Sabía, estando en la mitad de la columna en la Appelplatz, que si alguien me traicionaba no habría más testigos que los pobres desgraciados que tenía a los lados. ¿Cuántos estarían vivos dentro de tres meses? No muchos. Me habrían pegado un tiro o me habrían llevado de allí a los acordes absurdos de la orquesta.
Mantuve la cabeza agachada aunque, por mi estatura, podía mirar a la cara a los de las SS sin forzar la postura. El menor cambio de humor o de atención por su parte podía significar peligro. Si un Kapo me hubiera delatado, habría recibido su recompensa, a riesgo de levantar también él sospechas. No nos mirábamos a los ojos. No se hacía. Empecé a respirar más tranquilamente.
Una vez contados y recontados y cuadrados los números, nos dieron permiso para retirarnos y la pasividad de la columna se trocó en animación. Observé las filas de rostros huesudos, en busca de los hombres a quienes debía seguir entre aquella masa de rayados andrajosos. No podía permitirme llamar la atención por parecer desorientado. Si hubiera ido a otro barracón, me habría descubierto yo mismo. Estaba concentrado y tenía el pulso desbocado, pero no podía exteriorizarlo. Tenía que seguir pensando mucho y actuando poco.
Los prisioneros se marchaban ya arrastrando los pies cuando vi a uno de mis hombres y, sin decir palabra, le seguí hacia su barracón. Entramos por un estrecho pasillo que llevaba hasta la zona donde dormíamos.
Al abrirme paso, el aire viciado me dio náuseas. Los hombres estaban comprimidos en toscas literas de madera de tres pisos que ocupaban aquel asqueroso recinto.
Muchos subieron y se quedaron tumbados en el acto. Seguí a mis dos guías e hicimos lo mismo sin mediar palabra. Era la estrecha litera que normalmente compartían con Hans. Trepé y me oculté para observar y escuchar.
No eran literas corrientes. Dormíamos tres en cada una y, en vez de tendernos a lo largo, que es lo normal, dormíamos atravesados, el del medio en posición invertida, de tal forma que tenía un par de pies malolientes a cada lado de la cabeza. Como la litera tenía alrededor de un metro setenta de fondo, tuve que encoger las piernas para caber.
Puse la cabeza hacia el interior de la litera y los pies hacia el pasillo para que no pudieran verme. Detrás de nuestras cabezas había una diminuta divisoria de madera y al otro lado, otro grupo de literas y más prisioneros con llagas. Como mis compañeros estaban tumbados en la otra posición, pude verles de cerca por primera vez. Ambos tenían cara de agotados, envejecidos prematuramente y, sin embargo, se les veía más fuertes que a otros.
Uno era judío alemán y el otro polaco. Era más fácil comunicarse con el alemán. Mi conocimiento de la lengua era rudimentario, pero estaba mejorando y él hablaba un poco de inglés. En los campos se hablaba sobre todo alemán, aunque eso no significa que todo el mundo lo hablara bien; el caso es que el diálogo con el polaco fue limitado.
Pude oír que alzaban la voz en lenguas extrañas en el pasillo cerca de la entrada. Parecía una discusión. Había empezado el trueque nocturno del que tanto había oído hablar. Los hombres apretujados en el pasillo de la entrada trocaban cualquier cosa que hubieran cogido durante la jornada, cualquier cosa que fuera algo, algo que se pudiera poseer por pequeño que fuera. Un botón, un hilo de algodón; si te hacía falta, tenía un valor, incluso un clavo. Si podía convertirse en algo utilizable, si alguien lo quería, se trocaba y volvía a trocarse a cambio de unas pocas calorías más.
No llevaba reloj, pero por la luz que había a nuestra llegada y el tiempo transcurrido deduje que serían las siete o las ocho de la tarde. La mayoría de los que estaban a mi alrededor ya estaban exhaustos y no se movían si no era necesario. Estaban tumbados, procurando ahorrar energías.
Me sobresaltó un tintineo metálico y el nuevo olor pútrido que invadió el barracón. Había llegado la sopa de la noche en una gran perola. El barracón estaba atestado y el aire cargado, pero aquel olor picante se sobrepuso enseguida a todos los demás. Todos se pusieron bulliciosamente en fila con sus marmitas y luego volvieron renqueantes a sus literas para tomársela.
