Hicimos un corto trecho a lo largo de la valla del recinto de IG Farben en medio de la fría oscuridad y escupí mi despedida a aquellas diabólicas torres y chimeneas, las grúas de acero, los gasómetros y los kilómetros de tuberías. Después torcimos hacia el suroeste, evitando la ciudad de Auschwitz, dejando atrás aquellos tristes montículos de tierra helada para no volver nunca.
Nadie nos dijo a dónde íbamos. No tengo recuerdo de haber pasado por el poblado donde había vivido el personal civil. Pensé en los prisioneros judíos que había conocido; en Ernst, cuya hermana de Inglaterra quizá se hubiera empeñado en soñar que pudiera sobrevivir, y en Hans, al que todavía conocía poco. Hubo otros muchos, pero eran rostros sin nombre.
No habíamos andado mucho cuando vi unos harapos en la carretera y un montón de nieve más adelante. Al acercarnos reconocí el bulto de un uniforme de rayas, blanquecino y endurecido a causa del hielo. Después otro y otro más. No cabía duda. Pasamos por entre los cadáveres rígidos y seguimos adelante. Algunos habían recibido un tiro en la cara y los habían echado a una zanja, otros yacían en la misma carretera donde se habían desplomado y los habían matado. El poco calor que albergaran sus frágiles cuerpos ya había desaparecido hacía mucho.
Los agujeros de bala solo contaban la mitad de la historia.
Debería haberme dado cuenta de que aquello no iba a terminar pronto, que todavía quedaban muchas cosas por ver. Entonces no estaba seguro de si sobreviviría alguien para contárselo al mundo. Llevaba semanas tratando de imaginarme cómo acabaría. Por fin lo supe. Los alemanes se habían llevado a los prisioneros judíos, con idea de que siguieran trabajando para ellos. Pero si sus esclavos desfallecían no había nada que hacer. Al parecer, era lo que les había pasado a muchos.
Los cadáveres abandonados se iban quedando rígidos en el hielo en el mismo lugar donde habían ido cayendo. Habían emprendido la marcha hambrientos y agotados, y muchos habían sucumbido rápidamente a la fatiga y el frío. Se habían desplomado y no se habían vuelto a levantar.
«La muerte empieza por los zapatos», escribió más tarde Primo Levi sobre su cautiverio en Auschwitz-Monowitz. Podía aplicarse a los campos de concentración, donde las rozaduras de los bastos zuecos de madera causaban inflamaciones y heridas en los pies, hacían andar despacio, acarreaban el declive, las palizas y la muerte; y también podía aplicarse a la marcha por la nieve.
Por lo que supe después, él fue uno de los que estaban demasiado enfermos para salir de Auschwitz III-Monowitz. Por eso consiguió librarse de la marcha de la muerte y sobrevivir.
Estuvimos varios días caminando sobre cadáveres congelados. Supe ya entonces que habría pocos supervivientes. Había muchos cadáveres rígidos. Ernst, Hans y los demás seguramente habrían muerto. Yo había pensado que, si volvía a Inglaterra, tal vez pudiera buscar a su hermana Susanne y contarle lo que había visto, pero entonces no tenía mucho sentido. Procuré quitármelo de la cabeza, estaban muertos y no había nada que hacer. Yo tenía que sobrevivir. Ya he dicho antes que si falta uno mismo, no hay nada.
Nuestros guardias eran de la Wehrmacht y no de las SS, pero aún no sabíamos lo que planeaban para nosotros. Me acuerdo de un soldado en particular, un veterano del frente oriental. Se había enfrentado a los rusos en combate y tenía una mano postiza de cuero para demostrarlo. Tenía muchas razones para dirigirse al oeste. No pude resistir la tentación. Marché a su altura durante varios kilómetros pasando por entre cadáveres y le solté a la cara en el mejor alemán del que fui capaz: Ihre zeit kommt noch, «ya os llegará la hora». Se quedó inmóvil. Entendió lo que quería decirle.
