Capítulo 20

El equipo de televisión quería filmarme fuera, de manera que me eché encima algo de abrigo. Hice varias entradas y salidas, abriendo y cerrando puertas y repitiendo los movimientos desde diferentes ángulos. Di un poco de hierbabuena a los dos ponis Shetland, Oscar y Timmy, que compramos para impedir que se los llevaran a Francia para convertirlos en carne. No soporto ver sufrir a los animales. La filmación se me hizo eterna. Todavía no podía creérmelo. Ernst había sobrevivido a la marcha de la muerte, pero ¿cómo se habían enterado de su historia?

Veinticuatro horas antes, Rob y Patrick habían estado muy cerca de abandonar. Habían llegado a Solihull un día húmedo y desapacible y habían detenido el coche delante de una confortable casa de las afueras. Iban a ver a Andrew Warwick, cuyos padres aún vivían en Tixall Road. Les hicieron pasar a la cocina y, apoyado en la encimera, repitió la historia de cómo había visto a la señora que estaba seguro de que era la Susanne que ellos estaban buscando. Para ahorrarles tiempo les llevó al sitio. The Plume of Feathers era un pub grande y confortable con comedor. Un local muy concurrido, no el típico establecimiento donde el dueño conoce a muchos parroquianos por el nombre. La mujer que atendía la barra tenía un vago recuerdo de una señora mayor que respondía a la descripción que le hicieron y que solía acudir a comer con una amiga. Por lo general, se sentaba al lado de la ventana, pero hacía mucho tiempo que no la veían.

No era una pista muy concreta. A medida que se acercaba el mediodía, la cola de personas mayores bien vestidas esperando su turno para pedir la comida formaba una sinuosa línea que recorría el pub hasta la puerta. Muchas mujeres respondían a la descripción de Susanne.

Rob y Patrick se pusieron a hacerles una pregunta aparentemente de difícil respuesta. ¿Habían oído hablar de una señora mayor llamada Susanne que había escapado de Alemania cuando la guerra? Era absurdo. Dejaron sus tarjetas de visita en la barra y salieron al solitario aparcamiento con sensación de abatimiento. Patrick sugirió ir a una biblioteca pública y volver a mirar el censo electoral. Pero, en vez de eso, se dirigieron a Tixall Road para dar las gracias a Mr y Mrs Warwick por su ayuda y para filmar la casa. Tenían el ánimo por los suelos. La única pista que les quedaba era que una tal Susanne James había vivido en Warwick Road hacía ocho años.

Se pusieron otra vez en marcha. Rob daba vueltas y vueltas al mapa, empeñado en leerlo sin gafas a la distancia de un brazo. Patrick se detuvo en el bordillo de una calle ancha y arbolada.

—Estamos haciendo el tonto —dijo inclinándose para ver el mapa—, creo que tenemos que ir ahí. —Trazó un círculo en el aire con el dedo que abarcó la mitad de Birmingham. Murmuró algo de una aguja en un pajar, dio media vuelta y, al cabo de unos kilómetros, la señalización vial volvió a cobrar sentido. Estaban otra vez sobre la pista.

Aun cuando hubiera habido una Susanne censada en Warwick Road, existían innumerables razones para que pudiera no estar ya allí. Podría no estar viva o podría estar en una residencia. Si tenía un hijo en Estados Unidos, podría haberse mudado allá.

Detuvieron el coche a la vuelta de la esquina de la dirección de Warwick Road y continuaron a pie. Había sido una agradable calle residencial hasta que la invadió el tráfico. Ahora era una transitada arteria, la carretera A41 entre Birmingham y Solihull. El paso constante de coches había dividido en dos el vecindario. Era poco probable que los residentes de un lado de la carretera tuvieran mucho contacto con los de enfrente. Eso no era bueno. El polvo y el humo de los tubos de escape habían ennegrecido la pintura e incluso las hojas de los arbustos. Los pequeños jardines de las fachadas de las casas se habían echado a perder a causa del tráfico.

Comprobaron una vez más la dirección, se dirigieron a la puerta de entrada y llamaron al timbre. No hubo respuesta. Volvieron a intentarlo y nada. Hicieron lo mismo en la casa de al lado. No había nadie, era mediodía. Recorrieron la calle sin obtener respuesta alguna. Era el tipo de periodismo de llamar a la puerta que ya no practica nadie; está claro por qué.

Quedaba una última puerta donde no habían llamado y, esa vez, sí había alguien en casa. Se oyó el sonido de varios cerrojos al descorrerse. Se abrió la puerta con un chirrido y por la ranura asomó cautelosamente un hombre de mediana edad. No era el tipo de barrio en el que se presenta gente de improviso.

