Estábamos preparándonos para atacar Tobruk, acosando al enemigo por la noche con las ametralladoras Bren; además se iba a producir un bombardeo naval para castigar las defensas italianas. Todavía quedaba algo de luz cuando estacionamos los vehículos. A un lado de la pista sin asfaltar había un acantilado de unos quince metros de desnivel. Mirando hacia el otro lado podíamos ver el Mediterráneo.
El instinto es una cosa buena en la guerra y suele ser sabio guiarse por él. Tuve un extraño presentimiento y sugerí que moviéramos los vehículos un poco más adelante a lo largo de la carretera. Al poco rato hubo una explosión ensordecedora, cuya onda expansiva sacudió a los vehículos y a quienes estaban en ellos. El sonido retumbó, resonando entre las rocas, y en los oídos nos quedó el agudo pitido que sigue a una explosión. Nuestro lenguaje era irrepetible. La Royal Navy podía asestar un golpe devastador y era mejor no ponerse en medio cuando lo hicieran. Su primer disparo había ido a dar cerca de donde habíamos estado minutos antes.
Normalmente habría dicho para mis adentros: «Lo mismo da librarse por poco que por mucho», pero aquel no había sido más que el primer bombazo, y un bombardeo naval no es algo para presenciar de cerca. Puse inmediatamente en marcha el vehículo y nos fuimos antes de que se asentara la polvareda. Estuvo bien porque otro bombazo amigo dio en la roca que había justo detrás de nosotros. No nos detuvimos.
El ataque comenzó por la mañana temprano con los australianos golpeando las defensas por el sur. Pudimos ver la densa humareda negra procedente de los muelles donde los italianos habían incendiado los depósitos de gasolina. Su crucero, el San Giorgio, estaba en puerto tras haber sufrido graves daños por parte de la RAF. Lo habían varado y también lo habían incendiado.
Uno de nuestros oficiales, Tom Bird, abrió brecha en las defensas italianas con los vehículos de la compañía S, capturando gran cantidad de armamento, dos mil prisioneros y, lo mejor de todo, los víveres de una cocina de oficiales italianos. Detrás de él entraron los carros de combate y surgieron banderas blancas por todas partes. En Tobruk se hicieron más de veinticinco mil prisioneros, pero «Bigotes Eléctricos» no fue uno de ellos. Había vuelto a escapar.
Los italianos habían causado graves daños en el puerto, pero en los depósitos quedaba agua en abundancia para apagar nuestra sed.
Una vez que hubo caído Tobruk, pudimos volver a nuestro nomadeo y entonces tuve ocasión de conocer a uno de nuestros mejores oficiales, el segundo teniente Mike Mosley. Los comienzos no fueron buenos. Conducía yo un camión con él en el asiento del copiloto cuando atravesamos un tramo en el que las ruedas patinaban sobre la arena y giraban sin avanzar. No tardamos en hundirnos hasta los ejes y quedarnos inmovilizados. Él no se puso muy contento que digamos:
—¿Es que no lo ha visto? —preguntó—. ¿Qué clase de conductor es usted, Avey? Debería mirar por dónde va.
Me picó. No aceptaba comentarios así de nadie, fuera o no oficial. Me tenía por buen conductor y el pullazo era peor viniendo de un oficial a quien yo respetaba de verdad. Me mordí el labio, cosa rara en aquellos tiempos. Con Mosley mirando, nos dispusimos a sacar el camión del atolladero tendiendo unas planchas metálicas perforadas para que las ruedas tuvieran dónde agarrarse, y enseguida estuvimos otra vez en la carretera.
Normalmente conducía una autoametralladora Bren. Alguien se había fijado en que era buen mecánico. Las autoametralladoras eran bastante rápidas, casi alcanzaban los 40 kilómetros por hora y, pese a sus ruidosas orugas y su coraza, eran manejables. Se conducían con leves movimientos del volante. Torcer a la izquierda para frenar la oruga izquierda y girar sobre ella, torcer a la derecha para lo contrario.
Poco después estábamos en una ladera polvorienta. Una larga columna de camiones había estacionado a lo largo de la carretera de subida, pegada a la ladera. Al otro lado de la carretera había un precipicio de vértigo.
