Les Jackson era de esas personas que siempre sabían cuál era la distancia más corta entre dos puntos. Entró en nuestro camarote poco después de que el Otranto se hiciera a la mar, abriéndose paso por entre los cuerpos de quienes dormían en el suelo y despertándolos de todas formas. Miró la fila de chicas que yo había pegado en la pared, entre las que estaba su hermana Marjorie. Esperé algún comentario sarcástico, pero no dijo nada. Ya sabía que yo sentía algo por Marjorie, pero tenía otra cosa en la cabeza.
—Avey, tengo trabajo para ti. Estás en el servicio de limpieza de retretes.
—¿Qué? No lo dices en serio, tío.
—Merece la pena.
Se llevó también a Eddie Richardson. Eddie venía de un colegio privado y llevaba mal pronunciar la palabra «retretes», no digamos limpiarlos. Cuando comprobó que el arma que emplearía iba a ser el cepillo de váter, no le hizo ninguna gracia, pero Les había dicho la verdad. Media hora diaria de limpieza de retretes llevaba aparejado el premio de darnos un banquete digno de un rey. Comer tantos sándwiches de huevos con bacon como pudiéramos. Espléndido. Además, estuvimos exentos de cualquier otro servicio durante toda la travesía. Les se las apañaba perfectamente. Siempre navegaba a favor del viento.
El 5 de agosto de 1940 habían zarpado diecisiete barcos. Uno regresó por problemas en los motores. Los demás seguimos por el mar de Irlanda con nuestra escolta naval. Todavía no teníamos ni idea de adónde nos dirigíamos; era información restringida, incluso para nosotros. Apenas habíamos dejado de divisar tierra cuando el agudo sonido de una sirena de alarma, la alarma antisubmarinos, taladró el aire por encima del traqueteo monótono de los motores. El barco se convirtió en un hervidero de hombres corriendo en todas direcciones. Me abrí paso a contracorriente del gentío en dirección al punto de reunión de mi bote salvavidas. Hombres con rostros demudados peinaban las olas en busca de un periscopio o, peor aún, un torpedo. Vi las señales luminosas desde el puente del Otranto a grisáceas formas borrosas en el horizonte. A medida que pasaba el tiempo, disminuía la sensación de alarma porque no se avistaba nada. De todas maneras, nos dejaron seguir por allí durante horas. La vida a bordo no tardó en convertirse en una monótona rutina.
Me sacó de un sueño profundo un violento tirón de brazo. El camarote estaba lleno de ruidosos soldados y a mí me estaban sacando de la litera.
—Despierta, Avey, tenemos algo para ti. Ya es hora de que te ganes tu dinero —dijo alguien.
Antes de que pudiera abrir los ojos como es debido, me llevaron en volandas por entre multitud de uniformes. Los hombres entonaban cánticos y gritaban entusiasmados a mi alrededor.
—Esto va a ser digno de ver —dijo alguien—. Espera a que el otro vea a este tipo.
Me di cuenta de que me estaban llevando a algún sitio, probablemente para sacrificarme. Recorrimos estrechos pasillos por delante de las puertas de un sinfín de camarotes y subimos empinadas escalerillas hasta salir a cubierta. Me desperté del todo en cuanto la brisa marina me dio en la cara. Recorrimos la cubierta del barco por delante de botes salvavidas colgados de sus maromas e hileras de grandes respiraderos tubulares blancos como auriculares de teléfonos antiguos. Nos dirigimos a popa. A mi derecha un muchacho pecoso estaba haciendo animados gestos de boxeo con los puños. Empecé a entender lo que pasaba.
Descubrí un cuadrilátero para boxear, con cuerdas y todo, en la cubierta de popa. Presidido por un enorme mástil. Había corrido la voz de que yo era boxeador y, en aquellos tiempos, me habría pegado con cualquiera a la menor oportunidad dentro o fuera del cuadrilátero. Normalmente solía ganar yo, pero también solía saber con quién estaba peleando.
