CAPÍTULO XI

En Miawa, cercana aldehuela de la montaña, vivía una bruja famosa, Majorova, la bruja del bosque. Tras la muerte de Darvulia, no habían quedado para obedecer sin lógica ni fantasía a Erzsébet más que seres embrutecidos: Ficzkó, el enano idiota; Jó Ilona y Dorkó cuya malevolencia era puramente material; Kata, que no se deslizaba en la sala de torturas más que para sacar los cadáveres; y los gatos negros brujos por todas las escaleras.

Erza Majorova ocupó entonces el puesto dejado por Darvulia. No sólo sanaba con filtros, predecía a las jóvenes su futuro sentimental y curaba a las mujeres de los campesinos, sino que los grandes personajes de la región también la llamaban a su lado. Se convirtió en la curandera titular de Erzsébet. La decían consagrada al Diablo; conocía el secreto de los maleficios, sabía cómo hechizar a las personas y cómo matar al ganado. Circulaban sobre ella siniestros rumores. No obstante, las damas de los castillos iban a verla, pues poseía misteriosas recetas de perfumados baños de plantas mágicas que hacían desaparecer las señales de la viruela y las quemaduras. Majorova también había llevado de vez en cuando muchachas al castillo.

Cuando alguien incomodaba a Erzsébet, ésta no dudaba en decir a Darvulia que hiciera los famosos «pasteles». Inmediatamente, Darvulia iba a pedirle veneno a Majorova. El pastor Ponikenus recibió un día, en un cesto que trajo una campesina, unos cuantos pasteles de ésos. Pero, avisado por los sentimientos que la Condesa abrigaba hacia su persona, convencido de que deseaba su muerte porque sabía demasiado, se los echó a un perro, que murió. La bruja componía su veneno con plantas del bosque: la belladona, la cicuta y el acónito de los pastos de la montaña. Cuando se trataba de matar al caballo favorito de un señor, se mezclaba el veneno en esos pasteles de semillas de amapola con los que se calmaba a los caballos excesivamente fogosos.

Un día en que, en la penumbra del cuarto, conversaba con Erzsébet, que se lamentaba de la pérdida de su célebre belleza, Majorova le había afirmado que sabía por qué los baños de sangre no daban resultado.

La Condesa, en efecto, había envejecido; su propio cuerpo, ante el tan consultado espejo, revelaba sus erosiones: «Me has mentido, le gritaba a la bruja, eres la desgracia de todas mis desgracias, tus consejos han fallado. Ni siquiera esos baños de sangre de jovencitas han surtido efecto, después de los de plantas balsámicas. No sólo no me han devuelto la belleza sino que no han retrasado el avance de la decrepitud. ¡Encuentra un medio o te mato!».

En el acto, Majorova había dado cita a la Condesa en lo más hondo del infierno, transcurrido un año justo, si recibía de ella el menor daño. Después, había declarado: «Esos baños de sangre han resultado inútiles porque era la sangre de simples muchachas del campo, sirvientas que eran casi como animales. No hacen mella en tu cuerpo; lo que necesitas es sangre azul».

Erzsébet lo entendió en seguida y, fascinada, preguntó si se harían esperar mucho los efectos. «Dentro de un mes o dos, empezarás a notarlos». Le pareció tan lógico que, inmediatamente, se procedió, por todas las comarcas de Hungría, a dar caza a las hijas de los zémans, los nobles campesinos, barones o caballeros. Y fue una cacería encarnizada.

Las espías de Csejthe iban de aldea en aldea. Iban lejos. Jó Ilona hacía que la llevaran los carros de campesinos que pasaban por el camino; Dorkó, alta y fuerte, andaba mucho, a grandes zancadas; la vieja borracha, Kardoska, entre siesta y siesta en las cunetas, no perdía ni una ocasión de informarse de lo que ocurría en tal o cual casa de gentilhombre pobre.

La estratagema que se le había ocurrido a Erzsébet para atraer a su casa a las hijas de los zémans era muy sencilla. Sus criadas tenían que declarar en estilo húngaro florido, pero claro, que la «Dama de Csejthe» se veía, en el momento de enfrentarse con un invierno más, sola en su aislado castillo; que estaba dispuesta a acoger en su casa a jóvenes de familias nobles para iniciarlas en el buen tono y en los buenos modales y también para enseñarles idiomas. A cambio, no pedía más que su compañía en Csejthe durante el largo invierno.

La compañía le salía barata a Erzsébet, pues el pacha turco de Nové-Zamki tenía que pagar por cada joven cristiana que le entregaban para su harén el valor de diez caballos de raza.

Las viejas, a fuerza de rodar por los caminos y las aldeas, trajeron muchas jóvenes: unas veinticinco. ¿Acaso no habían hecho muy válidas promesas a los padres? ¿Qué riesgos podían correr, junto a una mujer noble, las hijas de unos barones?