Mike Mosley me vio en el vehículo. «Lléveme a recorrer la columna y vuelva aquí», dijo al montarse, quedándose de pie en el asiento del jefe. Estaba claro que quería que las tropas le vieran, como si esperara que lo saludaran al pasar. Había llegado mi oportunidad. Pulsé el interruptor para poner la luz de ignición y apreté el botón de arranque. El motor V-8 cobró vida. Metí la marcha y eché a andar. Enseguida me puse a acelerar sin piedad mientras Mosley se agarraba al revestimiento acorazado tratando de no vomitar el desayuno, con la mirada clavada en el vacío. Con poco más de treinta centímetros a cada lado de la carretera, alcancé la velocidad máxima atento a la estrechez de la carretera, y Mosley con el semblante cada vez más descompuesto. El más mínimo volantazo habría bloqueado una de las orugas y habríamos salido volando. Eso era lo que le ponía en tensión. Al llegar al final de la columna di media vuelta y repetí la operación antes de que se hubiera disipado la polvareda de la primera pasada. Al apearse, apenas le salió un «gracias» entrecortado. «Touché», dije para mis adentros. Lo había conseguido. Después de aquello fue muy correcto.
La compañía B estaba al mando del comandante vizconde Hugo Garmoyle y nos enviaron al frente del resto del batallón. Estábamos detrás de los carros de combate, atravesando el desierto camino de Bengasi, el siguiente gran objetivo. El paisaje era cada vez más inhóspito a medida que nos alejábamos del mar. A unos 65 kilómetros tierra adentro la vegetación escaseaba, el paisaje era árido y pedregoso con manchas de fina arena rojiza, algún que otro cerro y hondas depresiones o nullahs excavadas en el paisaje.
Me gustó reunirme con Les por vez primera desde que salíamos «al azul». Como sargento primero, mandaba un vehículo. Cumplía con su obligación y confiaba en mí. Las heridas del desierto, el hambre voraz y el sueño atrasado no habían logrado hacer mella en su buen humor. Seguía siendo muy agudo.
Al atardecer del 23 de enero los acorazados que iban delante de nosotros tuvieron un serio encontronazo con los italianos en la carretera de Mechili. Se enfrentaron con setenta carros de combate, que ofrecieron fuerte resistencia. Los nuestros dejaron fuera de combate a nueve de los suyos, pero pagamos un alto precio. Cuando llegamos, todo había terminado. Los carros de combate italianos estaban destrozados y abandonados como chatarra en el desierto. «Que el cielo proteja a los que estén ahí dentro», pensé para mis adentros mirando un carro de combate M13 italiano calcinado. El blindaje se había derretido. Los de dentro se habían freído literalmente.
Alguien se encaramó a un M13 que, a primera vista, no parecía haber sufrido tan graves daños. «Oh, Dios mío. Mirad esto. En ese hay alguien vivo», dijo. El soldado estaba de pie al lado de la torreta y tenía una mano sobre el rechoncho cañón, mientras miraba por la escotilla, incapaz de salir por sus propios medios.
Me asomé por debajo del cañón y miré dentro. El jefe del carro de combate estaba dentro y seguía sentado. Se le habían salido las tripas y las tenía, negras y escarlata, encima de las piernas. Hizo un leve movimiento. Habría sido absurdo intentar sacarlo. Estaba agonizando y ya no iba a vivir mucho.
Por un momento, volví a Essex cuando tenía diecisiete años. Había ido a cazar faisanes con mi padre y sus amigos. Caminábamos con los perros correteando a nuestro alrededor por el espeso follaje. Me gustaba el calor que hacía y la compañía masculina. Se oyó un aleteo lejano cuando un perro ahuyentó a un faisán macho a unos cien metros. Levanté la escopeta y apunté el cañón con dispositivo de estrangulamiento antidispersión, notando el retroceso en el hombro. Vi caer al pájaro y supe que lo había matado. Lo recogieron los perros y yo volví a grandes zancadas hasta el grupo por entre la hierba crecida, con el pájaro cogido por las plumas de la cola, radiante de orgullo. Pero en cuanto vi la expresión de mi padre supe que algo iba mal.
—Me imagino que crees que ha sido un buen tiro —dijo.
