Capítulo 3

Entramos en combate. Una noche nos enviaron a hacer explotar un depósito italiano de combustible; éramos doce a las órdenes del sargento Endean, más tres expertos en explosivos, para ejecutar la operación. Por la noche el desierto nos pertenecía, puesto que los italianos no se movían mucho. La clave residía en orientarse bien, sabiendo a qué distancia dejar los camiones para que no nos oyeran y, sin embargo, pudiéramos regresar a pie en el tiempo preciso. Antes de partir nos pusimos unos frente a otros para hacer una prueba elemental de visibilidad. Podrían detectar cualquier punto brillante en el uniforme y eso atraería las balas sobre nosotros. Luego nos zarandeamos por parejas. El tintineo de unas llaves o unas monedas podía dar al traste con la operación, ya que el sonido viaja deprisa por la noche.

Con las comprobaciones de las armas se nos echó la noche antes de que los tres camiones partieran por aquel pedregoso paisaje. Nos apeamos de los camiones a quince kilómetros del objetivo y, guiados por Endean y su magnífica brújula, cubrimos el último tramo a pie en silencio. Al llegar estábamos agotados, pero lo fundamental era el factor sorpresa.

En cuanto divisamos la silueta del depósito, Endean dio la señal y echamos cuerpo a tierra para tomar posiciones en la gruesa arena. A otra señal suya nos desplegamos en semicírculo. De esa manera era más seguro. Así evitábamos disparar a nuestros propios soldados si se producía un tiroteo.

Me tumbé en la oscuridad con el fusil Lee-Enfield apuntando al vertedero. Procuré ponerme cómodo. Podría ser una espera prolongada. A mi derecha vi a los muchachos de explosivos agazaparse y reptar hasta que su sombra se perdió de pronto en la oscuridad. Transcurrieron diez minutos. El silencio siempre era bueno. Más espera. De pronto, allí estaban los tres, agachados y corriendo a todo correr. Apuntamos al campamento y esperamos a que empezara el tiroteo. Las dos primeras explosiones parecieron pequeñas y llenaron de destellos el cielo nocturno como un cohete. Se produjo una extraña pausa, probablemente solo segundos, antes de una enorme explosión y una bola de fuego que tiñó la noche de naranja. Apreté la cabeza contra la arena, mientras se iluminaban de pronto los rostros que había a mi alrededor.

Entonces era cuando debía haber empezado el zafarrancho. Normalmente los italianos se habrían puesto a discreción contra la oscuridad de la noche. Pero esa vez había sido pan comido y volvimos al desierto. Si hubo supervivientes, no se tomaron la molestia de perseguirnos.

Nos reagrupamos en un punto de reunión a prudente distancia de allí, comprobamos que todo el mundo estaba bien y empezamos la larga caminata de regreso a los camiones. Llegamos con ganas de dormir antes del alba.

Cuando echo la vista atrás, reconozco los acontecimientos que me cambiaron y me prepararon mentalmente para las privaciones que pasé en Auschwitz. A menudo la vida en el desierto consistía en pasar frío y hambre, sin nada mejor para echarse a la boca que carne de vaca enlatada y tortas de harina, o sea, comida para perros. Entonces existía el estofado de carne Maconochie. Igual que en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Muy de vez en cuando acertábamos a matar una gacela y nos dábamos un festín que podíamos hacer durar días. Algunos muchachos intentaban cazarlas desde los vehículos en marcha, pero el desierto no era lo suficientemente llano. Erraban el tiro porque ellas saltaban por los montículos que llamábamos jorobas de camello. Habiendo crecido en el campo, yo sabía que la mejor forma de cazarlas era a pie, de modo que anduve al acecho.

A veces hacíamos trueques con los beduinos, pero eran raros y tensos por los malentendidos. Hacían gestos con las palmas de las manos vueltas hacia atrás y juntando las yemas de los dedos como si pidieran algo. Cuando respondías al gesto, se quedaban perplejos, sin saber qué querías. El malentendido valía la pena si conseguíamos uno o dos huevos, pero no tenían fruta ni verduras, que era lo que más falta nos hacía. Alguna vez capturamos víveres italianos, atún en lata o arroz, normalmente solo salsa de tomate. Al parecer, no comían mucho más.

Nuestra dieta era terrible y estábamos todos tan desnutridos que nos acostumbramos a las enfermedades. Un rasguño no tardaba en convertirse en una herida abierta que se resistía a curarse y podía desembocar en una infección. Este tipo de situaciones menudearon durante toda la campaña. Escaseaban los médicos y el único tratamiento que ofrecían era quitar la costra y esperar que mejorara. Setenta años después sigo teniendo las cicatrices en los antebrazos.

