Capítulo 7

El tirador se hallaba en un estado deplorable. Tenía el brazo prácticamente seccionado por los proyectiles y estaba perdiendo mucha sangre. No creí que sobreviviera. Un soldado alemán le aplicó un torniquete. Me hizo el gesto de retorcer con las manos y capté las palabras «Jede fünfzehn Minuten». Quería que yo se lo aflojara cada cierto tiempo, pero no tuve ocasión. Me pusieron en una camilla y me trasladaron, dejando atrás la autoametralladora llena de impactos y a Les.

Nunca he sabido qué hicieron con su cuerpo. Sus restos aún estaban allí, pegados a su asiento cuando me cogieron. Su nombre figura en el monumento conmemorativo de El Alamein. Espero que alguien le diera la sepultura que le correspondía.

De batalla olvidada, nada. Un completo desastre. Solo en aquella acción se perdieron cuatro autoametralladoras. Me hice algunas heridas en una pierna y en la cabeza, y otra más seria en el brazo. Tardé algún tiempo en enterarme de que Eddie Richardson, Eddie Regimiento, había sobrevivido. Su autoametralladora se había precipitado a toda velocidad por la escarpadura con tan buena fortuna que había ido a aterrizar sobre un gigantesco montón de bidones. Sobrevivió a la emboscada y al ataque aéreo y fue hecho prisionero. Creo que meses después lo vi a lo lejos en un campo de tránsito, pero no pude acercarme a él.

Bill Chipperfield, con quien había compartido camarote y viaje a Sudáfrica, también había muerto, junto con otros veintidós muchachos del Segundo Batallón caídos en los dos primeros días de la batalla de Sidi Rezegh. Muchos otros de otras unidades perecieron; yo vi sus cuerpos por todo el campo de batalla. El segundo teniente Jimmy McGrigor murió cuando cayó una bomba en la plana mayor de la columna Hugo. Buena persona Jimmy. Nos hablaba como a personas, no como a escoria.

El asedio de Tobruk se levantó, pero eso no detuvo a Rommel. Volvió a atacar, se adentró en Egipto y no le cerraron el paso hasta el verano siguiente cuando llegó a El Alamein, a uno o dos días de marcha de Alejandría. Allí el Octavo Ejército, mandado entonces por Montgomery, dio el viraje definitivo a la situación, expulsando a Rommel de Egipto de una vez por todas, presionándole en dirección a Libia y Túnez. Charles Calistan desempeñó un papel heroico en El Alamein, destruyendo prácticamente por su cuenta un buen número de carros de combate alemanes. Pero, por aquel entonces, yo estaba en otro mundo absolutamente.

Los camilleros alemanes me llevaron a un puesto de socorro avanzado, donde me pusieron en una mesa de metal. Me quitaron el chaleco de piel. Llegó un Stabsarzt, un cirujano con grado de comandante. Noté sus manos por todo mi cuerpo mientras buscaba otras posibles heridas. Yo estaba tendido, con la vista fija en el sólido techo de lona del pabellón. Hubo una interrupción porque llevaron a un oficial italiano con el pie arrancado. Con gran asombro por mi parte, el Stabsarzt les ordenó secamente que salieran de la tienda para poder concentrarse en mí. Fue una sensación extraña, dado que entonces yo era un prisionero indefenso en manos de un médico enemigo. Me limpió la suciedad y la metralla de las heridas y me vendó. Afortunadamente, el proyectil no había dado en el hueso. Sentí un gran alivio.

No estaba asustado. Me acuerdo de que pensaba en cómo demonios me había dejado coger y en que ya nunca llegaría a ser oficial. Me trasladaron a una tienda mayor con cajas de suministros apiladas en un rincón. Era raro estar otra vez a cubierto. En el desierto no se ven muchas tiendas; dormíamos siempre al aire libre.

—¿Quiere comer algo? —Las palabras me pillaron por sorpresa. Quien me hablaba era un muchacho joven con el pelo descolorido por el sol. En el Afrika Korps había muchas personas con estudios y bastantes hablaban inglés. Llevaba días sin comer como es debido. Cabe imaginar la respuesta. Volvió con un poco de pan y mermelada. Me quedé atónito; no había visto el pan desde Sudáfrica.

Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a sobrevivir a aquella situación. Me estaban tratando bien, de una forma silenciosa y desapasionada. Supuse que dar buen trato sería una orden. Más adelante, cuando conocí un tipo diferente de soldado alemán, me di cuenta de que el Afrika Korps era otra cosa.

