Los oficiales de Winchester me citaron porque querían saber si tenía algo que contar de mis tiempos como prisionero de guerra. ¡Vaya que si tenía! Pero ¿por dónde empezar? Hice un esfuerzo para hablarles de Auschwitz, pero me di cuenta inmediatamente de que no podían asimilarlo. En 1945 se sabía muy poco de los campos de concentración y para mí aquella puerta estaba cerrada a cal y canto. No podía volver a abrirla.
Les conté lo que pude acerca de la esclavitud, las palizas, los procesos de selección para las cámaras de gas y los crematorios, pero todo eso sonaba tan lejano en Inglaterra que no me salían las palabras. En el caso de que supieran lo de los trabajos forzados, desde luego no sabían que en ellos también habían sido obligados a trabajar soldados aliados. Por sus gestos deduje que se sentían incómodos hablando del tema. Se quedaban estupefactos, como la gente del pueblo.
A muchos antiguos prisioneros se les hizo sentir que con su captura se habían originado problemas a la causa aliada. Nadie lo dijo jamás tan a las claras, pero estábamos bajo sospecha. En vez de ser víctimas de los programas de trabajos forzados de los nazis, era como si hubiéramos apoyado inconscientemente la maquinaria bélica alemana. En ningún caso nos trataron como a héroes que regresaban a casa. En vista de lo cual me cerré en banda.
Nunca hablé oficialmente de Auschwitz durante décadas a partir de entonces. Creo que a los muchachos que regresaron más tarde les dieron unos formularios para que contaran su experiencia como prisioneros. Probablemente les ahorró a los oficiales la incomodidad de hablar del tema. Para entonces, yo ya había tomado nota. En IG Farben habíamos saboteado todo lo que habíamos podido y habíamos sufrido como el que más. Además, habíamos sido testigos del capítulo más tenebroso de la humanidad y habíamos vuelto a casa y no podíamos hablar de nada. Al menos, de nada que alguien pudiera comprender.
Me hice una promesa y escribí todo cuanto pude recordar de Auschwitz III-Monowitz. Apunté los pocos nombres que me quedaban en la cabeza y los detalles que había reunido sobre las condiciones de vida en el campo, tal como yo lo había visto, y luego lo guardé todo en una vieja cartera de piel y procuré olvidarme. Intenté decir para mis adentros que aquello se había acabado.
Pero no. Empezaban a suceder cosas para las que no tenía una explicación satisfactoria.
Seguí viendo a Jane de vez en cuando. Su marido había muerto durante la guerra y ella trabajaba entonces de secretaria particular de un almirante destinado en la embajada de EE. UU. en Londres. En cualquier caso, seguía tocando el piano. Jane y yo siempre habíamos mantenido una apasionada amistad. Ya antes de la guerra discutíamos mucho, lo que no suponía traba alguna para nuestra amistad. Me invitaron a ir con ella a una cena con un grupo de amigos en Londres. Fue una velada agradable y después proseguimos la fiesta en su piso de Beaufort Street, en Chelsea, o eso creo. No estoy seguro de lo que pasó.
Poco después me encontré en una comisaría de policía, en algún lado del East End, en la otra punta de Londres. Estaba aturdido, confuso y muy asustado. Resultó que se me borraron tres días de mi vida. Según ellos, yo no estaba borracho, ni por lo que yo podía recordar había perdido el conocimiento, pero no tenía idea de lo que hubiera podido pasar en todo aquel tiempo.
Aparte de todo, llevaba un coche del Ejército norteamericano. No sé cómo había llegado hasta mí, me figuré que sería de alguno de los invitados a la fiesta de Jane. Al menos, el coche no había sufrido desperfectos y eso ya era algo. Yo estaba preocupado, muy preocupado, por mí y por los demás. Estaba muy asustadizo desde mi regreso a casa. Si alguien me pillaba desprevenido o me tocaban por la espalda, inmediatamente me ponía a la defensiva. Me enfadaba fácilmente. Había vivido tanto tiempo al margen de las normas que todo era posible. No recordaba si en aquellos tres días había importunado o causado daño a alguien. Me asustaba perder la memoria.