Cuando me encontré con los guantes puestos sin haber llegado a verle, me di cuenta de que ya me habían preparado. El otro entró a grandes zancadas en el cuadrilátero. No es que fuera muy alto, quizá uno ochenta y cinco, pero era de complexión grande y fuerte. Era un animoso joven del Black Watch, un afamado regimiento escocés, y estaba claro que todos se esperaban que yo recibiera una paliza.
Evidentemente, era un boxeador callejero, posiblemente incluso profesional, y mientras calentaba me fijé en él y mis nervios se calmaron. Tenía cicatrices en las cejas, las orejas de coliflor y la nariz aplastada. Una persona que había cobrado tanto no era ni muy buena ni muy rápida. Alguien había cometido un error de cálculo y no era yo.
Yo había estado en clubs de boxeo desde chico y era rápido. Ágil y él pesado. Estuvo a punto de darme unos cuantos puñetazos, pero yo le castigué por la izquierda con un golpe rápido seguido de un duro gancho. No le busqué la cara, pero a mediados del segundo asalto le di un fuerte golpe en el plexo solar y cayó casi sin aliento. Y se acabó.
Después del combate me quedé allí para ver los siguientes, pero no me gustó. Convencieron a un oficial del Black Watch para que peleara con uno de sus hombres. Era un tipo claramente impopular y muy dubitativo, por la cuenta que le tenía. Cuando por fin saltó al cuadrilátero lo aporrearon de lo lindo al pobre hombre.
Aparte de eso, el boxeo a bordo del barco era limpio y de tono amistoso. Disputé a menudo unos cuantos asaltos con el bueno de Charles Calistan. Había entrenado conmigo y enseguida congeniamos. Era un tipo guapo con una mata de pelo negro rizado, un angloindio que hablaba urdu y posteriormente demostró ser un héroe. Deberían haberle impuesto la Cruz Victoria. Además, tenía talento para el boxeo y solíamos hacer guantes mientras estuvimos embarcados.
Al cabo de once días echamos el ancla en Freetown, Sierra Leona, la primera tierra que avistábamos desde que partimos de las islas británicas. Estaba claro que íbamos a doblar el cabo de Buena Esperanza para enfilar al norte hacia Egipto. Dos días después, sin haber echado pie a tierra, reemprendimos viaje rumbo a Ciudad del Cabo, donde contemplé la cima plana de la montaña de la Mesa, que conocía por las clases de Geografía, y por un momento me atreví a creer que era posible el paraíso.
Me sentó bien volver a pisar tierra firme, era la primera vez que ponía el pie en suelo extranjero, descontando un viaje a Sheffield a ver críquet. En aquella época del año Ciudad del Cabo era un lugar bastante fresco a la vez que tremendo. Nos dividieron en grupos en el mismo muelle. Eddie, yo y otros dos soldados más fuimos encomendados a un blanco sudafricano de mediana edad y rico, con un traje claro y un coche oscuro. Se había ofrecido a enseñar la ciudad a los muchachos.
Para mí todo era nuevo. No había visto más que un negro hasta entonces, un tipo que vendía no sé qué en el mercado de Epping. Algo charlatán. Afirmaba que podía mirar directamente al sol sin dañarse los ojos.
Ciudad del Cabo no estaba mal como primer botón de muestra del extranjero, y nosotros estábamos de suerte después de haber estado cuatro apretujados en un camarote de dos. El hombre del traje fresco y bonito nos condujo a una casa de estilo colonial con mucho terreno y nos sugirió que utilizáramos las duchas al aire libre de la piscina. Entonces Eddie se dio cuenta de que realmente apestábamos. Después de varias semanas de habernos lavado ocasionalmente a bordo con agua de mar, me puse debajo del chorro de agua limpia y dulce, y noté cómo se llevaba semanas de salitre y sudor. Me costó abandonar la ducha.
Ese mismo día, y por cortesía de nuestro huésped, entramos en uno de los mejores restaurantes que he visto en mi vida, en pleno centro de la ciudad. Tenía un seudocielo con nubes en movimiento y todo proyectado en el techo. Nos quedamos boquiabiertos y, como la comida fue decente, el día nos salió redondo.
