Capítulo 12

Caía la tarde, de manera que los prisioneros de guerra británicos pronto empezarían a reunirse a unos cuarenta metros de los rayados para volver en columna al campo E715.

Vi que los Kommandos de trabajo de los judíos se disponían a formar su propia columna para volver arrastrando los pies a su campo y pasé a la acción.

En el momento en que la gente se arremolinaba, aproveché la confusión del final de la jornada y me fui derecho al Bude, un cobertizo de madera en un rincón del almacén del contratista. Abrí la puerta y entré. Conocía su sobrio interior, apenas unas mesas pequeñas y un simple banco, porque a veces comíamos y nos guarecíamos allí. Una vez dentro, me quité mis pesadas botas y me calcé los bastos zuecos de madera para que el intercambio fuera más rápido. Hans me vio entrar en el cobertizo y se apresuró a seguir mis pasos.

Apareció de pronto en la puerta y sin vacilaciones la empujó para entrar. Se le notaba agitado; lo que estaba haciendo era más peligroso para él que para mí, pero había acudido. La oportunidad de pasar una noche más segura y comer algo más compensaba con creces el riesgo. Nervioso, miró de reojo al echar el pestillo y corrió hacia mí con los ojos bajos, como si eso ayudara a enmascarar nuestro plan.

No había tiempo para hablar. La rapidez era esencial; de tardar más de un minuto, fracasábamos.

Hans se quitó su chaqueta infestada de bichos y me la tiró. A cambio yo le di mi gruesa guerrera militar. Al ponerme su uniforme de rayas percibí el tufo a mugre y podredumbre, y noté los bichos que salían de pliegues y costuras en busca de sangre fresca. Eso podía soportarlo, ya sabía cómo vivir con piojos. Me lo habían enseñado el desierto y los campos italianos de prisioneros. Entonces ni se me pasó por la cabeza la idea de contraer tifus. Los piojos eran el menor de mis problemas.

Había dejado en el barracón la camisa del Ejército y llevaba una simple camiseta bajo la guerrera militar. Cualquier tipo de camisa debajo del uniforme de cebra habría levantado sospechas, por mucho que me hubiera afeitado la cabeza y embadurnado la cara para tener aspecto demacrado.

Había prescindido de todas las señas de mi verdadera identidad. «Cómo cambia las cosas un uniforme», pensé fugazmente al mirar a Hans vestido con mi ropa. Había acertado: era más o menos de la misma estatura y constitución que yo y también bastante pálido.

Le había conseguido unos zapatos viejos y los había escondido previamente en el Bude. Los zuecos de madera habrían llamado la atención en un prisionero de guerra británico. Ya había escondido mis botas militares antes de que llegara él. No estaba dispuesto a dejárselas a nadie ni siquiera una noche.

Una vez efectuado el cambio de ropas, recordé rápidamente el plan a Hans. Le dije que no debía manifestar ninguna agitación ni hacer nada que atrajera la atención sobre él de ninguna manera. Sus movimientos tenían que ser tranquilos y decididos. Por encima de todo, le dije que no corriera. Aunque no sé si habría tenido fuerzas. Salió inmediatamente con todo el aspecto de un soldado inglés y se dirigió, tal como le había dicho, a buscar a Bill y Jimmy.

Aguardé un momento. Después adopté la expresión abatida que había observado, dejé caer los hombros, salí del cobertizo con los ojos bajos y me dirigí cojeando hacia la columna que estaban formando los prisioneros judíos. Me puse en medio de una fila, tosiendo para poder ocultar mi acento con la voz ronca si alguien me hablaba.

La sensación fue buena, como si volviera a tener la sartén por el mango. Ya no era un simple espectador. Burlar su disciplina significaba que yo estaba dominando al enemigo.