Me entregué en la comisaría de policía y les dije lo que yo creía que había sucedido. La verdad es que fue todo un poco ridículo. No sabían qué hacer conmigo. Comprobaron si mi descripción coincidía con la de alguien que estuviera buscado por algún delito. Me imagino que en aquellos tiempos tendrían que enfrentarse con muchas conductas esperpénticas de soldados que habían regresado de la guerra. Les dejé el coche y me dirigí a casa escarmentado y conmocionado por lo ocurrido.
Me desmovilizaron a principios de 1946. Cuando volví al pueblo, siguieron acosándome con las mismas preguntas sin sentido sobre la guerra. Yo no podía responder lo que querían oír. Se quedaban fascinados por las cosas más peregrinas, como el bate de béisbol que había caído del cielo. Una vez lo dejé en el asiento trasero de mi descapotable cuando fui a hacer la compra a Leytonstone. Al volver se lo habían llevado. Siempre había fantaseado con averiguar quién sería su propietario y devolvérselo a su familia. No era una buena idea. El bate había sobrevivido, pero su dueño había muerto. Difícilmente proporcionaría paz y consuelo a sus seres queridos.
Pocos amigos míos habían regresado al pueblo después de la guerra, de manera que la soledad era más patente en un sitio tan pequeño. La inocencia y la alegría de vivir habían desaparecido. Antes de irme, al día le faltaban horas. La vida tenía ritmo entonces. Ahora estaba vacía. Yo estaba inquieto, me sentía cada vez más débil y empecé a sufrir calambres en el estómago. Algo iba mal, pero no sabía qué. Se me ocurrió la idea de ir a Londres para localizar a Bill Hedges. Incluso llegué a pensar en quedarme en el norte y buscar allí trabajo.
Logré dar con Bill y estuvo bien verlo. Se había casado y, si estaba sufriendo los mismos traumas que yo, no dijo nada. No pudimos ponernos a hablar de Auschwitz con detenimiento. Ya no encajaba en nuestra vida. Él había sobrevivido a la larga marcha y había regresado a casa, eso era importante, pero ambos queríamos dejarlo atrás, buscar otra vez nuestro sitio en un mundo incapaz de comprendernos.
Por aquel entonces se agudizaron mis dolores de estómago. Cuando me daban, me quedaba doblado, retorciéndome de dolor; al mismo tiempo, sentía unos fuertes dolores de cabeza. Padecía fatiga crónica y tenía la sensación de estar rompiéndome en pedazos. Tenía la lengua más negra que el carbón. Debía acudir inmediatamente al médico.
No se anduvo con contemplaciones. Me envió inmediatamente a la Royal Infirmary de Manchester, cuyos médicos se quedaron igual de perplejos. Había pasado la malaria y las fiebres del desierto, la disentería y la sarna en Italia y sabe Dios qué podría haber contraído en Auschwitz. Allí se decía que había tifus, pero seguro que no era la única enfermedad que se incubaba en los campos.
Me reconocieron los pulmones y demás antes de que uno de los doctores diera en el clavo y diagnosticara tuberculosis sistémica. Según él, me afectaba a la garganta, los pulmones, el estómago y el intestino. Yo sabía que era serio, pero tampoco me sorprendió después de haber trabajado tanto tiempo con trabajadores esclavos. El profesor me dijo que tendrían que hacerme una operación importante y que debería guardar cama durante meses, posiblemente años. Insistí en que me explicasen bien todos los pormenores antes de dar mi conformidad a la operación, de manera que los médicos se reunieron en torno a mi cama y fueron desgranando los detalles.
Me pareció más fácil entenderlo en el lenguaje de la ingeniería. Iban a quitarme un largo tramo de intestino y hacer un empalme en la tubería. Era un trabajo importante de fontanería.
Cuando desperté de la operación vi que tenía una cicatriz de quince centímetros en el abdomen. Suponía que iba a ser grande, pero me dejó impresionado. Me cosieron, pero la herida no tardó en volver a abrirse. Me recosieron más veces, pero la carne se negaba a cerrarse y a veces la herida abierta tenía cinco centímetros de ancho. Mi cuerpo estaba exhausto. La cicatrización costó seis meses.