Me quedé donde estaba. No quise llamar la atención y, además, tampoco podría habérmela tragado. Era una cosa horrible a base de col podrida y mondas de patata hervidas y sabe Dios qué más. Solo el olor me daba arcadas. Todavía estaba cargado de adrenalina y evitar la sopa era fácil. Los demás no podían permitírselo. Tenían que tomársela.
Cada prisionero tenía su marmita bien guardada, algunos incluso la llevaban atada al cinturón. Sin marmita no había sopa y sin aquella horrible sopa no había vida. Más tarde, a la hora de dormir, las marmitas se convertían en duras almohadas a las que se aferraban, incluso en sueños.
Nunca pregunté los nombres de mis protectores, si bien recuerdo que entonces pensaba que no tenían un aspecto especialmente judío. Claro que ¿qué aspecto tenían los judíos? No estaba seguro de saberlo. Fue más fácil hablar con el barracón sumido en la oscuridad. No fue una conversación fluida. Hice preguntas en alemán y en inglés y hablamos entre susurros. Mis compañeros de litera tenían los ojos hundidos como todos, pero parecían menos traumatizados por el entorno que el resto. Me dio la impresión de que llevaban poco tiempo en el campo.
Dije para mis adentros que los cigarrillos que les había conseguido a través de Hans debían haberles animado, al igual que la idea de seguir recibiéndolos cuando yo estuviera a salvo; unos cigarrillos que ellos trocarían por calorías.
Calculé que en aquel barracón habría entre cien y ciento cincuenta personas. Tuve la certeza de que muchos habían llevado una vida cómoda. Habían sido profesores, maestros, empresarios a quienes habían despojado de todo y reunido allí a la fuerza. A mí me faltaba el aire entre aquella peste a excrementos y sudor. Allí dentro reinaba el olor inconfundible de la muerte. Un olor vomitivo y omnipresente.
Poco a poco, entre susurros, mis compañeros de litera me describieron cómo se vivía en Auschwitz III. Me hablaron del edificio del hospital, rodeado por una alambrada, el Krankenbau, sin ningún tipo de instalaciones a donde enviaban a los enfermos graves. Si a los quince días, como mucho, no estaban de vuelta por su propio pie, los montaban en el camión para gasearlos en Birkenau.
Me hablaron de las mujeres mantenidas en cautividad en la Frauenhaus y utilizadas como prostitutas. Me dijeron que eran unas dieciséis o diecisiete. Normalmente, quienes iban allí eran los Kapos. Era el pago por los castigos que infligían.
La bestialidad de aquellos tormentos se me representó en imágenes de grano grande ante mis ojos en la oscuridad. ¡Santo Dios! Siendo los Kapos delincuentes profesionales, posiblemente violadores y asesinos, era inimaginable.
Traté de memorizar sus nombres y los de los guardias de las SS, pero no lo conseguí. Habría querido saber más acerca de los procesos de selección para la cámara de gas, pero entonces comprendí que no estaba en el lugar adecuado para eso. Los campos estaban separados y a la vez íntimamente relacionados. Se llevaba gente sin cesar a las cámaras de gas. Bastaba con que estuvieran desfallecidos o débiles. Los distintos campos componían una sola máquina.
Pasaron varias horas y mi compañero de litera polaco cayó en un sueño agitado. El alemán se esforzaba por contestar a mis preguntas, pero los silencios eran cada vez mayores y las palabras menos claras.
Me quedé tumbado escuchando los resuellos y ronquidos de los demás. Alguien hablaba consigo mismo, repitiendo sin cesar las mismas frases. No era el único. Se oían gritos de quienes revivían los horrores de la jornada: una paliza, un ahorcamiento, un proceso de selección para la cámara de gas. Para otros era haber perdido a su esposa, su madre o su hijo al llegar allí. La pesadilla les perseguía cuando despertaban. Para ellos no había escapatoria.
Cuando te rindes ya no sientes el dolor. Emociones y sentimientos desaparecen. Así estaban. Así era.
Quise respirar. Hacía un calor asfixiante y estaba el olor a podrido de cuerpos en descomposición. Eso era lo que yo había ido a ver, pero era una experiencia espantosa, espeluznante.
Me encontraba agazapado entre aquellas sombras de personas, con la diferencia de que yo me había colado. Había urdido un plan, había conspirado y había sobornado para ver aquel sitio y nada más entrar iba a volver a salir no a la libertad, todavía no, pero sí a un sitio mejor que aquel.
