No me alisté para defender al rey y al país, aun cuando era bastante patriota. No, me alisté porque me dio la gana, por espíritu de aventura. No tenía ni idea de lo terrible que sería.
Cuando me fui a la guerra, la partida no tuvo nada de heroica. Salimos de Liverpool en el buque de transporte Otranto una luminosa mañana de agosto de 1940 sin la menor idea de adónde nos dirigíamos.
Contemplé el Royal Liver Building a orillas de las anchurosas aguas turbias del Mersey y me pregunté si volvería a ver los pájaros verdes que lo coronaban. Entonces Liverpool no había sufrido muchos bombardeos. Comenzarían un mes después de mi partida, pero por entonces era una ciudad en paz. Yo tenía veintiún años y me creía indestructible. Me prometí a mí mismo que, si perdía alguna extremidad, no volvería a casa. Era un soldado pelirrojo y de genio vivo, que me iba a causar muchos problemas, pero así era entonces yo.
Me alisté en el Ejército porque era demasiado impaciente para alistarme en la RAF. El papeleo tardaba más. Fue la primera vez que me acompañó la suerte. Cuando veía surcar las nubes a los Spitfires seguía teniendo ganas de volar, pero alistarme en la RAF habría significado una muerte prácticamente segura. Los pilotos de la RAF eran los caballeros del aire, pero, al empezar la batalla de Inglaterra, los pobres diablos no duraron mucho y yo tuve la suerte de librarme.
Me alisté el 16 de octubre de 1939 y, como era un tirador de primera, el fusilero Denis George Avey, nº 6914761, fue seleccionado para el Segundo Batallón de la Brigada de Fusileros y enviado al acuartelamiento de Winchester para recibir formación.
Fue bastante riguroso, lloviera o hiciera sol. A los nuevos reclutas nos lo ponían particularmente difícil por «norma». Hacíamos instrucción sin parar, además de ejercicio físico e interminables carreras de obstáculos, de tal forma que por las noches caíamos agotados en el catre; acabamos adquiriendo bastante buena forma física. Nos enseñaron a utilizar todas las armas existentes en el Ejército británico, aunque yo me había criado entre armas. Tenía ocho años cuando mi padre me compró la primera escopeta de cartuchos, con la culata especialmente acortada para poder manejarla. Todavía la tengo colgada en la pared de casa.
Mi padre me impuso una disciplina férrea en cuestión de armas. En el campo no existía el «quizá», todo era blanco o negro. Me crié en un mundo de certezas morales y se suponía que yo debía ponerme del lado correcto. Me enseñó a respetar a las personas y a los animales. Se cazaban aves para comer, no para divertirse. Aprendí a tirar al plato y no tardé en lanzarlos yo mismo al aire, tomar la escopeta y retirarlos de la circulación antes de que cayeran al suelo.
Disparar con el fusil de asalto es una cosa distinta, aunque enseguida le pillé el tranquillo y al poco tiempo hacía diana en blancos situados a más de 450 metros de distancia.
Al cabo de una jornada particularmente larga de ejercicio físico, fuimos al campo de tiro de Winchester. Apreté el gatillo del Lee-Enfeld calibre 303, noté el retroceso y di en el blanco sin problemas.
Los tipos que colocaban los blancos estaban escondidos detrás de un terraplén. Marcaban los disparos con una vara larga terminada en un disco blanco de 30 centímetros de diámetro. Cuando el tipo levantó titubeante la vara en dirección al blanco para marcar mi disparo, eché otra vez el cerrojo y disparé apuntando directamente al disco blanco. El hombre de los blancos no corrió ningún peligro, pero me avergüenzo de haber hecho aquel alarde. Me echaron un buen rapapolvos, pero me dio popularidad entre los demás soldados. Me convertí en una estrella por mi puntería y en prueba de ello me pusieron un galón en la bocamanga.
El entrenamiento con las bayonetas fue francamente espeluznante. En Fusileros a las bayonetas se las conocía como «espadas». Nos estábamos preparando para matar personas cuerpo a cuerpo, tanto que podíamos olerles el aliento y ver si se habían afeitado esa mañana. Se nos ordenaba correr dando gritos y alaridos contra efigies humanas situadas a 20 metros de distancia. Clavarles la bayoneta en las tripas, sacarla y de paso darles un culatazo para partirles la cabeza.
El sargento Bendle nos miraba con gesto de desaprobación. Era un hombre fornido, bajo y duro. «Más alto, más alto», bramaba hasta ponerse congestionado. No se conformaba hasta que no gritábamos tan alto como él.
