Capítulo 19

El silencio continuó. Audrey no sabía ningún detalle de mi estancia en el E715, del intercambio de Auschwitz ni de Ernst. Si me preguntaba, yo me negaba a hablar de ello. No encajaba con nuestras vidas de posguerra. Estaba bien guardado.

Tampoco había muchas personas que quisieran saber, aparte de que las ocasiones de hablar eran pocas. Si me preguntaban, yo no podía responder. La mía no era la experiencia de un auténtico superviviente del Holocausto. Había sido testigo de uno de los mayores crímenes contra la humanidad, pero no había sido víctima. ¿Qué podíamos decir? ¿Dónde encajábamos? Para entonces Ernst era uno de los muchos rostros demacrados almacenados en mi memoria, uno de tantos hombres cuya muerte podría no ser recordada jamás por nadie.

Pero algo se estaba moviendo. No dentro de mí, eso todavía no, sino fuera. La opinión pública ya era consciente del Holocausto, las cámaras de gas y los crematorios. Las terribles imágenes de los campos de concentración habían empezado a aparecer años atrás en los documentales. Los espectadores se habían acostumbrado a las imágenes y habían dejado de ver a las víctimas como individuos, como personas aisladas.

Ahora era diferente. La atención empezó a desplazarse de las cámaras de gas a las políticas de trabajo esclavo de los nazis. Yo sabía que las víctimas que había visto eran menos que esclavos. Un esclavo tenía valor para su amo, mientras que el trabajo que aquellas personas se habían visto obligadas a realizar en sitios como la Buna-Werke de IG Farben era principalmente un método de asesinato. Empezaron a emitirse programas de radio y televisión dedicados a sus experiencias.

En setiembre de 1999, vi en The Times un artículo sobre un superviviente judío de la Buna de Auschwitz llamado Rudy Kennedy, cuyo nombre original era Karmeinsky. Había aparecido varias veces en la radio y la televisión, propugnando una compensación a las víctimas de los campos de trabajo esclavo de los nazis. Por extraño que parezca, vislumbré la posibilidad de que pudiera conocerle y de que pudiéramos haber trabajado juntos en IG Farben. Intenté contactar con él a través del periódico, pero no dio resultado.

Algunos supervivientes empezaban a manifestar su cólera como nunca lo habían hecho. Empezaba a tener su impacto. En agosto de 2000, tras años de titubeos, el Gobierno alemán y varias empresas de primera fila constituyeron la Fundación Recuerdo, Responsabilidad y Futuro, con diez mil millones de marcos alemanes para compensar a los trabajadores esclavos y otras víctimas de los nazis.

Se nos instó a que solicitáramos la compensación, cosa que hice en tiempo y forma debidos ante la Organización Internacional para las Migraciones, uno de los grupos que administraban el plan. Les costó dos años rechazar mi solicitud, así como todas las enviadas por los prisioneros aliados del E715. El dinero no me importaba, lo que me molestó fue que no reconocieran lo ocurrido. Una vez más quedaba sin reconocimiento lo que habíamos pasado. Efectué una apasionada reclamación y animé a los demás muchachos a que hicieran lo mismo.

Me sumí en un período de intensa actividad y frenética redacción de cartas. Bombardeé a los parlamentarios, al ministro de Defensa, incluso al entonces primer ministro Tony Blair. Estaba decidido a que la gente supiera que los prisioneros aliados habían realizado trabajos forzados, a veces en unas condiciones terribles. No habíamos estado sentados esperando nuestra liberación. También habíamos sido trabajadores forzados.

Yo particularmente quería que el Gobierno británico supiera de la existencia del E715, un campo tan próximo a Auschwitz que habíamos formado parte de su mano de obra. Mi opinión era que al menos merecíamos un pago semejante al de los prisioneros de Extremo Oriente que habían padecido a manos de los japoneses. Algún tiempo después, llegó un cheque de la OIM por importe de 5000 libras esterlinas. Me alegré de que mi reclamación al plan alemán hubiera prosperado, pero muchos muchachos volvieron a ver rechazadas las suyas. No me pareció bien.