Cuatro días después dijimos adiós a Ciudad del Cabo. La montaña de la Mesa se perdió en la lejanía y el convoy volvió a dividirse, dejando al Otranto como uno de los diez buques que doblarían el cabo para enfilar la costa oriental de África. El 14 de setiembre arribamos a la isla volcánica de Perim, a la entrada del mar Rojo. Desde allí partimos a recorrer el último tramo al amparo de las sombras y protegidos por cuatro navíos de guerra. Pronto entraríamos en el radio de acción de los aviones y las fuerzas navales italianas que operaban en Massawa, Eritrea. El Otranto navegaba con las luces apagadas, de tal forma que la tripulación tenía que andar a tientas por el barco. Nuestra oscuridad era total, pero las estrellas rompían la negrura del cielo y alcancé a ver la silueta amenazadora de una gran mantarraya en las fosforescentes aguas del golfo de Adén.
Éramos tropas de refuerzo muy necesarias. Echamos el ancla en Port Taufiq, a la entrada del canal de Suez, entre buques de guerra, mercantes, embarcaciones herrumbrosas que exhalaban humo negro y diminutos dhows y pesqueros árabes, y nos llevaron a Genefa, un extenso campamento próximo a los grandes lagos Amargos. Había empezado la batalla contra la sed, si bien por todo el campamento había enormes tinajas de arcilla rebosantes de agua fresca de un tamaño tal que dentro podría ahogarse un sargento. Eso en cuanto a lo positivo porque, en contrapartida, al día siguiente de nuestra llegada tuvimos que hacer una marcha de cuarenta y dos kilómetros por el desierto, rodeando un pelado promontorio rocoso conocido como la Pulga. Alguien debió de pensar que necesitábamos diversión.
Mientras yo estaba aún en Inglaterra, matando espantapájaros con la bayoneta, habían enviado al desierto al 2RB, como llamábamos al Segundo Batallón.
El dictador italiano Benito Mussolini todavía no había declarado la guerra, aunque estaba al caer. Había pronunciado unos discursos incendiarios durante seis semanas y el batallón estaba alerta. Me acuerdo de haber visto en una revista una fotografía de algunos de sus soldados de élite saltando por encima de una barrera de puntiagudas bayonetas y haber pensado para mis adentros que la situación podría cambiar en cualquier momento.
La Séptima División Acorazada, en la que se encuadraba el Segundo Batallón, se dirigió a la frontera libia al día siguiente de la declaración de guerra. No era la fuerza más moderna del mundo. Algunos vehículos acorazados seguían siendo los viejos RollsRoyce Silver Ghost, utilizados por Lawrence de Arabia en la Primera Guerra Mundial, pero capturaron rápidamente las avanzadillas alineadas a lo largo de la frontera.
Mussolini adoptó su primera iniciativa de verdad mientras nuestro convoy se estaba preparando para adentrarse en el mar Rojo. El Duce, como se hacía llamar, había visto lo conseguido por Alemania en Europa, y también quería un poco de protagonismo para él. Puso los ojos en el Nilo, el canal de Suez y la ruta británica de aprovisionamiento a la India. Ordenó al mariscal Graziani, apodado El carnicero del desierto por el salvajismo con que había masacrado una rebelión árabe, que atacara Egipto y a los británicos. El 13 de setiembre de 1940 pasaron de Libia a Egipto ochenta y cinco mil soldados italianos, y las fuerzas británicas, en franca inferioridad numérica, se vieron obligadas a replegarse. Las tropas italianas no se detuvieron hasta llegar a Sidi Barrani, un emplazamiento costero a unos 110 kilómetros tierra adentro de Egipto. El Duce no dudó en proclamar en sus alocuciones propagandísticas en Italia que habían vuelto a poner en funcionamiento los tranvías de la ciudad. ¿Qué tranvías? Si ni tan siquiera conocían la palabra. Lo único que había era unos cuantos edificios y una colección de chozas de adobe. No había ni una carretera en condiciones, ¡como para tener tranvías!
