Recogimos las autoametralladoras Bren en Mersa Matruh y fuimos a reunirnos con el batallón. Volvía a estar con algunos de los compañeros de antes, y cuando apareció Les Jackson, ya estuvimos al completo. Estábamos encantados de vernos, pero no hablamos mucho. Me alegré de que no me preguntara dónde había estado. Mientras yo había estado aprendiendo a tratar a una bella y joven marinera durante el día y había estado servido a cuerpo de rey por las noches, Les y los muchachos habían estado a base de carne de vaca enlatada o estofado grasiento de Maconochie’s en el arenal de Wavell. En ese momento era el arenal de Auchinleck, ya que, para espanto mío, Wavell había sido sustituido como comandante en jefe para Oriente Próximo tras el fracaso de una o dos operaciones.
Les tenía razón. No le gustaba hacer restallar el látigo, pero sí que las cosas se hicieran, de manera que si él era el jefe de la autoametralladora, yo la condujera. No cabían discusiones. Tenía confianza en mí y me permitió instruir a nuestro nuevo tirador. Cargamos la munición en la parte de atrás y nos preparamos para marchar hacia nuestra última acción juntos.
La ofensiva para librar Tobruk se hizo famosa como Operación Crusader. Como siempre, aguardamos en la oscuridad, aunque ya podíamos conjeturar bastante atinadamente. El objetivo era recobrar el puerto de la ciudad y hacer retroceder a Rommel, recuperando el terreno perdido. El asalto principal se haría en Trigh Capuzzo, un largo tramo de desierto después de Sidi Rezegh, al sur de Tobruk. Se trataba de obligar al enemigo a librar una enorme batalla de carros de combate eligiendo nosotros el terreno. La guarnición sitiada de Tobruk debía romper el cerco y unirse a nosotros.
La primera vez que oí el nombre de Sidi Rezegh no me dijo nada.
Yo estaba todavía en la compañía B, mandada por Tony Franklyn y encuadrada en la columna Hugo, así llamada por el comandante que la dirigía, el vizconde Hugo Garmoyle. Nuestro cometido era atraer al enemigo al oeste de su línea principal de avance.
Aquella zona del desierto estaba llena de hondas depresiones, tantas que los mapas les asignan diez nombres diferentes, uno por cada una de sus sutiles variantes. Un hundimiento del terreno puede describirse como un agheiret o agheret, salvo que sea un ghot, un giof, un gof o un got. También puede llamarse hatiet, rughet e incluso sghifet, que no debe confundirse con un deir, un tipo de depresión en la que se puede acampar. Las grandes sirven para ocultarse. En las pequeñas se pueden romper las orugas.
Nos reunimos cerca de la frontera libia, unos 67 kilómetros al sur del mar, en un inhóspito y ya familiar paisaje de arena y pedregales, con multitud de salinas que en otro tiempo habían sido lagos. A las seis de la mañana del 18 de noviembre cortamos la alambrada y pasamos. Amaneció un sol brillante, pero que no calentaba demasiado. No había espejismos, pudimos ver riadas de tanques y otro tipo de vehículos en dirección a Tobruk.
Antes que nosotros ya habían pasado muchos por allí. El árido paisaje estaba punteado de tumbas musulmanas, grandes y pequeñas, señalizadas normalmente por un montón de piedras; había cisternas de época romana e incluso viviendas trogloditas excavadas en la roca. Por muchos que hubieran pasado, pocos se quedaron y estaba claro por qué.
Incluso en el mejor de los casos, las autoametralladoras tenían tanta sed como un fusilero australiano en el Sweet Melody, pero nos estábamos abriendo paso con marchas cortas, sorteando tramos de arenas finas, de tal forma que estábamos consumiendo combustible de lo lindo. Como siempre, yo estaba concentrado en conservar en buen estado las orugas, que funcionara el motor y que no me entrara arena en los ojos.
La plana mayor del batallón iba tres horas por detrás de nosotros. Más tarde hablaron del «ambiente de excitación contenida» que reinaba en la columna. No recuerdo sentirme especialmente contento. Les y yo formábamos una unidad y nada más. La plana mayor incluso encontró tiempo para detenerse a lavarse, afeitarse y desayunar.
