Habían pasado varios meses desde que le había escrito a mi madre hablándole de Ernst. A él lo vi por la fábrica de vez en cuando, pero de casa no había tenido noticias. No sabía si mi madre había recibido la carta ni si había entrado en contacto con su hermana Susanne en Birmingham, si es que todavía seguía allí. Había valido la pena intentarlo, pero en mi fuero interno pensé que había sido en vano. El sistema postal de la Cruz Roja era una cuerda de salvamento, pero sufría frecuentes interrupciones y era cada vez peor.
Al cabo de unos meses llegó una carta dirigida a mí, escrita con una letra que no reconocí. Acompañada de un paquete. La carta estaba escrita en inglés y la abrí sin relacionarla con Ernst. Creo que el encabezamiento era «Querido Ginger» y la firmaba Susanne. Estaba dirigida a él, pero escrita como si fuera para mí. Decía que me enviaba cigarrillos en correo aparte. Había funcionado.
Una carta de mi madre confirmó que había contactado con Susanne y le había dicho que la única forma de ayudarle era enviar cigarrillos. A partir de ahí dependía de lo que hiciera ella. Abrí el paquete y allí estaban: doscientos cigarrillos Players. Los que envió mi tío —las veces que llegaron— eran de la marca 555. Los cigarrillos Players eran para Ernst; había más de cuantos yo había visto en muchos meses.
Fue un milagro: la hermana de Ernst estaba a salvo y se encontraba bien. Es más, ya sabía que su hermano estaba vivo y en Auschwitz. Confié en que entonces aquel nombre no le dijera nada.
Habíamos establecido un contacto humano. Significaba más que el contenido del paquete, por valioso que fuera. Aquella carta desafiaba por sí misma la maldad del lugar. Yo no cabía en mí de gozo. Tenía que llevarle a Ernst la carta y los cigarrillos, y eso significaba colarlos de matute en el recinto de IG Farben. A veces había registros, pero tuve suerte.
En los campos los cigarrillos eran más valiosos que el oro. Cuando efectué el intercambio con Hans, el Kapo había tenido nuestra vida en sus manos y yo le había sobornado para que hiciera la vista gorda con cincuenta pitillos, veinticinco primero y veinticinco después. Era una cantidad fabulosa en el campo y yo estaba a punto de darle a Ernst mucho más.
La verdad es que nunca supe qué hacía Ernst en la fábrica, pero podía moverse más que la mayoría y daba la impresión de que se libraba de lo peor del trabajo fuera del campo. Me figuré que sería una especie de porteador o mensajero.
Pasó algún tiempo hasta que volví a verlo. Esperé una oportunidad de acercarme y le susurré que nos viéramos en un lugar discreto al cabo de cinco minutos.
Apareció. Comprobé que estábamos solos y después saqué del bolsillo la carta de su hermana. Al principio no cayó en la cuenta de lo que era. Le dije que se la llevara y la leyera, y luego le hice el gesto de que la destruyera. Lo había perdido todo. Todos habían perdido todo. Destruir una carta, probablemente su única posesión personal en aquel entonces, era mucho pedir. Sabía que sería duro. Pero de ello dependía la seguridad de nosotros dos y confié en que lo haría. Tomó la carta y la escondió en algún lugar de su uniforme de cebra.
Volví a asegurarme de que no pasaba nadie antes de sacar el primer paquete de cigarrillos y una chocolatina de mi uniforme militar. De haberle dado todos los cigarrillos a la vez, nos hubiéramos arriesgado a perderlo todo porque probablemente eran demasiados para esconder. Le dije que iría dándole el resto a plazos. En aquel sitio, en aquel entonces, era un dineral y Ernst lo sabía.
Yo estaba rodeado de todas aquellas personas desesperadas. Despojadas de todo y arrancadas de esposas, hijos, padres o abuelos, asesinados a su llegada. Los que se libraban trabajaban hasta la extenuación, hambrientos, maltrechos, sabedores de que sus seres queridos habían sido gaseados y de que sus cadáveres se habían quemado. Al final, la desesperación, las enfermedades, el agotamiento o las palizas acabarían también con ellos.
Aquel era el contexto. En medio de todo aquello, yo le estaba dando a Ernst una carta y un regalo de su hermana de Inglaterra. Era todo cuanto podía hacer por él. No tenía ni idea de qué uso haría de aquellos cigarrillos, qué comida o qué favores conseguiría a cambio de ellos. No podría comprar la libertad, pero sí le reportarían algún beneficio, una oportunidad de sobrevivir. Eso era todo. En adelante, dependía de él.
Había sobrevivido hasta entonces, pero ninguno de los dos sabíamos cómo acabaría aquello. El hedor de las chimeneas lejanas y los cadáveres al final de cada jornada hablaban por sí solos. La vida individual estaba sometida a una fuerza maléfica o un capricho asesino.
Yo había echado un vistazo al otro lado de la alambrada de Auschwitz III-Monowitz, pero era él quien conocía aquel mundo y sabía cómo sobrevivir en él. Yo tenía confianza en él, pero sabía que las posibilidades de que muriera eran muchas. Procuré que no me lo notara. Fui entregándole a escondidas el resto de los cigarrillos en las semanas que siguieron. Y no me dijo nunca qué hacía con ellos.
