Capítulo 17

Dos días después sacudió aquella casa abandonada el rugido de grandes motores de hélice; salí corriendo y vi un Dakota de la RAF descendiendo sobre el campo hasta que aterrizó dando botes. Acababa de girar hacia un lado del campo cuando llegó un segundo avión, que también botó unas cuantas veces sobre el tren de aterrizaje antes de tocar tierra con la rueda de cola para rodar por la hierba.

No había nadie al mando, ni torre de control ni apoyo de tierra que yo pudiera ver. Entré en la casa a todo correr, recogí mis cosas y eché a correr por el campo hacia donde preveía que se iba a detener el avión. El Dakota tenía unas líneas elegantes para la época, pero no dejaba de ser un percherón. El primer avión rodó despacio, giró y se detuvo con el morro apuntando al cielo y las hélices girando todavía.

Aparecieron más muchachos corriendo hacia el avión desde otros rincones lejanos del campo. Se abrió una portezuela al costado del aparato, se asomó un hombre con una gruesa cazadora de piel y gritó algo. No lo pude oír por el ruido de los motores, pero por sus gestos deduje que no iban a estar allí parados mucho tiempo. Fui de los primeros en montar. Me daba igual adonde fuera, el caso era irse de allí. Entraron unos doce muchachos antes de que se cerrara la portezuela; me senté en uno de los estrechos asientos corridos a lo largo del fuselaje reforzado de trecho en trecho. Me volví para mirar por encima del hombro y vi que los demás muchachos estaban apiñados alrededor del segundo avión esperando montar.

Empezamos a rodar hacia el final del campo para preparar el despegue. Las sonrisas se contagiaron de unos a otros y supe que no era el único soldado que volvía a casa después de una dura guerra. Luego me enteré de que un tercer avión que iba a por nosotros había tenido problemas con los motores y se había estrellado envuelto en llamas en la maniobra de aproximación. Pero entonces ya estábamos atravesando las nubes y girando con rumbo a Bruselas. Me dio un bajón, jugueteé con el bate de béisbol que llevaba desde Regensburg y empecé a pensar que por fin estaba yendo a casa. Gracias a Dios. Se había acabado. Seguía teniendo hambre.

Me levanté y anduve de un lado para otro durante el vuelo, mirando las vistas por las ventanillas de ambos lados. La guerra no había terminado todavía, pero nadie dudaba de que acabaría pronto. Contemplé las grandes extensiones de campos europeos liberados y me pregunté qué nos traerían los años de posguerra.

Aterrizamos en un aeródromo militar próximo a Bruselas. Me llevaron a un campamento del Ejército y me dieron comida de verdad por primera vez en muchas semanas. Me lavé, aunque no había ducha ni baño. Permanecí allí una noche y no hablé con nadie de mi trayectoria ni de mi tiempo en cautividad. Todos habíamos pasado por situaciones terribles y no queríamos volver sobre ellas; nadie hacía preguntas.

Al día siguiente me volvieron a llevar al aeródromo y, al llegar, vi un gran bombardero cuatrimotor con una burbuja de cristal para el tirador en el morro y otra más pequeña a mitad del fuselaje, como la joroba de un camello, por donde asomaba una ametralladora.

Supe que era un bombardero Lancaster aunque no había visto ninguno. Me habían capturado antes de que se extendiera su uso, pero era tal como lo había imaginado por las descripciones de mis compañeros de prisión.

Estaba preparándose para el despegue y subí con los demás muchachos. No había asientos y estaba cargado hasta arriba. Supe al momento dónde quería ir durante el vuelo, pero el capitán me dijo que el puesto del tirador, la burbuja que había visto en el morro, no se ocupaba. Me negué a desistir; cosas más difíciles había logrado, lo pedí como un favor y finalmente mi deseo fue atendido.

Me apoyé sobre el vientre en aquel vulnerable morro transparente y sentí la excitante vibración de las hélices mientras el suelo corría por debajo y volvimos a elevarnos en el aire.

Volamos en círculo sobre el aeródromo, pusimos rumbo a Inglaterra y, al cabo de un rato, la tierra dio paso al mar.