La RAF estaba haciendo un buen trabajo. Ni rastro de aviones enemigos en todo el día, aunque pasamos por los restos de dos Stukas estrellados e incendiados, y eso nos dio cierto consuelo. Nuestro primer contacto real con el enemigo se produjo a media tarde, con ocasión de una breve refriega con cinco carros de combate italianos. En la plana mayor reinaba un humor excelente. Bromeaban sobre la «cerveza de Trípoli». Resultó que tuvieron la suerte de sobrevivir para tomársela en El Cairo. No recuerdo el mismo ambiente donde estábamos agrupados nosotros. Pasamos la noche en una serie de pequeños cerros rodeados de grandes hondonadas, durmiendo en un terreno pedregoso, en un paisaje cuajado de tumbas.
Nos levantamos temprano para que nadie nos sorprendiera durmiendo. La mañana era fresca y diáfana, y empezó con el tipo de acción al que estábamos acostumbrados, un toma y daca con otro grupo de carros de combate italianos. Les perseguimos en dirección norte, hacia el pozo de Bir Gubi, en compañía de los nuevos carros de combate Crusader de la 22.ª Brigada Acorazada. Gubi estaba rodeado de camiones enemigos, un objetivo tentador; pero lo que sucedió a continuación fue horrible y emocionante por igual.
Teníamos asientos de tribuna para lo que dicen que fue lo más parecido a una carga de caballería ejecutada por carros de combate que hubiera podido verse en toda la guerra, pero aquellos camiones enemigos no eran lo que parecían. Ocultaban cañones anticarro. Al momento no hubo más que polvo y humo. Nuestros carros de combate se lanzaron por en medio de las posiciones enemigas y pasaron por encima de sus trincheras, pero fueron blanco fácil de los cañones y, en consecuencia, fueron diezmados.
Nos llegó por radio la orden de hacer prisioneros. Decían que Gubi había sido capturado, pero cuando se disipó un poco el humo, vimos que todavía seguía el combate con fuego de artillería y anticarro, de tal forma que el capitán Franklyn anuló la orden por suerte para nosotros. A media tarde, la Vigesimosegunda Acorazada había dejado fuera de combate sesenta carros de combate italianos, pero había perdido veinticinco nuevos Crusaders. Un contratiempo, ya que habían ido a enfrentarse con los Panzers.
Al caer la noche fuimos a ver si podía recuperarse alguno de nuestros carros de combate estropeados. Algunos humeaban todavía, y había muertos y heridos de ambos bandos esparcidos por todo el campo de batalla. Por lo menos dos de nuestros carros de combate solo habían sufrido desperfectos en las orugas. Desde Gubi llegaba un estrépito de motores y gritos, y al oír que se aproximaba gente, conseguimos capturar a un prisionero.
Al día siguiente, 20 de noviembre, enterramos a mi amigo Bill Manley. Al querido Bill. Debió de quedarse seco de un solo tiro porque, cuando me acerqué a él, ya estaba muerto y no recuerdo haber visto muchas lesiones en su cuerpo. Tuvimos que hacernos cargo del cadáver. Lo enterramos al alba. Sin ceremonias, ni ritos. Me arrodillé y aparté la arena todo lo que pude para evitar que volviera a introducirse en el hoyo. Le quitamos la mitad de la placa de identidad del cuello y lo dejamos en aquella fosa poco profunda del desierto. Procuré no mirarle a la cara mientras lo cubría de arena. Bill era de esas personas siempre dispuestas a hablar de su casa, su familia —lo importante—, cosa que generalmente no solía hacerse. Ninguno de nosotros quería intimar demasiado y en momentos como aquel, de rodillas sobre la tierra, echando arena sobre un rostro humano, quedaba claro por qué. Pusimos encima todas las piedras que fuimos capaces de encontrar para evitar que se acercaran los perros salvajes y permanecimos de pie sin pronunciar una oración. Quité el cerrojo de su fusil, le puse la bayoneta y lo clavé en la arena a sus pies. Di media vuelta y lo dejé solo en el desierto.