Iba a abandonar a su suerte a aquellas personas y Hans volvería a aquella espantosa litera. Su cabeza se llenaría de aquellos angustiosos sonidos. Trataría de sobreponerse, pero yo sabía que, con sus dos metros de estatura y las rodillas clavadas en los huesos de un extraño, porque la litera le quedaba pequeña, al final sería imposible. Me fui sumiendo en un agitado sueño mientras oía las palabras inconexas de un hombre que estaba claro que no tardaría en morir.
Desperté con una sensación de desolación absoluta. El Kapo había irrumpido en el barracón y estaba golpeando las literas. Daba órdenes que rebotaban en el áspero suelo de cemento. Dieron la luz. Debían de ser las cuatro de la mañana. Oí cómo daban una paliza a un hombre porque se movía con demasiada lentitud. Los que estaban demasiado débiles para tenerse en pie, aquellos cuyo estado se había deteriorado esa noche o que se habían rendido en la oscuridad, fueron apartados a empujones a un lado. Me figuré lo que les pasaría.
El desayuno consistía en un pan negro de extraño sabor untado con algo que yo tomé por margarina rancia. Pasábamos entre las mesas y lo cogíamos sobre la marcha. Mantuve la cabeza agachada, lo cogí y seguí adelante. Tenía hambre y, sin embargo, no pude comérmelo.
Pensé en las carretillas de pan blanco que teníamos en el campo de los prisioneros de guerra británicos, los huevos que podíamos adquirir mediante trueque o compra. En nuestro campo también soñaba constantemente con comida, pero no había punto de comparación con la vida allí. Con aquella dieta la muerte era segura, la única cuestión era cuándo.
Yo estaba ya pensando en el futuro, preparándome para mi siguiente prueba: cómo iba a irme de allí. Salimos arrastrando los pies a la Appelplatz, donde nos volvieron a contar y recontar. Cuando terminaron, bajamos en columna hacia la puerta bajo las miradas de los de las SS. Otra vez me erguí. Buscaban a quienes estuvieran demasiado débiles para sacarlos de la formación. Una vez franqueada la puerta, torcimos a la derecha por la pista en dirección a la carretera que iba al complejo de IG Farben. Sentí la primera oleada de alivio. Todavía quedaba completar el intercambio, pero incluso con el estómago vacío, por una vez daba la bienvenida a la larga jornada laboral que me esperaba. Había salido de aquel sitio horrible y estaba deseando volver a oír hablar inglés, volver a ponerme mi uniforme.
Entramos en columna en el complejo y al poco rato vi a mis camaradas británicos. Confié en que Hans se encontrara entre ellos en alguna parte. Con sus andrajos me resultaba más difícil moverme por allí; con mi uniforme él tenía el estatus protegido de los prisioneros de guerra. En cuanto la columna rompió filas, hubo un breve alboroto antes de que se dieran las instrucciones para la jornada, y yo aproveché para ir al Bude y esconderme allí tal como habíamos quedado. Le había dicho a Hans que fuera a buscarme. Me vio entrar y me siguió rápidamente. Si alguna de las columnas se retrasaba por una demora en el recuento, podíamos tener dificultades. Tal como estábamos, podíamos efectuar el intercambio antes de empezar a trabajar. Solo había podido planificar hasta ese momento, a partir de ahí habría que actuar sobre la marcha. Se me daba bien, pero hacía falta tener mucha suerte.
Cuando apareció con mi uniforme lo noté agitado, pero si lo que le preocupaba era repetir el intercambio, nunca lo dijo. No quiso hablar. Era un tipo decente y siempre confié en que cumpliría su parte del trato. De todas formas, sentí alivio al verle. Sabía que si le hubiera dado pánico y se hubiera negado a volver, ahí habría acabado todo para los dos. Cuando saliera del Bude, lo haría como prisionero del campo de concentración y él lo sabía. Quería seguir adelante con el plan. Yo ya había recuperado mis botas de donde las había escondido antes de que él llegara y él tenía los zuecos preparados.
Me quité sus andrajos y sentí alivio al volver a ponerme la guerrera y los pantalones. Estaba regresando a mi tribu, recuperando mi estatus protegido de prisionero de guerra y él lo estaba perdiendo. Los símbolos obraban maravillas. Había que actuar con rapidez.