Había visto lo que aquel tipo de aviones habían hecho en Nú remberg y temí por el estado en que encontraría Gran Bretaña. No me gustó nada lo que vi mientras volábamos bajo por el Canal. Había barcos naufragados y escombros a lo largo de toda la costa y manchas de petróleo hasta donde alcanzaba la vista. Luego el agua fue más clara y vi a lo lejos los blancos acantilados de Inglaterra entre la bruma y supe que no podían haberlo destruido todo. Podía volver a casa.

Pronto empecé a ver abajo verdes campos surcados por carreteras comarcales y setos que apuntaban en todas direcciones. Seguí echado sobre el morro del aparato hasta que apareció una pista de aterrizaje. Fuimos descendiendo hasta que la hierba se convirtió en una veloz mancha verde y ocupó todo el paisaje mientras aterrizábamos dando un bote.

El avión se detuvo, se abrió la puerta y, antes de que nos dispersáramos, el capitán insistió en que como despedida le firmáramos en el fuselaje. Debía de haber efectuado innumerables misiones de combate, pero llevar a los muchachos de vuelta a casa significaba para él algo más.

Todavía me pitaban los oídos por el estruendo cuando oí un sonido extrañamente familiar, que no escuchaba desde hacía años. Eran las extrañas voces de las mujeres inglesas; estaban sirviendo el té. Me llevaron a un barracón y por fin me dejaron ducharme. Me dieron calcetines, ropa interior y un uniforme limpio de segunda mano más un par de pesadas botas negras de piel con clavos en las suelas y refuerzos de metal en los talones. Todavía las tengo. No me quedé mucho tiempo. Llevaba mucho al margen de la disciplina militar y no esperé a que me dieran permiso para irme. Dejé una nota en el barracón, salí andando del campamento y tomé un tren hacia Londres.

Llegué a la estación de Liverpool Street, hice transbordo y se guí hacia Essex sin pagar ni medio penique ni ver los destrozos que había sufrido la ciudad. Quería volver a ver a las personas que amaba. Fue un par de días antes del Día de la Victoria, yo llevaba fuera de casa casi cinco años.

Me apeé del tren en la estación de North Weald y miré al patio del carbón por encima del muro y vi a un hombre con un carro descargando sacos. Lo reconocí al momento, era mi tío Fred el carbonero, que había sido futbolista en el Fulham. Salté por encima del muro y sus palabras al verme vivo no se pueden reproducir. Terminó de descargar y dijo que me llevaría el par de kilómetros que había de la estación a mi casa, y habló sin parar durante todo el trayecto. Después de todos aquellos años, volvía a la granja como pasajero de un carro de carbón, que dio media vuelta al llegar a la cancela para que entrara yo solo.

Pasé por el seto amarillo y enfilé el camino de treinta metros entre macizos de flores hasta la casa con dos fachadas donde me había criado. Aquel lugar había pervivido en algún lugar de mi mente, aunque pensar en casa había sido una carga en el desierto y en los campos. Si no podía volver, ¿por qué torturarme con recuerdos y sensaciones? Ya podía volver a hacerlo.

No había avisado a nadie de mi llegada. Llamé a la gran puerta de roble. Hubo una pausa antes de que abriera una mujer que, aunque conocida, parecía fatigada y demacrada. Dio un grito ahogado al verme, y yo le dije: «Madre, has envejecido».

Cuántas veces he deseado después haber podido borrar aquellas palabras. Me abrazó en la puerta como si no quisiera soltarme nunca. Ya estaba en casa, pero debía tener un aspecto terrible. Cuando me alisté pesaba 76 kilos. Al volver a casa, apenas pasaba de 50.

Mi madre se había quedado sola bregando con todo. Mi padre también había sido hecho prisionero. Le habían dicho que lo habían herido en África. En mis cartas yo decía que estaba bien, pero ella se había supuesto que era para tranquilizarla. En un determinado momento se interrumpió el correo irregular del E715. Fue cuando empezaron las marchas de la muerte y mi larga caminata por Europa central. Ella no tenía ni idea de si estaba vivo y se había temido lo peor. Bastante tenía con conservar su minada salud.

En los pocos años que vivió a partir de entonces, jamás me preguntó por la guerra, el cautiverio o aquella larga marcha. Entonces se pensaba que no había que hablar de ello. Se animaba a los soldados y sus familias a que olvidaran.