Bill nunca fue a verme. Mi padre, una vez. Me había ido a Manchester a rehacer mi vida, pero sobre todo a huir de la gente y de la terrible pregunta: «¿Qué hiciste en la guerra?». Y resulta que estaba luchando por sobrevivir y dando gracias por estar vivo. No había previsto cuánto tiempo me costaría volver a ponerme en pie. Al menos en el hospital tenía la anónima soledad que anhelaba.
Empecé a pensar cada vez menos en Auschwitz. No me interesó la primera tanda de juicios por crímenes de guerra en Núremberg a hombres como el mariscal del Reich, Hermann Göring, y altos mandos militares como Alfred Joel y Wilhelm Keitel, entre otros.
El dirigente de las SS, Heinrich Himmler, había escapado a la justicia. Se suicidó poco después de ser capturado por los británicos en mayo de 1945, pocas semanas después de volver yo a casa. Era el máximo responsable de los crímenes, los campos de exterminio y el trabajo esclavo que yo había visto. Su muerte, como todo lo relacionado con ello, me resbaló.
El juicio de los directores de IG Farben, por su participación en los programas de trabajo esclavo, estaba aún en su fase preliminar cuando yo estaba recuperándome de la tuberculosis. El proceso estaba muy avanzado cuando volví a ponerme en pie.
En 1947, algunos aliados supervivientes del E715 hicieron declaraciones juradas que fueron utilizadas por el fiscal. A mí no me localizaron. Yo estaba muy enfermo, hospitalizado lejos de casa y desconectado de todo cuanto estaba ocurriendo. No estaba en condiciones físicas ni mentales de aportar pruebas.
Al cabo de muchas semanas en la Royal Infirmary de Manchester, me trasladaron al Baguley Sanatorium para descansar y restablecerme. En aquellos tiempos los hospitales antituberculosos eran muy básicos y el remedio era el aire puro. Tenía una habitación para mí solo con una puerta a cada lado cuya parte superior e inferior se abría y cerraba por separado, igual que las de los establos de la granja. La mitad superior estaba siempre abierta, igual que la ventana, con independencia de la estación del año o del tiempo que hiciera. De noche las entornaban, pero no se notaba gran cosa. Encima de las mantas había un cobertor de hule para protegerme de la lluvia; en invierno me solían quitar la nieve de la cama con un recogedor. En realidad, la habitación era un tejado sin muros, de manera que estaba expuesto al viento y la nieve. Las mantas debían garantizarme el calor, pero por más que me arrebujara, hacía mucho frío, y no exagero.
De todas formas, lo malo no era estar allí. Lo que realmente odiaba eran las dos inyecciones intramusculares diarias en el trasero. Una vez puestas, tenía que tomar una medicina que hubiera valido para quitar la pintura de las paredes. Quizá por eso no había allí paredes.
No estuve en condiciones de que me dieran el alta hasta finales de 1947. Había pasado año y medio en el hospital. Poco después, el 8 de diciembre, mi padre se puso en contacto conmigo para decirme que mi madre estaba gravemente enferma y que fuera a casa inmediatamente. Fui derecho a la estación de Manchester y me llevé un chasco porque no salía ningún tren a Londres hasta seis horas más tarde. Cuando por fin salió, resultó ser un viaje largo y lento. Después tuve que hacer transbordo en Londres y tomar otro tren hasta el pueblo. Llegué agotado y demasiado tarde. Mi madre ya había muerto.
Al regresar a casa de la guerra ya me había dado la sensación de que no se encontraba bien. Su pelo dorado, que le daba el aspecto de una mujer de un cuadro de Tiziano, se había vuelto cano. Había pagado el precio de nuestra guerra.
Mi padre la había llevado de compras a Epping. Al sentarse para cambiarse de zapatos, se había caído de la silla. Inmediatamente la había llevado al hospital, pero allí poco habían podido hacer. Murió a las pocas horas. Había sufrido un aneurisma cerebral, una hemorragia en el cerebro. Era una persona maravillosa, cariñosa, y solo contaba cincuenta y nueve años cuando murió.
Tras el funeral me di cuenta de que ya nada me ataba a North Weald y me fui para siempre del pueblo de mi infancia. Volví a Manchester, decidido a labrarme un futuro allí.