No bien llegaron a Csejthe, dos de ellas desaparecieron, A las otras, las habían llevado a Podolié, en los alrededores, en cuya misma aldea poseía la Condesa una especie de casa-castillo cuyos sótanos sirvieron de almacenes de jóvenes. Allí venían desde Csejthe a buscarlas y allí llevaban sus cadáveres para enterrarlos en el cementerio, sin la intervención de Ponikenus.

Al cabo de dos semanas, no quedaban más que dos de las veinticinco hijas de zémans, una de ellas muerta en la cama; hablando de ella, declararon los sirvientes «que tenía todo el cuerpo acribillado de agujeritos, pero sin una gota visible de sangre». A la última, la acusaron de haber matado a la otra para cogerle una pulsera de oro. Se escabulló por el patio hasta la puerta del castillo donde la atraparon. Se suicidó en la prisión con un cuchillo de cocina. Aunque se sospecha que la apuñaló la propia Erzsébet, pues la habían visto entrar momentos antes en el subterráneo.

Jó Ilona, Dorkó y Kardoska, que se vieron en dificultades, tras tan rápida hecatombe, para encontrar jóvenes de familias nobles, se pusieron de acuerdo y se concertaron para coger a jóvenes campesinas y hacerlas pasar por jovencitas de sangre azul. Regresaron al castillo pequeño de abajo con cinco muchachas en un coche y las llevaron directamente a las dependencias de servicio del fondo del patio. Allí las lavaron, las peinaron y se esforzaron sobre todo por blanquearles y suavizarles las manos. Luego, las vistieron lo mejor que pudieron con el vestuario de las muertas y, por la noche, se las llevaron a Erzsébet. Dorkó contó que las había encontrado en Novo-Miesto, durante el priadky, es decir durante las veladas en que se hilaba la lana cantando y contando cuentos. Ni siquiera los haiducos que guardaban la sala y vieron llegar a las muchachas se engañaron; pero no osaron decir nada en presencia de Erzsébet. Ocurría esto en diciembre de 1610.

Se había considerado el castillo pequeño, abajo, en la aldea, demasiado exiguo para alojar a los invitados a la fiesta junto con sus séquitos. Demasiado pequeño y excesivamente modesto, aun cuando fuera más fácil de calentar que el alto Csejthe en su espolón rocoso batido por todos los lados por el viento de la montaña; pero, sobre todo, excesivamente céntrico dentro de la aldea, demasiado rodeado por las casas de los humanos.

Erzsébet había dictado sus órdenes apresuradamente: «Que limpien el castillo de arriba, que esté listo para diciembre y volveré a vivir allí pues quiero irme de Csejthe en cuanto pase el Año Nuevo». Aunque presentía algo nefasto, apenas pensaba en otra cosa que no fuera retirarse allá arriba, en la solitaria colina, entre esos muros que ahogaban los gritos, para probar la suprema receta que pondría a salvo su belleza. También estaba preparando toda una serie de impuestos nuevos y prohibía a los propietarios vender las cosechas de trigo y vino antes de que se vendiesen las del castillo: «Necesitaré mucho dinero antes de irme», decía.

De hecho, lo estaba disponiendo todo para marcharse a Transilvania. Quería ir con su primo Báthory Gábor, casi tan cruel como ella. Allá la esperaba un gran castillo: en él hallaría refugio seguro para continuar su vida dedicada a lo extraño, a lo raro, al crimen.

Así, mientras los trineos transportaban de árboles para leña y el agua del río, la Condesa, arropada en pieles blancas y negras, había vuelto a subir más cerca del bosque salvaje, más cerca d les que salen de noche para ir a merodear en torno a las murallas. Volvió al antiguo dormitorio habitado por el alto y hueco frío, atenuado apenas por el humo del musgo húmedo que se consumía sobre los troncos de roble y de fresno en las chimeneas. Los espejos estaban en su sitio. Los trajes de Viena menos valiosos estaban colgados, púrpuras oscuras y terciopelos sombríos. Los otros dormían tendidos en las arcas como mujeres desmayadas; los hilos cruzados de perlas, el raso amarillento reposaban entre vagos olores, como transidos.

Erzsébet tenía cincuenta años; sin embargo, vampiro que no vive de su propia vida, había permanecido sin edad. Todo había pasado. Se había liberado de sus cuatro hijos mediante las donaciones que se imponían, había asistido a aquello a lo que no podía faltar, hablando poco, pronunciando sólo palabras graves. Había inspirado amor; pero, siempre, poco después, había abandonado ese fuego negro que no la quemaba.

Lo que le quedaba, en medio de sus viejas sirvientas, insignificantes a sus ojos, que se plegaban a todos sus caprichos, era su reino subterráneo, en el que se embriagaba con su propia gloria, en el que podía, sin discusión, entregarse a su verdad, ordeñando, solitaria, la sangre para recibirla en su estática belleza.

Navidad de 1610. Erzsébet sentía que le crecía por dentro una sorda irritación.