Sonrieron y empezaron a explicarse. Eran periodistas y estaban buscando a una mujer mayor llamada Susanne, posiblemente Susanne James, que había escapado de Alemania antes de la guerra. Al principio no dijo nada, pero luego se puso menos tenso y entreabrió la puerta un poco más.

Acreditaron su identidad y le dejaron hablar. Estaba intrigado con aquellos inesperados visitantes. Dijo que recordaba a una vecina llamada Susanne James, pero que se había mudado de allí hacía años.

—¿Cree usted que está viva? —preguntaron.

—Que yo sepa, sí —dijo. Los dos hombres del umbral respiraron hondo—. ¿Qué quieren de ella? —preguntó.

Le resumieron el caso y le aseguraron que a ella le gustaría que la encontraran. Tenía que ver con su hermano y la guerra. Hubo una pausa, el hombre estaba sopesando si dejarles pasar o no.

—Pasen —dijo. Entraron a un pequeño pasillo. En el suelo había un ordenador por desembalar, con los cables fuera. No era el momento más oportuno. Estanterías con libros oscurecían la escalera. El hombre se llamaba Michael y saludó cordialmente a Rob y Patrick. Tenía una sonrisa irónica en la cara, como si estuviera tratando con un par de adolescentes traviesos a los que todavía no sabía si decidir seguirles la corriente o mandarles a paseo. Ellos siguieron hablando para romper el hielo. Y entonces él les tendió la mano.

—Lo cierto —dijo— es que conozco bastante bien a Susanne James. Nuestras familias fueron vecinas durante muchos años.

Patrick esbozó una sonrisa. Hubo otro silencio. Michael miró hacia la alfombra y se mordió el labio un momento. No parecía estar seguro de qué decir. Rob le ayudó amablemente:

—¿Cómo podríamos ponernos en contacto con ella? —preguntó. Hubo otra pausa antes de tomar la decisión.

—Podría llamarla por teléfono —dijo.

No necesitó respuesta. Michael comprobó el número antes de marcar. Alguien contestó y él empezó a explicarse. Pronto se quedó atascado, de manera que se volvió a Rob y Patrick y les dijo:

—¿Por qué no hablan ustedes mismos con ella? Se la paso.

Les pasó el teléfono. Al otro extremo de la línea, Rob oyó la voz delicada y amistosa de una mujer mayor. Habían encontrado a la chica que yo había visto sesenta y cuatro años antes, en los tiempos en que yo luchaba por recobrar la cordura. Había llegado de Alemania con el Kindertransport en junio de 1939, a la edad de quince años. Una inesperada llamada telefónica en un húmedo día de Solihull había empezado a desvelar la historia.

Michael les advirtió de que era bastante tímida, pero ese día demostró todo lo contrario. Susanne les dio su dirección y les dijo que fueran inmediatamente. Rob sugirió que se vieran en un par de horas, para darle a ella tiempo de pensar. No quería precipitarse.

Recorrieron dos o tres kilómetros de carretera para matar el tiempo y encontraron un café árabe con mesas de formica desportillada. Pidieron falafel con ensalada, y Rob un té bien cargado. No paraba de sonreír y le resultaba difícil permanecer sentado.

Patrick, tranquilo y seguro de sí mismo, estaba pensando en la logística, haciendo como si fuera un trabajo más. Así prevenía las decepciones. ¿Debería filmar el encuentro o eso asustaría a una señora mayor que todavía no sabía lo que querían? Ninguno de los dos las tenía todas consigo. Rob balbuceó:

—Creo que hemos dado en el clavo. ¿Tú qué crees?

Patrick, que había sido un productor importante en Bagdad hasta hacía poco, no quería caer en una euforia prematura. Tiene un fuerte acento de Blackburn y elige las palabras con cuidado.

—Vamos a verlo, ¿no te parece? —dijo.

El coche se detuvo en una tranquila zona residencial con cuidados jardines. Y allí estaba ella. Una pensionista menuda, con el pelo blanco arreglado, se acercó por el camino que partía de su casa. Rob ajustó la grabadora, con idea de captar el momento del saludo, pero decidió que el momento era demasiado precioso y prefirió presentarse.

—No tengo palabras para expresarle nuestra satisfacción por haberla encontrado —dijo una vez que estuvieron dentro de la casa y sentados en el sofá.

Creo que él pensaba que no iban a encontrarla nunca, pero no se rindió. A ella la llamada telefónica le había sorprendido, pero como no había tenido mucho tiempo para darle vueltas, la había asimilado bien. Llegaron las tazas de té, se arrellanaron en el sofá y empezó a contar su historia.

Susanne había nacido en 1923 en Breslau, una bonita ciudad medieval, entonces parte de Alemania. Su nombre original era Susanne Lobethal y vivió en el 45-47 de Goethestrasse.