Los italianos construyeron una cadena de sólidas posiciones fortificadas adentrándose desde la costa en el desierto, en dirección suroeste. Tenían nombres románticos y aromáticos —Tummar, Rabia, Sofafi—, como si pertenecieran a una ruta de las especias del desierto. Los efectivos italianos sobre el terreno llegaron a doscientos cincuenta mil, mientras que las fuerzas aliadas, en franca inferioridad numérica por tierra y aire, no pasaban de cien mil.
El Cairo fue nuestro último interludio antes de entrar en combate, la última oportunidad de relajarnos antes de que empezaran las hostilidades de verdad, los acontecimientos que iban a prepararme a conciencia para la cautividad y todo lo que vendría después. Tres de nosotros, Charles Calistan, Cecil Plumber y yo, decidimos descubrir los dudosos placeres de la ciudad con un par de soldados que sabían moverse por ella. Cecil era un tipo atento, con la frente despejada y la mirada penetrante. Lo había conocido como brillante guardameta de mi equipo de críquet en Essex. Entonces aquellos alegres tiempos en el campo del pueblo eran un recuerdo lejano. En vez de tordos y alondras, volaban milanos negros por una ciudad tan exótica como misteriosa, repleta de soldados aliados: neozelandeses, indios, australianos, además de británicos.
Nos adelantó un gharrie tirado por un caballo, atestado de muchachos vestidos de caqui, todos de buen humor y dispuestos a pasar una noche de juerga. Me dio pena la fatiga del animal atrapado entre los varales. Se bajaron delante de nosotros, gritaron: «Tres hurras por el conductor del gharrie», y luego se fueron sin pagar.
Había camellos portadores de cargas inverosímiles, burros azotados por jinetes que arrastraban los pies por el suelo y una nube de chiquillos a nuestro alrededor pidiendo «propina, propina». Niños pequeños que vendían baratijas de dudoso valor. Otros nos insistían en que compráramos zumos de aspecto sospechoso e higos de mala calidad. Pasó veloz un tranvía polvoriento con las ruedas soltando chispas. En el aire flotaba un halo amarillento, mezcla de humo y partículas de arena en suspensión, todo ello mezclado con el olor de las cloacas.
Salimos de una calle ruidosa, donde los vehículos tirados por caballos se disputaban el espacio con las camionetas, y entramos en el Melody Club. Lo llamaban Dulce Melodía. Sería alguien con sentido del humor. La entrada estaba velada por dos gruesas cortinas echadas, aunque fuera había farolas azules y las ventanas y los portales estaban iluminados. Al entrar por la primera cortina tropecé con un bulto en el suelo. Distinguí en la penumbra el cuerpo de un soldado australiano en estado comatoso a mis pies.
Levantamos la segunda cortina y pasamos a la humareda de un bar mugriento y poco iluminado. Una banda tocaba tras una alambrada en un escenario diminuto. La alambrada estaba justificada. Les costaba hacerse oír entre el griterío. El local estaba atestado, con muchachos venidos de permiso del desierto en busca de algún tipo de diversión. En el techo había agujeros de bala y quién sabe qué más en el suelo. Normalmente se echaba la culpa a los italianos. En el desierto eran hombres de primera categoría, pero, cuando iban a El Cairo y se emborrachaban, podían ser de lo peor.
Flotaba en el ambiente una excitación destructiva. No era un lugar donde poder relajarse. Nos acababan de servir las bebidas cuando se oyó barullo en una mesa del rincón. El muchacho que estaba en medio del jaleo levantó una silla y la tiró hacia atrás sin mirar, contra la mesa de otros parranderos. Uno de sus compañeros lo noqueó de un gancho de derecha. Podía cortar el alboroto de raíz o ser el prólogo de un escándalo monumental. Calmó la situación y el lanzador de sillas fue trasladado inconsciente junto al tipo que estaba tirado a la entrada. Los demás levantaron las sillas, se estiraron los uniformes y el local no tardó en recobrar el griterío anterior.
