Capítulo 5

Después de la paliza que los italianos habían recibido durante la batalla, solo habíamos capturado unas pocas armas y vehículos intactos. Me ordenaron hacer una lista de todo el material italiano útil que pudiéramos salvar. En aquella columna desesperada había coches particulares. Sus bruñidos parachoques tenían una gruesa capa de polvo. También había autocares en los que habían llevado prostitutas de los burdeles italianos de Bengasi. Las mujeres fueron devueltas junto con los civiles por el mismo camino que habían venido, con el consiguiente disgusto de algunos muchachos.

Posteriormente, Bergonzoli dijo que, en parte, había perdido por culpa de los civiles, más de mil. Absurdo. Menos mal que reconoció que la que calificó como «excelente puntería de la Brigada de Fusileros» también había tenido algo que ver.

Es sorprendente lo que te encuentras después de una derrota. Yo topé con una espléndida colección de gorros con escarapelas y sus correspondientes plumas. Los generales ya no iban a necesitarlos más. Me quedé con uno. Y un magnífico juego de instrumentos de cirujano en un gastado estuche de piel con pegotes de sangre en los bisturíes. Pero yo estaba interesado en el agua. Las raciones no habían mejorado mucho y yo tenía una sed tremenda.

Enseguida la vista se me fue a un grupo de camiones bastante intactos. Llevaban cientos de cajas de madera de sesenta por ochenta centímetros. Se me pasó por la cabeza que pudieran contener comida o bebida. Había otro tipo conmigo. Subimos al primer camión.

—Vamos, mira bien —dije—. Mete la bayoneta.

Hizo un agujero en la madera contrachapada. Me llevé una desilusión. Ni botellas, ni latas, nada más que papel impreso. Quitó la tapa. La caja estaba llena de miles y miles de billetes italianos crujientes y recién impresos.

La segunda caja era igual, y la otra, y la otra y la de más allá también. Los camiones pertenecían a la unidad de pagos del Ejército italiano y llevaban dinero como para pagar a todo un ejército, aunque para nosotros aquellos millones de liras no significaban nada. Más tarde me enteré de que se podían cambiar en El Cairo a razón de 600 liras por una libra esterlina, pero entonces habría dado de buena gana todo aquel montón de papel por unas cuantas botellas de agua limpia y algo de comida decente.

Di parte y ahí acabó todo. Echamos un par de cajas en la camioneta y nos olvidamos de ellas. Algunos muchachos utilizaron los billetes italianos para encender los cigarrillos, incluso los llevaban a puñados para limpiarse el trasero en el desierto, como la cosa más divertida del mundo. En ese caso hubiera sido más difícil cambiarlos en El Cairo. Nos impresionó más el arroz y la salsa de tomate que encontramos después. Al menos era algo para comer.

Esperamos varios días el relevo de otra columna procedente del norte. Finalmente recibimos la orden de dirigirnos a Bengasi y procurar contactar con ella durante el trayecto. Las cajas de billetes seguían en la camioneta cuando nos pusimos en marcha.

Fue un viaje de unos ciento veinte kilómetros, con retazos de mar de cuando en cuando para que recordáramos que no todo en el mundo era arena. Hicimos un alto en un embotellamiento de tráfico a las afueras de Bengasi. Entonces, por encima del ruido de los tubos de escape y los claxon, sonó un disparo seguido rápidamente de otro y el inconfundible zumbido de una bala haciendo blanco en algo duro. Había un francotirador suelto. Di media vuelta a la camioneta y me retiré rápidamente carretera abajo. No me detuve hasta que las calles estuvieron más tranquilas; paré frente a un bar de aspecto elegante.

Entonces no era aficionado al sorbete ni me impresionaba lo más mínimo el alcohol, pero con la garganta reseca como el cartón, la cosa estaba clara. Entramos los cinco llevando una caja de liras.

Era el sitio más bonito que había visto desde que habíamos dejado El Cairo, un salón fresco y airoso de unos treinta metros de largo por nueve de ancho. Paredes y techo estaban cubiertos de espejos finamente labrados. Abajo, a un lado, un gran mostrador de mármol. Estaba atestado.