—Sí, claro —contesté.
—Pues no, te lo aseguro. A esa distancia ha sido pura casualidad.
Preferí no protestar.
—Podías haber herido al pájaro a esa distancia y habría estado sufriendo varios días. Y ahora deja la escopeta.
Mi padre siempre me había enseñado a respetar a las personas y a los animales, pero me había humillado delante de todos aquellos hombres. Tenía razón, por supuesto, pero entonces lo odié. Di media vuelta y me marché avergonzado.
No muchos años después, yo estaba en un carro de combate italiano contemplando a un hombre que había sido un enemigo, pero que entonces era un ser humano doliente sin posibilidades de sobrevivir.
Menos mal que no le vi la cara, pero levanté mi arma e hice lo que pensé que debía hacer. Dieron parte de mi acción y ese mismo día tuve que ir a dar explicaciones a un oficial. Quería conocer todos los detalles y, como soldado avezado, creo que comprendió. No se volvió a hablar del tema.
Decidí no dormir esa noche debajo del vehículo y excavé mi habitual hoyo tipo tumba apartado de los vehículos, pero no lejos del grupo. Comprobé que mis armas estaban bien y me acosté igual que los demás, sin cálidos fuegos de campamento de compañeros de armas bajo el cielo del desierto, simplemente hombres agotados durmiendo en la arena.
En el desierto dormí siempre con las orejas tiesas. Saltaba al menor ruido extraño, alerta y listo para actuar. Cuantas más patrullas hice, el hábito fue a peor. Sabía lo fácil que era introducirse sin ser visto en un campamento por la noche, moverse al amparo de las sombras, oler los olores familiares, incluso oír cantar O Sole Mio a hombres que creían estar completamente a salvo. Además, sabía que el soldado que entrara en un campamento de noche pondría en ello los cinco sentidos, listo para matar y escapar. Se habría comportado igual que yo.
Fue el deprimente sonido de la lluvia lo que me despertó. Busqué a tientas por la arena mojada y oscura hasta que mis manos tocaron el metal frío y estriado de las granadas Mills y respiré un poco mejor. La Beretta seguía debajo del brazo y el 38 a mano. Una vez tomadas estas precauciones, volví a quedarme adormilado entre el tamborileo de la lluvia contra un telón de fondo de ronquidos. Después me desperté tiritando, bajo la opresión de un peso inesperado encima de mí. El saco de dormir estaba rígido y apenas podía moverme. Estaba cubierto de hielo.
A continuación, proseguimos la marcha hacia Mechili. Teníamos que cortar la retirada a los italianos, pero no los encontramos. Nuestros mapas no eran gran cosa y ellos habían encontrado una salida de la que no teníamos noticia. Habían abandonado su posición de la noche a la mañana, dejando abandonados vehículos y pertrechos. Una vez más, se estaban retirando.
Estos largos trayectos en autoametralladora no eran agradables. Ibas a la intemperie. El asiento del conductor podía abatirse en combate para protegerse con el blindaje, pero durante la marcha ofrecías un blanco fácil y el rebufo creaba un vacío que levantaba una polvareda alrededor. Cerca ya de Mechili se levantó de pronto un violento hamsin y esa noche cenamos la consabida carne de vaca enlatada con arena.
El convoy hizo un alto en el camino y, antes de apearme, se me presentó Eddie Richardson.
—Con esas pintas no vas a entrar en el Shepheard, viejo amigo —dijo.
Cuando sonreí se cuarteó la arena adherida a mis mejillas. Me apeé, me sacudí con ambas manos el polvo del pelo tieso, eché un trago de agua con sabor a parafina y puse manos a la obra. Las orugas de una autoametralladora Bren requerían mucha atención, especialmente en suelos pedregosos. Empecé por comprobar el estado de los eslabones que enlazaban cada segmento. Una autoametralladora sin orugas es un blanco fácil, de manera que, en caso de duda, había que poner recambios. Sacaba el eslabón inservible a martillazos y ponía el nuevo igual. Y así cada cierto número de kilómetros.