Había poca higiene, como cabe imaginar con tanta mosca. Sufríamos de vez en cuando el «movimiento de El Cairo» y en el desierto la diarrea no es para tomársela a broma. De todas formas, hacer de vientre era bastante complicado. Cavabas un hoyo y te ponías en cuclillas. En cuestión de segundos ya estaban zumbándote en el trasero los escarabajos peloteros voladores. Tenían más precisión que los Stukas y, además, los Stukas soltaban la bomba y se iban, y estos animales iban derechos contra el trasero en equilibrio. Era su método preferido de aterrizaje. Luego se dejaban caer a la arena y se ponían a hacer una bola con el pobre contenido de las tripas, antes de llevársela Dios sabe a dónde.

Cuando permanecíamos más tiempo en algún sitio, fabricábamos una taza de váter de desierto practicando un agujero en la parte superior de los embalajes de madera de las latas de combustible. Tenían casi un metro de altas y podías sentarte como un rey mientras observabas el movimiento de la arena.

El agua se distribuía a razón de cuatro litros y medio por hombre, y con eso había que rellenar los radiadores y demás, de manera que no se podía beber mucho. El agua iba en unos endebles contenedores metálicos recubiertos de parafina, que invariablemente se agrietaba al transportarlos. Sabía a metal o a velas. Lavarse era un lujo que en combate no podíamos permitirnos. En los momentos de calma nos lavábamos las manos y la cara como buenamente podíamos, luego utilizábamos una brocha de afeitar para aplicar cantidades mínimas de agua al resto del cuerpo. Solía acabarse antes de poder terminar.

Dependíamos en gran medida del hombre cisterna. No llegué a saber cómo se llamaba. Para todo el mundo era, lisa y llanamente, el hombre cisterna. Vagaba prácticamente a su antojo por el desierto en un camión cisterna capturado a los italianos, en busca de birs donde sacar agua. Podía estar fuera días enteros, siempre en solitario. Era un hombre pequeño y misterioso que sabía leer el desierto y conversar cómodamente en árabe con los beduinos. Estar «en el azul» le había trastornado. Si volvía y te sorprendía sentado en uno de nuestros retretes improvisados con embalajes de combustible, se ponía furioso, empuñaba su revólver 38 y se ponía a dar vueltas a tu alrededor con el camión cisterna, disparando al embalaje por entre tus piernas. Excepto la humillación de que te disparara estando en el váter de madera, nunca hirió a nadie y, por muy loco que estuviera, todo el mundo le aceptaba.

Entonces llegó el mayor espectáculo hasta ese momento. El general Wavell decidió atacar por sorpresa las fortificaciones italianas en el desierto. Por supuesto, los detalles se mantuvieron en secreto. Solo se informaba a quien tuviera «necesidad de saber» y los muchachos no tenían necesidad de saber. Así era. Nuestro cometido era salir a localizar los campos de minas y demás defensas que rodeaban los campamentos italianos, de tal forma que los carros de combate que encabezarían el asalto pudieran avanzar con seguridad entre ellas.

El 7 de diciembre, al amparo de las sombras, se formaron grandes columnas de hombres y vehículos, mientras el invierno del desierto empezaba a castigar a los hombres, ateridos y nerviosos antes de la batalla. Dos días después, muy a primera hora de la mañana, se dispusieron en primera línea los carros de combate, las ametralladoras y la infantería para lanzar el ataque. La ruta de los vehículos estaba señalizada con quinqués ocultos a los enemigos por latas de gasolina cortadas y dobladas. Los soldados estaban suficientemente cerca para oler el café y otros aromas del desayuno procedentes de los campamentos italianos. A las siete en punto, nuestras ametralladoras soltaron una formidable descarga y, a continuación, se inició el ataque a las posiciones enemigas. Los carros de combate italianos no servían porque su blindaje era endeble. En el primer cuarto de hora dejamos fuera de combate veintitrés, luego capturamos otros treinta y cinco e hicimos cinco mil prisioneros. Por nuestra parte, perdimos cincuenta y seis hombres. En la fría aritmética de la guerra, un buen comienzo.

La información reunida por nuestras patrullas nocturnas había contribuido a que fuera un gran éxito. Algunos oficiales empezaron a contar los prisioneros por hectáreas en vez de por millares. A juzgar por los documentos que he visto posteriormente, enseguida empezaron a circular mensajes de felicitación entre los altos mandos. No recuerdo un simple «gracias» a los muchachos del desierto en todo el tiempo que estuve allí. Creo que el alto mando no lo consideró necesario.

