Capítulo 15

Hacía una mañana húmeda y desapacible. Había llovido a cántaros y el suelo estaba hecho un barrizal. Fui uno de los veinte prisioneros de guerra británicos a quienes se les ordenó ayudar a instalar los cables del tendido eléctrico de una nueva planta. Nos pusieron en fila, metidos hasta la cintura en una zanja embarrada con un grueso cable de red entre las piernas. Conforme a la siniestra lógica de los campos, estábamos desempeñando aquella tarea porque los trabajadores esclavos estaban demasiado débiles como para levantar el pesado cable. Íbamos desenrollándolo de un enorme tambor de madera; y cuanto más largo iba siendo, más pesaba. No podíamos moverlo más que empujando todos a una.

Un chico judío de unos dieciocho años estaba de pie junto al tambor por encima de mí. Igual de flaco y débil que los demás, pero con una cara agradable. No vi que hiciera nada malo, pero a los guardias no les hacían falta razones. Un oficial de las SS se acercó a él y el chico hizo lo que todos tenían que hacer. Dejó de trabajar, se quitó el gorro, se lo puso al costado y adoptó la posición de firmes.

No se inmutó cuando lo golpearon. El oficial lo golpeó en la cara con algún objeto contundente y empezó a sangrar a raudales. Pero se las arregló para volver a la posición de firmes murmurando algo en una lengua que no identifiqué. En cuanto lo hizo, recibió otro golpe y cayó al suelo con un grito de dolor. Se levantó otra vez, y otra vez recibió un golpe en la cara. Ya tenía el uniforme de rayas cubierto de sangre. Yo estaba viendo cómo mataban a un chico de una paliza. Ya lo había visto antes, pero esa vez no pude contener la cólera y solté algo.

En mal alemán le grité al oficial de las SS: «Du verfluchter Untermensch!». Era lo peor que le podía decir. Le había llamado infrahumano, el término que utilizaban los nazis para referirse a quienes ellos consideraban inferiores: eslavos, gitanos y judíos. Sabía que eran unas palabras explosivas. Se interrumpió la paliza, pero yo sabía que la cosa no iba a quedar así.

Pasaron sus buenos diez minutos antes de que el oficial reaccionara. Dejó que terminara mi trabajo. Salí de la zanja y di media vuelta para irme. Vino por detrás sin avisar. En cuanto llegó a mi altura noté un golpe brutal en la cara. Me vi en el suelo agarrándome el ojo derecho; me había golpeado con la culata de la pistola. Perdí la visión durante unos segundos. Cuando volví en mí, tenía el ojo cerrado con cortes por arriba y por abajo. El oficial se había ido.

No vi qué le ocurrió al chico, pero seguro que no duró mucho. Si no murió por los golpes en la cabeza, seguro que murió pronto a consecuencia de las heridas.

Yo tenía el ojo destrozado, y eso que había sido un solo golpe. En nuestro campo había un médico sudafricano, un tipo llamado Harrison. Según los visitadores de la Cruz Roja, tenía todo el material sanitario que necesitaba. En realidad, tenía aspirinas y una bombilla de sesenta vatios para un rudimentario tratamiento de calor. Hizo por mí lo que pudo, porque me cuidé muy mucho de dar parte de mi herida.

La inflamación desapareció; se curaron los cortes, pero yo veía mal y seguí así durante varios años. A veces miraba un edificio grande y era como si se derrumbara y se quedara como un poste de teléfono. Años después de la guerra, el ojo se puso canceroso y me lo quitaron y lo sustituyeron por uno de cristal. Yo conocía el motivo.

La indefensión del muchacho y la imposibilidad de ayudarle por mi parte me obsesionaban. Me habían educado para enfrentarme a la injusticia y en Auschwitz muy poco podía hacer. Vi apalear, matar a muchas personas. Pero es la imagen de aquel valeroso chico la que se me aparece en la oscuridad. Son sus facciones las que veo cuando me despierto bañado en sudor. No sabía nada de él, ni siquiera cómo se llamaba, pero el rostro ensangrentado de aquel chico me ha acompañado día y noche durante casi setenta años.

Muchos muchachos hacían lo que podían por los rayados, algún que otro cigarrillo, comida si es que podían acercarse a ellos. A otros su tragedia les daba miedo. Les daban miedo sus enfermedades, contagiarse. Al fin y al cabo, todos éramos cautivos tratando de sobrevivir. La generosidad no se limitaba a quienes habían llevado una existencia acomodada en la vida civil.

Frank Ginn era uno de esos soldados. No sé si decirlo, pero el pobre hombre era más o menos analfabeto. Yo solía leerle y escribirle las cartas y llegué a conocerlo. Hacía esfuerzos con el alemán, imprescindible para comunicarse en los campos.

Un día me pidió que le acompañara a un taller de carpintería al noreste del edificio del Queen Mary. Dentro había un gran banco, herramientas y virutas por todas partes y un par de judíos griegos trabajando solos.

Tenían alguna noción de alemán monosilábico y Frank creyó que yo podría comunicarme mejor con ellos. Según decían, los griegos del campo, los que habían sobrevivido, eran mayoritariamente de Salónica. Eran buenos negociantes, duros y astutos.

Aquellos debían de estar haciendo trabajos para los edificios en construcción y habían logrado tener una actividad que coincidía con la que realizaban en su país. Un auténtico chollo para cualquier rayado. A cubierto de las inclemencias del tiempo y mejor alimentados que los demás.

Frank les había dado comida cuando había podido y, como se figuraron que yo era su jefe, no alcanzo a entender por qué, me convertí en objeto de su interés. Siempre que entraba me sonreían. Fue en una de aquellas ocasiones cuando llegaron los de las SS.