El 28 de enero nos detuvimos para efectuar el mantenimiento de los vehículos. El resto del Segundo Batallón nos alcanzó a los pocos días. La fuerza aérea italiana les había dado más de un disgusto, con pasadas de cazas en vuelo rasante y bombarderos que estuvieron a punto de acertarles más de una vez. Les habían dicho que podrían tomarse un descanso y que no tendríamos que volver a movernos hasta al cabo de dos semanas.
Como chiste, no estuvo mal. Resultó que las dos semanas se convirtieron en dos horas.
Los camiones tenían los capós levantados, los muchachos estaban lavándose y afeitándose. Algunos oficiales se habían ido de permiso o se disponían a irse. Entonces fue cuando llegó el pez gordo, el general «Jumbo» Wilson. Enseguida corrió la voz. Algo grande estaba pasando. La RAF había localizado al enemigo abandonando Bengasi en largas columnas y el alto mando había deducido lógicamente que los italianos abandonaban la zona, se iban de la Cirenaica. Estábamos en el interior, en medio de un saliente de África que se adentra en el Mediterráneo, al norte. Los italianos se estaban retirando por la vertiente izquierda de dicho saliente. Entre ellos y nosotros había unos 250 kilómetros de desierto. Una acción enérgica podía asestarles el golpe decisivo, pero, según se nos dijo después, era un trayecto que no osaban cubrir ni las caravanas de camellos. Dormimos todo lo que pudimos.
Fue una auténtica carrera. Con la primera luz del día se encendieron los motores y la columna echó a andar, una larga hilera de carros de combate, vehículos acorazados, camiones y autoametralladoras, con la separación suficiente para prevenir ataques aéreos. Si se trataba de todo el ejército italiano, seguiríamos estando en franca inferioridad numérica aun cuando llegáramos a tiempo de cortarles el paso. Los primeros 135 kilómetros fueron un suplicio. Un territorio inhóspito de pedregales surcados por wadis y tramos traicioneros de arenas finas. Si caías en uno de ellos, podías quedarte allí para toda la eternidad. Los vehículos con orugas, como el que yo conducía, se las veían y se las deseaban entre pedruscos, zanjas y dunas, con riesgo permanente de que las orugas se rompieran. A lo largo de aquel trayecto como mínimo sustituí doce para que el vehículo pudiera seguir rodando. Era imprescindible atender aquello. No podíamos ir a pie ni a caballo, así de sencillo. Hacía mucho tiempo que todos nuestros vehículos necesitaban una reparación a fondo. Los carros de combate ligeros se averiaban y había que dejarlos atrás con su tripulación, a la espera de ser rescatados.
El tiempo también endureció el viaje. Había muy mala visibilidad en aquellas interminables extensiones de arena y polvo, seguidas de pronto por tormentas de agua helada. Los jefes de los vehículos llevaron la peor parte, inmóviles en la parte trasera de los camiones, como marineros del desierto, ateridos de frío. No tardó en empezar a escasear peligrosamente el combustible. En el mejor de los casos, las autoametralladoras consumían cuatro litros y medio cada nueve kilómetros aproximadamente. Si el terreno era malo, cada dos o cuatro kilómetros, aparte de lo que se vertía de las latas a causa del bamboleo del vehículo. Si el depósito de combustible se vaciaba, los posos de arena del fondo tupían el carburador y el motor se paraba de una sacudida. También escaseaba el agua, debiendo conformarnos con un vaso de agua por hombre al día.
La columna se reagrupó cerca de Msus, a unos 100 o 120 kilómetros de la costa. Nuestro avión se había quedado sin motores de repuesto, pero el único Hurricane que funcionaba informó de una larga columna de vehículos italianos que partía de Bengasi en dirección sur.
Recibimos nuevas órdenes. Los carros de combate y las autoametralladoras no podían desplazarse con suficiente rapidez. Crearon inmediatamente una fuerza especial con los vehículos más rápidos para que se dirigiera a toda prisa hacia el suroeste y cortara el paso a los italianos. Nos eligieron a dos mil para formar la «Combeforce», mandada por el teniente coronel John Combe, del Undécimo de Húsares. Dejamos las autoametralladoras para utilizarlas más adelante.
Tomé los cargadores repletos de munición y mi saco de dormir y salté a la parte de atrás del primer camión que vi, dejando todo lo demás en la autoametralladora. A la una de la tarde estábamos otra vez en camino, esta vez más deprisa.