Se trataba de guerra psicológica y dar voces resultaba útil, pero teníamos que repetirlo una y otra vez hasta hacerlo bien. Porque si la cuestión era el otro o yo, no iba a ser yo quien se quedara retorciéndose de dolor.
La esgrima con bayoneta cuerpo a cuerpo era mejor porque, por lo menos, parecía un deporte. Utilizábamos bayonetas acopladas al fusil con un resorte y una funda protectora en la punta. Si dábamos un tajo sin que estuviera bloqueada, la bayoneta se retraía. Pero, como no podía ser menos, al llegar al fondo el resorte volvía a saltar y te daba un buen golpe en el vientre, para recordarnos lo que podía suceder si bajábamos la guardia.
Después de Winchester fuimos a Tidworth, en la llanura de Salisbury. Allí había un oficial especialmente popular entre los muchachos. Un caballero elegante, muy atildado con su bigotito recortado y el pelo cuidado. Por aquel entonces era subteniente, creo, un oficial muy competente, aunque nosotros lo conocíamos más como Raffles, el ladrón caballero. La película había salido justo antes de la guerra y todavía se veían carteles. El oficial era el suave y sofisticado actor de cine David Niven.
Después de un ejercicio nos reunimos a charlar con él, queríamos que nos contara chismes de la meca del cine. Se sentía cómodo con sus admiradores, pero se había formado en Sandhurst antes de la guerra y ahora estaba volviendo a adaptarse a la vida militar. Había dado la réplica a Olivia de Havilland en Raffles, aunque hablaba más de Ginger, su compañera de cartel en Bachelor Mother, y todos sabíamos por qué. Le gastamos unas cuantas bromas al respecto antes de que uno de los muchachos se descolgara con «Seguro que le gustaría estar ahora en un sitio que no fuera este, ¿verdad?». Se hizo un momento de silencio y entonces él dijo: «Digamos que ahora mismo preferiría estar acariciando las tetas de Ginger Rogers».
Volvimos a la realidad la cuarta semana de mayo de 1940, cuando nos seleccionaron a un centenar de soldados y, sin darnos ninguna explicación, nos llevaron a la estación de ferrocarril de Tidworth. Sabíamos que la situación era mala en Francia. Me pusieron al mando de unos veinte hombres y me dijeron que distribuyera los morteros, las ametralladoras Bren y los fusiles.
Una hora después llegó el tren pitando entre nubes de vapor y humo. Nos mezclamos con los civiles y empezó el trayecto hacia la costa.
La fuerza expedicionaria británica estaba en graves apuros, con Calais asediado y los alemanes estrechando el cerco. El Primer Batallón de la Brigada de Fusileros fue enviado para allá y nuestra unidad del Segundo Batallón puesta en alerta para ir en su ayuda.
Nos instalamos a este lado del Canal. Escudriñando la intensa luz de la costa desde la seguridad de Inglaterra, era difícil imaginar el desastre que se estaba gestando al otro lado del estrecho brazo de mar; solo nos llegaba el estruendo del armamento pesado, un ruido extraño y melancólico.
El Primer Batallón, trasladado a marchas forzadas, no estuvo más que dos o tres días en Francia para mantener abierto el puerto de Calais, a fin de facilitar la retirada de nuestro ejército. Opusieron una dura resistencia, luchando hasta que se agotaron las municiones. La mayoría murieron o fueron capturados y la Royal Navy no trajo de vuelta más que un puñado de supervivientes. Winston Churchill les dio las gracias posteriormente. Dijo que su acción había inmovilizado al menos dos divisiones acorazadas alemanas mientras los barcos pequeños rescataban a muchos hombres de Dunkirk.
Entrar en acción habría sido un suicidio para nosotros. Nos habrían liquidado en el mar. Menos mal que los gerifaltes se dieron cuenta y desecharon la idea. Si yo tenía un ángel de la guarda, se me había vuelto a aparecer. Era la segunda vez que me libraba después de no haber podido alistarme en la RAF.
Acabaría pisando tierra del continente, solo que como prisionero de guerra.
Después de aquello nos trasladaron al norte, a Liverpool, y acampamos en el hipódromo de Aintree, escenario del Grand National, aunque entonces acogía una inmensidad de soldados en espera de ser destinados quién sabía dónde.
Dormíamos al sereno e, incluso a principios del verano, nos despertábamos entumecidos y con el saco de dormir empapado de rocío. Pasar la noche en el Canal Turn, con su famosa curva en ángulo recto, era un regalo para un muchacho que había vivido y convivido con caballos en el campo. Al cabo de tres semanas nos trasladamos a un gran edificio civil y por lo menos nos libramos de la humedad.
