Nos subieron a bordo de otro barco. Abajo hacía calor, un cambio agradable con respecto al frío del campo; además, esa vez no tuvimos que viajar en la bodega. A bordo había soldados italianos que iban a casa de permiso. Uno se puso a hablarme mientras formábamos y me preguntó, en italiano y después en francés, quiénes éramos y de dónde veníamos. No fue mucho más allá.
Ya tenía bastante con haber sido torpedeado una vez. Pero mirando ahora los mapas creo que tomamos una ruta segura, bordeando la costa griega por dentro de las islas de Cefalonia y Lefkas antes de entrar en el estrecho de Corfú, para cruzar rápidamente por el canal de Otranto al tacón de la bota de Italia.
Pasamos el viaje sentados en el suelo. Por la noche, un irlandés de voz tierna cantó una canción triste y dos sudafricanos hablaron de su país. Atracamos en un puerto lleno de guardias, Bari o tal vez Brindisi, y marchamos a un campo con hileras de árboles y escaso de hierba. Éramos centenares y, como no había alambrada alrededor, necesitaban más soldados para vigilarnos. Algunos de los muchachos se hallaban en unas condiciones penosas, con la cara y las extremidades hinchadas por falta de vitaminas.
Nos daban poco de comer y los que teníamos algo de fuerzas no tardamos en armar jaleo en ese sentido. Gritamos y empujamos a los guardias hasta que la situación se descontroló por completo. Menos mal que no dispararon a nadie. Al final recuperaron el control y a cinco de nosotros nos aislaron del resto. Nos encadenaron brazos y piernas a los árboles y maldijimos nuestra suerte en aquel día aciago. Por lo general, yo siempre había sido dueño de mis actos. Y ahora había acabado atado como un animal. Me parecía una eternidad desde que había zarpado de Liverpool en el Otranto en busca de aventuras. Permanecimos tres o cuatro días en aquel campo y después nos trasladaron a otro de verdad.
Tenía largos barracones bajos de piedra y cemento, divididos en cinco bloques con literas de madera con capacidad para cincuenta personas en cada uno de ellos. Nos dieron un par de mantas de abrigo y un jergón relleno de paja por colchón. Era el Campo Concentramento Prigionero di Guerra, Sessantacinque. O sea, el Campo de Concentración de Prisioneros de Guerra PG 65, para que se entienda. Cerca de Altamura, al sur de Italia.
Uno de los oficiales italianos era un comandante que recordaba a Jimmy Cagney. Era un tipo razonable y lo agradeció mucho cuando se lo dijimos. No había trabajos forzados ni brutalidades, pero la terrible frugalidad de la comida lo convertía en un lugar espantoso.
Teníamos una cocina al aire libre y los italianos talaban árboles para encender el fuego. Uno de los muchachos que conservaba algunas fuerzas les ayudaba a talar. Probablemente le daban raciones extra. Ponían al fuego un puchero enorme y echaban en él todo lo que tenían, que normalmente no pasaba de macarrones. Cuando la sopa estaba hecha, la llevaban por el campo en recipientes de treinta litros y la repartían a razón de un cazo de líquido nada espeso por hombre al día. Al principio nos daban también un pequeño trozo de pan, que enseguida redujeron a la mitad. Y para desayunar teníamos que contentarnos con un sorbo de sucedáneo de café. Empecé a notar que desmejoraba, si bien ninguno de nosotros se encontraba bien.
Mejor dieta que la nuestra tuvieron los piojos de nuestros uniformes. Cada vez que me quitaba la camisa podía aplastar entre los dedos a cien de ellos. A la media hora, ya había otros tantos. Nos volvían majaretas.
Poco después de llegar nos pusieron en formación y nos preguntaron qué hacíamos en la vida civil. El inglés del intérprete no era bueno y yo estaba muy suspicaz, de manera que dije que era ladrón de gatos. Miró su lista de oficios, sin entender ni jota.
—¿Qué?
—Ladrón de gatos.
—¿Latrón de catos? —dijo mirando a su superior en espera de su reacción. No la hubo. Apuntó algo y pasó al siguiente hombre.