Mucho después del fin de la guerra fueron a limpiar el escenario de aquellas batallas. Trasladaron al cementerio militar los cuerpos enterrados, pero hubo muchos a quienes no pudieron encontrar, cuyos nombres figuran en el monumento conmemorativo de El Alamein. El nombre de Bill figura allí, de modo que todavía yace donde lo dejé, en algún lugar del mar de dunas al sur de Sidi Rezegh.
Nos ordenaron seguir avanzando para ver si Gubi seguía ocupado. Lo averiguamos en cuanto abrieron fuego los cañones anticarro y la artillería pesada. Poco después llegó la Brigada Sudafricana y tratamos de avisarles, pero su compañía de vanguardia fue derecha a la zona de peligro y los machacaron de mala manera, pobre gente. Sin duda, algunos de ellos eran los chicos cuyas animosas voces nos levantaban la moral en el Mauretania cuando subimos bordeando la costa de África.
Menos mal que uno de nuestros oficiales consiguió llegar al cuerpo principal de sus camiones de transporte de tropas antes de que se pusieran a tiro y no tuvieran escapatoria. Desde el cielo cayeron en picado veintisiete bombarderos de ataque Stuka, escoltados por cazas. Normalmente iban pilotados por aviadores de primera, pero esa vez lanzaron las bombas en una zona vacía del desierto. Solo uno consiguió efectuar el picado habitual, aunque lo malogró al no soltar la bomba a tiempo y se estrelló. Corrieron rumores de que los pilotos debían de haber sido italianos, pero a mí me costaba creer que los alemanes hubieran permitido pilotar sus aviones a pilotos italianos. Quizá fueran novatos.
Nos estábamos acercando a nuestro objetivo. Unos treinta kilómetros al norte estaba la cresta, dominando la pista de Trigh Capuzzo. En aquella cresta estaba el mausoleo de Sidi Rezegh, un edificio blanco y con cúpula; también había un gran aeródromo. La Séptima Brigada Acorazada ya había hecho de las suyas por ahí y habían destruido Messerschmitts y Stukas, aplastando fuselajes con los carros de combate. Se pagó un elevado precio en accidentes. Mis amigos de la compañía A del comandante Sinclair habían sufrido, perdiendo dos autoametralladoras por disparos de cañones anticarro. Repasando aquellos acontecimientos, me encuentro con que posteriormente se describieron como «una de las mayores hazañas de la guerra del desierto».
Tomar la cresta permitió a nuestras fuerzas dominar la denominada carretera del Eje en dirección a Tobruk, pero el asalto se estaba llevando a cabo con lentitud, de manera que la guarnición sitiada no pudo romper el cerco y unirse a nosotros.
He leído las historias militares, por lo tanto, ahora sé qué falló. Los alemanes no compartían nuestro afán por una batalla convencional de carros de combate. Elegían el momento y aprovechaban su superioridad armamentística para atacarnos en combates separados, inconexos, que nos costaban caros. Se les daba bien. El 21 de noviembre por la mañana subía con mi autoametralladora por un nullah y, al crestear, vi un carro de combate alemán a menos de mil metros. Giró el cañón y al momento estaba disparándonos. Apenas me dio tiempo de dar media vuelta y volver a bajar por donde había venido.
La compañía A del comandante Sinclair tomó contacto con los alemanes a primeras horas de la tarde, cuando les atacaron setenta y cinco Panzers en una barahúnda de arena, bombazos y ve hículos incendiados. Nuestros hombres se hallaban en franca inferioridad numérica y sus cañones anticarro habían quedado inutilizables. Los supervivientes fueron a protegerse a los wadis y enseguida, mientras caía la tarde, se vieron atrapados entre los carros de combate por el sur y la infantería por el norte. Pronto estuvieron en el bote.