El Segundo Batallón encontró un cocinero muy bueno entre los prisioneros italianos. Se lo quedaron nuestros oficiales y lo pusieron a trabajar en su cocina como el Fusilero Antonio. Tardó cuatro semanas en ser descubierto, aunque había tenido que compartir refugio con un coronel durante un ataque aéreo.

Capturamos Sidi Barrani, la fortificación batida por los vientos, con una muralla en mal estado y unas cuantas chozas, donde el Duce había presumido de haber puesto los tranvías a funcionar. Fue el 10 de diciembre y, en el plazo de veinticuatro horas, el desierto acogió la noticia con una monumental tormenta de arena.

No lo tuvimos todo tan fácil. La fuerza aérea italiana tenía la costumbre de aguarnos la fiesta, de manera que al menor indicio de un avión de reconocimiento se nos ordenaba dispersarnos por el desierto. Nos alejábamos y correteábamos de acá para allá dejando huellas por todas partes. Nuestra polvareda, al elevarse en el aire, daba la impresión de una fuerza mucho más numerosa. Entonces nos replegábamos con la cara y los labios cubiertos de polvo y esperábamos a que se presentara el circo volante y bombardeara el desierto vacío. Solían complacernos.

No siempre funcionaba. Un día, después de replegarnos, rugió por encima de nuestras cabezas un caza y después otro. No daba tiempo a salir corriendo. Eché cuerpo a tierra con el consiguiente bocado a la arena y la esperanza de que el piloto hubiera tomado más café de la cuenta. Conté en total unos doce CR42, unos biplanos feos y chatos, aunque los que me preocupaban eran los grandes bombarderos Savoia. Enseguida se cernieron sobre nosotros tres unas auténticas malas bestias con sus excesivos tres motores. Las primeras explosiones hicieron temblar la tierra, pero no alcanzaron el objetivo. Recibimos ayuda antes de que pudieran volver. Tenían más aviones que nosotros, pero habían enviado unos cuantos Hurricanes para sustituir a nuestros viejos biplanos Gladiator, y aparecieron allí. Se inició una persecución a mucha distancia por encima de nosotros y no tardamos en volver a estar solos en el desierto.

Tres días después volvieron en masa a las once de la mañana. Esa vez hubo diez Savoias y ni un Hurricane en el cielo. Echamos todos cuerpo a tierra y una de las bombas cayó a unos treinta metros de mí, en una ligera depresión entre las ondulaciones del desierto. Cuando el cielo quedó despejado y pudimos volver a levantarnos, vi por el jaleo en la hondonada que le habían acertado a alguien, un tipo encantador llamado Jumbo Meads. Era un sargento popular, muy alto, rubio y guapo y no el típico suboficial desagradable. Sentimos mucho su pérdida, pero no podíamos permitirnos que nos dominara la aflicción. Nunca teníamos tiempo.

Los bombarderos Savoia eran un incordio, particularmente de noche, cuando se dedicaban a hacer pasadas arrojando cada vez una bomba para impedir que durmiéramos. Por eso empecé a echarme debajo del vehículo.

Poco después hice de chófer todo el día para el tercer teniente Merlin Montagu Douglas Scott. Era nieto del duque de Buccleuch, estaba emparentado con la familia real y era un oficial de primera categoría, tan preciso como pedante. Nos dirigimos al paso de Halfaya y Sollum para ver si estaba allí el enemigo. Montagu Douglas Scott tenía la costumbre de acercarse demasiado al oponente. Unos días antes había recorrido idéntica ruta en plena tormenta de arena bajo el hamsin, con una visibilidad prácticamente nula, para ver si los italianos seguían teniendo un gran campamento en Halfway House, en lo alto de la escarpadura. Lo encontró, oculto entre los remolinos de arena. Lo rodeaba un muro bajo de piedra y parecía abandonado, con las trincheras tapadas con lonas y protegidas por piedras. Debían de haberlo abandonado precipitadamente. En los pequeños refugios subterráneos había botellas, camas de campaña, cartas, fotos, de todo un poco. Había dos torres de vigía zarandeadas por el viento. Solo se oía retemblar y rechinar las lonas bajo la tormenta de arena.

Entonces recibió nuevas órdenes por radio. Los italianos del campamento se habían replegado unos cuantos kilómetros más allá. Los persiguió con sus cuatro autoametralladoras, capturando cada vez más rezagados hasta el punto de que tuvo que limitarse a desarmarlos y abandonarlos en la carretera. Después se encontró camiones abandonados, bien por haberse quedado sin gasolina, bien por pinchazos en las ruedas. Seguía soplando el hamsin y el aire estaba lleno de arena rojiza. Unos quince kilómetros más adelante apareció entre la polvareda un bulto oscuro, dos grandes vehículos portacañones rodeados por unos treinta hombres. Los capturó y en ese momento cesó el hamsin, dejando ver lo último que él hubiera querido ver. Había topado con toda la guarnición italiana, una larga columna de centenares de soldados. Abrieron fuego a discreción y tuvo que emprender una veloz retirada.