Una de las pocas mujeres que había reprimió una exclamación y el resto de la clientela se quedó sin aliento. Todo el mundo estaba mirándonos con cara de terror. Una mirada a la pared de espejos bastó para saber por qué. Éramos unos forajidos del desierto, sucios y sombríos por efecto de la guerra, y parecíamos dispuestos a liarnos a tiros en cualquier momento.

No esperamos. Dos de los muchachos fueron derechos a ver las cocinas y habitaciones traseras por si había algo sospechoso. Alguien había estado sacándonos fotografías un rato antes y lo último que necesitábamos eran más sorpresas. Cuando quedamos satisfechos, nos dirigimos a una mesa y sus ocupantes enseguida nos hicieron sitio. Nos sentamos en las butacas de metal bruñido, sin perder de vista la puerta.

Se acercó cautelosamente un tipo pequeño y dijo algo en italiano que no entendí. Tendría unos cuarenta años, llevaba bigotito negro recortado y una chaqueta negra. Nos figuramos que sería el dueño.

—Una ronda para todos —dije señalando un vaso y abarcando todo el salón con un gesto de la mano. Captó el mensaje, chasqueó los dedos y dijo unas pocas palabras en italiano. Empezaron a aparecer las bebidas, entre ellas las cervezas de los muchachos, y el ambiente quedó un poco más distendido. Los clientes nunca iban a relajarse del todo con una banda de soldados enemigos recién venidos del campo de batalla, haciendo risas en medio del local.

El bar estaba lleno principalmente de civiles italianos, y tenían razones para mostrarse desconfiados. Habían estado en la evacuación de Bengasi. Muchos de ellos habían presenciado la batalla antes de que los enviáramos de vuelta allí.

—¿Sabéis? —dije a los muchachos, echándome hacia atrás en la butaca—, probablemente podríamos comprar este local ahora mismo, ¿qué os parece?

La sonrisa les iluminó la cara. Estábamos recobrando el sentido del humor al cabo de unos meses bastante lúgubres. Pusimos la caja en el mostrador de mármol y pedimos al propietario que viniera.

—¿Cuánto cuesta todo este local? —pregunté con una sonrisa, haciendo un gesto en círculo. Me devolvió una mirada inexpresiva. Lo volví a intentar un poco más despacio, exagerando los gestos de la mano.

—Queremos comprar el bar: todo, mesas, sillas, el local. Tenemos liras, ¿cuánto cuesta? —Seguía sin entender.

Saqué la bayoneta y eso le hizo dar un respingo. Abrí la tapa de la caja y señalé el contenido con la punta.

—Mire, dinero, del de ustedes. Liras, liras, montones de liras.

Puso unos ojos como platos, sí que le interesaba. Para nosotros eran simples papelitos, pero el hombre del bigotito recortado empezó a vislumbrar posibilidades.

Permanecimos allí media hora, lo suficiente para que corriera la voz. No teníamos ni idea de si la zona era segura, así que llegó la hora de pedir disculpas y marcharnos. El dueño abandonó precipitadamente el local con su familia antes que nosotros, llevándose la caja con las liras. Estoy seguro de que era un precio más que justo y todavía hoy me gusta decir que conservo propiedades en Libia.

Regresamos al ordenado caos del batallón. Los muchachos querían que hubiéramos seguido hasta Trípoli aprovechando las circunstancias, pero los peces gordos tenían otras ideas. Estaban empezando a planear nuestra retirada. Tenían razón porque la mayoría de nuestros vehículos hacía tiempo que necesitaban reparaciones a fondo. El grueso de la Séptima División Acorazada estaba mecánicamente descacharrado.

Estábamos aún en la nube de nuestra aplastante victoria cuando apareció una amenaza en el cielo. A las seis y media de la mañana del 12 de febrero la patrulla localizó un bombardero volando a unos veinte metros del suelo. Lanzó varias bombas pesadas y desapareció en la bruma del horizonte. No era un trimotor Savoia cualquiera. Era un Junkers Ju 88 con cruces negras en las alas. La Luftwaffe había llegado. Aquel mismo día, Rommel voló a Trípoli para hacerse cargo de la guerra del desierto y los alemanes empezaron a constituir una nueva fuerza de combate, el Afrika Korps. No volveríamos a tenerlo tan fácil.