Cuando llegaron los primeros paquetes de la Cruz Roja, creímos estar en el cielo, aunque tuvimos que compartir cada paquete entre muchas personas. Tenían una lata de Klim (Milk, al revés) en polvo, un poco de café o té, una lata de verduras o queso fundido, a veces huevos duros, más una chocolatina, azúcar o pasas.
Nos aburríamos como ostras. En el campo no había disciplina militar. Cada uno tenía que cuidar de sí mismo. No teníamos nada para cortar el pan, pero sí unos espejitos metálicos, y di con la forma de partirlos para hacer hojas de cuchillos. Añadí mangos de madera para hacer unos bonitos cuchillos de cortar pan y los vendí a cambio de comida. En los campos funcionaba el trueque. Tenías que tener algo para intercambiar. A medida que pasaban los meses empecé a hacer una especie de maletín de contenedores aplastados de Klim. Sabe Dios por qué. No tenía nada que meter en él ni formaba parte de ningún plan de fuga. Aplastaba las latas y luego las doblaba por los bordes para unirlas en láminas mayores a las que poder dar forma. Me ayudaba a pasar el rato durante aquellos largos días y al final surgió una especie de caja hecha de latas.
Aunque teníamos té y café de la Cruz Roja, no era tan fácil hervir agua. Decidí improvisar, de manera que hice un tambor cerrado con varillas de abanico alrededor, como las ruedas de los hámsters. Lo conecté mediante un tubo a una diminuta caja de metal llena de brasas, les prendí fuego y, al agitar el abanico, creé un minihorno. Las brasas se reavivaban y podías hervir una lata de agua encima. Me sentí muy orgulloso, significaba que por fin podíamos tomar té. Otros siguieron adaptando y perfeccionando los artefactos y fueron todo un éxito.
Ahora sospecho que los italianos no tenían comida que darnos. Algunos guardias comían poco más que nosotros. Llegamos a secar las hojas usadas de té para vendérselas.
Todavía me hacía sufrir la ignominia de mi captura. Apenas confiaba en nadie; iba a lo mío. Me acuerdo bien de un par de prisioneros. Uno era un cockney llamado Partridge, que hacía favores sin pedir nada a cambio. Luego había otro tipo llamado Bouchard, terriblemente flaco y macilento. Se pasaba el día rebuscando comida por el campamento. Hablamos en alguna ocasión, pero nunca de la vida en Inglaterra. ¿Para qué torturarnos?
Más tarde me enteré de que habían sacado a algunos de otros campos para desinfectarlos, en realidad para que la gente los escupiera y vejara. Nosotros permanecimos donde estábamos. De vez en cuando aparecía un sacerdote católico y oficiaba para los muchachos más religiosos. Pero incluso la misa se decía a través de la alambrada. El sacerdote no entraba nunca.
Hubo otros intentos de romper la monotonía. Quien supiera un poco de cualquier cosa podía dar una charla. Los temas abarcaban desde historia a ingeniería o geografía. Un tipo estuvo horas hablando de su torno, de los principios para labrar madera y metal y cómo hacer tirafondos.
Al cabo de cierto tiempo empezaron a construir más barracones; éramos demasiados y había que ampliar el campo. En Italia no solíamos hacer trabajos forzados, pero cuando nos ofrecieron ciento cincuenta gramos más de pan por ayudar en las obras, aceptamos. El hambre apretaba.
Los barracones que teníamos que construir estaban fuera del perímetro del campo. El plan era terminarlos primero y luego ampliar la alambrada. Trasponer la alambrada era todo un aliciente. Siempre se podría encontrar comida o una oportunidad de fuga.
Fui uno de los seis muchachos enviados al tejado para fijar las tejas con cemento. Así me hice por primera vez una idea del terreno circundante. No había más que un guardia vigilándonos y estaba abajo. Me dolían las tripas de hambre. No perdía nada con echar a correr. Elegí el momento y pregunté al guardia si podía bajar a hacer mis necesidades. Aceptó de mala gana, aunque yo sabía que no podía vigilarnos a todos a la vez.
En cuanto no me vio, no perdí un segundo y eché a correr.
Esperé que se armara un revuelo en cualquier momento, pero no pasó nada y, cuando tuve que hacer un alto para descansar, ya había conseguido poner tierra de por medio. No tengo ni idea de cuándo dieron la voz de alarma, pero para entonces yo estaba bastante lejos.