En esa ocasión habíamos vuelto a acercarnos demasiado y vimos las motos y vehículos del enemigo apareciendo y perdiéndose de vista por las callejas del pequeño puerto de Sollum. Pudimos ver la artillería italiana en lo alto de la escarpadura, pero cuando los de los portacañones empezaron a dispararnos con las ametralladoras, tuvimos que marcharnos de allí precipitadamente.

Montagu Douglas Scott era un tipo extraño. No se le escapaba detalle. En medio de aquella aventura nos dijo cuánto le había impresionado cómo construían las carreteras del desierto los italianos. Nos llevó por la que habíamos ido y sentimos un gran alivio cuando cayó la noche y volvimos al desierto para reunirnos con el resto.

No me impresionaban los distintivos del mando militar, porque sabía que podía hacerlo mejor que muchos de ellos. Ya había visto a un tipo que no merecía ser capitán. Había sustituciones por fallecimiento, pero en aquellos tiempos no se ascendía a los muchachos normales. No estaba bien visto. A mí me habían nombrado cabo por ser buen tirador y ya era suficiente.

Por aquel entonces el sargento Endean se había convertido en mi bestia negra. No tenía mucho tiempo para reclutas como nosotros. Era un militar y nos trataba como si acabáramos de dejar la vida civil. Ese era el caso de algunos de nosotros, pero en aquellos tiempos había muchos prejuicios. Las personas como aquel sargento no veían las cualidades de los demás.

Una noche nos ordenaron avanzar al amparo de la oscuridad y, como yo estaba al mando, me senté en el camión con el conductor y seis muchachos en la parte de atrás y nos adentramos en el desierto. Atravesábamos un pedregal, escrutando lo que teníamos delante para evitar lo peor tras la estela de otro vehículo, cuando oímos en los bajos un ruido sordo y nos detuvimos. Me apeé para echar un vistazo y descubrí que se había roto el cárter. No íbamos a ir a ninguna parte durante un rato.

Nos hallábamos allí, en una posición bastante vulnerable, sin cobertura, pero la compañía siguió adelante y nos dejó para que nos defendiéramos por nuestra cuenta.

Organicé los turnos de guardia para que pudiéramos descansar. Por la mañana ordené a los muchachos que abrieran las raciones de té de emergencia para que pudieran tomar algo y entrar en calor. Gracias a la luz del día y un poco de calor pudimos volver a poner el vehículo en marcha, pero no habíamos recorrido un gran trecho cuando oí el sonido amenazante de los aviones por encima de mí. Un puñado de Savoias en vuelo rasante. Como no teníamos material antiaéreo, estábamos abandonados a nuestra suerte. Eché mano del subfusil que me habían asignado y vacié un cargador. Pero a esa distancia no surtía efecto. Era una tontería. Echamos cuerpo a tierra, pero las bombas explotaron lejos de nosotros. Una pasada más y el cielo quedó despejado y yo respiré con más facilidad. Tenían mejores objetivos aquel día.

Volvimos a ponernos en movimiento y finalmente alcanzamos a la compañía y recuperamos el equilibrio numérico. Busqué al sargento Endean inmediatamente y le pedí permiso para reemplazar las raciones de emergencia de té del almacén. Debería haber sido una formalidad. Los muchachos habían pasado frío y se habían quedado en el desierto y necesitaban calor. Había sido decisión mía y había sido acertada. Endean se negó.

Se lo tomó como una infracción del reglamento y se puso agresivo desde el principio. La mayoría de las veces se mostraba terco, pero yo no estaba para andarme con contemplaciones. Para nada. Guardó las distancias y se colocó detrás de una red de camuflaje. Sabía que podría atizarle un puñetazo, por muy suboficial que fuera. Yo estaba furioso y le dije que sus padres deberían haberse casado y haberlo dejado ahí. Yo había dado una orden en interés de mis hombres. Por amor de Dios, era una taza de té, no un banquete.