Los oficiales se dirigían automáticamente a los bares del famoso Hotel Shepheard, donde se daba cita la alta sociedad de El Cairo. Los soldados rasos como nosotros teníamos que ir bien arreglados para entrar. El ambiente del bar con terraza era otro mundo. Un hombre trajeado tocaba un piano vertical; había butacas de rejilla sobre los suelos embaldosados; camareros egipcios ataviados con largas galabeyas servían bebidas en bandejas relucientes que manejaban con una sola mano. Eso estaba mejor. Entonces yo era cabo y mucho más líder que seguidor. Estaba decidido a conseguir que me asignaran una misión y el Shepheard era un lugar más apropiado para mí.
Más tarde, en el animado bullicio de la noche, cruzamos el puente Inglés sobre el Nilo, guardado por cuatro enormes leones de bronce.
—¿Os habéis fijado? —dijo uno de los muchachos—. Rugen cada vez que una virgen cruza el puente, así que atentos.
Hubo una carcajada forzada. No hacíamos más que hablar de mujeres ante la perspectiva cada vez más cercana del desierto. Teníamos bien presente que dentro de nada estaríamos haciendo frente a las balas. Por eso se hablaba tan a menudo de sexo. Resultó que la mayoría de nosotros todavía éramos vírgenes y estábamos dispuestos a reconocerlo. Yo tenía veintiún años y entonces no se estilaba el sexo antes del matrimonio. Ahora parece increíble. Muchos de los muchachos estaban en el mismo barco. Teníamos edad para morir y, sin embargo, todavía éramos sexualmente inocentes. Yo estaba en plena forma y, por supuesto, agotado al final de la jornada de instrucción, y quizá por eso no pensaba mucho en ello. Para otros se había convertido en una obsesión.
El nombre de cierta calle estaba a menudo en boca de los soldados. El Berka era el centro cairota de la profesión más antigua del mundo. Estaba retirado y rodeado de grandes signos blancos y cruces negras; a menudo hacía redadas la policía militar. Eso no disuadía a los muchachos, pero a mí me resultaba ofensivo. Me parecía comprensible que unos hombres jóvenes quisieran ir allí antes de entrar en combate, pero a mí me repugnaba y jamás los seguí. Lo que pasaba era que la perspectiva de marchar al desierto me estaba haciendo más introspectivo. Una distracción podría acarrear un balazo y yo estaba decidido a sobrevivir pese a todo lo que me dispararan. Para eso había que estar muy atento.
—Llevaos los loros y los monos, os vais.
La orden sonaba cómica, pero sabíamos lo que significaba. Nos íbamos al desierto. Lo llamaban ir «al azul» porque era un exótico mar de secano, un territorio fantástico para un chico de un país verde y lluvioso. Íbamos a unirnos a la Séptima División Acorazada, resistente y nómada: las Ratas del Desierto.
El ferrocarril traqueteó por estaciones con nombres tan inverosímiles como Zagazig. A continuación enfiló al oeste bordeando dunas inmaculadamente blancas rodeadas de un mar intensamente azul, pasando por un lugar que entonces no significaba nada para nosotros, El Alamein, y una estación llamada Fuka, que suscitó muchos más comentarios.
Llegamos a Mersa Matruh, donde se habían atrincherado los británicos, creando una fortaleza, y llevamos una vida de trogloditas adelantándonos al futuro avance italiano. Estábamos allí para estorbar a los italianos, de manera que nos adentramos aún más en el desierto. La pista habitual en dirección sur se ensanchó en cuanto los convoyes de camiones empezaron a dar bandazos en los tramos más complicados.
Mi fantasía de ondulantes dunas de arena esculpidas por el viento fue sustituida por una realidad pedregosa, árida, inhóspita, repartida entre pedregales y arenales grisáceos. Lo llamaban el «país de los copos de avena»; aquel iba a ser el escenario de nuestro combate.
Dominaba el paisaje una tremenda escarpadura de gran importancia estratégica. Haggag el-Aqaba discurre en paralelo al mar a 200 metros de altitud en dirección este hacia Sollum, donde sus acantilados rocosos se asoman al mar Mediterráneo con las curvas de herradura del paso de Halfaya. Los británicos ya habían combatido allí cuando avanzaron los italianos. Lo rebautizamos como paso de Hellfire.