Tuvimos que detenernos al caer la noche porque los italianos habían sembrado nuestra ruta de bombas termo. Eran pequeños cilindros con forma de termo, pero no para ir de merienda al campo. Volvimos a movernos al amanecer, a marchas forzadas con ayuda de la brújula para cortar la carretera en Sidi Saleh, con los motores ardiendo. El desierto estaba dando paso a un paisaje más acogedor, con algo de vegetación y tierras de labor. Estábamos saliendo de la naturaleza agreste para entrar en el granero del antiguo Imperio romano.
Durante un breve alto en el camino, surgieron en el cielo tres cazas italianos disparando con sus ametralladoras. Echamos cuerpo a tierra y el rugido de los motores no tardó en convertirse en un zumbido lejano. No habían conseguido nada, pero alguien sabía que estábamos allí. Dado que aquella carrera se había concebido para coger a los italianos por sorpresa, era preocupante.
Llegamos a la carretera cercana al pueblo abandonado de Beda Fomm a primera hora de la tarde, sobre las dos. En día y medio habíamos recorrido unos 270 kilómetros por uno de los tramos más duros del desierto. Y no solo eso, no pudimos ver a nadie que viniera desde el norte. Habíamos llegado antes que los italianos, aunque, como después se vio, por poco.
La carretera atravesaba un terreno arenoso con cresterías de poca altitud en dirección norte-sur. El mar y las dunas del litoral estaban a unos tres kilómetros al oeste de nosotros. Trabajamos duro para desplegar el armamento a ambos lados de la carretera. Estaba al mando el capitán Tom Pearson, que empezó a sembrar un campo de minas. Apenas nos dio tiempo a enterrarlas antes de que apareciera el enemigo.
Es fácil imaginar la reacción de los primeros italianos cuando empezaron a dejarse ver. Creían que el enemigo estaba como poco a 160 kilómetros de allí, de tal forma que estaban convencidos de que los vehículos que tenían delante eran amigos, hasta que nuestra artillería abrió fuego. Fue una auténtica conmoción. Abandonaron la carretera a la carrera para no ser blanco de los disparos y después empezó el combate de verdad. La superioridad numérica estaba de su parte, pero ellos no lo sabían. Lanzaron varios ataques feroces que pudimos repeler uno tras otro, aunque se acercaban cada vez en mayor número por la carretera.
A media tarde llegaron a nuestra altura nuestros vehículos acorazados, separándose rápidamente para atacar por el norte, hacia la mitad de la larga columna de los italianos. Estaban incendiando vehículos italianos por todas partes al caer la tarde; nosotros habíamos hecho ya más de mil prisioneros, pero los italianos seguían llegando sin cesar. Lo que entonces no sabíamos era que «Bigotes Eléctricos» iba en la columna y que había dado órdenes de salir de aquella trampa. Bien podría haberlo hecho, porque no era un terreno idóneo para batalla tan desequilibrada, llano a ambos lados de nuestra barricada. Nuestras órdenes eran terminantes: no permitir que los italianos se abrieran paso entre la carretera y el mar.
Tom Pearson era uno de nuestros mejores oficiales y sabía que, al amparo de las sombras, había que convencer a los italianos de que nosotros éramos más porque, de lo contrario, se lanzarían contra nosotros. Al caer la noche decidió enviar una fuerza de hostigamiento a lo largo de la columna italiana.
Mike Mosley tomó dos pelotones (el mío era uno de ellos) y una pequeña sección de artillería para aquella misión. Me agradó la idea de entrar en combate con Mosley. Era algo enigmático, hijo único de un obispo que, hasta que había estallado la guerra, también había querido seguir el camino religioso. Hombre de natural curioso y brillante soldado, no manifestaba ningún temor en combate. A partir de que yo le diera el susto con la autoametralladora, tenía la sensación de que habíamos hecho borrón y cuenta nueva. Confiaba en él más que en ningún otro oficial. Aquella noche iba a ganar la Cruz Militar.
Acoplé el mango lateral a la Bren, comprobé la recámara curva y me subí a la parte trasera del primer camión. Mosley saltó detrás de mí, sacó el revólver, pegó un tiro en el techo del vehículo y salimos a lo oscuro.