Tardé algún tiempo en encontrar trabajo. Muchas empresas alegaban que mi titulación excedía la exigida, pero, por supuesto, mi acento sureño obraba en mi contra. En aquellos tiempos en el norte había ciertos prejuicios hacia los muchachos del sur y viceversa.
Siempre había sido práctico. Había mantenido en circulación la autoametralladora en el desierto y solía trastear con coches y motos antes de la guerra; de manera que compré unas herramientas y conseguí trabajo como encargado de mantenimiento en una empresa con un nombre curioso. Se llamaba Winterbottom Book Cloth Company y tenía la sede en Weaste, Manchester.
Me sirvió para empezar. Fabricaban —como su nombre indica— material para encuadernación de libros y un peculiar tejido almidonado utilizado en dibujo técnico, conocido como tela de dibujo imperial.
Poco después conocí a una chica llamada Irene. Era una auténtica juerguista, extrovertida y nerviosa. Nos casamos con bastante rapidez y nos fuimos a vivir con mi suegra a Burnage, al sur de Manchester, hasta que pudiéramos encontrar algún sitio donde vivir.
Ocho meses después tuve un golpe de suerte y una oportunidad de brillar en el trabajo. Las máquinas de vapor, que hacían funcionar casi todo en Winterbottom, se habían roto y el futuro de la empresa estaba en entredicho. El gerente de la fábrica, que era omnipotente en aquellos tiempos, pidió que enviaran unos ingenieros de mantenimiento de Bolton, pero iban a tardar días, cuando no semanas, en acudir.
Les dije que yo podía arreglarlo si me daban la oportunidad. Yo caía bien, aunque me consideraban un poco raro. Descripción bastante acertada por aquel entonces, puesto que todavía no era yo mismo. El gerente de la fábrica dijo que era absurdo pensar que yo pudiera reparar una maquinaria tan compleja. No sabían que antes de la guerra yo había ayudado a sir Oliver Lyle en sus experimentos para mejorar la eficiencia de las máquinas de vapor mientras trabajaba en la empresa azucarera Tate y Lyle. Había aprendido un par de cosas.
Tenía buenas razones para intentarlo, pero no dejaba de ser arriesgado. Sabían que me manejaba bien con las herramientas y al final decidieron que no tenían nada que perder. Yo sabía que era mucho trabajo. Tenía que levantar un cigüeñal de cincuenta toneladas con gatos hidráulicos, sacar los rodamientos, remodelarlos como pudiera y terminarlos en un torno. Los volví a poner en su sitio y los raspé para alisarlos. Al cabo de treinta y seis horas de trabajo ininterrumpido conseguí que la máquina volviera a funcionar. Ellos no cabían en sí de gozo; yo sentí alivio.
Les había ahorrado decenas de miles de libras. La dirección tomó nota de lo que había hecho y me ofrecieron un ascenso en un nuevo trabajo en otra empresa del grupo.
La empresa se llamaba UMP y yo entré en calidad de ingeniero jefe. Mi suerte había cambiado; al menos estaba utilizando mis conocimientos, sacando partido a la educación que había dejado interrumpida por la guerra. Habían comenzado los prósperos años de la posguerra.
En casa fui menos feliz. El carácter vivo de Irene me hubiera podido ir bien antes de la guerra, pero no tardé en darme cuenta de que había cambiado. No congeniábamos bien. Durante el día trabajaba y me iba cada vez mejor; y de noche seguía sufriendo terriblemente. En aquellos años agitados, en las horas de oscuridad las pesadillas descendían sobre mí como una apestosa y densa nube. No podía hablar ni con ella ni con nadie. No lo habrían entendido; en aquellos tiempos nadie lo entendía. Los fantasmas retornaban en cuanto mi cabeza tocaba la almohada. El sueño llegó a ser algo temible. El chico que recibió una paliza no era la única pesadilla que se repetía. También los rostros de otros prisioneros judíos torturados, imágenes inconexas que aparecían y se confundían unas con otras. Por las noches, muchas veces emergía a la superficie de la conciencia, como un buzo que saliera de una cueva submarina, aturdido y con la respiración entrecortada. Con el corazón desbocado y bañado en sudor.
No había dónde acudir en busca de ayuda y, de todos modos, en aquellos tiempos tampoco me hubiera reconocido a mí mismo que la necesitara. Nadie lo reconocía. Mi pobre esposa era incapaz de entender, nadie nos había preparado para algo semejante ni a ella ni a mí, era mucho pedirle.
