Capítulo 11

La siguiente vez que vi a Hans ambos estábamos afanados en llevar tuberías de un lado a otro. Teníamos que cargar y llevar piezas muy pesadas durante once horas al día, apilando pesadas válvulas en vagonetas que circulaban por una línea de vía estrecha entre edificios. Una vez cargadas, debíamos empujarlas hasta donde se necesitaran válvulas y tuberías. Nuestras conversaciones tenían que limitarse a los intervalos entre la carga y descarga de aquellos pesados tubos y las válvulas que iban con ellos. Eso era lo que estábamos haciendo cuando concebimos nuestro plan.

A veces estábamos hombro con hombro realizando el mismo trabajo, pero hablar alemán entre dientes no era fácil ni siquiera estando tan cerca.

Aquella vez las estaban soldando in situ, detrás de otra oscura fachada de ladrillo, la de una planta de filtración de tres pisos que iba poco a poco cobrando forma. Por el edificio sin terminar subían escaleras metálicas. Lo que allí se elaboraba al precio de vidas humanas era la buna, una goma artificial para mantener en funcionamiento la maquinaria de guerra de los nazis. A la fábrica la llamábamos Buna-Werke.

Dicen que «una prisión no la hacen los muros de piedra, ni una jaula los barrotes de hierro». Un dicho que me sabía desde pequeño. Ya entonces lo había hecho mío. Sabía que no podían hacer prisionera mi mente. Mientras pudiera pensar era libre. Siempre había sido un luchador, jamás había rehuido conscientemente un desafío, pero entonces era diferente. Entonces sabía poco de las religiones y filosofías orientales, pero sí sabía que la mente te puede hacer traspasar muros de ladrillo. Era mi mente la que estaba supliendo a los músculos.

Todos nos veíamos forzados a trabajar para la maquinaria bélica de Hitler, los trabajadores esclavos de los campos de concentración de Auschwitz, los trabajadores civiles forzosos y los prisioneros de guerra británicos. Hacíamos un trabajo igual de extenuante que los judíos, con una diferencia fundamental. A nosotros no se nos aplicaba el programa Vernichtung durch Arbeit: exterminio a través del trabajo.

Cuando cayó la noche, nos llevaron en columna a nuestros respectivos campos. Los judíos a Auschwitz III, a veces llamado Monowitz y acerca del cual sabíamos poco; y los prisioneros de guerra británicos al campo E715, en el extremo sur del complejo en construcción.

Todas las noches volvía a algo más o menos predecible, un barracón espartano y mala comida, pero al menos tenía la certeza de que seguiría vivo por la mañana. Hans y todos los demás rayados no tenían la menor certeza de poder sobrevivir, ni siquiera hasta el día siguiente.

A los judíos les habían privado de la dignidad humana, su única posibilidad era tener algo por lo que arriesgarse. Al final, todos los intentos de conseguir un mendrugo más de pan acababan en una apuesta, una tirada de dados.

No había mucho que yo pudiera hacer, pero me atormentaba la necesidad de saber, de ver lo más que pudiera. A medida que transcurrían las semanas conseguí hablar con Hans de vez en cuando, y mientras hablábamos fue ganando peso en mí la idea de cambiarme por él. De esa manera podría ver lo que estaba ocurriendo. Empecé a sondearlo.

Si lográbamos organizar un Umtausch —un intercambio—, él podría entrar una noche en el campo británico y descansar. Le darían mejor comida, más cantidad, quién sabe, incluso huevos. Para consolidar nuestra amistad le di parte de una salchicha alemana que había ganado. Cuando en el campo de prisioneros británicos alguien conseguía una, echábamos a suertes quién se la iba a comer. Si la repartíamos no tocábamos a nada. En cambio, una sola persona tenía algo que llevarse a la boca. A nosotros nos resultaba difícil de comer, pero cuando se la di a escondidas a Hans, tomó más alimento de lo que había tomado en muchas semanas.

Le proporcioné cigarrillos para que los vendiera. En los campos eran como pepitas de oro, y yo fui muy afortunado, ya que un tío mío trató de enviarme un paquete de cigarrillos 555 cada mes.

No llegaron todos, ni mucho menos, pero mi padre le reembolsó el coste total después de la guerra. Porque fue mucho dinero.

Había personas a las que sobornar y cosas que comprar, pero yo ya tenía suficientes cigarrillos para mis necesidades. Había sembrado prudentemente la semilla en Hans, porque no podías fiarte de nadie. Ni siquiera de un hombre que conocía la fórmula de Herón. Lentamente, la idea había empezado a gestarse en su mente y, a medida que transcurrían las semanas, fue plasmándose en algo que se asemejaba a un plan.

En nuestro campo había dos tipos a quienes informé de lo que nos proponíamos, Bill Hedges y Jimmy Fleet. Me dijeron que era un idiota, pero cooperaron. La litera de Bill estaba encima de la mía en el rincón trasero del barracón, y sobre él recayó la mayor parte del subterfugio. Su cometido era ocultar a Hans. A los demás se les diría que me había puesto enfermo y me había quedado acostado.