Debía de ser medianoche cuando el zumbido de los tubos de escape indicó que se estaba aproximando otra columna por el norte. Mi visión nocturna estaba empezando a adaptarse y pudimos distinguir en la oscuridad de la noche siluetas de camiones, carros de combate y grandes cañones a unos doscientos metros de distancia. Había más de doscientos vehículos a lo largo de la carretera. Como no éramos suficientes para impedir que se abrieran paso, nos propusimos dar una impresión falsa.
Apunté bajo con mi Bren porque con el retroceso disparaba por encima del blanco. Había que presionar hacia abajo el mango lateral. Mosley apuntó al objetivo con su revólver y dio la orden: «Ráfagas de cinco, cuando esté usted listo».
A esa distancia se apuntaba bien. Las llamas envolvieron rápidamente a los primeros camiones, de manera que el resplandor anaranjado hizo que los camiones de atrás se convirtieran en blancos más fáciles. En pocos segundos se vieron perderse por la arena figuras borrosas a todo correr.
Nuestro armamento pesado empezó a vomitar bombas explosivas sobre el enemigo y nosotros retrocedimos: unas veces sin disparar, otras disparando sobre la marcha. Había tiradores a quienes les gustaban las rociadas de balas. Yo nunca disparé ráfagas de más de cinco disparos. No me hacía falta. De vez en cuando lanzábamos balas trazadoras para ver cómo lo estábamos haciendo y contemplábamos su parábola en la oscuridad.
Aquella columna tendría sus buenos cinco kilómetros de longitud y nosotros la habíamos detenido. Cuando llegamos al final, dimos media vuelta y nos preparamos para hacer más daño en el trayecto de vuelta. Por supuesto, ellos estaban devolviendo los disparos, pero sin mucha alegría. Nos mantuvimos así tres horas, pero tuvimos que retroceder para efectuar reparaciones porque un par de camiones nuestros tuvieron problemas. Empezaban a acabarse la comida y la munición. No se veía gran cosa porque se levantó un viento tormentoso con fuertes chaparrones. La artillería no podía moverse porque los acorazados necesitaban toda la gasolina, aunque a algunos cañones solo les quedaban treinta disparos.
Los italianos no cedían. Seguimos así todo el día, con ataques esporádicos, tiroteos y explosiones por todas partes de vehículos con soldados agazapados detrás. El oficial de la plana mayor al mando de nuestra compañía llegó durante un insólito momento de calma y decidió que lo que más necesitábamos era una tienda de campaña comedor y montó una gran carpa blanca justo a nuestro lado. Menuda idiotez. Era un blanco perfecto y las bombas italianas empezaron a llegar inmediatamente. La batalla principal se estaba librando entonces cinco kilómetros al norte, donde nuestros carros de combate estaban atacando a los italianos en la carretera en torno a un cerro que llamábamos «el Grano». Nosotros éramos una especie de recogepelotas de críquet, el corcho de la botella, y ellos seguían intentando abrirse paso.
Nuestras fuerzas se estiraban cada vez más. Un grupo de carros de combate italianos fue derecho a por la plana mayor del batallón y solo conseguimos frenarlo a un centenar de metros. Empezaron a ondear banderas blancas y al final de la jornada habíamos hecho unos diez mil prisioneros, pero el resto seguían atacando.
En algún punto de las dunas en dirección al mar, uno de nuestros suboficiales, el sargento mayor Jarvis, estaba al cuidado de quinientos prisioneros junto con el fusilero Gillan. Vieron acercarse dos grandes carros de combate italianos y decidieron ahuyentarlos, dos hombres a pie contra unos carros de combate. Los prisioneros italianos, viendo una posibilidad de escapar, se sumaron a la acción y el atónito oficial del primer carro de combate abrió la escotilla para ver qué estaba pasando. Jarvis le dio un culatazo en la cabeza con el fusil, luego disparó entre las aberturas y la tripulación se rindió. Gillan hizo prácticamente lo mismo en el otro carro de combate y entre los dos capturaron ambos. Se les concedió la Medalla por Conducta Distinguida. Pero cuando les felicitó un oficial, Jarvis respondió: «Sí, merecidamente, señor, porque el fusilero y yo teníamos un sitio bonito y cálido para pasar la noche».