Nunca me asaltó el recuerdo de la muerte de Les, ni las innumerables muertes que había visto. No soñaba con el hombre que había matado con mis propias manos en el desierto, aunque siempre me acompañaba la sensación de todos aquellos momentos. En cambio, soñaba constantemente con los prisioneros judíos. Esos recuerdos lo impregnaban todo.
Peor aún, soñaba con las horas que había pasado en Auschwitz III. Invadían mi dormitorio los olores nauseabundos, oía el perpetuo bordoneo de voces en la noche, volvía a tener la sensación de dormir en aquellas literas. Estaba escondido en aquel oscuro y terrible lugar del que no había escapatoria. Sabía que el más leve ruido me delataría. No podía moverme ni respirar, tenía que estarme quieto; me iba la vida en ello.
Había tenido el mismo sueño muchas veces, pero una vez fue mucho más terrorífico. Estaban a punto de descubrirme y solo el silencio, el más absoluto silencio podía impedir el desastre. Cuando el sueño alcanzó su más horrendo clímax, Irene, perdida en sus propios sueños a mi lado, se puso a gritar.
Tenía que cortar aquel sonido o me cogerían y me matarían. Todavía dormido, me abalancé sobre ella decidido a sofocar el ruido. Segundos después me desperté y vi lo que estaba haciendo: la tenía agarrada por el cuello. Me senté al borde de la cama mientras me caía por la cara el sudor y me di cuenta de que le había hecho daño. Apenas podía hablar, tuvo durante varios días las marcas rojas de mis dedos en el cuello. Fue un momento terrible, terrible. Era el colmo.
Algo tenía que cambiar. Al día siguiente fui al médico y a la comisaría de policía a dar parte de lo ocurrido. Me había afectado profundamente y había que hacerlo. Me acordé de que cuando había perdido la memoria en Londres me había convertido en un libertino y esa vez había acudido a la policía. Pero ahora era peor, mucho peor.
Pensé que me estaba volviendo peligroso y no me habría importado que me hubieran encerrado. Parte de mí quería que lo hicieran. Evitaría que sucedieran cosas peores. Me escucharon, pero estuvieron muy negativos. Nunca me tomaron en serio.
El médico tampoco fue de mucha ayuda, pues me despachó con unas pastillas. No sé lo que eran. Antes nadie hablaba del trastorno de estrés postraumático, bajo cuyos efectos estaba yo viviendo. Lo sobrellevaba en soledad. No tenía ni idea de que otros muchos también lo sufrían. Nunca me había permitido a mí mismo ser una víctima, mucho menos una víctima de mi propia mente.
Supe que tenía que encontrar algún modo de canalizar el dolor y la desesperación. Tenía que curarme a mí mismo. La fortaleza mental me había hecho sobrevivir a la guerra, los campos y la larga marcha de vuelta a casa. Entonces yo decía para mis adentros que jamás podrían capturar mi mente y resulta que era ella la que me había capturado a mí y me estaba destruyendo. Tenía que volver a tomar las riendas.
Me puse a hacer judo porque la disciplina me fascinaba. Era un puente entre las tradiciones marciales con las que me había criado, el boxeo y la vida militar, y algo más interesante. El boxeo había sido cuestión de táctica y agilidad, entonces estaba empezando a aprender a utilizar la fuerza y la cólera del oponente en su contra. No tenía que preocuparme de fintas y puñetazos, solo había que centrarse en cuál era su punto de apoyo para hacerle caer. Practiqué hasta llegar a ser cinturón negro, la filosofía me atraía. Me gustaba la idea de traspasar el umbral del dolor. La mente es algo maravilloso. Me había permitido hacer las cosas que había hecho, pero ¿podría curarme?
Me habría encantado estudiar budismo y explorar las religiones orientales, pero entonces no se hacía ese tipo de cosas. Mi trabajo diario era bastante exigente, aparte de que tampoco estudiar era lo mío. El trayecto a la recuperación de la salud me costó años, incluso décadas. Claro que no realicé ninguna terapia conversacional, más bien lo contrario. Me refugié en el silencio sobre la guerra y todo lo que había hecho y visto. Estaba pasado, enterrado y ya no tenía lugar en mi vida. Tenía que mirar hacia adelante.