Ahí fue donde conocí a Eddie Richardson. Era un buen exponente de una acreditada familia de militares y le llamábamos Eddie Regimiento, en abreviado, Reggie. Era muy bien hablado, quizá un poco redicho en comparación con el resto de nosotros, y compartíamos habitación. Meses después habría de pasar apuros en el desierto, el mismo día que mi suerte me llevó al sur.
La instrucción que recibí en Liverpool fue algo totalmente diferente. Nos entrenamos en el combate casa por casa en calles destinadas a la demolición. Aprendimos el delicado arte de fabricar y lanzar cócteles molotov con botellas de vidrio llenas de gasolina. Dominamos las granadas Mills, con el aspecto de una piña pequeña con muescas ojivales. Llegaría a familiarizarme mucho con ellas en los meses que siguieron. Eran sencillas y de fácil manejo. Podía modificarse la longitud de la mecha para tener tres, siete o nueve segundos antes de la detonación, pero había que saber hacerlo. Había que evitar por todos los medios que el adversario te la devolviera. Tirabas del seguro, echabas a correr y la lanzabas con el brazo estirado, como en los bolos, al tiempo que te echabas cuerpo a tierra. Si no estallabas en la operación, la granada acababa en un enorme hoyo que amortiguaba la explosión. Para mí seguía siendo un juego, porque a los dieciséis años yo había enviado a noventa metros una pelota de críquet.
Al zarpar de Liverpool en el Otranto sabíamos que dejábamos Inglaterra en difíciles condiciones. Francia había capitulado ante los alemanes en junio, Italia había declarado la guerra a los aliados, menudeaban los combates aéreos entre la Luftwaffe y la RAF y estaba en sus inicios la batalla de Inglaterra.
Cuando embarcamos, las dos chimeneas de bordes ennegrecidos echaban humo y la brisa se mezclaba con el caótico griterío de los hombres en busca de acomodo. Unos llevaban petates y buscaban camarote, mientras otros gritaban a sus amigos y daban vueltas por el barco. Debajo de nosotros iban los vehículos y el equipamiento pesado.
Les Jackson estuvo allí desde el principio. Entonces era cabo y se había reenganchado; un gran tipo, risueño y con un agudo sentido del humor. Era mayor que todos nosotros, andaba por los treinta. Pero trabamos amistad al principio y seguiríamos juntos hasta el final. Dieciocho meses después, coincidí con él cuando nos lanzamos de cabeza contra una barrera de fuego de ametralladora.
Les me había presentado a su familia en Liverpool y yo le había echado el ojo a su hermana Marjorie. Era una chica rubia muy atractiva, con un dulce acento de Liverpool, amable, que bailaba muy bien. Había salido con ella un par de veces, pero ambos éramos la inocencia personificada. En aquellos tiempos, cuando acompañabas a casa a una chica por la noche, lo más que podías esperar era un beso en la mejilla. De todas formas, era especial. Su familia me había brindado su hospitalidad. Le gustaba el sorbete al bueno de Les, pero pasarían cinco años antes de que volviera a entrar en su casa para invitarle a una cerveza y no sería una ocasión feliz.
Llevaba la fotografía de Marjorie pegada en la pared del diminuto camarote sin ventilación que compartía con otros cuatro soldados unos cuantos pisos más abajo, aunque la suya no era la única. Siempre había tenido montones de novias, de tal forma que para entonces ya había reunido una buena colección.
Yo ocupaba la litera de arriba y Bill Chipperfield la de abajo. Era un tipo muy llano de una familia muy pobre del sur, honrado a carta cabal y una buena compañía en todo momento. Había otros dos muchachos, pero los pobres diablos tenían que dormir en el suelo. Íbamos apretados como sardinas en lata y era imposible moverse a oscuras sin tropezar con alguien.
Nos dieron un permiso de veinticuatro horas para despedirnos de la familia antes de embarcar. La mayor parte del tiempo se me fue en el viaje de ida y vuelta. Mi familia vivía muy al sur, en el pueblo de North Weald, Essex. Eran agricultores acomodados y, como nunca nos faltó de nada, yo había pasado una infancia tranquila en el campo.
Mi madre se echó a llorar al despedirse de mí. Me hice una fotografía con mi hermana Winifred. Todavía la conservo, ella con los cabellos castaños y ondulados al viento. Llevaba un vestido de punto y un collar. Yo, de uniforme con los pantalones subidos, la guerrera ceñida a la cintura y una gorra encasquetada en la cabeza con aire de desenfado. Al despedirme no se me pasó por la cabeza que pudiera no volver. Pensaba que me las arreglaría. La juventud es así. Winifred ocultó sus sentimientos en lo más íntimo de su ser. No sabíamos qué nos depararía la guerra, por lo tanto, ¿por qué preocuparse?