De la respuesta que me escupió entendí: «Antes te pego un tiro». Probablemente lo habría hecho. Había mucho miedo y los dedos no se apartaban de los gatillos. Al cabo de un tiempo dejamos de ver cadáveres. Yo sabía que no era porque hubieran cesado los asesinatos. Simplemente, habíamos cambiado de ruta.
La comida era muy escasa y la mayor parte de lo que comíamos lo cogíamos del campo. Algunas noches dormíamos bajo techo en graneros, otras no teníamos más remedio que hacerlo al raso entre la nieve. Yo estaba agotado, pero procuré no quedarme dormido porque, como no tenía capote para abrigarme, dormir de noche significaba morir.
A los pocos días empecé a ver montañas en el horizonte y empezamos a ganar altitud. La temperatura descendía a medida que ascendíamos. Nos dijeron que se habían alcanzado los treinta grados bajo cero. La nieve me azotaba la cara y se me helaba alrededor de las orejas. Fue una ascensión larga y dura. Empecé a perder sensibilidad en los pies; había peligro de congelación. Más tardé oí contar que algunos muchachos se habían dejado los dedos de los pies dentro de las botas al quitárselas.
Seguimos subiendo hasta que la pendiente empezó a suavizarse para dar paso a un largo y sinuoso descenso. Dejó de nevar y los ventisqueros se hicieron menos profundos. Empezaron a surgir manchas de vegetación y, a medida que bajábamos, la nieve fue desapareciendo paulatinamente.
Al cabo de muchas horas nos ordenaron hacer un alto para descansar en un campo a orillas de un río que bajaba crecido. Después asomó el sol entre las nubes y el agua cobró vida al momento, lanzando mil destellos de luz. Era fresca, pura y atrayente; pensé inmediatamente que me limpiaría de toda la porquería, el sufrimiento y la angustia mental. Era el agua del deshielo de las colinas nevadas y estaba peligrosamente fría, pero su belleza me desarmó. Sabía que si me zambullía acabarían todos mis padecimientos. Fue un momento de destructiva serenidad y tuve que hacer esfuerzos por no dejarme llevar.
Hacíamos todos los días cerca de cuarenta kilómetros y el tiempo no tardó en volver a ser más frío. Solíamos ir a campo abierto, pero en todo momento bajo vigilancia armada, de manera que era imposible fugarse. ¿Adónde habríamos ido? ¿De qué habríamos vivido en aquel paisaje invernal?
El problema de la comida era verdaderamente acuciante. En cierta ocasión, durante un alto para descansar, un guardia me permitió cambiar con un civil mi reloj por pan. No me quedó otro remedio que darle parte al guardia a regañadientes.
Cuando nos detuvimos vi que los soldados montaron las ametralladoras en los trípodes. Eso siempre nos hacía dar un respingo. No sabíamos qué planeaban con nosotros. Al fin y al cabo, habíamos sido testigos de Auschwitz. Al cabo de un rato vimos que apuntaban lejos de nuestra pequeña columna y nos tranquilizamos. Estábamos en zona guerrillera y esperaban un ataque.
Los guardias tenían un vehículo en el que llevaban sus pertenencias, algunas armas y los víveres para darnos de comer. Cuando se averió lo abandonaron, requisaron un carro y un caballo y trasladaron a él toda la carga. El animal estaba para pocos trotes desde el principio. Pronto empezaron a darle latigazos sin piedad. Con todos los asesinatos que había presenciado en Auschwitz y todos los cadáveres sobre los que había pasado en la última marcha, los padecimientos del animal me enfurecieron. Con aquellos latigazos no viviría mucho. Para mí no había ser más vil que el que maltrataba a un animal indefenso. Las personas pueden rebelarse, los animales no.
Entendía de caballos por la granja. Yo lo trataría mejor, pero tenía que convencer a los guardias. Podía decirles que, si el viejo percherón moría, no podría llevar la carga. Si me dejaban llevarlo a mí, lo mantendría con vida. Aceptaron.