No sabía nada de su familia aparte de que tenía una hermana en Inglaterra. Nunca hablaba de sus padres o sus abuelos y parecía no tener lazos con nadie. De ese modo, era más fácil sobrevivir. Lo sabía por propia experiencia. Durante el tiempo que pasé en el desierto y cuando nos torpedearon. Durante mi cautiverio. Era más fácil depender de uno mismo, servía para concentrarse. Ya he dicho antes que no hay nada si uno ya no está. Quizá por eso conecté con tan pocas personas en aquellos años.
Con Ernst había sido diferente. Pese a los reflejos de desesperación en su mirada, mostraba trazas del muchacho que había sido y destellos del hombre que podría llegar a ser. Tuve la sensación de haber dado con un espíritu afín al mío. No dejé de buscarlo y siempre que pude le di cigarrillos. Si la guerra hubiera durado más, hubiera intentado que le enviaran otro paquete.
Yo estaba deseando salir de aquel lugar olvidado de Dios, aunque solo fueran unas horas, por eso aproveché la primera oportunidad que se presentó de formar parte de una cuadrilla de trabajo fuera de Buna-Werke. Había que coger al vuelo las oportunidades de entrar en contacto con civiles. Nos ordenaron ir en tren a la ciudad de Katowitz y llevar de vuelta unos suministros. No nos dijeron qué eran ni por qué hacían falta seis hombres para cargarlos. Nos sacaron del campo escoltados por guardias armados y caminamos un rato hasta una estación de ferrocarril con andenes bajos, al otro lado de un área de clasificación al aire libre.
Desde donde estaba podía ver en diagonal lo que había al otro lado de las vías. Acababan de llegar numerosos vagones de ganado con prisioneros. Estaban formándolos en largas columnas a unos cien metros de nosotros. Las mujeres habían sido separadas de los hombres, pero todos conservaban todavía la ropa de civil. Sabíamos qué estábamos viendo. Sabíamos qué les iba a ocurrir a las mujeres y los niños.
Una mujer llevaba en brazos un bebé llorando. Un guardia de las SS recorría la columna arriba y abajo. Lo vi detenerse e increpar a la mujer antes de seguir caminando. El niño no dejaba de llorar. El guardia siguió caminando unos pasos, dio media vuelta, volvió a la altura de la mujer y asestó un puñetazo al bebé en la cara con todas sus fuerzas. Se hizo el silencio.
Estuve a punto de vomitar de la impresión y la rabia contenidas. Incluso a aquella distancia supe que había matado al niño. Aquella espantosa escena disipó todo el alivio que sentía por salir del campo un día. Llegó nuestro tren y montamos en él. No podía hablar. Estábamos acostumbrados a ver crueldad con los adultos, pero matar a un bebé en brazos de su madre era incalificable.
Llegamos a un almacén militarizado con un gran patio, cerca de Katowitz, donde nos ordenaron empezar a cargar un vagón de tren. El cargamento consistía en grandes sacos hechos de mantas cosidas. No pude ver qué había dentro, tal vez fuera pan. No llegué a averiguarlo. Tampoco me importó mucho después de lo que acababa de ver.
Regresamos en un vagón civil normal, con guardias en el pasillo para impedir que nos fugáramos. Había visto matar a un bebé de un puñetazo. La escena no se me iba de la cabeza mientras miraba sin ver por la ventana. Ya estaba empezando a guardarme las cosas. No podía hacer nada. Nunca había retrocedido ni rehusado el combate; no me habían educado así. Entonces tenía que estar haciéndolo permanentemente.
El intercambio con Hans me había facilitado ciertos nombres y cierta información. Me hice una idea más cabal de lo que estaba ocurriendo en su campo, pero yo esperaba haberme enterado de más cosas. Estaba decepcionado. Allí tenían lugar los procesos de selección, pero la matanza mecanizada se llevaba a cabo en otra parte. Seguía habiendo muchas cosas que no sabía.
Pasaron las semanas y se estaba aproximando el invierno, el tiempo era cada vez más frío. La victoria parecía inclinarse de nuestro lado, pero lentamente. No tenía ni idea de cómo terminaría la terrible historia de los campos; ¿quién viviría para contarlo? ¿Quién quedaría para dar testimonio?
A lo largo de los meses, poco a poco fue ganando otra vez fuerza en mí la idea de volver a intentarlo. Hans seguía vivo. Milagrosamente, sus dos camaradas también. Sugerí que volviéramos a hacer el intercambio y aceptó. Su situación no había mejorado y valía la pena arriesgarse. Vuelta a los tiempos de ponerse a planificar. Esa vez no efectuaríamos el intercambio en el Bude, el cobertizo que utilizamos la primera vez, sino en un Bau, un edificio de ladrillo que se alzaba en el recinto de la fábrica.
Nada más pasar la puerta principal había un cuartito que a veces utilizábamos para descansar, y decidimos hacer el intercambio allí. Parecía un sitio mejor porque tenía recovecos donde podía esconderse lo que fuera antes del intercambio.