Llevaba un mendrugo de pan y una diminuta porción de queso. Eran los únicos preparativos que había hecho. Decidí alejarme de la costa y encaminarme al norte, hacia la neutral Suiza. Me armé de optimismo. Era más fácil ir a Inglaterra desde Italia que desde Grecia, pero todavía me quedaban cientos de kilómetros por territorio enemigo.
Ya conocía aquella modalidad de viaje. Evitar las carreteras y grandes núcleos de población y conseguir comida en casas de labranza aisladas. Así evitaba que me capturaran, aunque no encontrara mucha comida. Lo más que conseguí fue alguna que otra verdura mustia y algo de sabor anisado, quizá hinojo. No he podido volver a comerlo desde entonces. En los tres o cuatro días siguientes recorrí una gran distancia a pie, pero empezaban a fallarme las fuerzas y tenía hambre. Topé con un pequeño trigal, pero se estaba agrisando y echándose a perder sin segar. Italia no era un buen lugar. Empezó a llover a jarros.
Busqué refugio en un pequeño edificio vacío y esperé a que escampara. Fuera estaba oscuro, pero oí gritos. El refugio estaba rodeado y me estaban ordenando que saliera. Habían dado conmigo.
Salí a la oscuridad. Estaba inquieto. No pude ver cuántos soldados italianos estaban esperándome, pero daba igual, me habían cogido. Me subieron a un camión y me llevaron de allí. Ni se molestaron en atarme las manos, y eso que no estaba herido. Me llevaron enseguida de vuelta al campo y pasé un día y una noche en una celda de castigo. Después volvió la odiosa rutina. Había sido un esfuerzo sin planificar, fruto de la frustración. Estaba otra vez dentro y tendría que digerirlo.
La vida del campo estaba dominada por la disentería, que no es una leve molestia estomacal, sino una enfermedad humillante y mortífera que te mina las fuerzas, dejándote débil, aletargado y dolorido. Todos estábamos perdiendo peso y, habiendo tantas personas enfermas, menudeaban los accidentes embarazosos. Una vez que te habías ensuciado, era prácticamente imposible limpiarte como es debido solo con agua fría. Vi muchachos llorando por la humillación que suponía; hombres como castillos pringados a causa de la diarrea. En aquel campo murieron muchas personas por negligencia de enfermedades que se hubieran podido evitar. El cadáver de un hombre estuvo varios días en un cobertizo antes de enterrarlo. Lo recuerdo porque heredé sus pantalones. Los míos estaban rotos y llenos de mugre, y el resto del uniforme por el estilo.
Fue un alivio quedármelos, aunque se los hubiera quitado a un cadáver. Era una cuestión práctica. Pero a medida que pasaron los días empecé a notar unos picores mucho peores que los de los piojos. Me apareció en la cara interior de los muslos un sarpullido de manchas rojizas. Se extendió rápidamente hasta que lo tuve por todo el escroto y sabe Dios dónde más. Había contraído sarna. Unos ácaros diminutos se habían colado dentro de mi cuerpo y habían puesto huevos. Al rascarme la piel se cuarteaba y sangraba y yo sabía que podía infectarme entre tanta suciedad. Lo soportaba a duras penas durante el día, pero por la noche la comezón era como tener la piel inflamada.
Los ataques de disentería y el hambre a todas horas me hacían estar horriblemente aletargado y perdiendo peso. Si me incorporaba deprisa, la vista se me nublaba y me derrumbaba. Al cabo de un tiempo empecé a hacerlo a propósito para quedarme tirado detrás de los barracones. El tiempo pasaba más rápidamente de aquella manera. Pasando frío allí fuera sentía menos el hambre, los piojos y las heridas de la sarna. Muchos lo hacíamos. El tormento de la sarna duró semanas, puede que incluso meses. No empecé a curármela hasta que apareció en el campo una pastilla de jabón con fenol. Mi cuerpo estaba hecho polvo, pero en mi cabeza yo no era en absoluto un prisionero. El enemigo me había hecho muchas cosas, pero no había capturado mi mente. Aquel año en Italia fue infernal. Muchos muchachos murieron de enfermedades y abandono. Cuando se oyó la noticia de que iban a trasladar a algunos de nosotros, tuve la sensación de que peor no íbamos a estar. Me encontraba demasiado débil para abandonar el campo. Con nosotros no había oficiales ni disciplina militar en absoluto. Lo mejor que cualquiera de nosotros pudo hacer fue dirigirse a paso lento y vacilante a los camiones.