Tomé las riendas y, con la nieve de nuevo fustigándome la cara, hablé suavemente al oído del caballo. Los animales domesticados no tienen cólera en su interior. Si te ganas su confianza, responden. Si los tratas bien, te ayudan. Conseguí que volviera a andar y lo hizo durante más de ochenta kilómetros bajo la nevada. Después los guardias le pegaron un tiro y lo colgaron en un granero. Fue lo que había que hacer en aquel momento. Sus desgracias habían terminado. Cogí una navaja, corté un trozo de la grupa y me lo comí crudo. Los guardias se quedaron con el resto y no sé qué hicieron con él. Probablemente lo guisarían. No pude darles nada a los muchachos.
Nos detuvimos allí dos días; eso nos dio tiempo para descansar. Después continuamos con la caminata. Una vez hicimos noche en una cárcel de verdad, con barrotes y todo. Como refugio era mejor que cualquier granero abierto a los cuatro vientos. Otra vez dormimos en una cervecera.
Durante la marcha iba conmigo un reducido grupo de muchachos. Supongo que yo les mangoneaba un poco. Uno de ellos era Bill Hedges y otro Jimmy Fleet, por supuesto. Mal está que yo lo diga, pero creo que Jimmy pensaba que yo tenía más fuerza mental que el resto. Sufrió mucho en la marcha y pude darle mi apoyo. Aún le debía que hubiera ocultado a Hans durante los intercambios, aunque eso ya era historia. Entonces teníamos nuestros propios problemas, así que evité las complicaciones de las amistades profundas, el desierto me lo había enseñado. Cualquier día podía estar echando paletadas de nieve o tierra sobre su cadáver; ¿para qué hacer peor la situación? Guardé las distancias, pero como Jimmy y Bill me habían cubierto, yo velaba por ellos.
Funcionábamos como una unidad y desarrollamos un sistema propio, un modus operandi. Al final de una marcha larga y dura nos mostraron un sitio para dormir y nos dejaron allí. En cautividad la graduación militar no significaba nada y menos todavía en aquella marcha. Se producían agrupamientos naturales en torno a quienes sabían qué hacer. Si había respeto, funcionaba. Yo solía dar las órdenes y nos desplegábamos al momento en busca de comida, remolachas forrajeras con un poco de suerte. Otros localizaban los mejores sitios para dormir. Yo me encargaba de dónde estaban los guardias y cuáles eran sus rutinas, para ver qué podíamos aprovechar. Aquel sistema nos ayudó.
Recuerdo que una vez registramos un granero y la búsqueda de comida acabó en nada. Me tumbé decidido a disfrutar de la única cosa que había en abundancia, montones de buena paja fresca donde dormir.
Mi peso aplastó aquellos pálidos tallos amarillos, en otro tiempo cargados de grano. Me obsesioné pensando en el pan que se hubiera podido sacar de ellos. Durante la marcha no pensábamos en nada que no fuera comer y, cuando dormíamos, soñábamos con lo mismo.
Pero no pude encontrar postura ni quedarme dormido. Había un bulto debajo de la paja. La aparté y vi que estaba echado encima de un cargamento de patatas. Habíamos encontrado oro. Estaba seguro de que alguien estaba intentando ayudarnos. Grité a los muchachos que se acercaran. En total serían unos tres kilos de patatas. Hicimos una hoguera, las cocinamos y nos comimos las que pudimos. Fue todo un banquete, una maravilla. Las que sobraron nos las llevamos cuando reanudamos la marcha. No volvimos a encontrar nada parecido.
Habíamos pasado por Ratibor, en Silesia, y habíamos seguido hasta entrar en Checoslovaquia. Los días se convirtieron en semanas mientras nos adentramos en Bohemia, pasando por Pardubice, a orillas del Elba, y por las afueras de Praga en dirección a Pilsen. En ciertas zonas de los Sudetes, donde se podría decir que había empezado todo aquel caos a raíz de la ocupación alemana que desencadenó la guerra, los vecinos nos arrojaban pan cuando pasábamos. Más checos que de etnia alemana. Los guardias trataban de impedírselo, pero aun así cogíamos algo. Se agradecía.