Repetí las advertencias que le había hecho antes del intercambio: mantener la calma y no correr. La verdad es que no necesitaba decirle cómo comportarse como un Häftling. No estoy seguro de que estuviera haciendo caso. Desapareció en cuanto estuvo listo.
Pasaron varios días antes de que yo fuera capaz de reflexionar sobre aquellas horas en Auschwitz III y valorara toda la desesperación de aquel lugar. Me di cuenta de que era lo peor que se le podía hacer a un ser humano. Quitarle todo —propiedades, orgullo, autoestima— y luego matarlo. Matarlo poco a poco. Supera la inhumanidad del hombre para con el hombre. Era mucho peor que el horror que yo había visto en la guerra del desierto. Allí tenía un enemigo delante y yo cumplía con mi deber. Lo hice bien y por eso sobreviví.
Tuvimos mucha suerte con el intercambio, pero a mí me supo a poco lo aprendido en una sola incursión. Había muchos interrogantes que yo seguía sin poder contestar, aunque ya lo había visto y eso empezaba a cambiar las cosas. La atmósfera de aquel sitio había hecho presa en mi mente.
Volví con los prisioneros británicos y empezó la brega diaria. Había que cargar un montón de tuberías soldadas y otro montón aún mayor de llaves a rosca. Pesaban unos treinta kilos cada una. Lo más duro era ponerlas en la vagoneta, una vez que las ruedas echaban a andar era soportable. Había que llevarlas a la otra punta, dejarlas listas para instalar y vuelta a empezar. No pude comer nada hasta el mediodía, y para entonces, ya había recuperado el apetito.
Pasó un rato antes de poder hablar con Bill. Sabía que lo había hecho bien con Hans; de eso estaba seguro. Por lo visto, la participación de Jimmy había sido menor, pero se habían apañado. Bill le había cogido y le había escondido rápidamente en mi litera en un rincón del barracón para que no lo vieran. Ambos habían jurado guardar el secreto. En realidad, no nos fiábamos de nadie, de modo que cuantos menos lo supieran, mejor.
A los demás les habían dicho que estaba enfermo. Que me había quedado en la litera y había pedido que me dejaran solo. Bill le dio de comer y de beber a Hans y él mantuvo todo el tiempo la cabeza agachada. Ninguno de nosotros conocía de vista a todos los prisioneros del campo, éramos demasiados, pero los barracones eran relativamente pequeños y por lo tanto habían tenido que esconderlo hasta el recuento. Afortunadamente, nadie se fijaba mucho en los demás y la situación se resolvió sin incidentes.
Aquel subterfugio y el consiguiente riesgo debían haber merecido la pena para Hans por los cigarrillos con los que en adelante iba a poder trapichear. Las raciones extra del campo de los británicos deberían haberle supuesto una ayuda, unas cuantas calorías más. Sin embargo, hasta que no hablé con él algún tiempo después no me enteré de que la comida le había hecho enfermar. Tras varios meses de maloliente sopa de col, la comida extra le había sentado mal. No podíamos preverlo, pero me impresionó la noticia. Puso de algún modo en entredicho los logros del intercambio. Se había sentido cómodo en mi jergón de paja bajo aquellas mantas hechas de extrañas fibras de madera. Era mejor que el suyo y, por una noche, había estado lejos de quienes querían matarle.
En cuanto al Kapo, ahora que me encontraba a salvo, tenía que darle el segundo lote de cigarrillos. Tardé algún tiempo en poder hacerlo. Me las arreglé para hacerme el encontradizo y murmurarle por la comisura de los labios que estaría en una caseta cercana al cabo de cinco minutos. Se presentó y le hice entrega del resto de los cigarrillos. Los escondió en su chaqueta de rayas y desapareció. Fue como si hubiera roto por la mitad un billete de veinte libras y me hubiera quedado con una parte. El otro tenía que atenerse al trato.
Toda aquella aventura fue una temeridad. Vista desde las comodidades que disfrutamos hoy parece absurda, incluso podría pensarse que imposible, pero fue lo que sucedió.