A primera hora de la mañana del 21 de febrero, con menos de veinticuatro horas de preaviso, partimos hacia El Cairo, vía Tobruk. Yo estaba con Charles Calistan. Me parecía una eternidad desde que habíamos explorado El Cairo juntos. Desde entonces, todos habíamos estado en el campo de batalla. Avanzábamos despacio. Teníamos que marchar en formación a veinticinco kilómetros por hora dejando noventa metros entre un vehículo y otro, aunque el camino era bueno y no había más de diez o doce kilómetros por los peores tramos del desierto. Tom «Dicky» Bird era el guía del batallón. Teníamos raciones de agua y comida para dos días, pero era un recorrido largo y seco. No se podían dejar atrás vehículos averiados. No se podía prescindir de nada. Si era posible, teníamos que llevárnoslo todo.

Al segundo día hubo una explosión tremenda. Una de las autoametralladoras había topado con algo. Al aproximarnos daba la impresión de que un tipo ya estaba muerto. Vimos a otros retorciéndose en el suelo y gritando a pleno pulmón. Era George Sherlock, un soldado más mayor, otro de los aficionados al boxeo del batallón. La reacción natural era correr en su ayuda, pero hubiera podido ser mortal de haber dado con un campo de minas. Juntarnos en un sitio también ofrecía un buen blanco en caso de ataque, de manera que había que averiguar qué había podido ocurrir antes de cometer una estupidez. Nos acercamos con cautela, dándole ánimos a gritos, pero él nos llamaba cada vez más fuera de sí. Podía haber sido una mina o una trampa explosiva, pero resultó ser una bomba termo lanzada hacía quince días. George tenía una buena hemorragia, pero le quedaban energías suficientes para gritar, y eso era buena señal. Tenía la pierna malherida y el brazo no tenía mucho mejor aspecto. No iba a poder dar puñetazos durante una temporada, y cuando me acerqué, se puso más nervioso todavía.

—¡No! ¡No! Que no se me acerque Avey —gritó, dejándome clavado donde estaba. Me quedé atónito. Necesitaba ayuda rápidamente.

—Que no se me acerque, que me pegará un tiro, ¡sé que me pegará un tiro!

Entonces me di cuenta de que se había enterado de lo del jefe del carro de combate italiano.

Era presa del pánico y estaba perdiendo mucha sangre, pero a mí me echó para atrás que me tuviera miedo. No quise empeorar las cosas y dejé que otros se hicieran cargo de él.

Aquellas palabras se me quedaron grabadas. Lo llevamos al hospital de Tobruk donde habíamos dejado los camiones capturados a los italianos. Cambiamos nuestros vehículos por diez camiones para cubrir el tramo final de la vuelta a El Cairo. Esa tarde Tobruk sufrió un fuerte bombardeo. Los alemanes estaban haciendo sentir su presencia. Tuvieron la amabilidad de incluirnos en su ruta y soltaron algunas bombas en nuestro camino de regreso.

Como hombre a quien le gustaba la velocidad, me encantó que los camiones pudieran ir a más de treinta kilómetros por hora, aunque yo estaba empezando a sentirme fatal. Tras meses de tensiones, esfuerzos y combates tenía las defensas bajas. Estaba empezando a sentirme francamente mal.

El 28 de febrero por la tarde estábamos de vuelta sanos y salvos en Mena, a las afueras de El Cairo, donde nuestra avanzadilla llevaba muy adelantada la construcción del campamento. Las tiendas y cabañas de madera eran todo un lujo, pero yo ya estaba en el hospital con una misteriosa enfermedad. Comenzamos a recuperarnos, pero el desierto no quería despedirse de nosotros. Mientras yo estaba echado y aturdido, los demás estrenaban uniforme bajo una violenta tormenta de arena.

La aviación alemana estaba sembrando minas en las inmediaciones del canal de Suez. El Segundo Batallón tuvo que batir las orillas y localizar dónde habían caído las minas. Por la noche decidieron tender una red por encima del agua para poder ver por la mañana los agujeros atravesados por las minas. Aparecieron dos aviones para lanzar cartuchos vacíos y hacer una demostración práctica a la luz del día. Solo esperaban uno. Costó un rato darse cuenta de que el segundo avión era alemán y las minas, de verdad.