Por primera vez desde 1945, volvía a tener que ver con la guerra, si bien todavía no había explorado mis propios recuerdos de lo ocurrido. El Museo Imperial de la Guerra envió a alguien a hablar conmigo. No sé cómo se las arregló, pero hizo un trabajo de primera. Consiguió hacerme hablar. No era fácil. Pero no tardé en ponerme en situación. Me esforcé por primera vez en evocarlo todo. Cosas de las que no había hablado nunca, seguramente me atropellé un poco, pero ya había dado el primer paso. Estaba hablando. Cuando se fue la entrevistadora, me di cuenta de que no le había contado ni la mitad. Apenas había arañado la superficie.

Un día se presentó alguien a la puerta. Hacía buen tiempo, que en Derbyshire significa que no llovía, y yo estaba dando vueltas por casa. Cuando sonó el timbre, fui a abrir y me encontré con un hombre que se presentó como oficial del Ejército, aunque iba vestido de civil. Entró y se sentó en el sofá. Estaba diciendo que trabajaba para una organización de exsoldados llamada Combat Stress. En ese momento golpeó sin querer la taza que Audrey le había servido y el té cayó sobre la alfombra nueva. Le tranquilicé, tras lo cual se puso a explicar que su organización se dedicaba a ayudar a antiguos soldados a superar el trauma de la guerra. Quería saber si yo necesitaba algún apoyo. Mi respuesta fue breve: «Llegas con sesenta años de retraso», dije.

Miré la graduación en su tarjeta de visita y entonces fui a la carga. Por lo que pude ver, no había participado en ninguna guerra, por lo tanto; ¿él qué sabía? Fui muy directo. Espero que no demasiado desabrido. A los soldados se nos había desmovilizado con un traje barato y no se nos había dado ni las gracias. Yo había sobrevivido solo a años de pesadillas y angustia mental y ahora, con ochenta años ya, venían a ofrecerme ayuda. La mayoría de los muchachos estaban muertos.

Ni el Gobierno ni el Ejército se habían preocupado después de la guerra. Así eran las cosas entonces. O se hacían cargo las familias o no había nada que hacer. No había podido eliminar del todo las pesadillas, pero al menos ya no me dominaban. Aquel hombre de Combat Stress no representaba al Gobierno ni al Ejército y estaba tratando de ayudar, pobre hombre. Después me dio pena. Hacen un trabajo excelente.

La situación empezó a cambiar de verdad en 2003, cuando me pidieron que participara como invitado en un programa de radio local sobre las pensiones de guerra. Me senté en el estudio y me comentaron que íbamos a hablar del Servicio Social de Pensiones de Guerra. Se encendió la luz de «En el aire». El programa era en vivo y en directo. Había otros dos invitados más, el micrófono estaba abierto y yo sabía lo que había ido a decir. En ese momento, el presentador me hizo una pregunta totalmente inesperada. Me preguntó por mi hoja de servicios.

Como suelo hacer siempre, empecé por el principio. De pronto me vi hablando por primera vez sobre la guerra de un modo muy personal. Empecé poco a poco, pero a medida que lo iba recordando todo, me venían también palabras en alemán. En un momento dado, el presentador tuvo que pedirme que tradujera una frase que había dicho en alemán para que el público la entendiera.

Pronto fluyeron los recuerdos y las palabras se agolpaban en mi boca. Nunca más volverían a hacerme callar.

Resumí la historia que he relatado aquí, hasta que empecé a describir Auschwitz y el trabajo con los prisioneros judíos todos los días de sol a sol. Eso fue otro cantar. Se me quebró la voz, afloraron los sentimientos y tuve que parar. Hubo una larga pausa. Me rehíce, esforzándome por dar con las palabras adecuadas. Seguí con una parte menos emotiva del relato y aproveché para recomponerme. A continuación, volví a la carga. Describí el nauseabundo olor de las chimeneas de los crematorios. Pude olerlo mientras hablaba. De nuevo, se me quebró la voz. Los otros invitados del estudio estaban en silencio y al presentador no le hizo falta preguntar nada. Le conté cómo me había acostumbrado a ver todos los días palizas mortales a los prisioneros. Algo se liberó en mí en aquella ocasión: pude hablar de todo como no lo había hecho nunca. Aquello era nuevo en mí. Tras aquel programa hubo otras entrevistas. Los viejos recuerdos seguían emergiendo permanentemente, ya no estaban encerrados. Yo era libre.