Me dijeron que la guerra había terminado para mí, aunque yo sabía que no era así. Seguía estando de servicio y estaría de servicio hasta el final. Era una promesa que me hice a mí mismo entonces y que más tarde habría de perjudicarme. Sin embargo, me habían curado y probablemente salvado la vida, de tal forma que fue un entreacto extrañamente apacible. En la tienda no había guardia de noche, el personal médico no tenía ningún miedo de mí, sabían que no estaba en condiciones de escaparme. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me trasladaron, pero finalmente me cargaron, todavía postrado en cama, en la parte trasera de un pequeño vehículo. Había otro soldado herido, pero apenas hablaba.

Fue un viaje largo y doloroso. Las carreteras eran malas y yo hacía esfuerzos para respirar en la parte de atrás. Intenté recordar el poco alemán que había aprendido en el colegio. Al cabo de un rato conseguí incorporarme y golpear en la trasera de la cabina. No hubo respuesta. Necesitábamos aire. «Luft, Luft», grité aporreando otra vez el metal.

La camioneta se detuvo. Oí al conductor dirigirse a la parte de atrás. Se abrieron las puertas y gritó algo que no entendí. Puso en marcha el motor y volvimos a arrancar con la puerta calzada. Entraba mucho polvo, pero era mejor que asfixiarse. Debimos de recorrer más de quinientos kilómetros. Hicimos varias paradas, sobre todo nocturnas, no me acuerdo. En Bengasi me llevaron a un gran hospital y me pusieron en una cama de hierro al final de un pabellón largo y limpio con ventanas altas. En mi sección, yo era el único soldado aliado, alejado de los heridos italianos y alemanes de la otra punta.

Las enfermeras eran italianas y alemanas y solo me hablaban cuando tenían que hacerlo. Llegaban con el material de curas en una bandeja, me decían que me moviera así o asá, hacían su trabajo y se iban. Dormí mucho. Me fui recuperando poco a poco, y la primera comida cocinada después de mucho tiempo fue bienvenida.

Todavía tenía el chaleco de piel. Estaba hecho jirones por la explosión, pero conseguí quitarle lo peor de las manchas de sangre; el resto se secó y quedó como una mancha permanente. No podía ponérmelo sin acordarme de Les.

Entonces me trasladaron deprisa y sin muchas explicaciones. Los británicos estaban avanzando sobre Bengasi y los alemanes no querían devolver ningún prisionero, herido o no. Me llevaron al puerto en la trasera de un camión. Muchos otros prisioneros aliados, quizá más de cien, estaban esperando para subir a bordo de un desvencijado mercante. No podría decir cuántos habría ya dentro. En las cubiertas había montones de embalajes de madera. Nos dirigíamos a Italia y no había posibilidades de escapar. Nos llevaron a popa por una pasarela y nos bajaron a la bodega. No había tenido contacto con prisioneros aliados desde mi captura, pero me puse el chaleco de piel como almohada, me dejé caer contra el mamparo y me quedé sumido en mis preocupaciones. Estaba atestado, el aire era caliente y olía a excrementos. Poco después de zarpar nos dieron nuestras raciones, una enorme torta de unos veinte centímetros cuadrados, tan dura que no se podía partir con los dientes. Fue la única comida que nos dieron.

Al cabo de un tiempo, el zumbido regular de los motores y la sensación del cabeceo me dijeron que nos estábamos moviendo; para entonces el aire era prácticamente irrespirable. Nos pusimos a gritar «Luft, Luft, Luft» haciendo bocina con las manos en la boca como si fuera un megáfono. Se convirtió en una marea ronca y desesperada en la que todos participaron. Estábamos ya afónicos de tanto gritar cuando abrieron parte de la escotilla. Engullimos el aire fresco marítimo, llenando nuestros pulmones como si también nos hubieran racionado el oxígeno y luego nos dispusimos a soportar el resto del viaje, sentados y durmiendo en el mismo trozo de duro acero mientras pasaban las horas.

Llevábamos allí una noche y la mayor parte del día siguiente. La torta ya no tenía nada de apetitosa. Levanté la vista hacia la escotilla y vi que había atardecido. La luz de arriba era más diáfana e intensa a medida que el sol descendía por el cielo.

No recuerdo ningún aviso. Hubo una tremenda explosión en la parte delantera del barco. Dio un violento bandazo, como si lo hubiera sacudido una gran ola. Otra explosión. Supe que era serio.

Cundió el pánico al momento. Los hombres se volvieron y se dirigieron a la estrecha escalerilla de metal que subía a cubierta. Vi guardias armados que les cerraron el paso cuando intentaron subir. Fue una escena horrorosa. No había orden ni disciplina; no se ayudaban unos a otros. Era el sálvese quien pueda. Estaba feo, pero yo tuve que hacer lo mismo.