Yo no vi nada de todo aquello. El lujoso campamento resultó ser una espada de doble filo. Nosotros no lo sabíamos, pero las paredes de adobe, levantadas para proteger las tiendas de las explosiones de las bombas, eran un criadero perfecto de mosquitos. Salían a picarnos de noche. Yo tenía poca resistencia. Contraje unas fiebres: altas temperaturas, dolores de cabeza y en las articulaciones, ojos irritados, de todo. Según me dijo el médico, se me habían inflamado el hígado y el bazo. Pasaría algún tiempo antes de que estuviera recuperado. Aquel verano había habido una epidemia y no terminó hasta que no fumigaron con DDT.

Estuve enfermo mucho tiempo. El batallón permaneció en las inmediaciones de El Cairo hasta finales de abril, pero la guerra del desierto empezó a adquirir un cariz diferente. Australianos y neozelandeses fueron trasladados a luchar a Grecia, de tal forma que las restantes fuerzas con su baqueteado equipamiento tuvieron que retirarse. El Afrika Korps de Rommel no tardó en ocupar todo el desierto y nosotros nos quedamos igual que al principio. Rommel puso sitio a Tobruk en abril. Después cruzó la frontera egipcia por el paso de Halfaya y el Segundo Batallón volvió a ser enviado al desierto para hacer frente a los Panzers.

El comienzo no fue bueno. Rommel los hizo retroceder hasta Buq Buq. Allí fue donde me reuní con ellos y me enteré de que Montagu Douglas Scott, un oficial a quien yo respetaba, había muerto en Halfaya, el mismo sitio adonde le había llevado meses atrás. El hamsin había vuelto a amainar dejándolo demasiado cerca del enemigo y esa vez no había podido salvarse. Fue el primer oficial de mi batallón que murió en el desierto.

Buq Buq estaba a orillas del mar y, cuando a cuatro o cinco de nosotros nos dieron permiso para bañarnos, no nos lo pensamos dos veces. Era una playa bonita de arenas blancas y finas a lo largo de toda la bahía. Un mar de un azul intenso y unas olas prodigiosas que rompían entre espumas con una fuerza descomunal.

Estábamos secándonos y haraganeando un poco cuando oímos que alguien pedía socorro. Nos costó averiguar de dónde provenían los gritos hasta que vimos a un hombre, evidentemente en apuros y braceando impotente como unos cien metros mar adentro. Sería por la resaca.

Había empezado a vestirme tras mi gratificante y salado baño. Volví a desvestirme y eché a correr por la playa para verlo mejor. El brillo del agua y el cielo me hicieron guiñar los ojos. El estruendo de las olas al romper se superponía a cualquier otro sonido.

El hombre no estaba solo. Un bulto más distante aparecía y desaparecía al compás de las olas unos treinta metros por detrás de él, al parecer hundiéndose. Me metí en el agua a la carrera, saltando por encima de las olas ya rotas que iban a morir a la orilla, después forzando las piernas para avanzar. Cuando ya no pude hacer pie, empecé a nadar contra las olas.

Le alcancé y me las arreglé para tirar de él. Cuando volví a hacer pie, llegaron los otros y me ayudaron a sacarlo a la orilla.

No estaba seguro de que estuviera vivo, no era más que un cuerpo echado en la playa. Yo quise que me tragara la tierra, pero enseguida me di cuenta de que nadie sabía qué hacer. Pero resulta que en el largo viaje desde Liverpool, por llenar el tiempo, yo había asistido a clase de primeros auxilios. Reaccioné y empecé a hacerle la respiración artificial, con los pulmones fatigados por el esfuerzo. Enseguida empezó a brotarle líquido por la boca.

Busqué con la mirada al segundo hombre que estaba en el mar, pero se había ido. El hombre al que yo había salvado era un oficial de artillería. Ya estaba consciente y respirando. Fue Eddie Richardson quien dio parte. Creo que quería que el viejo supiera lo que había hecho yo. Eddie era así.