Escribí a Les Allen, secretario honorario de la Asociación Nacional de Exprisioneros de Guerra, y le expuse mi caso. Poco después, Les envió a un periodista de la BBC, Rob Broomby, a visitarme. Había estado investigando la historia de los prisioneros británicos en las inmediaciones de Auschwitz. Además, había trabajado en muchos de los primeros informes sobre los trabajadores esclavos judíos en empresas alemanas. Había vuelto de Berlín no hacía mucho, donde había sido corresponsal de la BBC. Me gustó el estilo de Rob. Cercano y respetuoso. Comprendía.

Rob se iba a convertir en parte de esta historia por muchos conceptos. Estaba estudiando el caso de la compensación a los prisioneros británicos forzados a trabajar para los alemanes. Le hablé del prisionero judío Ernst, cuya hermana vivía en Inglaterra, a quien yo había tratado de ayudar pasándole cigarrillos a escondidas. Le hablé del intercambio con Hans y le describí las noches en Auschwitz III.

No me sorprendió mucho que la historia del intercambio no quedara bien recogida en la emisión. Me enteré más tarde de que Rob había intentado hacer otra cosa con aquella parte de la entrevista, pero que no había cuajado y había desechado la idea.

Pasaron unos cuantos años antes de que Rob, esta vez cuando trabajaba para un productor de la BBC llamado Patrick Howse, se pusiera en contacto conmigo. Corría el otoño de 2009 y querían grabar una entrevista con mi historia para la radio y la televisión. Esta vez iban a centrarse en el intercambio de Auschwitz y en mis intentos de ayudar a Ernst.

En las semanas que siguieron, Rob telefoneó en repetidas ocasiones para hacer más preguntas. Se le ocurrió la descabellada idea de localizar a la hermana de Ernst, Susanne. Según él, si todavía estaba viva, podrían averiguar cómo murió Ernst. Yo no había vuelto a hablar con ella desde 1945 y no tenía modo de saber qué rumbo había tomado su vida. Si seguía viva, ya tendría un montón de años, como todos nosotros.

Recurrí a mi pequeño libro de direcciones de piel marrón de 1945 para ver qué podía averiguar. Estaba viejo y gastado, pero aún era legible. En aquel entonces había apuntado su nombre como Susanne Cottrell, 7 Tixall Road, Birmingham. Me figuré que sería un nombre de adopción.

Rob me tenía al corriente de sus pesquisas, por eso me di cuenta de que no le iba bien. Pasaban semanas sin que me contara nada.

En la Asociación de Refugiados Judíos le habían dicho que Cottrell no les sonaba para nada como apellido judío y que sus especialistas en Kindertransports no podían localizar a nadie solo por el nombre. Sus indagaciones en los archivos del Consejo de Refugiados de Birmingham habían sido igualmente infructuosos.

El primer golpe de suerte vino de la mano del censo electoral de 1945, que incluía tres electores en la dirección de Tixall Road. Los tres se apellidaban Cottrell, pero ninguno se llamaba Susanne. Eran tres mujeres: Ida, Sarah y Amy. Me preguntó si alguna de ellas podría ser Susanne inscrita con otro nombre. Yo no tenía forma de saberlo.

Era inútil. Yo sabía que Rob participaba en los noticiarios diarios de la BBC y que las horas de investigación le robaban tiempo de sus otras obligaciones. Creí que seguiría unas semanas y después tiraría la toalla. Es lo que suele ocurrir. En realidad solo se trataba de una noticia de cuatro minutos por televisión y un poco más larga por radio. No era exactamente una investigación importante de periodismo documental.

Un día me llamó con un hallazgo relevante. Había logrado contactar con los actuales moradores de 7 Tixall Road. En un país donde las casas cambian de manos a intervalos regulares, le había sorprendido encontrar viviendo allí a un matrimonio mayor que le había comprado la casa en los años sesenta a una señora llamada Cottrell. Recordaban haber oído la historia de la chica judía alemana que los Cottrell habían acogido durante la guerra. Rob estaba exultante, pero aquello solo confirmaba lo que yo ya sabía. No había descubierto nueva información. Eso le dio ánimos durante un tiempo, aunque no significaba que todavía estuviera viva. La pista se perdía. Me estrujé el cerebro en busca de más detalles de aquel traumático encuentro para ayudarle, pero no me salía nada. Aquel período lo tenía como borroso.