De pronto, me hice consciente de nuevos peligros. Recorrí furtivamente con los dedos la chaqueta tipo pijama para ver si estaba bien abrochada y ajustada hasta el cuello. Tenía que ser así. La falta de un botón o el cuello suelto podrían acarrear una paliza de los Kapos. No tendría más remedio que sufrir la paliza o echar a perder la operación. Si me hubieran descubierto, me habrían pegado un tiro en el acto; eso ya lo sabía. Estaba preparado interiormente para el combate, pero tenía que aparentar debilidad y sumisión.

La adrenalina corría por mis venas mientras escuchaba la monótona cantinela del recuento: «eins, zwei, drei, vier».

Se contaba a los vivos junto con los muertos, cuyos cadáveres yacían apilados a un lado. En cuanto los Kapos veían una cabeza en el suelo, la contaban como uno más. No importaba que estuviera vivo, lo importante es que cuadraran los recuentos de la mañana y la tarde. Lo demás era indiferente para ellos.

Si un Kapo cometía un error, tenía que echar la culpa a los prisioneros para salvar el pellejo. Como poco, suponía un puñetazo, cuando no una paliza en toda regla y, si estaban por medio las SS, un culatazo o algo peor. Ellos presionaban a los Kapos y los Kapos apaleaban a los prisioneros. Así era. Yo lo había visto desde las filas, comparativamente más seguras, de los prisioneros de guerra británicos. Por esa razón odié todavía más a los Kapos.

Terminado el recuento, lo repitieron para cerciorarse. Había guardias de las SS con las armas cargadas, vigilando atentamente ambos lados de la columna, mientras un Kapo recorría las filas gesticulando con los dedos para verificar el recuento. Yo estaba ya atento a la ruta fuera del recinto, procurando anticiparme al siguiente peligro.

Desde donde yo estaba en medio de una fila, entre los hombros caídos de hombres que podían fácilmente ser cadáveres al día siguiente, era difícil ver el montón de cadáveres del día amontonados a un lado. Como si la tierra ya se estuviera tragando aquellos mugrientos harapos de forma vagamente humana.

Para algunos morir significaba una liberación, sin duda; el sufrimiento y la conciencia se extinguían a la vez. Los Häftlinge judíos siempre caían redondos en el trabajo, exhalaban su último aliento en el suelo sin que nadie se fijara, mientras a su alrededor se continuaba trabajando, o bien recibían puñetazos y patadas hasta quedar sin vida.

Me sorprendió un súbito brote de actividad, centrado otra vez en los cadáveres apilados. Sus compañeros de infortunio arrastraban los restos esqueléticos por el suelo y los ponían en unas tablas que hacían de improvisadas parihuelas de madera. Sin traslucir emoción alguna. Los muertos eran una carga más, esa vez de piel y huesos, y las extremidades de quienes los llevaban temblaban por el peso. Como no había suficientes tablas, algunos tuvieron que llevar los cadáveres con sus propias manos, agarrándolos de los brazos o las piernas o de sus gastados uniformes. Dejar caer un cadáver provocaba un retraso y la consiguiente paliza; y una herida allí significaba un rápido empeoramiento y, normalmente, la muerte.

Los de las tablas llevaban el peso entre dos o más. Incluso allí, incluso en aquellos momentos, el ingenio humano se aguzaba: un hombre se había echado una cuerda alrededor de los hombros y por debajo de la tabla para aliviar el esfuerzo de sus enflaquecidos músculos. Todos sabían que un poco más de agotamiento les acortaría la vida.

Una vez cargados los cadáveres, sus porteadores volvieron a la formación. A mí me sostenía la adrenalina, aunque emocionalmente estaba hundido. Estaban actuando mis mecanismos de defensa. No tenía que pensar, solo tenía que actuar. Pensar demasiado entorpecería mi objetivo y acarrearía peligro. Cuando se quiere hablar una lengua con fluidez, hay que pensar en esa lengua; eso era lo que me pasaba a mí allí, entre aquellas sombras maltrechas. Tenía que aceptar igual que ellos lo que estaba sucediendo. Tenía que pensar y actuar igual que ellos.