No recuerdo muy bien cuándo volvió mi padre a casa. Al alistarse había mentido sobre su edad; en parte lo había hecho con idea de cuidar de mí. Fue herido y hecho prisionero cuando los paracaidistas alemanes cayeron sobre Creta. Lo habían llevado a Austria, donde realizó trabajos forzosos construyendo ferrocarriles de montaña, pese a sus accesos de neumonía.

Oí decir que podía estar de vuelta pronto, pero eso no quería decir nada. Entonces, un día que estaba yo ocupado en uno de los cuartos pequeños de la parte de atrás de la casa, oí ruido fuera. Alguien estaba intentando entrar por la puerta de atrás y no podía. Abrí, y allí estaba él, con el petate al hombro. Lo dejó en el suelo nada más verme y, por primera vez desde que era niño, me abrazó. Se lo veía bastante demacrado. Sentí mis lágrimas y me di cuenta de que él también estaba llorando.

Me acordé de una vez cuando era pequeño, que me sentó en sus rodillas y me cantó: «Llegará un día en que yo esté muy lejos y no habrá padre que te guíe día a día».

De pequeño me angustiaba pensar que pudiera morir y le aporreé el pecho hasta que dejó de cantar.

Nunca había sido una persona emotiva, aunque había oído que cuando murió su madre salió solo al campo y lloró a lágrima viva. Su regreso me reveló que ambos habíamos cambiado, pero su abrazo seguía siendo breve.

No presencié su reencuentro con mi madre. Solo puedo hacer conjeturas al respecto. Estaban solos y debió de ser como sigue.

Estoy seguro de que lamentó haberla dejado para irse a la guerra cuando no tenía por qué ir. Creo que no llegó a rehacer su vida después de la guerra, aunque, si sufría como yo, nunca lo manifestó.

Vivió hasta 1960, pero jamás hablamos de la guerra ni comparamos nuestras experiencias en el cautiverio. Ni una sola vez. Creo que no llegó a saber que había estado en un campo próximo a Auschwitz.

No hacía mucho que había regresado cuando empezaron mis traumas.

Durante el día estaba en el acogedor pueblo de Essex de toda la vida, pero de noche, mientras dormía, regresaba a la monstruosidad de Auschwitz. Empezaron las pesadillas; aquel chico con el rostro ensangrentado recibiendo golpes en la cabeza en posición de firmes. Reviví innumerables veces al bebé muerto de un puñetazo de un guardia de las SS. Me despertaba con las sábanas empapadas en sudor, convencido de que había entrado furtivamente en el campo de los judíos y estaba a punto de ser descubierto.

En el desierto, en los años de cautiverio en Auschwitz, había dicho para mis adentros: «No tienes que pensar, tienes que actuar». Tomar decisiones instintivamente, eso me salvó. Luego ya no hubo peligro, pero sí demasiado tiempo para pensar. Las pesadillas empezaban a apoderarse de mí. Reviví todas las noches la impotencia de ver y no hacer nada.

Entonces no existía ningún tipo de ayuda para los soldados traumatizados. Ni siquiera se pensaba en ello. Ahora me doy cuenta de que estaba destrozado, completamente destrozado. Como muchos de nosotros.

Mi madre nunca me preguntó por la guerra, pero los vecinos del pueblo no paraban de hacerme preguntas. Por supuesto, lo que querían no era saber, sino unas cuantas anécdotas heroicas. Entonces no sabían nada de los campos de concentración y, cuando yo sacaba el tema, no lo entendían. No les cuadraba con lo que sabían o, más bien, con lo que querían saber. Se sentían incómodos al oírlo y su respuesta era quedarse estupefactos. Yo lo denominé el síndrome de los ojos vidriosos.

En el país nadie entendía lo que los soldados habíamos padecido. Algunos decían tonterías. La pregunta que más me molestaba era: «¿Cuántos alemanes has matado?». Nos habíamos visto obligados a hacer lo que habíamos hecho y hablar así del tema era degradante. Se nos invitaba a insistir en las cosas que queríamos olvidar. Los soldados enemigos que habíamos matado habían pagado un alto precio y seguir dándole vueltas de aquella manera era una manifestación de falta de respeto.