Estaba seguro de que se volvería contra mí y no tardó mucho en hacerlo. Nos desplegábamos temprano porque siempre estábamos previendo un ataque al alba. Llevaba días aquejado de disentería, pero me esforcé en estar levantado y hacer las guardias como de costumbre. Pero me encontraba muy mal y me desplomé en mi saco de dormir presa del dolor. Cuando apareció Endean, yo estaba sentado. Me acusó de holgazanear y presentó inmediatamente cargos contra mí. Yo había obedecido las órdenes y la guardia estaba en su sitio, pero no sirvió de nada. Por muy enfermo que estuviera, me había pillado.

El consejo disciplinario se celebró poco después, y yo estaba tan enfadado que me negué a pedir clemencia. No podía negarlo, pero sabía que todo aquello no tenía nada que ver con el montaje de la acusación. Me había sentado sobre el saco de dormir porque estaba enfermo, no había más historias. No iba a suplicarles ni a eludir mis responsabilidades, aunque sabía que estaba perdido. Me quitaron los galones y, con ellos, las esperanzas de un ascenso. Lo acepté, pero me sigue escociendo al cabo de tantos años. A mí me importa la justicia y en eso no iba a transigir, ni siquiera con un mando. También aprendí que en el desierto no había lugar para la mala sangre. Tenía que limitarme a confiar en los muchachos bajo mi responsabilidad y ellos en mí. Lo superé, pero todavía hoy me duele.

En los días que siguieron expulsamos de Egipto a los italianos. Retrocedieron al oeste, hacia Libia, hasta dos puertos marítimos bien defendidos. Uno era Bardia, cerca del paso de Halfaya. El otro estaba 125 kilómetros más al oeste y se llamaba Tobruk, nombre que entonces no habíamos oído nunca.

Mussolini encomendó la defensa de Bardia al pintoresco general Bergonzoli, a quien los italianos llamaban Barba Elletrica, por su curiosa barba roja en dos puntas. Nosotros fuimos algo menos respetuosos; le llamamos «Bigotes Eléctricos». Mussolini le dijo que resistiera hasta el último hombre.

No lo hizo.

Bardia estaba en una pequeña bahía de altos acantilados. La guarnición italiana estaba esparcida a su alrededor en un arco de treinta kilómetros. La Armada y la RAF los bombardearon durante dos días y, a continuación, comenzó el asalto el 3 de enero de 1941. Nuestro cometido era atacarlos por detrás para que pareciera que el golpe principal procedía del lado más lejano e impedirles escapar.

Estábamos haciendo prisioneros tras un ataque a una posición de artillería italiana cuando reparé en unos curiosos arañazos en la arena junto al cadáver de un soldado italiano que yacía boca abajo. Mientras la vida le abandonaba había excavado la arena para esconder o enterrar algún objeto. Vi algo brillante, pero no distinguía si era un arma o una bomba trampa. Me acerqué con precaución para averiguarlo. No era metal. El sol hacía relucir un objeto de piel, de manera que quité la arena de alrededor y vi un estuche como de metro y medio de largo. Dentro había una bonita bandera de seda dorada, plegada para llevarla con mayor seguridad. Tenía prendedores de oro a lo largo del asta, rematado por un águila decorativa. En sus últimos momentos sobre la tierra, el artillero italiano había decidido impedir que cayera en manos del enemigo. La dejé con él, enterrado en algún lugar en las arenas del desierto.

Meses después vi una fotografía del papa de Roma revestido de todas sus galas. Estaba bendiciendo algo. Era el mismo estandarte dorado rematado por un águila.

Bardia cayó. Se rindió casi hasta el último hombre. Se dice que hicimos cien mil prisioneros. «Bigotes Eléctricos» fue el último hombre y escapó.

La siguiente operación fue dirigirnos a Tobruk con idéntico objetivo. En esa ocasión nuestro cometido fue hacernos una idea de las defensas italianas fuera del puerto; eso implicaba patrullas constantes, que a menudo concluían con tiroteos al amparo de la oscuridad.

Fue la primera vez que experimenté lo que era introducirse en las filas del enemigo. Era noche cerrada cuando nos aproximamos a una posición italiana. Sospechábamos que tenían armamento pesado, pero no sabíamos lo bien defendido que estaba el campamento. Lo último que podíamos desear era toparnos con alguna sorpresa desagradable cuando comenzara el ataque. La operación de reconocimiento empezó por el consabido zarandeo mutuo para detectar posibles ruidos.

Agazapados en la oscuridad, el jefe decidió que solo entraríamos él y yo, quedando el resto de guardia fuera para cubrirnos en caso de que tuviéramos que emprender una retirada precipitada. En ese tipo de operación se corría un gran riesgo de disparar a uno de tus propios compañeros. Para identificarnos solo teníamos el clicker. Era un trozo de metal que hacía un leve chasquido al apretarlo y te identificaba como amigo.