El hambre apretaba. Eran jornadas duras. Los muchachos se habían acostado en un pequeño granero a pasar la noche cuando observé que el muro divisorio no llegaba hasta las vigas del techo. Medía más de dos metros y medio y, tras varios intentos, conseguí subir, pasar las piernas y dejarme caer al otro lado, dentro de una caseta destartalada.
Me puse a explorar y encontré un cuenco de grasa rancia y solidificada, probablemente para los animales. Me dieron arcadas, lo dejé; volví sobre mis pasos y me acosté. Pensé en el cuenco toda la noche. Cuando llegó la orden de levantarnos a la mañana siguiente, di un brinco y, sin pensármelo, salté por encima del muro y fui a por el cuenco. Me lo comí de un tirón y conseguí no vomitar.
La mente todo lo puede. En aquella marcha me eché para el coleto las cosas más increíbles, cada vez convenciéndome a mí mismo de que era el banquete de Navidad. Así fue como sobreviví.
Por lo visto, desde Pilsen nos iban a llevar a la frontera austríaca. Para entonces yo ya estaba desesperado. No nos daban de comer. Yo no iba a morir de hambre como prisionero de guerra. Antes me fugaba por mi cuenta y riesgo.
Decidí fugarme solo, sin decírselo a nadie, ni siquiera a Bill y Jimmy. De haberles dicho algo, se habrían sentido obligados a acompañarme. Si yo moría, ellos también. No quise asumir esa responsabilidad. Actuaba mejor en solitario.
Hicimos noche en algún punto al sur de Pilsen, donde se nos ordenó dormir en un gran granero lleno de paja. Los guardias hicieron sus patrullas, pero estaban cada vez más descuidados, tenían la cabeza en otra cosa. Observé y esperé. Notaba descuidos en sus rutinas nocturnas; a la primera oportunidad, me fugué.
Atravesé campos y pedregales, temiéndome el escándalo y las voces, o peor aún, las balas. Seguí corriendo hasta que estuve a una prudente distancia. Entonces me metí en una zanja y dormí hasta que se hizo de día.
No había tiempo que perder. Volvía a tener el destino en mis manos, pero me arriesgaba a que me capturaran y me pegaran un tiro. Una fuga con éxito necesitaba un plan. No lo tenía. Pensé que no sería tan importante en un momento en que la guerra estaba tocando a su fin y los aliados occidentales se estaban aproximando. No tenía más que un simple mapa, tendría que conformarme con eso.
Además, tenía que comer. Vi una casa, estuve observando durante un rato, después me acerqué y comprobé que la puerta no estaba cerrada. Cuando se tiene hambre, el miedo desaparece. Si alguien se hubiera interpuesto en mi camino, lo habría lamentado. Encontré una rosca de pan de unos treinta centímetros de diámetro. Busqué un lugar seguro, me escondí y me la comí entera.
Me dirigí hacia el suroeste, orientándome vagamente por las estrellas y el sol poniente. Caminaba sobre todo por la noche y durante el día permanecía echado. Seguía con mi uniforme de campaña y habría necesitado un abrigo para ocultarlo, pero no encontré ninguno. Me mantuve alejado de núcleos de población y carreteras, y crucé la frontera alemana por el campo.
Robé toda la comida que pude, me llevé de los campos todo lo que pudiera comerse. No fue peor que durante la marcha. Me estaba adentrando en Alemania y, tras caminar un sinfín de noches, llegué hasta Regensburg.
Topé con un extenso centro ferroviario de clasificación y me puse a buscar entre los rótulos de los vagones con la vana esperanza de encontrar uno que se dirigiera al norte.
Se me había metido en la cabeza intentar llegar a las líneas británicas.
