había dado algunos a un amigo llamado Maki, otros para facilitarle la vida a un hombre de Breslau que había ido allí en el mismo transporte que él y otros a su Kapo, sin duda como protección. Y después aclaró la cuestión.
«Tenía las suelas de las botas muy gastadas», dijo. «En los campos también había zapateros, por supuesto, y conseguí un par de suelas nuevas para las botas por dos paquetes de cigarrillos Players ingleses.» Empezaban a encajar todas las piezas. «Eso —dijo— fue lo que me salvó la vida en la marcha de la muerte de 1945.»
Por fin, así de sencillo. Habían sido las botas. Yo había caminado por encima de todos aquellos cadáveres. Personas que se quedaban rezagadas y les pegaban un tiro, que se quedaban congeladas y les pegaban un tiro, que se hacían rozaduras con los zuecos de madera en los pies hinchados y se caían y les pegaban un tiro. Ernie había empleado los cigarrillos para conseguir lo único que le permitiría salvarse de la muerte: unas buenas botas.
Explicó la gran suerte que había tenido, en comparación con otras personas del campo. Estaba en mejores condiciones que otros muchos cuando las SS prepararon la evacuación de Auschwitz al aproximarse los rusos. Hablaba alemán, tenía algo de pan que había guardado, cigarrillos para trapichear y unas botas adecuadas para una larga marcha. Cuando los de las SS los sacaron de allí decidió que era mejor estar en cabeza de la columna. Sabía que, dondequiera que se dirigieran, el espacio sería limitado. Quienes marcharan en cola de la columna podían acabar durmiendo en el hielo.
Habló de las fuertes nevadas, del frío terrible, tal como yo lo recordaba. Según sus cálculos, habían sacado de Auschwitz III unas diez mil personas, más otras treinta mil de Auschwitz I. Habían emprendido, encañonados, los sesenta y cuatro kilómetros de marcha hasta Gleiwitz en aquel fatídico día.
Dijo que era irrealizable para la inmensa mayoría de los prisioneros en aquella época del año; por la escasa vestimenta, la mala salud y las privaciones sufridas. «Caían como moscas», dijo. «Al que caía le pegaban un tiro.»
—¿No se le nota triste? —dijo Susanne al terminar el visionado—. Estaba reviviendo toda la historia.
Quisieron ver mi primera reacción, pero no tuve palabras para expresarla. Me alegré de que se acordara de mí y de haber tenido que ver en su supervivencia.
—No había oído esta historia —dijo Susanne—. Ha sido maravillosa.
Entonces me di cuenta de que también para ella había sido una revelación. Ella había hecho lo que había podido, pero nunca había llegado a saber realmente cómo los cigarrillos pasados a su hermano le habían ayudado a sobrevivir.
—No pude hacer mucho durante la guerra —me dijo—, pero me alegro de que sirviera.
Hizo una breve pausa y luego me deseó larga vida y mucha felicidad, y eso, a mi edad, es muy importante.
Le hablé de mis intentos fallidos de volver a verla después de la guerra, para hallar paz cuando ya me encontraba más estable.
—Ojalá hubiéramos estado en contacto —dije.
—Sí —respondió ella—. Hubiera estado bien, cuando éramos más jóvenes.