Al cabo de varias semanas de urdir el plan y recorrer mentalmente el escenario, el éxito estaba pendiente de un hilo. Había que estar muy concentrado. Otra vez, como en las patrullas del desierto. Tenía que valorar la situación y responder en milésimas de segundo. Había que estar muy atento o te pegaban un tiro.

Tenía el pulso desbocado, cuando mi cuerpo debía exudar desesperanza. Allí no se podía devolver el golpe. Tenía un cometido diferente, pero a fin de cuentas era un cometido. Tenía que dar testimonio y nada debía interponerse en mi camino.

Mirando hacia la cabecera de la columna, vi que uno de los cadáveres estaba a punto de caerse de las improvisadas parihuelas. Había que hacer algo para evitar problemas.

Uno de sus camaradas colocó rápida y discretamente el cadáver en su sitio. Le separó las piernas para que cayera una por cada lado de la tabla con los pies colgando sobre la tierra. Aquel simple remedio impidió que el rígido cadáver se cayera a causa de los bamboleos. El muerto permaneció en su sitio. Ayudando a sus porteadores en un trayecto sin ceremonias ni funeral a la llegada.

Finalmente, la columna echó a andar arrastrando los pies. Mi plan ya no tenía vuelta atrás. Había dejado al otro lado a mis camaradas y todo lo que me resultaba familiar y predecible también se esfumó en un momento. Los zuecos de madera no ajustaban y era incómodo moverse con ellos y tuve que apretar con los dedos de los pies para seguir adelante. Los harapos con los que solía vendarme los pies ayudaban un poco, pero seguía teniendo rozaduras. Por lo menos me servían para aprender a caminar arrastrando los pies.

Salimos enseguida por las puertas de la fábrica. Inmediatamente, hubo una conmoción en algún punto de la columna y nos detuvimos bruscamente. Procuré mantener la postura o seguir al menos como los demás, pero también quería ver lo que había pasado, sin manifestar curiosidad. Oí gritos, los guardias estaban dando una paliza a alguien de la formación y recorrió las filas una oleada de sorprendida agitación. Ya lo habían visto todos, lo mismo que yo, solo que esa vez yo ya no era espectador. Era uno de ellos. Con aquel atuendo había dejado de existir a ojos de mis captores. Mi vida valía tan poco como la de los rayados. Al concebir mi plan, me había sentido bien por lo que significaba de tomar yo la iniciativa, pero, en realidad, estaba tan indefenso como los de mi alrededor. Iba a necesitar mucha suerte.

Enseguida volvimos a movernos. No fue una marcha especialmente larga, pero sí dolorosa y desganada. Cada paso era un verdadero esfuerzo para quienes me rodeaban. Piénsese en hombres condenados, encadenados, agotados y con unas perspectivas fatídicas; así es como estaban, así es como yo traté de presentarme. Estaba adentrándome en lo desconocido.

Según avanzábamos, me fijé en los cadáveres inertes de las hileras que me precedían. Un brazo que colgaba como si estuviera suelto. La pierna de otro que parecía un péndulo rozando el suelo a cada paso. Los porteadores de los cadáveres que mostraban signos de fatiga, encorvados por el peso, aflojando los dedos huesudos, dando tumbos. Un hombre se desplomó sin previo aviso y el cadáver que llevaba cayó al suelo. Un estallido de violencia cayó sobre él al instante. Oí el impacto seco de los puñetazos, el ruido sordo de los culatazos o los garrotazos en los frágiles cuerpos.

Le sustituyó otro Häftling y echamos a andar otra vez, acompañados del prolongado rechinar de los zuecos al arrastrar los pies por el suelo aquellos hombres sin esperanza. Nos detuvimos cuatro veces durante el trayecto y en todas ellas oí el impacto de los golpes en costillas u hombros.