Les y yo habíamos estado toda la noche danzando por ahí en la autoametralladora con el resto de la columna de Hugo Garmoyle. Por la mañana, mientras estábamos a cubierto en el valle al sur del aeródromo, oímos unos mensajes desesperados de la plana mayor del batallón, que habían quedado atrapados. No eran más que tres camionetas con antenas, completamente a la vista, con el personal agazapado detrás de las camionetas por seguridad. Los oímos por la radio.
Enviaron cinco carros de combate Crusaders al rescate, pero fueron inmediatamente pasto de las llamas. Con dos camionetas ardiendo, la plana mayor comunicó por radio que iban a cavar trincheras. Entre los pocos cañones que quedaban en funcionamiento había un Bofors antiaéreo, pero sus proyectiles rebotaban en los carros de combate alemanes. Los sirvientes de un cañón anticarro montado en un camión fueron alcanzados. Uno de nuestros oficiales, el teniente Ward Gunn, corrió más de cien metros bajo un fuego graneado para hacerse cargo de él. Acertó a dos carros de combate enemigos antes de que lo alcanzaran a él: le concedieron la Cruz Victoria a título póstumo. Algunos de la plana mayor lograron ponerse a salvo cuando la infantería alemana se echó sobre ellos.
Justo cuando el comandante Sinclair y sus hombres fueron hechos prisioneros, cayó una rociada de proyectiles de artillería en medio del grupo de prisioneros, cuya polvareda y confusión él aprovechó para escapar. Encontró un parapeto y se escondió debajo de una estera hasta que se hizo de noche, mientras los alemanes saqueaban un camión a menos de diez metros. Pasó frío toda la noche al sereno antes de poder volver. Al final, se perdieron dos oficiales y cuarenta hombres de la compañía A. Solo se salvaron veinte. La compañía como tal había dejado de existir.
La Operación Crusader fue un desaguisado. Nos estábamos quedando sin carros de combate y munición. El enemigo había vuelto a capturar el aeródromo de Sidi Rezegh, hecho de nefastas consecuencias para los hombres inmediatamente a mi alrededor. Hasta entonces habíamos contemplado todo a distancia, viendo caer los proyectiles en el aeródromo donde había quedado atrapada la compañía A, pero ya nos encontrábamos en el centro de la batalla.
La Cuarta Brigada Acorazada emprendió la retirada a través de nuestra posición y también se vieron obligadas a retroceder lentamente las autoametralladoras que estaban en el aeródromo.
En ese momento apareció sobre la crestería un puñado de carros de combate alemanes a unos setecientos metros al sur del aeródromo. Los Panzers pasaron a menos de treinta metros de uno de nuestros pelotones, pero a esa distancia ninguna de nuestras armas, las Bren y los inútiles fusiles anticarro Boys, les causaban la menor impresión. La batalla entre nuestros cañones de campaña de veinticinco libras y sus carros de combate sólidamente acorazados era desigual, pero Garmoyle resistió, yendo de un cañón a otro, animando a los tiradores y dando órdenes. Yo no lo vi, pero contaban que estaba caminando tranquilamente cuando cayó una bomba a su lado y un fusilero le dijo a otro: «Mira, le ha caído una bomba al lado al comandante». «¿Y qué ha hecho?», preguntó el otro. «Dar un paso más largo.»
Los tiradores y los ánimos de Garmoyle contuvieron el avance alemán hasta el anochecer, pero muchos de nuestros vehículos fuero capturados antes de que pudieran ponerse a salvo.
Aquella última noche de libertad fue relativamente tranquila considerando el caos reinante. Nos retiramos bastante lejos de la crestería. Entonces se juntaron con nosotros otras unidades. Durante toda la noche llegaron grupos pequeños de carros de combate de la Vigesimosegunda Brigada Acorazada. Me cambié las botas de desierto por otras más sólidas y me puse el chaleco de piel. Algo malo iba a suceder.