Las defensas exteriores italianas consistían en dos o tres nidos de ametralladoras a cada lado detrás de simples muros de piedra. Eran vulnerables al estar en pleno desierto, aunque desde ellas podían hacer oír sus gritos a sus camaradas. Un solo grito habría provocado una rociada de balas contra nosotros y seguramente no habríamos podido ir a desayunar.

El jefe hizo un gesto mudo, echamos cuerpo a tierra y nos pusimos a reptar lentamente escuchando los susurros de los italianos en la noche. No era raro encontrar dormidos a los centinelas exteriores, pero esa noche estaban de charla y distraídos. El sonido de una tos o una piedra suelta y se espabilarían y estarían alerta. El desierto nos traía la música de un gramófono desde el campamento principal. Cincuenta metros más adelante empecé a distinguir más parapetos, círculos de piedras que protegían los nidos de ametralladoras pesadas ubicadas para desbaratar el avance de la infantería.

Se oyó un movimiento brusco en el parapeto más próximo. ¿Habrían oído algo? Nos quedamos inmóviles, mirando al suelo. Notaba el pecho oprimido, apenas podía respirar. Pasó aquel momento y seguimos avanzando lentamente, memorizando el plano de la base. Seguíamos reptando cuando nos aproximamos al primer campamento interior. Buscando un sitio para pasar el muro bajo, llegamos a un punto equidistante de las dos ametralladoras más próximas y nos colamos por allí. Ante nosotros se alzó la mole oscura de un cañón, una de sus piezas de artillería con localizador de dirección, capaces de captar la emisora de una señal de radio y enviarle un bombazo para inutilizarla. Suena mortífero, pero estábamos en la época anterior a los ordenadores. La tecnología era rudimentaria.

En el campamento central había otros dos nidos de ametralladoras, pero una vez dentro, me preocuparon menos. Eso se me daba bien. Tenía los cincos sentidos alerta; el pulso disparado, pero controlaba la situación. Era la educación del desierto. Me negaba a dejarme llevar por temores que me nublaran el entendimiento, aunque sabía que, si daban la alarma, tendríamos que salir de allí a tiro limpio.

Los hombres iban de un lado para otro entre las tiendas. Se sentían seguros. Llegaba el aroma de los cigarros de las tiendas de los oficiales, el ajo de las zonas de cocina y creí que también olía a colonia. Las voces sonaban más fuerte y se elevaban por encima del campamento. En el Ejército italiano había una marcada diferencia entre la oficialidad y las clases de tropa. Lo que oíamos eran oficiales y hacían honor a su rango. Pero además se escuchaba un sonido que yo llevaba tiempo sin oír. Entre voces más graves capté el sonido de mujeres riéndose. No sé si serían prostitutas o mujeres civiles, pero las risas eran inconfundibles. Al parecer, estaban pasándolo bien.

Probablemente deberíamos haber regresado por donde habíamos ido. Para mi gusto había demasiado movimiento en aquella base, y cuanto más avanzábamos dentro del campamento, más comprometida era nuestra situación. Entonces, a pocos metros de nosotros, se abrió de pronto la lona de una tienda y un haz de luz inundó el campamento. Aunque todavía estábamos entre las sombras, no teníamos elección. Caímos en la cuenta de que la única salida era seguir hacia adelante. En el desierto ambos ejércitos teníamos un aspecto desaliñado y no era fácil la identificación en la oscuridad, a pesar de nuestros sombreros marrones de lana. Los italianos llevaban todo tipo de cosas; en alguno de los campamentos que habíamos tomado encontramos incluso redecillas para el pelo. En Roma estarían de moda, pero nosotros nos partimos de risa.

No había elección. Nos levantamos y echamos a andar sin mirar a izquierda ni derecha, despacio, con toda la compostura de que fuimos capaces, primero por entre las tiendas y después por el campamento interior hasta que volvimos a las sombras y pudimos salir por el otro lado. La base debía albergar unos doscientos hombres en total y nosotros la habíamos atravesado como si tal cosa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que el jefe había llevado todo el tiempo la linterna encendida y alumbrada en el bolsillo.

Esa era la rutina, patrullas nocturnas y después procurar dormir todo lo posible porque había muchas posibilidades de que te tocara salir otra vez al caer la noche. Las patrullas no eran siempre un paseo militar, pronto tuve ocasión de comprobarlo. Tenía una pequeña herida en el antebrazo y no se curaba. La llevaba vendada, pero la arena se colaba por todas partes y era un problema. La manga del uniforme ocultaba la venda blanca y, siempre que estuviera tapada y a cubierto de la luz de la luna, podía salir de patrulla.