Un tipo —un carnicero de Epping que no había participado en la guerra— me dijo, muy valiente él, que habría matado a su mujer con un cuchillo para impedir que cayera en manos de los alemanes si hubieran conquistado Gran Bretaña. Lo decía porque no estaba ella delante, claro. Se sintió muy violento cuando poco después coincidí con ambos en el tren. No me hizo falta decir nada.

Auschwitz era ya un planeta distante, pero mis sueños me devolvían algunos rostros de allí. Era inútil preguntar por Hans, pero con Ernst era diferente. Tenía algunas tareas pendientes si quería cumplir con la palabra dada. Tenía que localizar a Susanne en Birmingham y contarle lo que sabía. Había conseguido negociar un permiso oficial y disponía de unas semanas libres. Era una misión extraña y no había vuelto a pensar en ella.

Ya no me acuerdo de cómo contacté, si por carta, por teléfono o presentándome directamente en su casa. Solo sabía que se llamaba Susanne y respondía al apellido Cottrell. Puede que me lo hubiera dicho el propio Ernst. Me figuré que habría sido adoptada por la familia que la había acogido antes de la guerra, de manera que para mí siempre había sido Susanne Cottrell. Mi madre habló una sola vez de la historia de los cigarrillos. Se alegraba de que me hubieran llegado y me hubieran servido para algo. No tenía necesidad de saber nada de los campos y no insistí en el tema con ella.

Recuerdo que conocí a Susanne en Birmingham, pero no estoy seguro. No estaba en condiciones de hablar con nadie ni había pensado lo que iba a contarle. Carecía del tacto necesario para dar con suavidad las malas noticias relativas a la guerra y el cautiverio. La verdad es que no sabía muy bien por qué iba a verla. Supongo que la tendría en mi lista, junto con la familia de Les Jackson y otros que añadí después.

Creo que fui a su casa, pero tengo un recuerdo muy vago. Me parece que fuimos a dar un paseo, me acuerdo de que estuvimos al aire libre. Tendría unos veintidós años, era agradable, pero tímida y de corta estatura. Todavía tenía acento.

Fue un encuentro angustioso. Quise que supiera que habían llegado los cigarrillos, que a Ernst le habían encantado y que le habrían servido para comprar una breve ayuda o protección. Todo eso se lo podía contar, si me salían las palabras, pero ¿y después? No había habido final feliz.

Tuve visiones de la marcha de la muerte y los cadáveres congelados. Habíamos caminado muchos kilómetros por encima de cadáveres. Lo más probable era que a Ernst le hubieran asesinado junto con los demás. De haber sobrevivido a la marcha, probablemente lo habrían metido en otro campo de exterminio y habría muerto después. No podía darle esperanzas a Susanne ni tampoco contarle nada de la muerte de Ernst. No había visto su cadáver.

De pronto me vi frente a una chica joven que lo había perdido todo, pero que aún tenía posibilidades de rehacer su vida. ¿Por qué agobiarle con la bestialidad de Auschwitz? De todas maneras, no pude hablarle de eso. Hubo muchos silencios. Yo, en parte, seguía pensando en alemán. Debía de tener un aspecto horrible después de perder tanto peso.

Fue un encuentro traumático y me fui preguntándome si había hecho más mal que bien. La barbaridad de Auschwitz me había penetrado por todos los poros. Tenía la memoria invadida, pero no podía sacármelo de dentro. ¿A quién se lo iba a contar? Visto retrospectivamente, me hallaba en un estado deplorable. Ahora lo llaman trastorno de estrés postraumático. Me costó años volver al pensamiento racional. Estaba muy mal.

Algún tiempo después, intenté sin muchas ganas por mi parte volver a ponerme en contacto con Susanne. No lo conseguí y desistí. Ya había hecho suficiente daño; tenía que dejarlo.

Por aquellas fechas, el 3 de junio de 1945, una antigua amiga llamada Jane, concertista de piano, me dio una nueva libreta de direcciones, pequeña y de piel. Apunté los datos de la chica en la que seguía pensando como Susanne Cottrell, 7 Tixall Road, Birmingham. Y la dirección de Gerdi Herberich en Núremberg; debió de ser un buen bocadillo.