Todavía podía ver el cielo. La cuerda que había asegurado una esquina de la lona sobre la escotilla colgaba dentro de la bodega. La agarré y comprobé que estaba firmemente sujeta a algo arriba. A pesar de la herida del brazo, empecé a ascender, primero una mano y luego la otra, con la cuerda enredada en los pies para aliviar el peso. Lo había hecho un sinfín de veces de pequeño. Llegué al final de la cuerda y agarré la esquina de la lona, que también colgaba, trepando hasta que llegué al borde y saqué las piernas por fuera de la escotilla. El barco estaba en apuros y hundido por la parte de proa. No me lo pensé dos veces. El mar no estaba muy agitado, de manera que me quité las botas y me tiré al agua. Con el sonido apagado del agua en los oídos, el tiempo se detuvo por un momento. Todavía había muchos hombres atrapados en la bodega, muchos no podrían salir y quienes hubieran estado más cerca de la explosión habrían muerto.

Emergí a través de una capa de grasa que se me pegó a la cara y el pelo. No quise que me entrara en los pulmones. Era una pasta espesa y oscura, y daba la sensación de que quería arrastrarme al fondo. Era cuestión de tiempo que el barco se hundiera con todos los que seguían dentro. Sabía que tenía que nadar lejos de allí para que no me absorbiera el remolino, de manera que pataleé fuerte y conseguí bracear a través de la grasa.

Más peligro. Ya había otros hombres en el agua, algunos agitando los brazos desesperadamente. Un barco rápido, como un pequeño destructor, estuvo entre nosotros inmediatamente. Era un cazasubmarinos y no había ido a socorrernos. Entonces supe que las explosiones habían sido por torpedos, no por minas. Nos había torpedeado un submarino aliado que seguía todavía debajo de mí. El cazasubmarinos estaba trazando grandes arcos entre los supervivientes, yendo de un lado para otro, tratando de localizar al submarino. Se alzaba por encima de nosotros como un acantilado de acero gris. Había pánico en el agua.

Oí gritos en italiano y alemán, pero todo el que cayera en la ruta del cazasubmarinos quedaba destrozado o tragado por el remolino. Entonces empezó a soltar las cargas de profundidad. Primero se hizo el silencio, luego llegó desde muy abajo un ruido sordo, como un martillazo en el casco. Salió a la superficie con tal impulso que lanzó al aire un gran chorro de agua que tiñó de blanco el mar alrededor. Estaba a menos de cien metros y me sacudió todo el cuerpo. Hubo varias explosiones más hasta que el cazasubmarinos efectuó una última pasada antes de perderse en el horizonte.

Estábamos solos. La luz disminuía rápidamente. A nivel del agua no se veía nada del barco torpedeado. Se había escorado peligrosamente de tal forma que parte del cargamento de cubierta había caído al mar. Siempre pensé que se había hundido.

Vi un gran embalaje de madera flotando en el agua y nadé hacia él abriéndome paso entre la grasa. Me pareció que tardaba una eternidad y, cuando llegué, vi que ya había varios italianos agarrados a la caja. A través de un agujero en una esquina pude ver que la caja estaba vacía. Tomé aliento. Aquella caja chirriante era la única balsa que teníamos. Supe que tenía que hacer algo o moriría en las aguas invernales del Mediterráneo. Me esforcé por conseguir un punto de apoyo en las maderas resbaladizas y, después de caerme varias veces, me encaramé encima de la caja, totalmente fuera del agua. No peleé con nadie para hacerlo, pero si alguien hubiera intentado echarme de allí, le habría pegado. Cuando estás verdaderamente decidido, puedes llegar a hacer esas cosas, pero hacía falta un enorme esfuerzo y yo estaba agotado cuando llegué allí. Me derrumbé y me quedé tumbado boca abajo.

Entonces vi que la caja era frágil y que podría desarmarse pronto porque el mar comenzaba a picarse. Los demás estaban demasiado débiles para salir de aquella situación. No pensé en ayudar a nadie. Tenderles la mano habría significado que me echaran de allí. Tenía que pensar en mí mismo. Sin eso no había nada. El mar seguía movido. Fueron dejándose hundir silenciosamente uno tras otro. Estaban allí y de pronto desaparecieron. Así fue.

Las olas cesaron cuando el sol se hundió en el mar. No se divisaba tierra y mi cuerpo iba perdiendo calor. Pronto oscureció y estuve otra vez al sereno, a la luz de las estrellas, solo, mecido por las olas, el viento y las maderas chirriantes.