Al amanecer del 22 de noviembre habíamos vuelto a las andadas. Cincuenta de nuestros carros supervivientes sufrieron un ataque de los Panzers enemigos. A continuación, se abrió un falso portillo de esperanza cuando llegaron a todo correr los carros de combate ligeros de la Cuarta Brigada Acorazada, después de haberse abierto camino al noroeste. El general de brigada Jock Campbell los dirigió a la batalla en una camioneta, ondeando su pañuelo azul como bandera. Se lanzaron directamente al combate, pero el ataque fue más valeroso que efectivo. Llegaron en pequeños grupos y en pequeños grupos fueron destruidos.
Entonces nos hallábamos en una posición precaria en un ángulo del aeródromo de Sidi Rezegh. En la radio había comentarios contradictorios porque utilizábamos topónimos distintos a los asignados al Undécimo de Húsares. Era un inconveniente. Se nos ordenó seguir una derrota de 22º como línea más conveniente de ataque a través de una zona sin accidentes geográficos. Nos dijeron que estuviéramos atentos a los carros de combate enemigos, que merodeaban por allí en busca de presas.
Con dos banderas azules portadas con los brazos extendidos, el jefe del pelotón nos ordenó avanzar a la par. Me ajusté el chaleco de piel mientras rugían los motores de la autoametralladora. Hacía calor y, como yo sudaba, tenía un pañuelo blanco atado al volante para secarme la cara. Metí la marcha y echamos a andar, deslizándonos sobre las orugas mientras ganábamos velocidad hasta que nos pusimos un poco por delante de los otros cuatro. No teníamos ni idea de dónde nos habían ordenado ir.
De pronto, un declive del terreno me obligó a torcer al este a lo largo del borde de la escarpadura. En ese momento empezaron a dispararnos con ametralladoras y el blindaje se puso a resonar como si se tratara de martillazos en un yunque. Se nos iba a caer el pelo de todas todas.
Les no dijo nada. «Fuego, por amor de Dios», grité al tirador detrás de mí. Oí el tableteo metálico de la Bren disparando por encima de mí. El estruendo era ensordecedor. Pude notar el calor del fogonazo de la Bren. Los casquillos usados me caían en el cuello y en la zona de los pies del conductor.
Se hizo una pausa atrás y se oyó el ruido metálico del tirador cambiando los cargadores. Seguíamos sufriendo impactos que hacían vibrar la autoametralladora como si estuvieran taladrando el blindaje con una perforadora.
Les estaba a mi lado, concentrado en abrir fuego con el fusil anticarro Boys. Tenía mi asiento abatido en posición de acción y, en lugar de ver por encima del blindaje, miraba a través del cristal de la diminuta ranura parabrisas. Iba echado a la derecha, alejado de Les, mirando por la ranura en ángulo, por si entraba algún proyectil.
El retroceso le echaba hacia atrás con cada disparo, cuyo estrépito quedaba ahogado por el fuego de ametralladora que recibíamos. Otra pausa y pude oír el frenético sonido del tirador cambiando otra vez los cargadores. Los proyectiles zumbaban por el blindaje. Yo estaba intentando controlar la autoametralladora y otra vez empezaron a caerme casquillos encima; entonces, todo se detuvo súbitamente. Fuera seguía el estruendo, pero la Bren estaba muda. Sentía un pitido en los oídos, pero el silencio de nuestro tirador era espantoso. En ese momento caí en la cuenta de que le habían alcanzado. Entonces abrieron fuego contra nosotros por ambos lados.
Atravesamos un estrecho embudo de tiradores alemanes. Por la izquierda, ocultos tras un reborde de la escarpadura. Por la derecha, a nuestra altura. Les, que había estado disparando y cargando sin cesar, quería apuntar a la posición de una ametralladora.
—¡Alto! —gritó.
—¡Ni lo sueñes! Seríamos un blanco fácil.
Ya estaban disparando a las orugas y los enganches de las ruedas. Si los rompían, podían cogernos a placer.
Nos dirigíamos a uno de los nidos de ametralladora en medio de un vendaval de fuego cruzado. Con el tirador fuera de combate y Les peleando con su fusil anticarro, las únicas armas verdaderamente útiles que tenía a mano eran unas cuantas granadas de mano junto al asiento y el propio vehículo, que también podía hacer algún daño.