También figuran en ella los datos de la familia de Les Jackson. Sus padres eran la siguiente visita de mi lista, pero la experiencia con Susanne me había dejado hecho polvo. Me costó meses volver a Aspen Grove, en Liverpool, e ir a verles.

Un buen día cogí el coche, fui a ver a su padre y nos fuimos al pub. Ambos bebimos mucho. Él había perdido a su hijo y yo sabía exactamente cómo. Estaba allí para contárselo, pero le ahorré los detalles. No tenía por qué saber que Les había saltado en pedazos. Dije lo que decimos todos en circunstancias semejantes, que yo estaba con él cuando lo mataron, que había sido rápido. Confío en que le ayudara. Mr Jackson no se conmovió por las noticias, el sorbete tuvo algo que ver con ello. Mi querido Les sigue sin ser enterrado en algún punto de las arenas del desierto.

Volvimos a casa con una buena cogorza y, en ese momento, entró Marjorie, la hermana de Les. Estaba tan guapa como siempre. Había bailado con ella antes de embarcar y había pegado su foto en la pared del camarote. Estaba con un tipo llamado Evans y me di cuenta de que se había casado. Para evitar que se sintiera violenta delante de su marido, hice como si no la conociera y me presenté como si fuéramos dos extraños. También me estaba protegiendo a mí mismo. Marjorie había sido especial, bailaba muy bien, pero yo había estado fuera demasiado tiempo. La vida había seguido su curso y se había cerrado otra puerta. Dormí allí y me fui por la mañana temprano.

La historia de Les no terminó ahí. Tenía una esposa que vivía en Southampton y fui a verla sin avisar cuando estuve en el cuartel de Winchester. Debería habérmelo pensado mejor. Entonces no estaba en mis cabales. Me presenté a la puerta y ella se ruborizó y me pidió que esperara fuera. Momentos después apareció con el abrigo puesto y me sugirió que fuéramos a charlar a un pub.

Supe inmediatamente que había otro hombre. No tenía nada de malo, Les había muerto hacía unos años, pero me resultó extraño. Yo había ido a darle un poco de consuelo, a contarle los detalles que pudiera, pero ella no manifestó el menor interés. No sé qué esperaría. Creí que querría saber qué pasó, escuchar algunas de las aventuras que habíamos corrido juntos. No tenía mucho tiempo y la noté distraída e inquieta. Le conté lo que pude y nos despedimos al salir del pub. No la acompañé a casa.

Aquel encuentro me dejó revuelto. Los soldados habían ido a combatir y muchos habían pagado con sus vidas. Acababa de terminar la guerra y ya habían sido arrinconados y olvidados, como tragados por las aguas. Un factor más que añadir a mi creciente agitación mental.

Poco después de mi regreso recibí en mi casa, en Essex, una misteriosa llamada telefónica. Era de un hombre que decía que había sido prisionero judío en el campo de Auschwitz III-Monowitz. No era alguien a quien yo hubiera conocido bien en el campo, nunca me había pedido ayuda y nunca le había dado nada, que yo recuerde. Lo conocíamos por el sobrenombre de Mops. No sé cómo se había enterado de cómo me llamaba y había entrado en contacto conmigo a través de la Cruz Roja. Me intrigó, porque yo había guardado todas las precauciones posibles. Ni siquiera era un prisionero con quien yo me hubiera relacionado, y me estaba telefoneando desde París en una época en la que las llamadas internacionales eran raras.

Me estuvo hablando de la marcha de la muerte de los judíos. Me dijo que había contado cientos de disparos cada día de marcha y que muchos habían sido masacrados. Él había sobrevivido de milagro. Me confirmaba lo que yo había visto, pero también fue el primer indicio de que no había sobrevivido nadie. Apunté su nombre en mi libreta como «Merge», con una dirección en París. No volví a tener noticias de él, pero tres o cuatro semanas más tarde llegaron de pronto a casa cuatro chicos judíos. Los había enviado Mops. El mayor tenía dieciocho años y los otros tres, catorce. Eran unos chicos educados que venían de Ilford. No eran supervivientes de los campos, sino que habían vivido la guerra en Gran Bretaña. Quizá hubieran escapado en un Kindertransport parecido al de Susanne. No me pidieron nada y yo no les pude servir de mucho. Charlamos un rato, mi madre les dio de comer y se marcharon dejándonos perplejos.