El suboficial me encontró cuando un hamsin se abatía sobre el batallón. La alta muralla de arena ardiente golpeó la unidad, penetrando por todas partes. Apenas podías ver tu propia mano y muchos de nosotros nos echamos las mantas por la cabeza para protegernos. En mi caso, además, llevaba una venda que me tapaba nariz y boca para filtrar el aire tórrido. Estaba tan bien resguardado que tuvieron que decirle dónde estaba cuando llegó, con la cara también tapada por un pañuelo. Puestas así las cosas, nuestra conversación sonaría un tanto apagada:

—Por lo que veo, no ha perdido usted el tiempo en la playa, Avey. ¿Es cierto?

—Sí —dije retirándome la venda de la boca para hablar.

—Salvar a un oficial, nada menos.

—Así es.

—Por supuesto, se hace usted cargo —siguió casi a voz en grito— de que no puedo darle nada por lo que ha hecho.

—Sí.

—Pero voy a hacer una cosa. Necesitamos alguien más para escoltar prisioneros a Sudáfrica, con que ya puede usted liar el petate, se marcha.

—¿Cómo, ahora mismo?

—Sí, ahora mismo. No se meta en líos y podrá durarle hasta el final de la guerra. ¿Está claro?

No puedo recordar lo que le dije, pero se fue enseguida, otra sombra tapada bajo la tormenta de arena. Tenía buenos recuerdos de Sudáfrica, pero el destino fue cruel. Otra vez empecé a encontrarme mal. La cabeza me iba a estallar, empezaban a dolerme los músculos.

Salí para El Cairo en el siguiente convoy de camiones de aprovisionamiento con el hamsin todavía activo, dolor de cabeza y la cara tapada para evitar que me entrara en la nariz y en los ojos arena en suspensión. Conmigo iban otros dos tipos y no tardé en verme tumbado en la caja del camión, zarandeado por el vendaval que rugía fuera y el que rugía dentro de mi cabeza. Empecé a delirar: esa vez fue la malaria.

Gracias a Dios, eso me debilitó. No sé por qué lo hice, pero uno de los muchachos me lo contó después. La guerra ya me había llevado a muchos sitios terribles. No sé cuál fue el que evoqué en el duro lecho de aquel camión, pero en mi delirio sufrí una repentina crisis de pánico. Me contaron que me echaba hacia adelante para quitarle el revólver a uno de los muchachos, convencido de que de ello dependía la supervivencia de todos nosotros. Menos mal que me redujeron.

Me internaron en una tienda hospital. Perdí la cuenta de los días, pero debí de estar allí por lo menos quince, aunque pudieron ser muchos más. El personal de la enfermería era espléndido; el tratamiento con quinina, amargo y horrible. Eso es todo cuanto recuerdo, y los intensos bombardeos, por supuesto. Menudearon durante mi convalecencia y son alarmantes cuando estás bajo una lona.

Mejoré y pronto volví a estar con los chicos. No mucho después de volver a ponerme en pie, estaba sentado en la tienda refectorio cuando un oficial muy atildado me localizó.

—¿Qué demonios está usted haciendo aquí, Avey? Debería estar en Sudáfrica. —Yo me había figurado que el episodio de la malaria había hecho evaporarse aquella pequeña escapatoria. Desapareció antes de que le diera ninguna explicación. Volvió al cabo de un par de horas—. Bueno. Asunto resuelto. Tengo un barco para usted, de modo que recoja sus cosas y vaya al puerto ya mismo. Necesitan dos hombres. Coja alguien que le acompañe, pero dese prisa.

Observé las mesas de madera y me fijé en Bill Chipperfield. Bill había estado en mi camarote en el Otranto. Era honrado a carta cabal y eso me bastaba.

Nos llevaron al puerto en una camioneta. Necesitaba un buen afeitado, tenía el uniforme con manchas de grasa y, cuando vi el barco en el que íbamos a embarcar, me sentí muy mal vestido. Era el famoso Île de France, un gran transatlántico francés requisado por el Almirantazgo británico cuando cayó París. Tenía tres altas chimeneas que se alzaban sobre amplias cubiertas de paseo, aunque la pintura blanca y negra que realzaba su porte había sido sustituida por una mano de gris acorazado.