Nos metieron en vagones de ganado que había en una vía muerta. En otro tiempo habría subido de un salto, pero entonces me costó subir. Fuera rezaba un cartel: «Cuarenta hombres o diez caballos». Había un solo cubo para todo. Procuré apartarme de él todo lo posible. Muchos muchachos seguían con disentería. Me dejé caer en un rincón, contento de haber encontrado sitio debajo de la única ventana. Era un hueco de treinta centímetros cuadrados con alambrada. Proporcionaba aire, luz y una limitada perspectiva del mundo que desfilaba por delante. Además, era el único sitio por donde vaciar el cubo, que se llenó enseguida hasta los bordes. Había que hacer algo.
Un par de chicos lo alzaron hasta la ventana, pero era complicado vaciar un cubo de excrementos por un hueco con alambrada situado por encima de nuestras cabezas. Buena parte cayó dentro y fue a parar al punto del vagón donde yo me había sentado. Hubo más que palabras. Toda la mierda del mundo tuvo que ir a caer encima de mí.
Para comer nos daban la consabida torta y un cubo de agua para todos. No sabíamos a dónde íbamos. Mientras el tren subía lentamente hacia el norte, pasamos por kilómetros de playas vacías y vi un letrero con el nombre de «Rímini». Lo conocía de oídas de antes de la guerra. Torcimos al interior y pasamos por pueblos donde la gente salía a saludarnos con la mano. Tal vez creyeran que éramos italianos.
Entonces no tenía ni idea de que aquella era la misma ruta que utilizaban para transportar al norte a los judíos italianos y demás enemigos del Reich, a los campos de concentración. Por sucios y apestosos que fueran nuestros vagones, al menos teníamos sitio para tumbarnos. Los judíos iban hacinados, recorriendo Europa hacia su temible destino sin la menor protección de la Convención de Ginebra, que tampoco es que a nosotros nos hubiera servido de mucho hasta la fecha.
Al cabo de varios días de viaje, el tren empezó a culebrear y subir y atravesó el paso de Brenner. Habíamos llegado a Austria. Mi primera imagen de los Alpes fue a través de la alambrada. Me impresionó su grandiosidad y al tiempo me surgió una contradicción. Lo relacioné con la campiña en la que yo me había criado. Su belleza me parecía reflejo de la belleza de la humanidad. Me había hecho el hombre que era. Me pregunté qué cosas horribles podrían estar sucediendo en un lugar de semejante esplendor natural. No había visto ni la mitad.
Cuando el tren se detuvo, el rótulo de la estación era «Innsbruck Hauptbahnhof». Nos cambiaron a una vía muerta y nos metieron en camiones entoldados. Los guardias ya eran alemanes. Tras un largo trayecto en su mayor parte a campo abierto, el camión se detuvo en un bosquecillo donde nos dejaron bajar a hacer nuestras necesidades. En ese momento me puse nervioso. Los guardias alemanes se pusieron a montar una ametralladora sobre su trípode. Apuntando a donde estábamos nosotros. Creí que serían capaces de dispararnos a todos en aquel preciso momento. Estábamos a muchos kilómetros de cualquier sitio, sin testigos. ¿Qué hacer si empezaban a disparar: escapar o atacar a los tiradores? No pasó nada. Desmontaron el arma y volvimos a los camiones.
En los meses que siguieron pasé por varios campos. No siempre supe a ciencia cierta dónde estaba y, ahora que lo pienso, me resulta difícil recordar en qué orden los visité. Tras un largo viaje llegamos a un campo donde nos metieron en un recinto donde había rusos al otro lado de la alambrada.