—¡Les voy a dar lo suyo! —le grité a Les, con más presunción que esperanza, mientras nos lanzábamos contra el nido de ametralladoras. La autoametralladora volvió a cabecear sobre las orugas según pasamos por encima del nido entre el sonido del metal aplastado y retorcido. Estaba seguro de que los tiradores habían muerto en el acto, pero nosotros estábamos rodeados. O sea, que estábamos en las mismas.
Cogí una granada, arranqué el seguro con los dientes y la lancé sacando el brazo por encima del blindaje. Imposible saber si tuvo efecto. No podía ver nada. El aire estaba lleno de metales volando. Lancé otras dos granadas, con la vana esperanza de que tras cada explosión se hiciera el silencio. No fue así.
No tuve la sensación de que me hiriera una bala. Más bien un golpetazo tremendo en la parte superior del cuerpo cuando me asomé para lanzar la última granada. Me habían dado.
Apenas me di cuenta de la granada destructora que se coló dentro de la autoametralladora.
Me desplomé, incrédulo, en el asiento del conductor. Entonces hubo una explosión atronadora. Como si te martillearan los oídos con dos clavos de acero. Allí, inmóvil, parecía como si la cabeza se estuviera expandiendo y contrayendo por la fuerza de la onda expansiva.
Si la granada hubiera caído en mi lado del vehículo, me habría liquidado, pero me salvó la caja de cambios entre Les y yo, al desviar hacia arriba el metal ardiendo. Debí de quedar inconsciente por la explosión y el vehículo cayó diez metros por el borde de la escarpadura.
Cuando recobré el sentido, el interior de la autoametralladora estaba rojo y yo, ensangrentado, caliente y pegajoso. Tenía la mitad del pobre Les encima de mí; sangre y sabe Dios qué más.
No acabó ahí. La silueta de un soldado alemán se recortó a contraluz por encima de mí. Si había decidido no dispararme, no puedo saberlo. Estaba tirando de mí fuera de la ametralladora. Estaba enfadado y no esperaba un trato especial allí, y menos después de lo que había hecho. Había aplastado a sus camaradas. En ese momento me dio igual lo que pudiera pasarme. Además, estaba mi querido Les. Apenas si se reconocía una forma humana. La granada le había explotado en el regazo.
El soldado no disparó. Le vi mover los labios. Rebuscó por la autoametralladora en busca de munición. Entre el agudo pitido de los oídos todavía pude oír a lo lejos el tableteo de las ametralladoras. Las demás autoametralladoras estaban en apuros. Entonces vi a nuestro tirador, tirado en el suelo. No se movía y tenía el brazo destrozado. Se presentó otro joven alemán. Miró los relucientes impactos en los costados de la autoametralladora alcanzados por centenares de proyectiles. Los recorrió con la yema de los dedos, sonriendo como si estuviera satisfecho de su propia precisión.
Al bajar la vista a mi chaleco de piel con restos de Les encima, comprendí al punto por qué no me habían matado en los primeros segundos que siguieron a la captura. Les debió de parecer que yo también había sido víctima de la explosión. Me habían dado por muerto.
Mi primera reacción al ver que Les había saltado hecho pedazos fue: «Gracias a Dios que no he sido yo». Después, mucho después, la gente me decía que todo el mundo quiere sobrevivir y que era una respuesta normal, pero yo no lo sé. Sigo sin saberlo. Ya he dicho antes que en la guerra uno se está poniendo excusas permanentemente.
Les era un tipo de mirada risueña. Yo había estado con él desde que salimos de Liverpool; había bailado con su hermana Marjorie, me había sentado a la mesa de la cocina con sus viejos y había compartido con ellos las bromas y la comida. No me parecía bien. Ahora me sigue perturbando igual que hace setenta años. Pero cada uno hace lo que tiene que hacer, seguir adelante. La mente es poderosa. Puede hacerte atravesar las paredes.
Llegaríamos a referirnos a Sidi Rezegh como la batalla olvidada; ser una nota a pie de página dentro de una batalla olvidada ya es algo.