Una noche nos enviaron a hacer prisioneros a una avanzadilla enemiga. Si lográbamos hacerles cantar, la información sería muy valiosa cuando atacáramos. Estábamos muy desplegados, de tal forma que yo estaba prácticamente solo. Oí un clic metálico a cierta distancia y supe que uno de los muchachos se estaba poniendo nervioso.

Me dejé caer a un wadi de un par de metros de profundidad y lo bordeé con la esperanza de tener mejor punto de observación. En las patrullas nocturnas saber es poder, y hay que saberlo todo antes de hacer un solo movimiento. Al cabo de cierto trecho, me puse a subir con sumo cuidado por el fondo de la cárcava para que no se desprendiera ninguna piedra. Oí un ruido y me detuve, agazapado contra la pared del cauce seco. Se oían botas sobre el suelo pedregoso. Había alguien arriba. Le oí dar un paso en dirección al borde del wadi. Entonces le vi, un centinela italiano tratando de ver en la oscuridad. Me estaba mirando, pero no me vio o en eso confié yo. Estaba a pocos metros por debajo de él y puse el dedo en el gatillo de mi revólver. Le apunté, a aquella distancia no podía fallar, pero sabía que si le disparaba se despertaría todo el campamento y no tardarían en convertirnos en salsa de tomate a todos nosotros.

Todas las opciones que se me pasaron por la cabeza desembocaban en catástrofe. Podía trepar y utilizar el cuchillo, pero el otro no se iba a estar esperándome cortésmente mientras yo subía por el barranco. Me imaginé que arriba podía haber un pelotón entero echando un cigarrillo en silencio. Me quedé inmóvil. Dispararía si él hiciera el menor ruido, aunque eso podría significar un tiroteo muy de cerca.

Oculto todavía por la oscuridad del wadi, hice un mínimo movimiento con el brazo y noté que él se ponía tenso. Supe al instante que había enseñado el borde de la venda blanca por debajo del puño del uniforme. «Maldita sea», dije para mis adentros. ¿Debía dispararle, salir corriendo y procurar salvar la vida? En la oscuridad no podía verle la cara, pero ambos estábamos en peligro de muerte y lo sabíamos. Llevaba el fusil en bandolera y le habría costado un segundo como poco moverlo para disparar y yo podría haber apretado el gatillo y haber emprendido el regreso a la carrera por el wadi antes de que él hubiera caído a tierra. Pero se quedó inmóvil, sin atreverse apenas a respirar. Ambos estábamos atrapados.

En todas las situaciones comprometidas en el desierto hasta entonces había dicho para mis adentros que pensar demasiado era una pérdida de tiempo y podía costarte un balazo. No hay que pensar, hay que actuar. Ese era mi mantra para la supervivencia. Mi instinto me dijo entonces que lo mejor era quedarse inmóvil. Esperé. Pasaban los segundos y el otro no daba la alarma. Lo que hizo fue mirar a derecha e izquierda, retroceder poco a poco del borde del wadi, dar media vuelta y echar a andar hasta que lo perdí de vista. Bajé al fondo del cauce seco y volví sobre mis pasos a reunirme con el resto del pelotón. Sabía que me había visto y que podría dar la alarma en cualquier momento. No teníamos nada que hacer, de manera que desaparecimos en las sombras de la noche.

En aquella patrulla hicimos cuatro prisioneros. Agarré a uno de ellos, fue un juego de niños. Caminaba solo, ajeno a quién andaba por allí. Era alto para ser italiano y, pese a la oscuridad, vi que estaba bien afeitado y llevaba una gorra gris azulado. Tenía que pillarle por sorpresa y eso significaba acecharle hasta estar en condiciones de intentarlo. Me cambié el revólver a la mano izquierda y le abordé por detrás, retorciéndole el brazo derecho por la espalda y encañonándole las costillas con el revólver, que retiré enseguida por si se volvía. Su mirada de terror me indicó que había captado el mensaje.

No hubo forcejeo y yo no tuve que decir una sola palabra. Él comprendió que su suerte estaba echada y se dejó llevar en silencio. Pero es entonces cuando pueden surgir los problemas. En cuanto el prisionero se recupera del susto inicial y sabe que no va a morir, si es un soldado como hay que ser, se pondrá a ver la manera de dar la vuelta a la situación. Tuve suerte. Mi prisionero estaba petrificado y siguió así hasta que lo entregamos esa misma noche y pudimos echarnos a dormir.