Fue entonces cuando oí por encima de mí el zumbido de grandes aviones y empezaron a caer bombas. Sabía que, con el movimiento de tropas y equipo que había, el enclave ferroviario en el que estaba era un objetivo estratégico. Eché a correr y conseguí salir, atravesé un pequeño cementerio y seguí corriendo y corriendo. Pude oír cómo subía el fuego antiaéreo y bajaban silbando las bombas. Cayó una en el cementerio por donde acababa de pasar.
Bordeé un seto y fui a dar a un puesto antiaéreo bien camuflado. Conseguí rodearlo y salir a campo abierto. Creía que estaba a salvo. Pero no fue así.
Volví a oír aviones por encima de mí y eché mi cuerpo a tierra. Rodé sobre mi espalda y vi caer en llamas una Fortaleza Volante norteamericana con un ala arrancada. Hubo como un gran soplido seguido de un ruido sordo, creí que era una bomba, pero no hubo explosión. Algún objeto procedente del bombardeo había caído a corta distancia de mí. Fui a ver, cuando acabó el bombardeo, y me encontré con un bate de béisbol que sobresalía del suelo. Me figuré que lo habría llevado algún miembro de la tripulación, posiblemente como talismán. Lo saqué de la tierra. Me lo iba a llevar a casa como recuerdo.
No volví al centro de clasificación, sino que me dirigí al norte a pie. Solía ponérmelo difícil. Yo era así. Llegué a las afueras de una ciudad, que esperé que fuera Núremberg. Pensé que podría probar suerte otra vez con los trenes e hice una incursión en la ciudad, pero los bombarderos habían llegado primero. Estaba devastada. En algunos barrios apenas quedaba piedra sobre piedra. Me retiré por donde había ido y rodeé la ciudad antes de seguir hacia el norte.
Creía que me estaba acercando a las líneas aliadas, si bien apenas había visto ningún movimiento de tropas, de manera que tal vez estuviera equivocado. Ya casi había llegado a Bamberg antes de que cambiara mi suerte. Al salir de un bosquecillo, vi un escuadrón de carros de combate desplegado y listo para entrar en combate, dejando cien metros de distancia entre uno y otro. Eran norteamericanos. Salí cautelosamente a campo abierto, confiando en que tuvieran unos buenos prismáticos para verme llegar.
No iban a desperdiciar munición en un solo hombre, no tenía sentido disparar a un soldado solo que se dirigía hacia ellos. De ser enemigo, tendrían un prisionero más.
Me acerqué lo suficiente como para gritarles que era un prisionero de guerra británico y alguien asomó la cabeza en el carro de combate más cercano y me saludó. Volvió a desaparecer y me imaginé que estaría hablando por radio. Después se bajó y me dijo que le siguiera. Atravesamos unos campos y a unos doscientos metros llegamos a otro carro de combate donde esperaba el oficial al mando.
Era de fuera de este mundo. Con dos pistolas y un puñal en la bota. Fue derecho al grano:
—¿Dónde están esos malditos Krauts?
No pude decírselo porque había estado procurando evitarlos. Le conté que venía de los alrededores de Núremberg y que no había visto gran cosa. Me echó otra mirada, se volvió a uno de los soldados y dijo:
—Que alguien dé de comer y de beber a este hombre. —Había sido liberado.
Devoré las raciones al momento. No tengo ni idea de qué era, pero me supo muy rico. Los carros de combate se pusieron enseguida en movimiento y me enviaron detrás de las líneas. Finalmente me montaron en un vehículo y me llevaron unos cuantos kilómetros atrás en dirección a Núremberg, hasta un pequeño aeródromo en un campo. Me dijeron que estaban reuniendo allí a muchos antiguos prisioneros de guerra y que en unos días llegarían los aviones que nos llevarían de vuelta a Inglaterra.
Me apeé del vehículo y me despedí con la mano de los norteamericanos que regresaban para reunirse con sus unidades de vanguardia. Había sido un breve paréntesis. Me habían gustado sus raciones y volvía a estar solo. ¿Había sido liberado de verdad? El sitio aquel parecía abandonado. No había otros prisioneros de guerra. Solo campo. Tenía que volver a sobrevivir.