Nuestras experiencias como prisioneros no sintonizaban con el sentir popular. La gente quería oír historias sobre valerosos intentos de fuga, no sobre programas de trabajos forzados. Por eso las películas acerca de los campos se centraron en los oficiales, que no habían sido sometidos a trabajos forzados. La experiencia de la mayoría de los prisioneros corrientes quedó enterrada y perdida. Querían héroes de guerra y victorias, no derrotas ni capturas ignominiosas. Querían momentos de gloria, no interminables historias de resistencia, por muy tremendas que fueran. Habíamos desempeñado nuestro papel y después, en los primeros años de la posguerra, nos habíamos hecho invisibles.
No sé cómo, pero fui controlando poco a poco lo peor de las pesadillas. Nunca pude acabar con ellas del todo, pero al menos ellas ya no acabaron conmigo. Siempre me habían gustado los coches rápidos y me aficioné a las carreras de coches buscando una buena descarga de adrenalina. Me inscribí en un club que se reunía en la pista de Oulton Park y competíamos regularmente con nuestros Jaguar trucados. Volví a sentir la vida intensamente. Siempre conducía a gran velocidad, incluso por carreteras normales, hiciera el tiempo que hiciera, me temo. La vida normal era lenta y monótona. Necesitaba la intensidad de la velocidad, me servía para olvidar.
Cuando pasaron los años y llegó a ser más frecuente viajar al extranjero, fui a España. Participé cuatro veces en los encierros de los sanfermines en Pamplona. Me impregné del espíritu de la fiesta y me puse el pantalón y la camisa blancos, el pañuelo y la faja rojos. Siempre me había gustado alardear, pero es que era muy emocionante. También fui a hacer submarinismo al mar Rojo antes de que se pusiera de moda.
No todas mis actividades comportaban tanto riesgo. Volví a montar; me compré cuatro caballos y me convertí en competidor habitual en pruebas de tres días, que incluían doma, salto y carrera campo a través. Conseguí participar en varios safaris a caballo por África. Es decir, que lo pasé bien en la posguerra. La verdad es que aproveché el tiempo. En aquellos años ni por un minuto pensé que me estuviera escondiendo de nada. Creía que Auschwitz ya había quedado purgado y olvidado y puse proa al futuro, pero siempre estuvo ahí.
Jamás podía sentarme de espaldas a una puerta y sigo sin poder hacerlo. Siempre estoy alerta y en tensión. Odio tener frío o desperdiciar comida. Me viene de aquellos años. Las pesadillas ya no eran tan fuertes ni habituales, pero tampoco desaparecieron del todo.
Cara al exterior, las cosas me iban bien. Tenía una casa grande en Bramhall, Cheshire, un gran jardín con cancha de tenis y miles de rosas en los arriates, pero no era feliz. Irene y yo compartíamos pocos intereses. Yo la respetaba, pero éramos incompatibles. En la vida social íbamos cada uno por nuestro lado, empezamos a distanciarnos y eso llevó finalmente al divorcio.
Mi padre murió en 1960. La niña de sus ojos había sido una enorme biblioteca de libros bellamente encuadernados en piel que había ido reuniendo a lo largo de su vida. No podía llevármelos a Manchester, en aquellos tiempos el viaje era muy difícil y, además, no me cabían en casa. Una semana después se presentaron en la casa de Essex un par de comerciantes cockneys. Querían hacerme una oferta por los enseres. Estuvieron merodeando, hicieron burlas y ofrecieron una cantidad ridícula por la colección de libros. Me harté. Los eché de allí. Amontoné los libros en el jardín a buena distancia de la casa y los quemé junto con la librería de caoba. Los libros habían sido de mi padre e iban a quedarse donde siempre habían estado. No serían de nadie más. La hoguera estuvo ardiendo tres días con sus noches. En el último momento saqué un libro de las llamas y lo eché en la parte trasera del coche. Después me fui a casa.