Entonces vi nuestro punto de llegada, un extenso campo atestado de prisioneros, con barracones bajos rodeados por una alambrada doble. Y entre ellas un cable de alto voltaje. Cada cierto trecho había torres de vigía en constante vigilancia y los guardias de las SS patrullaban el perímetro. Salimos de la pista principal y nos dirigimos a la entrada. Allí era donde acababan sus breves vidas, donde luchaban por un mendrugo o sucumbían.

Todavía era de día cuando pasamos por la puerta de entrada y vi el rótulo con el lema cruel «Arbei Macht Frei»: el trabajo te hace libre.

Entonces no sabía que semejante sarcasmo resonaría durante décadas. Aquello era Auschwitz-Monowitz.

Caía poco a poco la noche y a la débil luz se veían claros de cielo azul por encima de nosotros. Sabía que estaba allí, pero entonces no le presté atención. Nunca vi el cielo azul en todo el tiempo en que estuve prisionero en aquel lugar olvidado de Dios. No levantaba la vista. Igual que me había negado a leer las cartas de mi madre en el desierto, entonces habría sido una peligrosa distracción el más mínimo vistazo a la belleza del cielo. Me habría embotado, al recordarme la vasta extensión del mundo y de la libertad.

Se oyó gritar una orden y nos quitamos las gorras de la cabeza. Me puse firmes como los demás. Abandoné mi expresión perruna. Sabía que teníamos que mirar a los de las SS como si pudiéramos trabajar otro día más. Ya estaban sacando a alguien de la fila. No hubo lamentaciones, súplicas ni protestas. Estaban demasiado débiles. Entonces tuve la sensación de que algunos habían llegado a tal extremo que, cuando llegara, darían la bienvenida a la muerte. No vi lo que le ocurrió a aquella persona, pero supe que, a no mucho tardar, se lo llevarían en un camión a la cámara de gas de Birkenau.

Una vez dentro del recinto, empecé a observar el trazado del campo, con su amplia extensión de cochambrosos barracones.

Con el viento que soplaba entonces, flotaba en aquel sitio el dulce olor empalagoso de los crematorios lejanos; se me metió en la nariz y en la garganta. Era un hedor malsano, que se sumaba a los demás olores del entorno, fruto de la suciedad y del maltrato a las personas.

Más adelante, colgando de una horca, había un cadáver inmóvil con la cabeza afeitada. Tenía el cuello partido y retorcido, y la cabeza inverosímilmente ladeada. No sabría decir si tenía las manos atadas. Tampoco llegué a ver si tenía algún cartel al cuello que dijera qué había hecho para acabar allí.

Ya estaba acostumbrado a los cadáveres, pero lo que mostraba un hombre ahorcado era el tormento previo a la muerte. Habían dejado el cadáver a la vista a manera de advertencia. «Aufpassen», tened cuidado, gritaba. Aquello me impactó. Ahorcados o no, nos tenían a todos cogidos por el cuello. Podían apretar el dogal cuando quisieran.

Los porteadores de los cadáveres se pusieron otra vez en movimiento. Con la fatiga grabada en sus mejillas hundidas, arquearon la espalda para efectuar un último esfuerzo. Llevaron los restos esqueléticos a un lado y los volcaron en el suelo. Los cadáveres fueron cayendo sin hacer apenas ruido. Después, los porteadores se irguieron y regresaron a la formación y los muertos fueron contados una vez más.

No tenía intención de intentar escapar, no estaba allí por eso, pero observé el panorama por costumbre, fijándome en el trazado, buscando salidas que jamás podría utilizar. No tenía sentido escapar. Una vez dentro, no había salida. Si descubrían que era un impostor, era hombre muerto. No había plan B.

La Appelplatz estaba ligeramente elevada y, mientras nuestra andrajosa columna se ponía en su sitio arrastrando los pies, alineándose en las marcas del suelo, capté algo extraño.

Desde algún punto al otro lado de la plaza de armas, por encima de los ladridos de las voces de mando, los pies arrastrándose y las toses, oí a los prisioneros de la orquesta del campo interpretando música clásica.