Era legendaria su decoración interior con cuadros y esculturas art déco, más un café a la parisién, piscinas y gimnasios. Reconvertido en buque de transporte de tropas, aún podían reconocerse sus elegantes trazas y su empaque.

—Le han dado uno de los camarotes individuales —anunció el guía que me abría paso. No era un error, era un apartamento flotante de lujo.

Casi se podía oler el perfume de las elegantes mujeres parisinas o imaginarlas acicalándose para cenar en uno de los lujosos comedores antes de salir, inmaculadamente ataviadas, a dar un paseo por la cubierta.

Pero no, lo que noté más que nunca fue el roce de la arena del desierto en mi uniforme tieso y sucio. Una vez en mi camarote, pasé la mano encallecida por las suaves sábanas de la cama y soñé. En aquel momento las heridas del desierto en los brazos, más que medallas de guerra, me parecieron un engorro para estar en sociedad.

Oí una tos. Levanté la vista y ante mí había no uno, sino dos mayordomos indios.

—¿Está todo a su gusto, señor?

—Eh, de primera —titubeé al responder. Llevaba meses recibiendo órdenes, sin poder decidir ni tener comodidades. Así que poder decidir y tener comodidades fue como una compensación por el tiempo perdido.

—¿Tiene usted todo lo que necesita?

—¿Todo lo que necesito? Sí, todo.

—Perfecto —dijo, sin quedar del todo satisfecho—. ¿A qué temperatura desea el baño, señor?

Noté que mi boca hacía una mueca.

En el barco había centenares de prisioneros italianos. Nuestro cometido era vigilar las pasarelas que iban a su zona e impedir que salieran o, peor aún, se hicieran con el control del barco. Me llamó la atención que me dieran un fusil italiano para las labores de vigilancia, cuando nuestro fusil Lee-Enfield era el mejor. Pero la mayoría de los italianos sentía alivio por librarse de la guerra, de manera que el riesgo no era tan grande.

Después del desierto todo era fácil. En ocasiones comí en la mesa del capitán. Fue la primera vez que vi pan blanco en mucho tiempo. En el desierto no había visto nada de pan.

Al llegar a Durban dejamos que otros desembarcaran y dieran parte de los prisioneros a Clarewood Camp. La primera parte del trabajo estaba hecha.

Esta vez en Sudáfrica reinaba un aire irreal. Pero yo estaba decidido a explorar y me remitieron al Navy League Club, un bonito local de estilo colonial con un bar grande y fresco. Había música y seres humanos como los que yo había conocido, personas cuya preocupación cotidiana no era la de seguir con vida. Mucha gente quería tener noticias del desierto. Éramos famosos a pequeña escala. Llegué a hartarme de aquello, aunque, eso sí, podías tomar té y el pan era decente.

Conocí a una chica encantadora que se llamaba Joyce, directora gerente de la empresa Stinkwood Furniture, dedicada a la fabricación de mesas y sillas de maderas nobles, cuyo nombre obedecía al mal olor que desprendía la madera al trabajarla. No tardé en recibir una invitación para conocer a sus padres, quienes, al cabo de un par de visitas de cortesía, sugirieron que debía quedarme a vivir con ellos en lugar de en el cuartel. No era nada raro, otros muchachos del campamento se habían trasladado a vivir con familias sudafricanas, y la mayoría, Bill entre ellos, estaban contentos. La familia Merrit vivía en un piso confortable de una amplia calle con palmeras que bajaba hacia la Esplanade.

La vida transcurría apaciblemente y la guerra quedaba a miles de kilómetros de distancia. Joyce me gustaba, me imagino que es lo que ahora se llamaría una novia, porque desde luego pasábamos mucho tiempo juntos. Se le daba bien navegar y solía llevarme a bordear la costa; también nadaba bien y no se asustaba cuando sonaba la alarma de los tiburones. Era toda una mujer.

Mi trabajo no me llevaba más de media hora al día. Me entregaban una lista con el número de prisioneros en Clarewood Camp y tenía que llevarla al cuartel general en Durban. Me gustaba la vida con la familia de Joyce. El chófer nos llevaba al «bioscope», donde veíamos películas con una bebida en la mano y sentados en butacas estilo Lloyd-Loom, con un atento servicio de camareras.