Aguanté aquella larga y fría noche con la esperanza de que me rescataran, pero el mar estaba vacío. Allí tumbado boca abajo, perdía el sentido intermitentemente. Al salir el sol imaginé ver tierra, una ciudad dorada en una colina. Pudo haber sido el sol sobre edificios de piedra. O una alucinación. Pasó el tiempo y, en un breve momento de lucidez, esa vez sí que había tierra a la vista, increíblemente cerca. Las olas rompían contra las rocas al pie de un promontorio de colores suaves. El consuelo no fue muy grande porque había demasiada distancia para cubrirla a nado.

Cuando recobré plenamente el sentido, estaba atrapado entre dos pilares de roca y fuera del agua. Estaba vivo y el tacto de la solidez de la roca me resultó grato tras los gemidos y chirridos de las maderas en las olas. Todavía estaba cubierto de grasa.

Pude oír el dulce ritmo de las olas y estaba convencido de que la tierra bajo mis pies se levantaba y se afirmaba. Tenía la garganta reseca, los labios cortados con sabor a salitre, grasa y porquería. Pasó algún tiempo hasta que recobré un poco las fuerzas e intenté moverme.

Estaba al borde de una cueva cubierta de piedras. Me puse de rodillas y traté de incorporarme, pero las piernas me fallaron en cuanto sintieron el menor peso encima, de modo que seguí sentado un rato más hasta reunir las fuerzas necesarias para volver a intentarlo. Debía de haber estado unas veinticuatro horas en aquella caja de madera. Solo había pasado una noche, que yo recordara, aunque como había perdido varias veces el conocimiento, hasta eso era impreciso.

Cuando pude volver a caminar, encontré detrás de la cueva un paisaje pedregoso y estéril con unos cerros al fondo. Los escasos árboles me daban un poco de sombra, pero estaba desfallecido y con el ánimo por los suelos. Empecé a pensar que tendría que rendirme o morir de hambre. La inmersión en el agua me había reblandecido los pies descalzos. Las piedras me hacían daño.

Fui dando tumbos hasta que me encontré con un hombre mayor trabajando fuera de una pequeña choza campesina de madera. No me paré a preguntarme si sería amigo o enemigo, sino que me fui derecho a él y le hice gestos de que quería agua. No me quedaba otro remedio. No me había sentido acercarme y al verme dio un respingo. Yo estaba calado hasta los huesos y tenía grasa incrustada en los poros de la piel.

Tenía el rostro curtido y arrugado, el pelo castaño alborotado y espeso. No echó a correr, pero se mantuvo a distancia y miró por detrás de mí para ver si estaba solo. Cuando habló, me extrañó porque no me sonó a italiano. Tal vez no hubiera llegado a Italia.

«English, English», le dije, y crucé las muñecas para indicarle que había estado prisionero. Su expresión se dulcificó, pero no me quitó la vista de encima ni se acercó. Señalé la pista que a mi espalda llevaba al mar, representando por gestos las olas, el estampido de la explosión y el hundimiento del barco. Seguía mirándome fijamente, en silencio y sin inmutarse, pero finalmente pareció haber tomado una decisión. Murmuró algo y me señaló con un gesto la puerta de la cabaña. Dentro estaba oscuro y él aflojó un poco la tensión cuando estuvimos fuera de la vista.

Me senté y me dio agua en un vaso de aluminio abollado. Era lo primero que bebía en más de veinticuatro horas y me lo tragué en un visto y no visto. Me dio más. Entonces me supo un poco arcillosa, pero la tragué igual de deprisa. Él permaneció de pie con la mirada fija en mí. Le hice el gesto de comer llevándome la mano a la boca. Tanteó entre las sombras y me dio un puñado de pasas. El sabor fuerte me picó en el paladar. Después de darme pan y más agua, me eché a dormir en un rincón.

Desperté con sensación de aturdimiento. El viejo seguía allí. Me trajo huevos y pasteles con frutos secos. Asentí agradecido cuando se hizo a un lado para verme comer. Un festín, después de la torta del barco. Le pregunté dónde estaba, puso cara de no entender y dijo algo que yo tampoco entendí. Se me ocurrió la idea de coger un palo y dibujar en el suelo un mapa de Grecia más o menos reconocible. Se quedó mirando los garabatos con más cara de asombro aún, si cabe, hasta que añadí a la izquierda la inconfundible forma de la bota de Italia, y entonces reaccionó con una retahíla de palabras repetidas. Tomó el palo y señaló con convicción los tres dedos que había dibujado para representar Grecia meridional. Conque allí era donde estaba. Deduje por su vehemencia que odiaba a los italianos que habían ocupado su país.