Me imaginé que habría problemas, pero se limitaron a enarcar las cejas al verme allí. No preguntaron nada. Supuse que los griegos estarían haciendo algo para ellos de tapadillo. Tenían que buscar toda la protección posible; hacer de su oficio un escudo. Aquella compleja red de relaciones dificultaba saber en quién se podía confiar. Por eso siempre evité saber nombres. No quise saber con quién se relacionaban unos u otros. Podía haber espías en cualquier parte. De la información también se podía sacar provecho.

Un día, con gran sorpresa por mi parte, los carpinteros me hicieron un pequeño armario de madera e insistieron en que me lo quedara. Tenía cajones y ensamblajes de cola de milano. El típico armarito donde hubiera guardado los útiles de aseo de haber tenido algunos. Era extraño recibir un objeto así en un campo de concentración, donde la mayoría de los prisioneros se afanaban en trapichear con botones y colillas. Me quedé asombrado.

Frank había establecido el contacto inicial, pero en unos meses se hicieron amigos míos. Fue cuando quisieron que me quedara con el armario, y yo me sentí violento. No tenía mucho sentido, porque los griegos tenían fama de salirse con la suya. Probablemente lo vieran como una inversión en futuros favores, aunque nunca lo llamaban así.

En principio no era un objeto fácil para poder trapichear con él. Los prisioneros del campo no le habrían encontrado utilidad. Mejor los cigarrillos, que se podían llevar de un lado a otro y se intercambiaban con rapidez.

El armario hubiera estado bien para un trabajador civil o algún forastero. Supongo que para ellos un prisionero de guerra entraba dentro de esa categoría. Nunca dijeron lo que querían a cambio. Quizá les bastara que yo les debiera el favor. Supongo que les salió bien, porque a partir de entonces procuré darles comida siempre que pude.

En aquella ocasión fue fácil sacarlo de la fábrica a escondidas. A veces había registros y Postens que sobornar. Era un lugar de componendas y se podía conseguir fácilmente que los guardias hicieran la vista gorda al trapicheo si ellos sacaban algo a cambio. Aquella noche logré pasar, volver al E715 y meter el armario en mi mochila del barracón. Era una rara manifestación de belleza en un lugar de fealdad.

Los paquetes de la Cruz Roja dejaron de llegar en diciembre de 1944. Los bombardeos aliados tuvieron algo que ver. Sus raciones extra nos habían mantenido vivos, sin ellas habríamos sufrido terriblemente. En adelante tendríamos que sobrevivir con las raciones escasas que nos daban los alemanes. Habría menos que pasar a los prisioneros judíos.

No recuerdo la última vez que vi a Hans o a Ernst. Los tenía presentes a menudo, pero en enero de 1945 supimos que se estaban aproximando los rusos. Podíamos oír a lo lejos el fuego de las ametralladoras y la artillería. Los días del campo estaban contados. Entonces no sabía si eso significaba la liberación o más desorden.

El 18 de enero de 1945 sacaron por última vez a los judíos de Auschwitz III-Monowitz. El campo, a unos cientos de metros del E715 por carretera, quedó abandonado, salvo los pocos enfermos que fueron abandonados allí. Los pobres rayados fueron obligados a salir encañonados por entre la nieve y el hielo del crudo invierno. Obligaron a salir a miles de ellos. La marcha de la muerte había comenzado.

Aquella mañana formamos en columna para ir a trabajar a IG Farben, como de costumbre, y lo encontramos todo vacío. Los rayados que pululaban por el recinto en construcción —y que parecían salir de la tierra la primera vez que los vi— habían desaparecido. Reinaba un extraño silencio.

Se desataron los rumores. Creí que nos iban a utilizar como rehenes cuando los rusos avanzaran. Esa noche hubo un feroz bombardeo aéreo ruso. Como de costumbre, salimos del campo, dejando nuestras cosas dentro, para ponernos a cubierto. Me escondí en una pequeña depresión del campo, por detrás de los barracones, mientras caían bombas en grandes cantidades. Sin interrupción. Una detrás de otra.

Pasé la noche en aquel repliegue del terreno y no recuerdo que durmiera. Estaba a cubierto y no vi ninguna explosión porque tenía la cabeza agachada y tapada. Cuando acabó, salí de mi refugio y vi que el campo estaba completamente destruido. Busqué los restos de mi barracón y gateé por los escombros para ver qué podía salvar. Encontré mi reloj, que había estado colgando de un clavo en la litera, y una mochila con unas cuantas cosas dentro, entre ellas el pequeño armario pintado que me habían dado los griegos. Cogí todo y salí de allí trepando. Algún otro hizo lo mismo, aunque no hubo mucho tiempo.

Todavía estaba oscuro y hacía frío, y yo no tenía capote; no recuerdo haberlo tenido nunca. Era una necesidad de la que tuve que prescindir. Los cañonazos rusos ya eran más nítidos, quizá a unos ocho o nueve kilómetros, y sonaban cada vez más fuerte. Nos daban valor al tiempo que nos llenaban de funestos presentimientos.

Los alemanes nos reunieron a todos antes del amanecer y nos hicieron formar en dos columnas. Hubo quien dijo después que Mieser, el suboficial al mando, había dado a los muchachos la opción de dirigirse al este hacia el frente ruso o ir al oeste con la columna. Yo no lo recuerdo así. Todavía nos tenían encañonados. Además, dirigirse a los rusos con uniformes extraños habría sido suicida. Años después me dijeron que dos muchachos habían corrido ese riesgo y habían muerto a manos del Ejército Rojo.

Nuestra columna fue la última en partir. Salimos por la puerta entre alambradas y travesaños retorcidos y dejamos atrás por última vez los restos del E715.