Lo único que sabía de Bill era que antes de la guerra había trabajado en una ferretería del norte del país. En aquella ocasión, también llevé la voz cantante y los demás me siguieron. Ambos me juraron guardar secreto. Ya he dicho que no nos fiábamos de nadie.

El intercambio exigió varias semanas de meticulosa planificación y observación. Estudié los movimientos de los prisioneros judíos, me enteré de dónde y cuándo se reunían para volver en columna al campo, aprendí a imitar su fatiga, su encorvamiento, su caminar arrastrando los pies.

Aprendí a caminar con los bastos zuecos de madera que llevaban. Conseguí un par por unos cigarrillos, me envolví los pies con tiras de tela para las rozaduras y aprendí a caminar arrastrando los pies. Los zuecos podían ser un instrumento de tortura en aquel lugar; servían para acortar la vida de muchos hombres si se les hinchaban los pies o si no podían desplazarse suficientemente deprisa. Tuve que tenerlo en cuenta.

Uno de los rayados me encaminó hacia un Kapo del que se decía que era menos brutal que los demás. Grueso, con la cara curtida y, a juzgar por el poco que le quedaba, con el pelo negro que debió tener en sus buenos tiempos. Conseguí ponerle de mi parte sobornándole con cincuenta cigarrillos, veinticinco en el acto y los otros veinticinco cuando yo hubiera regresado sin problemas del intercambio. Sin duda, esto fue lo más arriesgado. En un sitio como Auschwitz, cada uno tenía que cuidar de sí mismo. Me podría haber traicionado fácilmente si hubiera visto la menor oportunidad de sacar partido; yo había visto a los Kapos matar gente.

A través de Hans pasé cigarrillos a dos compañeros de su Kommando de trabajo. Eran los que tendrían que guiarme y enseñarme dónde ir. Cuando llegó el momento, me corté el pelo con unas tijeras viejas y después me rasuré la cabeza con una navaja de afeitar mellada.

Cuando la jornada de trabajo iba tocando a su fin, me embadurné de tierra, especialmente las mejillas, para conseguir la grisácea palidez del agotamiento. Pensé en las interminables patrullas dentro de los campamentos enemigos en el desierto. Estaba listo.

Pero ¿por qué lo hice? ¿Por qué abandoné voluntariamente mi condición de prisionero de guerra protegido para entrar en un lugar donde habían desaparecido toda esperanza y humanidad?

Voy a decir por qué. Sabía que los prisioneros de Auschwitz estaban siendo tratados peor que animales. Entonces no sabía qué eran los distintos campos donde estaban los judíos, que Auschwitz I —al oeste del nuestro— era el brutal campo de exterminio hasta que se construyó más al oeste Auschwitz-Birkenau y redefinió los términos de la masacre industrializada. Entonces no sabía que Auschwitz III-Monowitz, el campo contiguo al nuestro, era, en comparación, el menos letal de los tres. Lo que sí sabía era que estaban matando judíos delante de mí y que quienes ya estaban demasiado débiles para el trabajo eran enviados al exterminio. Cuando miraba los rostros de los prisioneros judíos, con las mejillas hundidas y la mirada sombría, era como si no hubiera nada en ellos. Todo sentimiento y emoción había sido cauterizado. Tenía que ver con mis propios ojos qué estaba pasando. Tenía que entrar allí.

Ellos no cesaban de pedirnos que, si alguna vez volvíamos a nuestro país, contáramos al mundo lo que habíamos visto. Los rayados sabían lo que estaba sucediendo. El hedor de los crematorios les contaba cuanto necesitaban saber. Ya lo sé, todos habíamos oído hablar de las cámaras de gas y los procesos de selección, pero a mí no me bastaba con saberlo de oídas. Las palabras «conjetura» y «especulación» no entraban en mi vocabulario. Aunque no supiera qué era cada campo, necesitaba ver qué convertía en sombras de sí mismos a los seres humanos.

Aquello, Auschwitz, la Buna-Werke de IG Farben con todos sus trabajadores esclavos, era el infierno mismo sin ningún género de dudas. Contemplaba brutalidades un día tras otro, pero no podía hacer nada para impedirlas. Era un borrón en mi vida y no podía consentirlo.

Incluso estando allí como prisionero de guerra, tenía la certeza de que nuestro bando derrotaría a los alemanes y que algún día haríamos responder a alguien de todo aquello. Quería aprenderme los nombres de los Kapos y los oficiales de las SS responsables de la degeneración que me rodeaba. Quería ver todo lo que pudiera. Sabía que tenía que haber una respuesta para todo aquello y que algún día les ajustaríamos las cuentas.

Por lo tanto, podía hacer algo; algo hacia lo que me sentía impulsado. No era gran cosa, pero si conseguía entrar, solo con que pudiera ver, ya podría dar testimonio.

Y había algo más, algo que tenía más que ver conmigo que con ninguna gran causa. Siempre había sido más líder que seguidor; al menos eso pensaba yo. Mis aspiraciones de llegar a oficial se habían frustrado y la guerra había terminado para mí en Sidi Rezegh, pero seguía de servicio y ya tenía una causa. Podía ejecutar mi plan.