Yo no estaba seguro de que la hubieran adoptado legalmente, extremo que, de ser cierto, constaría en archivos privados. En el censo electoral, en los padrones e incluso en los listines telefónicos figuraban numerosos Cottrell esparcidos por todo el país, pero las horas pasadas al teléfono fueron en vano. Sus colegas estaban empezando a preguntarse si no era una pérdida de tiempo. Tenían muchas historias más fáciles al alcance de la mano.

Solo le quedaba una cosa por hacer. En su desesperación, volvió a telefonear a algunos con los que ya había hablado.

Llamó otra vez a la familia de Tixall Road. Habían tenido algún tiempo para pensar desde la primera llamada. Habían hablado con su hijo Andrew, que vivía en el cercano Solihull. No solo recordaba haber oído la historia de la chica alemana que había llegado a Gran Bretaña como refugiada a principios de la Segunda Guerra Mundial, sino que estaba seguro de que seguía viviendo en la zona de Birmingham. Creía que se había casado y había adoptado el apellido James, y que tenía un hijo llamado Peter. Eso estaba mejor. Estaba seguro de haberla visto hacía uno o dos años cenando en un restaurante de la localidad.

Era una magnífica noticia. Rob se puso a buscar a una Susanne James con un hijo llamado Peter, que creía que había emigrado a Estados Unidos, donde trabajaba como contable. La búsqueda se extendió a ambas orillas del Atlántico, aunque James era un apellido relativamente corriente.

Pero Andrew había dado otra pista más. Estaba convencido de que Susanne había vivido hasta hacía poco en una dirección de Warwick Road, en la zona de Acocks Green de Birmingham.

Era una calle muy larga. De hecho, tan larga que había más de un James empadronado en ella en los últimos años. Uno de los números a los que llamó resultó ser un establecimiento de comida para llevar, más interesado en recibir pedidos que en localizar personas.

Hubo otra lista intrigante. En el censo electoral de 2001 figuraba una Susanne E. James en una dirección de Warwick Road. El misterio era que había otros dos nombres censados en el mismo domicilio, uno de los cuales parecía de Europa del Este. La mujer que atendió la llamada era demasiado joven para ser Susanne y se quedó perpleja. Lógico, al oír a un perfecto extraño haciendo preguntas raras sobre una mujer a quien estaba claro que no conocía. Al final recordó que, como posible futura compradora, le había enseñado la casa a una mujer mayor y menuda, con el pelo cano. Estábamos cerca; pero no pudo acordarse de cómo se llamaba.

Más frustración. Rob me llamó para decir que estaba a punto de dejarlo. Llevaba semanas investigando y no había sacado gran cosa en claro. Patrick y él fijaron una fecha para grabar mi historia para la radio y la televisión, tal como habíamos quedado.

Me dijo que se habían reservado en la agenda un día para llamar a otras puertas de Birmingham en un último intento de probar suerte, pero que después tendrían que meter la tijera. Tal era la presión de las noticias. Cuando le oí, tuve la seguridad de que nunca encontraría a la mujer que yo había conocido de joven hacía sesenta y cuatro años. Su hermano Ernst sería uno más entre millones de víctimas. Me imaginé lo que le habría pasado y no me hacía falta que me lo dijeran. Había sido una búsqueda infructuosa, un bonito pensamiento mientras duró. Tendrían que basarse únicamente en mí para contar su historia.

El equipo de televisión llegó puntual. Me acordaba de Rob de la última vez que le había visto y él me presentó a Patrick. Me había causado buena impresión por teléfono y era, tal como había imaginado, reflexivo y consciente. Me gustó ver que ambos llevaran amapolas conmemorativas.

Cambiaron de sitio los muebles e instalaron las cámaras para poder captar una vista del valle de Hope a través de la ventana que quedaba por encima de mi hombro. Habían llevado dos cámaras y, aunque una era considerablemente menor que la otra, convirtieron el cuarto de estar en un miniestudio. Les enseñé la escopeta que me había dado mi padre de pequeño y que sigue colgada en la pared y fotografías mías de los tiempos en que montaba a caballo. Audrey sirvió té y se ocupó de que estuvieran cómodos.