Habían sido una prominente familia judía, pero el padre los había abandonado y habían pasado estrecheces. Después, en vísperas de la guerra, Susanne consiguió plaza en el Kindertransport a Inglaterra, pero Ernst no. Se quedó en Alemania y fue deportado a Auschwitz en enero de 1943.

Entonces empezaron a entender por qué había sido tan difícil dar con Susanne. Resultó que nunca había adoptado el apellido Cottrell en Inglaterra. Había sido una suposición errónea por mi parte, aunque sí había considerado como madre adoptiva a Ida Cottrell, la mujer que la había acogido. Después de la guerra, Susanne se había nacionalizado británica y había acortado su apellido dejándolo en Bethal, que no había aparecido nunca en todas nuestras pesquisas. Había fallado un eslabón vital. De no haber sido por la información suministrada por la familia Warwick, todos los esfuerzos habrían sido inútiles. Para mayor confusión, su primer marido había muerto en 1994 y, al contraer nuevas nupcias, había vuelto a cambiar de apellido. Su nuevo marido, Richard —quien lamentablemente fallecería un año después de la entrevista—, estaba sentado en su butaca, perplejo por tanta actividad, pero disfrutando de la compañía.

No hubo manera de convencerla para hacerle una entrevista para la televisión, al final sí era tímida.

—Oh, salgo horrible en las fotografías —les dijo. No era verdad. Parecía la abuela ideal.

Sentada junto a ellos en el sofá, confirmó lo que solo se habían atrevido a soñar. Su hermano había sobrevivido contra todo pronóstico. Había triunfado sobre Auschwitz y la marcha de la muerte. «Ernie», como ella le llamaba, había sufrido grandes penalidades y las había superado, y eso tenía algo que ver con los cigarrillos. Después de la guerra tardaron muchos años en verse y luego lo habían hecho rara vez. Se había nacionalizado norteamericano e, igual que Susanne, había acortado el apellido, solo que, en vez de Bethal, él se convirtió en Ernie Lobet.

Recordaba la carta a Auschwitz y los cigarrillos enviados con incertidumbre durante la guerra, pero poco más.

Sabía que le habían ayudado a sobrevivir, pero no sabía exactamente cómo. Recordaba haber conocido en 1945 a un soldado británico alto, un hombre extraño que había vuelto del cautiverio y la había localizado para decirle que los cigarrillos habían llegado a su destino. Se refería a mí.

Yo había sufrido una dura guerra y un terrible cautiverio, y había sobrevivido a la marcha por Europa central antes de volver a casa. Por aquel entonces había perdido mucho peso y corría peligro de perder la razón. Ahora estoy seguro de que le causé una terrible impresión e hice bien poco por calmar su angustia. Sesenta y cuatro años atrás entré en su vida y volví a salir sin dejar rastro.

Después de la filmación hubo un largo período de tregua. No tuve muchas noticias de Rob ni Patrick, y empecé a preguntarme qué estaba pasando. En ese momento pasó a primer plano en esta historia Peter, el hijo de Susanne que vive con su esposa en Estados Unidos. Susanne les había dicho que Ernst había grabado la historia de su vida para el USC Shoah Foundation Institute, que recopila testimonios en vídeo de supervivientes del Holocausto. Con el tiempo se ha convertido en un gran archivo de los aspectos más siniestros del siglo XX. Peter tenía una copia de la entrevista que Ernie —como le llamaré a partir de ahora— había realizado en 1995.

Cuando Rob llamó a Estados Unidos para hablar con Peter, se enteró de que Susanne se le había adelantado y le había dado la noticia de la visita muy emocionada. Rob contó a Peter la historia tal como él la conocía en aquel momento y le pidió que comprobara si en la entrevista de Ernie hacía alguna mención, aunque fuera de pasada, a un prisionero de guerra británico que pudo haberle ayudado cuando estuvo en Auschwitz.

Yo le había dicho a Rob que no había utilizado mi verdadero nombre. De haberme identificado, lo habría hecho con el sobrenombre de Ginger. Rob se lo dijo a Peter, que recordaba con mucho cariño a su tío. Aceptó repasar la entrevista, que duraba varias horas.

Un par de días después, Rob volvía del trabajo a casa más tarde de lo habitual por la estación de ferrocarril de Blackfriar’s, en Londres. Ya había oscurecido, se estaba echando encima el invierno y la brisa estaba cargada de humedad. Para matar el tiempo caminó hasta el final del andén, que se extiende sobre el Támesis, para disfrutar de las vistas. Estaba mirando la cúpula de la catedral de St Paul’s, al otro lado de los reflejos entre las negras aguas, cuando sonó el móvil.

Era la voz de Peter, algo apagada por la línea telefónica transatlántica:

—He visto el vídeo y es increíble —dijo—. Rob, tiene usted que verlo.