Cuando llegó el día, me sentí mejor preparado que la primera vez. Sabía cómo iba la columna, dónde estaban las dificultades, pero aun así iba a necesitar mucha suerte.
Intercambiamos rápidamente las ropas y esa vez sentí frío al ponerme su uniforme de cebra. Él volvió a salir primero, lleno de inquietud por cómo se las apañaría.
Me había embadurnado las mejillas de tierra y me había vuelto a cortar el pelo y a afeitarme totalmente la cabeza. Me tomé mi tiempo para asegurarme de que llevaba el uniforme abrochado hasta arriba antes de salir y prepararme para fingir la debilidad de aquellos hombres exhaustos. Me dirigí hacia los rayados sin incidentes y me mezclé con ellos, listo para el recuento.
No había contado con las bajas temperaturas. Odiaba el frío, igual que ahora. Tirité aterido. Esa vez el recuento se me hizo interminable.
Echamos a andar en la consabida columna, llevándonos los cadáveres de los que acababan de morir, igual que la primera vez que entré en el campo. Y, lo mismo que la primera vez, algunos se cayeron; hubo que recogerlos y volvieron a caerse. Tras aquella caminata pasé por segunda vez por las puertas de entrada de Auschwitz-Monowitz. De alguna parte llegó la orden: «Mützen ab», y nos quitamos el gorro y nos pusimos firmes. Luego seguimos hacia la Appelplatz, la plaza de armas, que estaba en medio del camino central a mano derecha. Estábamos rodeados de alambradas, incluso dentro. Estaba tocando la orquesta, igual que entonces.
Formamos para que volvieran a contarnos. Esa vez me parecieron horas. El ejercicio del trayecto no me había hecho entrar en calor. Aquellos andrajos de rayas no servían para conservar ni una pizca de calor corporal. Caía la noche. No tenía que fingir nada, era igual de desgraciado que los hombres que me rodeaban. Entonces se puso a llover.
No es que los contara, pero tuve la certeza de que esa vez éramos más en la Appelplatz. Cuando al fin rompimos filas, seguí a mis guías a los barracones de un lado de la plaza y más próximos a la alambrada perimetral con sus cables de alto voltaje. Una vez dentro, ocupé mi litera y me quedé allí. Supe que no iba a tomar su comida.
Mis dos amigos habían sufrido en los meses transcurridos desde que compartí litera con ellos. Me sorprendió que siguieran vivos. No se lo dije, pero ambos estaban más flacos. El polaco estaba peor, con un tono enfermizamente amarillento en la piel. Tenía el aspecto de un hombre que se está acabando. Por aquel entonces sus compañeros le habían puesto un extraño apodo. Le decían que tenía aspecto de Muselmann.
Me dio la impresión de que los bombardeos aliados y los avances de la guerra les habían hecho concebir leves esperanzas de sobrevivir, aunque de momento no se concretaran en nada. Yo tenía poco tiempo, pero no podía obligarles a hablar a ninguno de los dos, estaban agotados, y el polaco cayó redondo nada más subir a la litera. Me dio la impresión de que no pasaría de aquella noche. Conseguí hablar un poco más con el alemán.
Esa vez me sentía mejor preparado para las sensaciones de allí dentro, los lamentos, los monólogos, los alaridos. Probablemente el alemán estuviera en la veintena, pero compartiendo aquella litera para mí eran ya más cuerpos que personas, y por cierto, cuerpos enflaquecidos. Daban poco calor y yo estaba tiritando.
La muerte se huele, de eso ya me había dado cuenta la primera vez. No soy capaz de describirlo, pero el olor flotaba en el aire de aquellos barracones fríos y húmedos, lóbregos y espantosos. Las fatigas de la jornada nos habían derrotado. Me fui quedando dormido entre ronquidos y el rítmico murmullo distante de alguna plegaria.
El polaco pasó la noche, pero necesitó ayuda para ponerse en pie por la mañana. Ya no podía vivir mucho más y después de aquello no volví a verlo por la fábrica. Me alegré de pasar el recuento, salir por la puerta y volver por la carretera de Buna-Werke al trabajo que normalmente solía maldecir.
Efectuamos el intercambio en el Bau, deprisa y sin mediar palabra. Sentí el alivio de volver a estar a salvo con mi uniforme. Lo intenté una vez más algunas semanas después, efectuando el intercambio en el Bude, como la primera vez. Había dejado la puerta abierta porque una puerta cerrada invitaba a pensar en secretos. Esa vez había un guardia rondando por el almacén del contratista y tuvimos que desistir antes de empezar.
Visto desde ahora, debería haber anotado mentalmente lo que había aprendido la primera vez y haberlo dejado ahí. Pero yo no era así. Si lo había hecho una vez, volvería a hacerlo. Había memorizado los nombres de algunos Kapos y guardias, pero sobre todo lo había visto con mis propios ojos y eso era lo que me importaba. Los rumores carecían de valor. No sabíamos cómo acabarían aquellos campos ni quién quedaría al final de la guerra para contar los crímenes que se habían cometido.