Quien sí lo sabía, pero no dijo nada, fue mi padre, George. Había combatido en la Primera Guerra Mundial y sabía lo que eso significaba: mugre, sangre y privaciones. Se limitó a estrecharme la mano y desearme suerte. Era un hombre apuesto y orgulloso con los cabellos espesos y castaños, un cristiano con sólidos principios y músculos en consonancia. Nunca había sido capaz de demostrarme mucho cariño; pero lo que sucedió después tuvo que ver con él porque desde siempre había procurado inculcarme la idea de que los principios había que ponerlos en práctica. Fue secretario municipal en una época en que ese puesto llevaba aparejados el respeto y la omnipotencia entre el vecindario, aunque se ganó el apoyo de la gente porque siempre ayudó a cualquiera que atravesara dificultades. Me enteré mucho después de que pagaba de su bolsillo los impuestos municipales de los vecinos más pobres.
Le resultaba difícil expresar afecto en casa y solo hacía elogios muy de vez en cuando. Cuando gané un codiciado trofeo deportivo de niño, lo único que dijo fue: «Bien hecho, muchacho»; y no volvió a hablar de ello. No me di cuenta de cuánto pensaba en mí hasta después de la guerra. Se alistó, mintiendo sobre su edad, poco después de que yo me hiciera a la mar. Más adelante me contaron que siempre preguntaba por mí por dondequiera que pasara. Creo que pensaba que podría cuidar de mí, aunque, por supuesto, nunca llegamos a encontrarnos. Lo capturaron en Creta y tuvo que realizar trabajos forzados en Alemania construyendo un ferrocarril de montaña, a pesar de contraer una neumonía. Dedicó buena parte del tiempo a tirar por las laderas todo tipo de material, para demostrar que no estaba derrotado. Es verdad que podía llegar a ponerse así. Probablemente en eso he salido a él.
Cuando estaba en cubierta observaba a la tripulación preparándose para las amenazas que nos acechaban, los submarinos y las minas ocultas bajo las olas, esperando que nos hicieran un boquete en el casco y nos enviaran al fondo del mar. La única protección real contra las minas era un paraván, un artefacto en forma de torpedo con aletas de tiburón. Acodado en la barandilla, yo observaba cómo lo arriaban por la borda y lo sumergían bajo las olas.
El artefacto en forma de tiburón cobró vida al contacto con el agua y las aletas lo sumergieron y lo alejaron del barco. Soltaron el grueso cable hasta que estuvo a considerable distancia y en paralelo al barco. El cable servía para separar a la mina de su amarre y, o bien ametrallarla cuando surgiera a la superficie, o bien deslizarla por el cable hasta dar contra el paraván y estallar en una torre de espuma blanca sin dañar al barco. Nos proporcionaba cierto alivio.
Me fascinaba ese tipo de armatoste. Siempre me había gustado enredar con coches y motos y, cuando todavía estaba en el colegio, ansiaba estudiar ingeniería. Ya entonces era mandón; tenía que ser yo quien diera las órdenes. Siempre había sido así. Cuando me hice mayor tuve mi propio ejército de chiquillos y desfilábamos con armas auténticas al hombro, aunque sin munición. En el colegio me nombraron prefecto y me encargué de controlar a los valentones, cosa que hice. En otro momento de mi vida, mi esposa Audrey decía en broma que yo me había convertido en un valentón. Sospecho que lo decía medio en serio. Desde luego, yo no tenía miedo a nada.
Me matriculé en el Leyton Technical College del este de Londres y culminé con éxito mis estudios. En 1933, mientras Hitler se convertía en canciller de Alemania, yo subía al escenario del Leyton College Hall a recibir el diploma de estudios de un hombre sentado detrás de una mesa. Yo no tenía más que catorce años, pero él debiera haberme impresionado más. Era el poeta y soldado de la Primera Guerra Mundial Siegfried Sassoon, un hombre de cuarenta y tantos años, con los cabellos todavía castaños peinados a raya sobre la frente despejada. Pronunció unas breves palabras de felicitación y me alargó dos volúmenes de color vino con un escudo y una espada estampados en oro. Había elegido libros de Robert Louis Stevenson y Edgar Allan Poe.
Parecía todo muy lejano. La silueta de tierra firme se difuminaba entre la bruma. El mundo civilizado que yo había conocido, con sus normas y costumbres, su sentido de la decencia, también se iba desvaneciendo poco a poco.