Recorrí la zona hasta encontrar una casa abandonada en las inmediaciones y conseguí entrar en ella. Al menos era un refugio, aunque no recuerdo que hubiera camas. Me arrebujé debajo de una manta en el suelo. Había recorrido a pie cientos de kilómetros por Europa central, robando comida aquí y allá. Incluso en mis peores momentos había pensado que la liberación sería más estimulante que aquello. Busqué algo de comer por la casa y no encontré gran cosa. Ni rastro de aviones. Me senté.
Mientras esperaba, me pregunté si a los demás muchachos británicos de la marcha los habrían metido en otro campo o si seguirían marchando encañonados. Tardé años en enterarme de que habían seguido con los guardias hasta que ellos también se habían encontrado con los norteamericanos. Según me contaron, uno de los muchachos le había cogido el fusil a sus liberadores y le había pegado un tiro en el acto al suboficial Mieser. No era el peor de ellos, pero lo comprendí. Sospeché que el de la mano de cuero conseguiría escapar. En cuanto a los prisioneros judíos, pensé que los hombres que había conocido —Ernst entre ellos— tenían que estar muertos. Había visto muchos cadáveres. Dejé de pensar en ellos.
Me senté en un muro al final del jardín abandonado y miré si había aviones en el cielo. No apareció ninguno por más que esperé. Quizá me habían abandonado. Al cabo de un rato pasó un grupo de chicas alemanas. Aproveché la ocasión y las llamé. Me sorprendió que quisieran hablar conmigo. La que más hablaba era rubia, tendría unos veintidós años y era muy guapa. Enseguida se dieron cuenta de que era extranjero y quisieron saber de dónde era.
Les expliqué que era inglés, un antiguo prisionero de guerra en espera del avión que me llevara a Inglaterra. No les dije dónde había estado cautivo. Ya entonces me daba la sensación de que Auschwitz era otro universo. Aquella experiencia no podía trasladarse a la vida normal. Ni siquiera en Alemania.
Hablamos durante un rato como mejor pudimos y les pregunté si tenían comida. Sacaron un bocadillo de algo, que tomé agradecido y me comí inmediatamente. Ahora pienso que probablemente era su almuerzo.
Nos hallábamos en territorio ocupado por los aliados, pero por allí no había muchas tropas.
Todavía no había terminado la guerra y ellas se estaban arriesgando al ser corteses conmigo. Tenían curiosidad y, después de hablar un rato, entraron a ver la casa abandonada que era mi residencia provisional. La chica que más hablaba me dio su dirección en Núremberg y su nombre, Gerdi Herberich. Prometí escribirle y darle las gracias cuando volviera a casa y enviarle un paquete de comida. Lamento decir que no lo hice. Por aquel entonces, tenía otras cosas en la cabeza y mi mundo estaba trastornado de arriba abajo.
El ambiente acogedor de mi refugio quedó pronto alterado por la llegada de un grupo de norteamericanos, entre ellos antiguos prisioneros de guerra. Las chicas se fueron enseguida y no volví a saber ni oír nada de ellas. Había sido una cosa pequeña, un simple bocadillo o Brötchen, como lo llamaban los alemanes, pero no dejaba de ser un gesto humano no exento de riesgo con un soldado enemigo. Nunca pidieron nada a cambio.
El ambiente se hizo más ruidoso, pero la incorporación de nuevas personas era indicio de que estaba en el lugar adecuado. Había robado cuatro latas de comida en otra casa abandonada de los alrededores, me quedé con una y las otras tres se las di a los norteamericanos. No llevaban etiqueta, de manera que cuando los yanquis abrieron las suyas y era carne, esperé que la mía también lo fuera. Pero cuando abrí la mía resultó que era alguna verdura en agua. Me llevé una gran desilusión, pero me sentó bien de todos modos. Dormimos allí unos nueve o diez, no podíamos hacer otra cosa que esperar.