Por aquel entonces sufrimos un atraco. Se llevaron muchos objetos de valor, relojes de pared y de pulsera, copas de plata y, entre otras muchas cosas, la vieja cartera de piel con las notas que había escrito sobre Auschwitz. Llevaba años sin pensar en ellas y la verdad era que no las había vuelto a releer desde que las escribí. Estaban en una maleta pesada y cerrada con llave, por eso parecía guardar algo importante, aunque solo tenía valor para mí. Pero entonces me preocupaban mucho más los objetos de valor que se habían llevado que la vieja maleta con mis notas manuscritas.
Como ingeniero jefe, me había convertido en un pez gordo dentro de la empresa, de tal forma que cuando la compraron en 1961, los nuevos jefes quisieron librarse de mí. Decliné una oferta de trabajo en Londres y entré a trabajar como ingeniero en la empresa Cheshire Sterilised Milk. Me estaba resarciendo de todos los años perdidos. Había encontrado otra formar de llevar la iniciativa, a pesar de lo que me pasaba interiormente.
La situación cambió cuando conocí a Audrey. Entonces supe lo que me había estado perdiendo. Desde entonces ha llenado un gran hueco en mi vida. En el trabajo asumía responsabilidades, tomaba decisiones, hacía avanzar las cosas, llevando yo generalmente la iniciativa. Cuando veo fotos de aquellos años, veo a un hombre de mediana edad con confianza en sí mismo y todos los signos del éxito, coches veloces, una casa amplia, perros grandes, caballos.
Audrey afirma haber conocido a una persona diferente. Según ella, yo parecía estar permanentemente perdido, como buscando algo. Detectó una tristeza que no me había reconocido a mí mismo y había confiado en que nadie notara. En su memoria, yo era enjuto de cara y siempre tenía la mirada baja. Ella sabía que me pasaba algo. Tenía razón, como de costumbre. Yo no era normal. Ella percibió que tenía que ver con Auschwitz, pero todo quedó ahí. Me sorprendió que fuera tan perspicaz. Audrey me ayudó a recuperar la cordura. Ha sido mi salvavidas desde entonces.
Quedaba otra secuela de los años de la guerra. Mi ojo malo estaba poniéndose cada vez peor. Llevaba molestándome desde que me había golpeado en la cara aquel hombre de las SS por enfrentarme a él. De pronto se me alteró la visión, los objetos grandes desaparecían de mi vista o, peor aún, se convertían en dobles. Tuve que abandonar el críquet y el tenis. Ya no sabía dónde estaba la pelota y, lo peor de todo, no podía ver los croquis en las reuniones de trabajo. Se estaba agravando y había que hacer algo al respecto.
Audrey y yo no vivíamos juntos todavía. Era sábado y había quedado en llevarla de compras, después de ir al oftalmólogo. No pudo ser.
El médico me hizo una serie de pruebas, me puso unas luces brillantes en el ojo y lo examinó mediante una serie de aparatos ópticos. Cuando terminó dio el veredicto. No fue bueno.
La lesión del ojo se había vuelto cancerosa y amenazaba algo más que la visión. Si no me operaban en cuarenta y ocho horas, el cáncer podía extenderse al cerebro y moriría. Llamé a Audrey a la una en punto para comunicarle la mala noticia. No iba a salir del hospital, sino que me estaban preparando para operarme el lunes siguiente por la mañana.
Tendrían que quitarme el ojo y ponerme uno de cristal. Cuando me recuperé de la impresión, el médico me preguntó si quería formar parte de un experimento para mejorar la comprensión del funcionamiento de los nervios del ojo. Dijo que había pedido a un colega que fuera desde Suecia para participar en la operación. Me iban a cortar los nervios del ojo con anestesia local en vez de general. Yo debía ir contándoles qué experimentaba mientras lo hacían.
Llegó el día de la operación. Cerré el ojo bueno y miré por última vez con el ojo malo al reloj de pared. Eran exactamente las once de la mañana cuando me llevaron al quirófano, completamente consciente, solo un poco aturdido.
Me tumbaron sobre una mesa bajo unas luces brillantes y dio comienzo el experimento. No recuerdo haber sentido auténtico dolor, lo que sí recuerdo es al doctor introduciendo su fino bisturí en el ojo y preguntándome de paso:
—¿Ve usted algo cuando hago esto?
—No, no hay diferencia —dije.
Lo introdujo un poco más.
—¿Y ahora? —preguntó mientras lo hacía.