Cada patrulla acababa convirtiéndose en una batalla por la supervivencia. No todos los italianos eran tan flojos, pese a lo que la gente imaginaba, y todo encuentro con el enemigo solía terminar en matar o que te mataran. Yo procuraba mantener la concentración. Recibíamos correo de casa de vez en cuando, pasado de mano en mano, sucio y manoseado. Muchos chicos se pegaban por coger las cartas antes de ir corriendo a recostarse en la rueda de un camión para leerlas con el rostro iluminado por una sonrisa de agradecimiento por las noticias de casa.

Yo no podía. Mi casa significaba la calidez y la civilización, y donde yo estaba no era nada civilizado. Miraba por el rabillo del ojo las cartas de mi madre y las apartaba sin leer. Cuando hablas un idioma, piensas en él. Mi madre, bendita sea, hablaba el idioma de casa. No cuadraba en el desierto, de manera que me negué a leer sus cartas por pura autoconservación. Habrían embotado mi ánimo y dificultado mi supervivencia. Pueden matarte en cuestión de milésimas de segundo. Yo me había encerrado en mí mismo. Como todos, a su manera. Cargué con un gran paquete de cartas y no las leí hasta que regresé a El Cairo.

Recuerdo perfectamente lo que pasó en una de las patrullas. Lo peor de todo, setenta años después, es que no puedo recordar dónde estábamos ni qué estábamos haciendo, aunque el recuerdo sigue vivo. Puedo recordarlo todo, incluso ahora. Las patrullas se habían convertido en una rutina, todas empezaban igual que la anterior y terminaban con nosotros dejándonos caer en el saco de dormir justo antes de que las luces del alba hicieran retirarse a las estrellas. Sé que estábamos haciendo el reconocimiento de una posición italiana en algún punto de las inmediaciones de Tobruk. Era un campamento de unas dimensiones considerables con sólidas defensas y temí que hubiera algunas sorpresas.

Quiso la suerte que yo llevara un puñal cuando iba de patrulla. No era un arma al uso, pero me venía bien. Lo llevaba desde el principio, junto con una Beretta automática de 9 milímetros que había quitado a un oficial italiano hecho prisionero. La llevaba en una pequeña funda debajo del brazo, mientras que el puñal iba en una vaina que le había hecho yo mismo. Tenía una hoja de quince centímetros con doble filo terminado en punta afilada como una aguja. Le había quitado la empuñadura para cogerlo mejor; ya sabía cómo utilizarlo. Nunca se coge con el puño y se apuñala de abajo arriba, como en las películas de Hollywood. Así solo consigues que te maten: al levantar el puñal, seguro que te han dado una puñalada en las tripas. Para luchar con el puñal hay que empuñarlo siempre hacia arriba, bien asido en la palma de la mano y con el pulgar apoyado en la hoja.

El pelotón se dispersó alrededor del campamento; a cada uno se nos había asignado una tarea diferente. No me gustaban nada las patrullas en las que estábamos tan separados. En realidad ibas solo. Sabía que, si me metía en algún lío, era asunto mío solucionarlo lo más rápida y silenciosamente posible. Abrir fuego hubiera despertado a todo el mundo. No tenía intención de acabar en un hoyo con paletadas de arena sobre la cara.

Estaba yo agazapado en algún punto de las defensas exteriores cuando lo vi, de pie en la oscuridad, a un par de metros de mí. Mi única protección era la negrura de la noche, pero él no me había visto todavía. Me di cuenta de lo apurado de la situación. Podía verme en cualquier momento y empezaría el tiroteo. Una mala decisión y estaba acabado. Cogí el puñal. Hubo un sonido. Él se movió, pero no me vio. Salí de entre las sombras y me abalancé sobre él, clavándole el puñal debajo de las costillas. Se desplomó en silencio, por un momento noté su peso en el brazo mientras caía a tierra y se quedaba inmóvil.

Mi primera reacción fue de alivio. Podía haberme matado, pero sobreviví. El entrenamiento con la bayoneta no me había preparado para situaciones semejantes. Los gritos, los alaridos y la agresividad respondían a que actuaras sin pensar. Aquello fue diferente: en silencio, a oscuras, notando el peso de su cuerpo en el mío. Era él o yo. Así son las cosas en la maldita guerra. Tienes que pedirte disculpas a ti mismo todo el rato.

Entonces no pensé más que «me he librado, estoy vivo». Lo único que quería era volver al desierto y reunirme cuanto antes con el resto de la patrulla. Había evitado poner en peligro la operación y di parte de lo sucedido. No me dieron ni las gracias.

Fue el único hombre que maté con mis propias manos, pero me afectó mucho. No lo he olvidado jamás. Los recuerdos se alojan en la memoria, pero las sensaciones están por todo el cuerpo. Y he conservado durante las siete últimas décadas la sensación de aquella noche.