Fue por aquel entonces cuando surgió un nuevo e irónico peligro. A mediados de 1944 los aliados se dieron cuenta de que la fábrica Buna-Werke de IG Farben estaba en el radio de acción de las Fortalezas Volantes de la Fuerza Aérea de EE. UU. y valía la pena bombardearla. Los prisioneros judíos saludaron los bombardeos a pesar del peligro. Sabían que los pilotos de allí arriba eran amigos y les traían la libertad, aunque seguían aterrorizados.
Se daba la alarma mediante un gran cesto pintado de rojo y amarillo colgado de una de las altas chimeneas que coronaban el Queen Mary. Se alzaba cuando se aproximaban los bombarderos; cuanto más alto, más cerca estaban. Cuando llegaba arriba, los aviones estaban prácticamente encima de nuestras cabezas.
Si los bombarderos llegaban cuando estábamos trabajando, nos poníamos a cubierto donde podíamos. En las trincheras, detrás de los muros, incluso dentro de las tuberías. Una vez conseguí meterme por la tapa de una gran alcantarilla que daba al río y me encontré en compañía de cuarenta personas entre trabajadores civiles y guardias. Me dejaron quedarme. Había pequeños refugios de cemento para los guardias por todo el recinto, de manera que los guardias pudieran actuar desde ellos en caso de ataque. Eran a un tiempo cónicos y cómicos, una especie de cascos alemanes de la altura de un hombre.
Había un gigantesco búnker antiaéreo de cemento.
Más alto que muchos otros edificios, gris, cuadrado y feo. Los alemanes llamaban klotzig a cualquier cosa que tuviera aquel aspecto. Le cuadraba. Probablemente podía resistir un impacto directo. Me han dicho que todavía sigue allí.
Los judíos tenían que conformarse con echar cuerpo a tierra y buscar la protección que les brindara el terreno. Algunos se unían a nosotros, creyendo que como prisioneros aliados disfrutábamos de alguna protección o conocimiento especial sobre dónde iban a caer las bombas. No era así.
El 20 de agosto de 1944 fue un agradable día de verano para lo que era habitual en Auschwitz. Uno de esos raros domingos en los que no se nos exigía trabajar y algunos de los muchachos habían organizado lo que llamaban ellos una gala. Era un desesperado intento de mantener la moral aunque no sirviera de mucho. Hubo unas cuantas atracciones improvisadas, como un pimpampum con botes de hojalata y cosas por el estilo.
Oí la alarma antiaérea y el estado de ánimo cambió. Salimos a todo correr de los barracones y fuimos al campo por la parte de atrás del recinto, donde había un declive en el terreno. Había un canal de drenaje de este a oeste y un pequeño refugio antibombardeos en el extremo este. Nada que ver con el enorme búnker del recinto de la fábrica, pero era bastante sólido. No quise entrar. Siempre tenía presentes los rumores de los gaseamientos, respondieran a la verdad o no. Las pesadas puertas de acero tenían fuera una gran cerradura metálica y eso alimentaba mis sospechas. Era oscuro y siniestro. Busqué la salvación en la zanja. No estaba solo. Muchos muchachos que se dirigían al refugio solo llegaron hasta la rampa vallada que bajaba a las puertas y no entraron. Creyeron que estarían a salvo sin entrar.
El humo liberado por los contenedores de gas del sur del recinto ya flotaba sobre el campo. El objetivo era velar por toda la zona y alejar a los aviones de la planta de buna, haciendo imposible el bombardeo de precisión. De todas formas, era imposible tener precisión a la altitud desde la que bombardeaban los norteamericanos.
Oí el temible zumbido de los aviones en lo alto. Parecían aproximarse por el sur. Me metí en la zanja y oí el silbido de las bombas al caer. No consolaba mucho saber que era fuego amigo. El canal estaba inundado de agua y los pies se me empaparon. Pegué la cara contra el talud de tierra y me tapé la cabeza. Hubo una explosión tremenda a unos treinta metros. Noté la onda expansiva en un lado de la cara. Procedía de las inmediaciones del refugio. Siguieron otras explosiones en dirección al recinto de la fábrica. El bombardeo duró un cuarto de hora; después pude comprobar sus efectos.
Corrí al refugio y vi un hoyo de unos cinco metros donde antes estaba la rampa de entrada. Había cadáveres y restos dispersos en un radio muy extenso. El sitio donde se habían quedado los muchachos había sufrido un impacto directo. Los que estaban dentro del refugio salieron por otra entrada diferente. Había unos cuantos muchachos heridos, pero la mayoría de los que se habían quedado a la puerta del refugio estaban muertos y sus cadáveres atrapados entre los escombros.