Al cabo de unos días intenté hablar con ellos, pero no nos entendíamos gran cosa al carecer de un lenguaje común. Pude ver que se hallaban en unas condiciones terribles. Procuraban mantener la moral alta e incluso montaron un espectáculo para nosotros, bailando al otro lado de la alambrada, pero estaban débiles y desnutridos y apenas pudieron llevarlo a cabo. Verlo fue triste. Había un olor fétido y tardamos varios días en saber por qué: el olor pútrido procedía de cadáveres en descomposición. A los rusos se les estaba obligando a morir lentamente de hambre. Sus raciones eran insuficientes para mantenerlos y nos dijeron que, en su desesperación, guardaban los cadáveres en sus literas para reclamar sus raciones durante unos días.
Proliferaban las ratas. Eran del tamaño de gatos y, desde luego, comían carne humana. Pude olerlo en ellas. No respetaban la alambrada. Yo dormía en el suelo y una noche me desperté y me las encontré corriendo por mi catre. Sentí su respiración en la cara. Apestaban. Uno de mis antepasados fue cazador de ratas siglos atrás. Si hubiera podido vernos a mediados del siglo xx, una época de milagros industriales, con ratas comiéndose a la gente, habría pensado que la civilización había fracasado. Y habría tenido razón. Noté la picadura de extraños animales mayores que las pulgas. Los llamábamos chinches de cama. No sé lo que eran, pero cuando los aplastabas, les salía la sangre que habían chupado.
Pronto me vi en apuros. Un día, al cruzar el campo, me detuvo un oficial alemán dándome voces. No le había saludado. Traté de explicarle que en el Ejército británico no saludábamos a nadie que no llevase gorra. No le convenció. Uno de los muchachos me gritó que le saludara y me olvidara. Lo hice de mala gana y el oficial lo dejó pasar.
Al cabo de un tiempo nos dividieron en grupos y a mí me enviaron a trabajar a una mina de carbón con los rusos. Entré en el montacargas a la boca del pozo y bajé a las tinieblas en aquella frágil barquilla que chirriaba y se doblaba por el peso, a punto de romperse en mil pedazos. Los guardias armados del fondo del pozo nos ordenaron caminar hasta que llegamos al filón. Con los rusos no hablaban, solo los golpeaban. Brutalidad en estado puro. Yo era el único inglés del grupo y conmigo se portaban mejor. Me pusieron a trabajar cargando carbón en un contenedor de la mañana a la noche. Trabajaba con los pies en el agua. Aquello era frío y lóbrego. Ninguno teníamos casco protector ni ropa adecuada, aunque los rusos llevaban la peor parte. Muchos trabajaban descalzos, golpeando el filón con pesadas herramientas. No me permitían hablar con ellos.
Llevaba tres días trabajando allí abajo cuando oí gritar a uno de los guardias. La violencia de su voz se superponía al raspado de las palas y el golpeteo seco de los picos en la oscuridad. Estaban aporreando a un ruso. Había improvisado cierta protección frente a las aristas de la piedra poniéndose unas tiras de goma en los pies descalzos. Supe inmediatamente que las había cortado de una cinta transportadora en desuso que había visto en una galería lateral abandonada.
El guardia estaba histérico y gritaba que era sabotaje. Sacaron a otros rusos de la veta y nos pusieron a los diez de cara a la pared, con los rostros ennegrecidos y tiznados. No se podía suplicar ni implorar. No había tiempo. No me di cuenta de la orden. Cesó el griterío. Los cinco soldados levantaron los fusiles y uno de ellos disparó sin vacilaciones. Un disparo ensordecedor resonó por la red de galerías y pasadizos mal iluminados. Siguió otro, el segundo guardia había disparado mientras el primero tiraba del cerrojo para volver a cargar.
Solo tenía unos segundos para reaccionar. No se podía salir huyendo. Si iba a morir en aquel pozo olvidado de la mano de Dios, me llevaría a alguno de ellos por delante. Eso era todo lo que podía hacer. Iba a morir de todas maneras. Hubo una rápida serie de disparos. Luego cesó. Cinco proyectiles y cinco rusos muertos en la carbonilla del suelo. Yo era el octavo de la fila.