Efectuó otro leve movimiento con la mano, tan delicado como el de un relojero, y mi ojo quedó a oscuras. Fue como si le hubieran puesto encima una moneda pesada. Acababa de perder para siempre la vista en el ojo derecho y, mientras me operaban, había hecho un comentario de circunstancias. No recuerdo muy bien lo que pasó después; probablemente me pusieran anestesia general para acabar de sacarme el ojo.
Cuando volví en mí, sentí el alivio de poder ver con el ojo bueno. Ya había pasado por tantos padecimientos que no recuerdo haber sentido nada especialmente morboso, aunque Audrey había estado muy inquieta.
Haber participado como voluntario en la investigación me dio derecho a beneficiarme de otra intervención experimental. Iban a implantarme uno de los primeros ojos de cristal móviles. Fijarían los músculos a una arandela en la parte posterior de la cuenca para que pudieran enlazar con el ojo de cristal, permitiendo cierto movimiento.
Me sonó a maravilla futurista. Lo que siguió no lo fue. Me llenaron el ojo de barro de modelar para hacer el molde y me pusieron un ojo provisional de cristal que no funcionó. Poco después me enviaron a un pequeño estudio de artista. Apareció una mujer joven, intercambiamos los saludos de rigor y, a continuación, me senté como si me fuera a hacer un retrato. Me miró largamente y luego sacó un ojo de cristal y unos botes de pintura y unos pinceles diminutos. Igual que un artista que trabajara en un camafeo, fue mezclando los colores para captar todos los tonos y reflejos. Hizo un trabajo espléndido, más logrado que otros realizados posteriormente por métodos de alta tecnología.
La mayoría de la gente no se daba cuenta de que era un ojo de cristal hasta que no lo golpeaba con una cucharilla para que se enteraran. Sigo quitándomelo de vez en cuando, y a veces me lo he dejado en la cómoda junto con el audífono. Audrey dice que algunas noches hay tantos trozos de mí quitados por ahí que casi podría dormir encima de ellos. Suele añadir una imaginaria pierna de madera para dejar más clara la broma.
En junio de 1966 llegó una carta con un cheque en compensación de lo que la nota adjunta llamaba «persecución nazi». Ascendía a la grandiosa suma de 204 libras esterlinas. Y estaba firmado por la Tesorería General. Me quedé horrorizado y asqueado. Pensábamos que el Gobierno nunca nos había tratado bien y aquello lo confirmaba.
Poco tiempo después llegaron a su fin los años de buena vida, y fue con un susto. Había diseñado un proceso revolucionariamente nuevo de extrusión compacta, capaz de fabricar más eficientemente tubos de pasta de dientes y contenedores de comida de aluminio. Era un negocio solo mío, en el que invertí todo mi dinero. Estaba fascinado por el desafío, pero no presté mucha atención a los contratos ni a la letra pequeña. Salió mal y lo perdí prácticamente todo. Por aquellas mismas fechas se hundió mi cartera de acciones y se acabaron los buenos tiempos. Siempre estuve desesperado con el dinero.
Todavía me quedaba un gran proyecto. Associated Dairies, que lle gó a ser el gigante ASDA de venta al por menor, me pidió que construyera una fábrica cerca de Newcastle para elaborar y envasar leche esterilizada de larga duración. Acepté el encargo. Compré el terreno, negocié con las autoridades locales, después diseñé y construí la primera planta automatizada del país en su género. La inauguró el príncipe Carlos y fue un final digno, si no próspero, a una carrera de la que me sentía orgulloso.
Había empezado a reenfocar mi vida antes de la jubilación. Audrey y yo no queríamos deber dinero a nadie, de manera que vendimos la casa y nos fuimos de Cheshire. Compramos otra más pequeña a las afueras de Bradwell, en Derbyshire, rodeada de campos. Un lugar en el que las divisorias entre valles son antiguos muros en seco que suben por las colinas. Delimitan la carretera que hay detrás de la casa, que serpentea por la boca de una cueva y sigue hasta enlazarse con la carretera general fuera del pueblo. Un lugar donde en vez de ser testigos de las estaciones, las vivimos. Un lugar espléndido e inhóspito a un tiempo. La casa mejor y más feliz que he conocido.