—¿Hay algún minero aquí? —gritó alguien. Uno de los muchachos había empezado a retirar cascotes, pero sin mucho éxito. Estaba asustado y era demasiado apocado para aquella tarea. Le pedí que lo dejara, ocupé su lugar y me puse a cavar sin descanso. Había que mover con mucho cuidado cada piedra para impedir que los bloques mayores de cemento se deslizaran y aplastaran a posibles supervivientes.
Pedí cuerda a gritos y la llevaron al cabo de un rato. Até un cabo alrededor de los bloques grandes de cemento y los muchachos que estaban al borde del cráter tiraron hacia arriba para que yo pudiera mirar debajo. A medida que excavábamos, íbamos encontrando un cuerpo aplastado tras otro, unos mutilados, otros reventados o estampados contra los trozos de muro.
Había un gran fragmento de cemento que nos impedía excavar. Teníamos que quitarlo. Si alguien seguía respirando debajo, teníamos que rescatarlo rápidamente. Pude moverlo, pero solo podía quitarse en una dirección. Eso significaba hacerlo pasar por encima de la cabeza de un soldado muerto atrapado en los escombros. Supe que tenía que hacerlo por si había supervivientes debajo, pero eso no impidió que uno de los muchachos me lo reprochara.
—El pobre hombre está muerto —dije—. ¿Tú qué harías?
Me apoyó porque se dio cuenta de que no había otra alternativa. Respiré hondo y me puse a empujar. Finalmente saqué el cadáver, que fue a sumarse a los que estaban fuera del cráter. Seguí excavando.
Continuamos haciéndolo en profundidad y hacia la puerta del refugio, pero nuestras esperanzas de encontrar más supervivientes se fueron desvaneciendo. Entonces se oyó un ruido sordo y me di cuenta de que allí había alguien vivo. Retiré más piedras para abrir un hueco lo suficientemente grande como para meterme. Cuando llegué hasta él, estaba medio inconsciente. Le pregunté qué parte del cuerpo tenía atrapada. No supo responder. Pedí agua y volví a entrar con un pequeño cuenco para echársela por la cara. Cuando recobró el conocimiento se puso furioso y empezó a decir palabrotas. Fue muy difícil, pero finalmente conseguimos sacarlo. Había salvado la vida gracias a un taburete de madera de tres patas que había hecho de escudo frente al muro, creando un espacio protector.
En la superficie, los muchachos se habían ocupado de los heridos. Ya había más de treinta grupos de restos. Los juntamos como mejor pudimos y los metimos inmediatamente en mantas. Fue una tarea terrible. Eran nuestros amigos.
Morían constantemente personas inocentes a nuestro alrededor, pero es diferente cuando son tus camaradas. Fue un auténtico mazazo para nuestro estado de ánimo, pero teníamos que sobreponernos. Después hubo quien dijo —y la Cruz Roja les creyó— que los muchachos habían muerto porque estaban contemplando el «espectáculo». No fue así. Creyeron que estarían a salvo.
Los cadáveres iban a ser enterrados en la iglesia de la Ascensión de la Virgen María de Oswiecim. Me enviaron por delante con Bill Meredith —un muchacho de Liverpool— para ayudar a cavar una fosa común junto al muro. Había un templete al final de un paseo; fue la primera vez que vi lápidas con fotografías. Me intrigaron.
Nos desnudamos hasta la cintura y nos pusimos a cavar. Cuando terminamos llegó un camión cargado con los cadáveres. Estuvieron presentes algunos muchachos, pero no hubo ceremonia ni responso, que yo recuerde. Descargaron los cadáveres, y Bill y yo los fuimos poniendo en tierra uno junto a otro. Fue como en el desierto. Por primera vez en cuantísimo tiempo pensé en los hombres que había dejado en la arena y en Les, a quien había dejado insepulto.
No hubo tiempo para rendir homenajes. Nos devolvieron al camión, con los cadáveres aún sin enterrar. No sé quién echó tierra en la fosa. Tres semanas después cayó una bomba en el cementerio y la tumba quedó destruida. Después de la guerra, los cadáveres que pudieron ser identificados y otros que no lo fueron se trasladaron a un cementerio oficial de guerra en Cracovia, donde por fin pudieron descansar en paz.