Me senté en la butaca, con Rob frente a mí haciéndome preguntas. La entrevista empezó por el desierto de Libia. Pasamos rápidamente por los combates, mi captura y la fuga del barco torpedeado. Después, el tiempo que estuve como prisionero de guerra en un campo italiano y mi traslado, primero a Alemania y luego al E715, para trabajar con los trabajadores esclavos de Auschwitz.

Me preguntó por el intercambio con Hans y las noches en Auschwitz, y entonces me puse a contarle la historia de Ernst y los cigarrillos que le pasé a escondidas. Comparado con el envaramiento de las primeras veces que había intentado hablar de todo aquello, me resultó mucho más fácil. Llegué al final de la historia de Ernst y los cigarrillos e hicieron una pausa para cambiar de cintas.

Permanecí en la butaca con los micrófonos de solapa conectados y miré por la ventana a Bradwell Edge, al otro lado del valle. En otros tiempos había cabalgado con mi caballo Ryedale por aquella crestería y conocía cada paso del camino. Ryedale había sido un buen caballo, cruce de Hannover y árabe y diecisiete manos de alzada; el caballo más inteligente que he conocido. Llegué a comprar un poni Shetland llamado Copper para que le hiciera compañía. Era lo suficientemente pequeño como para pasar por debajo de Ryedale cuando estaba quieto. Cuando murieron, cavé un hoyo profundo y los enterré, primero a uno y luego al otro, en el campo que queda al pie de la ventana. Para mí, la colina por donde cabalgué en otro tiempo es puro paisaje, espectacular en casi todas las estaciones.

Aquel día, mientras la gente de la televisión estaba a lo suyo, fue como si la colina se hubiera quedado descolorida. Los árboles y los arbustos que le daban su textura al conjunto parecían monótonos y fatigados. El otoño aún no había teñido de color los árboles de hojas anchas valle abajo.

Las luces de la televisión se volvieron a encender y nos dispusimos a reanudar la entrevista. Tuve que ordenar rápidamente mis pensamientos. Rob volvió a preguntarme por Ernst y qué creía yo que le había pasado.

Reviví mentalmente los cadáveres congelados y blanquecinos de la marcha de la muerte, los cadáveres de rayados sobre los que habíamos caminado durante kilómetros y kilómetros, sesenta y cuatro años atrás. Pude sentir otra vez el frío. No me cabía la menor duda de que Ernst habría muerto como tantos otros. Me disponía a contar otra vez la historia de aquella marcha y lo que había visto en ella cuando me interrumpió.

—Hemos hecho algunas indagaciones —dijo Rob. Se echó hacia adelante en su asiento y me alargó algo—. Ernst no murió.

Me quedé boquiabierto, sin entender nada. Rob estaba diciendo que Ernst había sobrevivido a la marcha de la muerte. Me puso unas fotografías en la mano. Tanteé en busca del monóculo que llevo colgado de un cordón rojo al cuello. Reconocí el rostro de un apuesto joven. Eran las facciones que yo conocía. Le había vuelto a crecer el pelo y no estaba tan flaco como lo recordaba, pero era él, eso sí. El chico que había conocido hacía tantos años me estaba devolviendo una sonrisa.

—Santo cielo —fue lo único que acerté a decir.

Ernst había sobrevivido contra todo pronóstico. Rob me dijo que, inexplicablemente, mientras muchos otros perecieron, él consiguió sobrevivir. Se había ido a Estados Unidos y se había labrado allí una vida feliz y próspera. Había tenido familia y había vivido hasta los setenta y siete años. Rob se inclinó y me puso en las manos un texto con la historia de la vida de Ernst.

—Santo cielo —repetí—. Esto es absolutamente maravilloso.

Había fotos de él de niño con otra niña. Tenía que ser Susanne. Había fotografías de él mayor, con una mirada maliciosa como solo puede ponerla un hombre de setenta y tantos años amante de la diversión. En una foto estaba con una atractiva mujer de pelo cano y rostro bondadoso. Yo estaba atónito.

De pronto, me quedé sobrecogido. Había muerto hacía solo siete años. En aquel momento, me sentí muy próximo a él y, sin embargo, me di cuenta de que no nos veríamos. Pero en mi mente empezó a tomar forma una pregunta. ¿Cómo pudo sobrevivir a la marcha de la muerte?