La comida y el descanso me hicieron recuperarme bien; no sé cuánto tiempo me dio cobijo, pero no podía quedarme allí para siempre. Si me cogían con él, le pegarían un tiro, así de claro. Además, no estaba seguro de si podía fiarme del todo de él; claro, visto retrospectivamente, este pensamiento era una mezquindad. Yo quería irme de allí.

Me dio unas alpargatas viejas, que até a mis pies descalzos con un cordel, y me dio una camisa basta que me puse debajo de mi guerrera. Yo era reacio a despojarme del uniforme. Sabía a lo que me exponía. Disfrazado de civil podrían pegarme un tiro por espía. Estoy seguro de que respiró aliviado cuando me fui.

Fue un viaje solitario, procurando en todo momento no ser visto: las manchas de grasa todavía llamaban la atención. Aparte de que no conocía la geografía de la región y mal podía hacerme una idea de lo que tenía por delante. Mi reloj había sobrevivido al agua y lo utilicé para orientarme. Evité las carreteras, atravesando cerros y olivares. No me acerqué a los pueblos y bebí agua de los arroyos que pude encontrar. Estaba débil y desganado, pero me obligué a seguir adelante. Ya había traspasado la frontera de sufrir hambre y supe que, a partir de aquel momento, tendría que robar para comer. Cualquier contacto comportaba una posible delación. A quien me ayudara podían pegarle un tiro. El robo era lo mejor para todo el mundo.

Durante el día la gente solía trabajar fuera de casa, a menudo a cierta distancia. Era fácil robar, un poco como volver a estar de patrulla en el desierto: encontrar un buen puesto de observación, estar al acecho y observar. Cuando veía que ya no había problema, entraba en las casas, aunque siempre había poco que llevarse. La gente era pobre y acusaba la ocupación italiana. Nunca llené el estómago, pero en cierta ocasión encontré la misma clase de pasteles con frutos secos que me había dado el viejo.

Cuando comprendí que estaba en Grecia, llegué a pensar que podría librarme durante algún tiempo, pero me resultaba difícil imaginarme cruzando la Europa ocupada hasta Inglaterra. Estaba cada día más débil. Manchado de tierra y todavía tiznado de grasa, fui a dar con un reducido grupo de hombres y mujeres que estaban trabajando en el campo. Se asustaron ellos más que yo. Les pedí agua. Me entendieron y me alargaron una bota. Bebí cuanto pude y desaparecí rápidamente.

Poco después de aquello vi que había hombres armados siguiéndome la pista. Sospeché que eran italianos. Alguien me había delatado. Me adentré en un gran olivar y me agazapé para esconderme, pero fue en vano. Se pusieron a disparar, no había escapatoria, pues me habrían matado. Me rodearon y salí con las manos en alto. Me ataron las manos y me montaron en un camión. Otra vez prisionero.

Fue un viaje largo. Me llevaron a un campo atestado, lleno de prisioneros aliados, británicos y sudafricanos, además de guerrilleros griegos. Un lugar espantoso a base de tiendas de campaña en pleno campo. Llovía mucho, incluso nevó. Muchos prisioneros estaban gravemente enfermos de disentería y otras dolencias. No había letrinas cuando llegué, de manera que los prisioneros tenían que ir a donde podían y, estando tan enfermos, eso significaba a cualquier sitio. Aquel campo era un lugar espantoso, los prisioneros no tardaron en llamarle la «Hectárea de la Disentería». Finalmente, los italianos cedieron y se cavó una fosa de 1,50 por 3,50 metros y 1,50 metros de profundidad. Enseguida se llenó con cincuenta metros cúbicos de excrementos humanos. Apestaba.

No había lugar para la vergüenza. Yo había tenido disentería «en el azul» y sabía cómo era la enfermedad, los dolores de estómago y los apretones. Te ponías codo a codo, una fila de traseros asomando por fuera del banco. Recuerdo a un tipo flaco acuclillado junto a mí en un estado lamentable. Inexplicablemente, perdió el equilibrio y se cayó del banco a la fosa. Se metió hasta la cintura, pobrecillo.

—Es la segunda vez que estoy aquí hoy —dijo.

Después de aquello me trasladaron al norte y me metieron en un gran almacén cerca de Patrás. No teníamos más que pan y agua, pero por lo menos íbamos con un guardia cuando había que utilizar la letrina. Él se quedaba de pie mirando cómo nos poníamos en cuclillas sobre un arroyo. Las condiciones eran algo mejores, pero no duraron mucho.