Joyce consiguió tomarse unos días libres en el trabajo y sugirió hacer un viaje juntos, ya que sabía que a mí no me gustaba nada que siempre estuvieran haciéndome preguntas sobre la guerra. El batallón me había enviado a descansar, evidentemente, y con gran sorpresa por mi parte, mi petición de permiso fue aprobada, de manera que nos pusimos en camino para viajar a lo largo y ancho de Sudáfrica. Pasamos por el norte hasta Rodesia, como se llamaba entonces. El paisaje era paradisíaco y siempre teníamos criados corriendo detrás de nosotros. Casi no te atrevías a hacer nada por tu cuenta. Corría el verano de 1941, la mitad de la guerra, y yo lo estaba pasando bien en África.

A lo mejor había dado en el clavo. Quizá hubiera podido ser el sitio donde establecerme en el futuro; pero mientras estuve en Durban, algo me roía por dentro. Veía constantemente hombres que embarcaban y se preparaban para ir «al azul». Empezó a remorderme la conciencia. Fue entonces cuando me encontré por la calle con George Sherlock, y creo que aquello fue la gota que colmó el vaso. Cuando me lo encontré, yo estaba con Joyce. Venía gritando y cojeando con dos muletas por la calle antes de que yo lo viera. Fue maravilloso ver a un hombre a quien había dejado retorciéndose de dolor y gritando aterrorizado con tan buen aspecto, pese a haber perdido un pie por una bomba termo. A los dos nos encantó volver a vernos.

Aquello me decidió: tenía que reincorporarme al batallón. Me enteré de que el Mauretania zarpaba para Suez y embarqué con muchos otros muchachos. Mi idea era dar parte de mi situación en cuanto nos hubiéramos hecho a la mar.

A la familia de Joyce solo le dije que iba a estar fuera una temporada. No di más detalles. A decir verdad, ni siquiera le conté a Joyce lo que iba a hacer, que me iba «al azul» y que tal vez no volviera. Durante la guerra no dejabas que nadie se te acercara mucho; quizá yo había traspasado el límite. Estaba a punto de cambiar un mundo por otro. Tenía que ser como pulsar un interruptor. Era la única forma en que yo podía hacerlo. Después le escribí una vez desde Egipto e intenté explicárselo, pero lo hecho, hecho estaba. Joyce visitó Inglaterra cinco años después de la guerra y me escribió para ver cómo estaba. Como estaba era casado. No volví a verla.

Me habían dado un billete para la tranquilidad en Sudáfrica y yo lo había hecho trizas; estaba dirigiéndome otra vez al combate. Sentía que era mi deber, pero había abandonado a Joyce y quién sabe lo que podría haber sido de nosotros si me hubiera quedado. Solemos cometer estupideces de ese calibre.

El barco estaba repleto de animosos sudafricanos y a bordo se cantaba mucho, sobre todo en afrikáans. Nunca llegué a dominarlo, pero todavía recuerdo las melodías que recorrían por las noches la cubierta a oscuras.

Era difícil compartir su estado de ánimo. Sabía lo que les aguardaba, pero no quise aguarles la fiesta. Los sudafricanos iban a pasarlo mal «en el azul» y yo iba a ser testigo. No iba a ser fácil para nadie.

Cuando perdimos de vista la costa, me presenté a un oficial británico que iba a bordo. La respuesta fue previsible y directa. «Pues ha sido una estupidez de tomo y lomo», fue lo único que dijo. Evidentemente, se había quedado atónito. Enseguida me encontraron una litera, pero con el calor que hacía casi siempre dormíamos en cubierta.

Hubo más problemas al volver «al azul». Había desobedecido órdenes volviendo, pero era difícil mantener una acusación por presentarse en vez de irse. Recibí el rapapolvos de rigor, pero necesitaban hombres con urgencia. Los alemanes estaban aporreando la puerta. Nuestras victorias pasadas estaban muertas y enterradas. Pertenecían a una guerra diferente. Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, era el nombre que estaba en boca de todos. Los alemanes se habían plantado en la frontera egipcia y la guarnición de Tobruk estaba sitiada.