El batallón estuvo contactando con las posiciones italianas mediante patrullas nocturnas. Yo estaba en la compañía B y a finales de octubre empezamos a cortar los cables del telégrafo y sembrar de minas las carreteras para impedir que las remotas fortificaciones italianas del desierto recibieran refuerzos.
Empecé a entender mejor el desierto, a sentir la inmensidad de África en sus cielos de 180º con un sol abrasador durante el día y un brusco descenso de temperaturas cuando te echabas a dormir bajo un manto de estrellas. Cuando se levantaba una tormenta de arena no había escapatoria. El hamsin levantaba un vertiginoso muro de arena que se desplazaba igual que una montaña hasta ocultar el sol y arañaba la pintura de los vehículos como virutas de hierro incandescente. Los granos de arena se clavaban a través de la ropa. Durante las tormentas de arena no había otra que ponerse a cubierto. Solo había agua en los birs, antiguos pozos y cisternas, algunos de época romana, de aguas salobres en el mejor de los casos, y en una ocasión con el cadáver de un burro flotando. Así apagábamos la sed, aunque no por mucho tiempo.
Al caer la noche nos agrupábamos, estacionando los vehículos, principalmente camiones y autoametralladoras Bren, en un inmenso cuadro defensivo. Fuera se apostaban guardias con puestos de dos horas mientras el resto intentaba dormir, ya que los frescos atardeceres desembocaban en noches frías. No había hogueras para calentarse en la oscuridad, nada más que capotes, quien los tuviera.
En los meses que siguieron llegué a conocer bastante bien las autoametralladoras Bren. Eran vehículos acorazados con orugas, rápidos, totalmente abiertos, provistos de un potente motor Ford V-8 en el medio. Había espacio para uno y a veces dos tiradores en la parte de atrás y, en el asiento del copiloto, un fusil anticarro Boy, servido por el jefe del vehículo.
También llegué a conocer los grasientos bajos de la bestia porque por las noches cavaba un hoyo en la arena, luego ponía el vehículo encima y entre las gruesas orugas me ponía a cubierto de la metralla, las bombas o las balas. Extendía el saco de dormir, poco más que una gruesa manta envuelta en una funda de plástico, dejaba a mano mi revólver 38 y las granadas, y después reclinaba la cabeza.
Nos despertaba la guardia mucho antes del alba, de manera que el comienzo habitual de la jornada era un golpetazo en la cabeza contra un cárter grasiento. El campamento volvía poco a poco a la vida mientras se encendían los motores, no siempre a la primera. Rompíamos el cuadro, todavía soñolientos y con frío, y nos desplegábamos por el desierto, a cien metros como mínimo, en espera de un ataque al alba. Nadie quería ser blanco fácil de los vuelos rasantes de los bombarderos italianos Savoia. Escudriñábamos el horizonte ateridos de frío durante la espera. No podíamos relajarnos y pensar en el desayuno hasta que el cielo se iluminaba y se iban dibujando poco a poco los contornos del desierto.
Había aprendido a preparar la primera infusión del día como si me fuera la vida en ello. Como tenía frío y hambre y necesitaba tomármela inmediatamente, me vi obligado a hacerlo al estilo del desierto. Cortaba por la mitad una vieja lata de gasolina, la llenaba de arena, le echaba combustible de muchos octanos y ponía encima la marmita de agua. Luego me apartaba y tiraba una cerilla. «¡Fiu!», una nube de humo negro se elevaba al aire. La espectacular explosión me brindaba el primer calor de la jornada y hacía hervir la marmita en un abrir y cerrar de ojos.
Al principio agradecíamos que el tiempo refrescara, pero luego empezó a hacer mucho frío por las noches y ya no tenía ninguna gracia. Incluso llegó a llover por las noches, como si nuestra moral necesitara más humedad. Por aquel entonces la nuestra seguía siendo una guerra de juguete y volvimos a dedicarnos a la instrucción: gimnasia, lectura de mapas, montaje de armas y patrullas nocturnas. Todo eso nos iba a ser de suma utilidad.