En la oscuridad distinguíamos el rugido de los motores de los vehículos pesados. Era evidente que estaban planeando algo. Los localizamos poco antes del alba. Una gran fuerza encabezada por treinta carros de combate, que se estaba aproximando a la barricada, se dispersó rápidamente como para rodearla. Era la última baza que les quedaba y, cuando avanzaron hacia nuestras posiciones delanteras, pareció que podría salirles bien. Los muchachos no tuvieron más remedio que retroceder. Habíamos dejado once cañones anticarro al principio y, mientras dejábamos fuera de combate sus tanques, ellos dejaron fuera de combate nuestros cañones. La cuestión es que al final solo nos quedó uno y los servidores de aquel cañón alcanzaron cinco carros de combate con los últimos cinco disparos. No estoy seguro de si llegó tan cerca, pero el último carro de combate italiano llegó a estar a veinte metros de la tienda de nuestra plana mayor antes de que lo detuviéramos.
Cuando tomamos contacto con la infantería que seguía a los acorazados, todos pudimos oír a nuestros carros de combate que venían del norte para unirse a nosotros. Empezaron a ondear banderas blancas a lo largo de la carretera; sin duda eran muchos los que se alegraban de que aquello terminara. Mantuve cierta presión sobre el gatillo. Todavía podían cambiar las tornas. Después nos enteramos de que un oficial había sido atacado con un hacha por un prisionero que ya se había rendido. Todas las precauciones eran pocas.
El hombre estaba caminando a lo largo de la columna cuando lo vi por delante de camiones incendiados y carros de combate horriblemente retorcidos. A su paso aparecieron más soldados italianos con banderas blancas. Hay diferentes relatos, pero yo todavía lo estoy viendo con su larga capa abierta por delante. Por los destellos que lanzaba de cuando en cuando el uniforme, podía verse que llevaba encima más oro del que pesaba. El general Annibale Bergonzoli, «Bigotes Eléctricos» en persona, se estaba rindiendo. Había escapado en Bardia y en Tobruk, pero ahora estaba en nuestras manos acompañado de un puñado de generales.
Cuando se entreabrió su polvorienta capa observé que seguía llevando una pequeña pistola automática con cachas de marfil. Fui hacia él y le señalé la pistola. Me devolvió una mirada desafiante, sabía lo que yo quería. Sin apenas detenerse, dio unos golpecitos a la pistola con la mano derecha y después negó con el dedo. Entendí al momento. No iba a entregar su pistola y rendirse formalmente a alguien que no fuera como mínimo un oficial. Le dejé pasar y le indiqué dónde estaban. Creo que finalmente fue el capitán, Tom Pearson, quien se hizo cargo de él.
Y eso había sido la batalla de Beda Fomm. En tan solo un par de meses habíamos hecho ciento treinta mil prisioneros. Nuestra carrera sin aliento por el desierto nos había permitido acabar por completo con el Décimo Ejército italiano, pero en nuestro campamento no reinaba el júbilo, sino el alivio.
Dos días después del cese de las hostilidades, anduve por entre el amasijo de metal y carrocerías retorcidas de los vehículos. Había desaparecido el peligro que me había mantenido alerta y concentrado durante la batalla. Había cadáveres destrozados esparcidos por la arena que ya congregaban a las moscas. Brazos y piernas cortados y diseminados por una gran extensión de terreno, arrancados por los explosivos e incluso por el machaqueo de las ametralladoras. Los italianos heridos estaban apoyados en rocas de formas extrañas, como si fueran postes. Había un árbol solitario. Muchos de los heridos ya habían sido trasladados, aunque algunos seguían allí tendidos, demasiado débiles para gritar. Era una situación horrible.
Cada uno lo afronta a su manera, supongo. Volví a encontrarme con Mike Mosley. El gran héroe de guerra estaba paseando entre las dunas con la vista clavada en el suelo. Se irguió y vino a mi encuentro.
—¿Sabe, Avey? —dijo—, he encontrado como poco doce especies de flores silvestres solo en esta pequeña porción de arena. Impresionante.