Al tener la mirada fija en el pelotón de fusilamiento, no había visto caer al suelo los cuerpos de los rusos. Todavía notaba un pitido en los oídos cuando nos echaron de allí. Me había enfrentado con la muerte, pero siempre en combate. Aquella vez mi supervivencia estuvo a merced de un enemigo brutal. Había estado más cerca que nunca de capitular. No había sido el protagonista de mi propia salvación. Lo ocurrido en aquel agujero demoníaco me afectó más que cualquier otro suceso anterior y probablemente también posterior.
Me llevaron a una sala con pocos muebles. El guardia me empujó violentamente hacia la silla y empezaron las preguntas. El oficial me preguntó en mal inglés si yo estaba detrás del «sabotaje». ¿Había inducido a los rusos? ¿Quién había dado la orden? Y no podía decir nada. No había existido ningún plan, simplemente un hombre agotado que había querido protegerse los pies del frío y las heridas. Me dijeron que como hubiera intervenido en el plan, me pegarían un tiro. Les creí.
Las amenazas me minaban las fuerzas, pero todavía tenía un motor interior que no estaba del todo roto. Me llevaron a un tren y me arrojaron a él con otro grupo de prisioneros. Eran vagones de ferrocarril normales, con pequeños compartimentos a un lado y un pasillo al otro. No sabíamos a dónde íbamos. Pedí que me dejaran ir al lavabo y vi que me encontraba al final del vagón y cerca de la puerta. El guardia estaba lejos. No conocía de nada a los demás muchachos, pero vislumbré una posibilidad. Cuando el tren se detuvo, abrimos la puerta, saltamos a las vías y corrimos por los campos de los alrededores. Saltamos alrededor de media docena antes de que el tren empezara a moverse. No había coordinación y nos dispersamos, corriendo en todas direcciones.
Yo estaba mentalmente agotado. Los disparos de la mina me habían pasado factura.
Debería haber aprendido la lección de Italia: para que una fuga tenga éxito hay que planificarla. Íbamos de uniforme y nos habíamos alejado poco más de kilómetro y medio. No sé a cuántos nos cogieron, pero no tardé en verme otra vez encañonado por un fusil. Menos mal que no dispararon, aunque todo terminó ahí; me llevaron a una sala, me interrogaron y me dieron unos golpes. Después de aquello me llevaron a un campo que creo que era Lamsdorf. Nunca lo llegué a saber. Me habían puesto una marca en la ficha. Yo era un revoltoso habitual.
Me trasladaron enseguida al campo de castigo de Graudenz, al norte de Polonia. Me dijeron que me desnudara y un hombre me espolvoreó un polvo blanco que picaba por encima y entre las piernas y debajo de los brazos. Me raparon el pelo y me fotografiaron de frente y de perfil como a un delincuente, con un número en una tablilla al cuello. Yo era el prisionero 220 543.
Me llevaron a un barracón espartano donde ya había tres ingleses y un escocés. Eran tipos duros, con la cabeza afeitada y pintas de merecer estar allí. No teníamos mucho en común. Nos dejaban salir un poco a hacer ejercicio en un pequeño patio rodeado de muros altos. Lo único que se podía hacer era dar vueltas sin cesar. Yo no tenía mucho que decir. Los tiros de la mina seguían pesando en mí.
No había jergones, únicamente literas de madera. Para dormir tuve que quitar los listones de madera del medio, para dejar sitio a mis huesudas caderas; de lo contrario era un sufrimiento. La manta de fibra de madera era tan fina que se podía ver a través de ella. La primera noche me giré demasiado aprisa y la agujereé con el codo.
Por la mañana me llevaron a otra sala vacía con dos oficiales sentados detrás de una mesa. Al comenzar el interrogatorio, los guardias volvieron a colocarse uno a cada lado de mí. Vi sus pesadas botas relucientes. Tuve la sensación de que me iban a dar una paliza, y todavía andaban en los preparativos. Sentí alivio. Seguían pensando que yo había participado en algo con los rusos, pero mi uniforme me brindaba cierta protección, salvo prueba en contrario.
Me enteré de que en otras partes de aquel enorme campo pasaban cosas horribles, pero yo estaba bien. Me habían enviado allí como castigo, pero al menos ya no tenía que trabajar en aquella espantosa mina. Al cabo de unas tres semanas volvieron a trasladarme, esta vez en tren con dos guardias.