Presburgo era en aquella época la capital de Hungría. Debía haber ese año sesión solemne del Parlamento, presidida por el rey Matías. Todos los palatinos de las provincias, los nobles y los altos magistrados estaban convocados. Csejthe se encontraba en el camino que va de la Hungría del noroeste a Presburgo. Por eso, varios ilustres personajes que tenían que ir al Parlamento le habían pedido a Erzsébet Báthory, durante las fiestas de Navidad, hospitalidad en el antiguo castillo de los emperadores.

El pretexto de una reunión de familia no habría bastado. Pues Thurzó no abandonaba Bicse ni se separaba de su querida esposa sin gran pesar. Por su parte, Megyery había dado un rodeo para venir desde Sárvár donde había dejado a Pál Nádasdy. Había también otros gentileshombres con su séquito y, sobre todo, se esperaba al rey Matías II en persona.

Esta asamblea, de la que las mujeres estaban casi totalmente ausentes, se parecía curiosamente a un tribunal. Erzsébet se sintió amenazada. Envió invitaciones a los castillos de los alrededores para poblar la mesa y los salones de baile con un gentío rutilante y distraer el ánimo de sus severos invitados. Luego, pensó en su atuendo. Estaba sola para recibir a todas estas personas tan importantes. ¿Pero qué podía temer la viuda del gran Francisco Nádasdy? Blanca y negra, deslumbrante bajo las luces en medio de sus damas de honor deshaciéndose en donosuras y sonrisas, se presentaría, flor venenosa y, como siempre, impasible.

La posición de György Thurzó, gran palatino de la Alta Hungría y muy estimado por el rey por su valentía y honradez, estaba amenazada, sin embargo, continuamente, por intrigas. En primer lugar, pertenecía a una de las mayores familias protesta no, mientras que el rey, como la mayoría lo rodeaban, era católico. La oposición más grave provenía del cardenal Forgách, que hubiera querido que el palatino fuera un católico y no un hereje. Existía en ese momento, sin que ni siquiera Thurzó lo supiera, una corriente que le era claramente desfavorable. Y hete aquí que una infamante acusación lanzada contra su pariente Erzsébet, viuda de su mejor amigo, Nádasdy, estaba adquiriendo serias proporciones. Ciertamente, había oído hablar desde hacía mucho de las cárceles subterráneas de Csejthe, de la «Doncella de hierro» y de las diabólicas sirvientas y, de forma sin duda más velada, de los baños de sangre. Pero el alcaide de Csejthe y el pastor Ponikenus, en cambio, habían contado hechos concretos: en circunstancias misteriosas, cuatro cadáveres de jóvenes, con huellas de torturas, acababan de ser arrojados a la nieve por las murallas y dejados como pasto a los lobos. La aldea de Csejthe se atrevía incluso a quejarse y reclamaba la apertura de una encuesta. Y, por encima de todo, el rey estaba informado por Megyery, por uno de los Consejeros y por el cardenal Forgách.

El Parlamento debía reunirse inmediatamente después de Navidad. A Erzsébet apenas la inquietaba, pues en Presburgo la autoridad estaba en manos de Thurzó. Desconfiaba de Viena y del rey. En esa época en que se encontraba próxima a su pérdida, la obsesionaban más que nunca ideas de crimen, planes de últimos baños de sangre y el deseo de suprimir a toda costa a quienes se cruzaran en su camino. Quería acabar de una vez con Csejthe y, tal vez, incluso, quemaría el castillo de abajo, de la aldea. Como los criminales que, en un momento dado, creen haber conseguido la impunidad y alcanzado una vida nueva, acumulaba las imprudencias que iban a perderla. Entre tanto, la mendiga Kardoska le trajo dos muchachas cuya casta no se preocupó de averiguar. Caía la nieve; el viento era helado.

Con el solsticio de invierno, Erzsébet sabía que había llegado la noche en que Satanás es propicio a las brujas. Ahora le era menester afrontar sola esa fecha fatídica, mientras los criados cambiaban de lugar los muebles, corrían los bancos por las anchas baldosas y tapizaban las paredes de carmesí y de plantas, oscuras guirnaldas de yedra y tejo. En verdad, el Parlamento de Presburgo había escogido muy mal el momento. Esa misma noche, Erzsébet habría tenido que salir a caballo y marcharse a lo más intrincado del bosque, hasta el humo de la cabaña de la bruja, sin dejar de murmurar fórmulas reservadas a esta noche de la antevíspera de Navidad. Pues la Navidad es la naturaleza paradisíaca exultante que entrega su centro de oro. Pero la noche de la antevíspera es la de Lilith, la gran noche negra del caos, de donde ha salido éste para que se hagan los mundos. En el acre humo de las yerbas, que embriaga y procura el trance, se abre el reino de la noche, de la gran noche, la noche del tiempo, la noche que lo ha embrujado todo. El sol está entonces en el punto extremo de su declive; y la tierra hace brotar sus encantamientos. Es el solsticio de la tierra, apagada, moteada, parda. Es el solsticio femenino.

¿Quiénes eran, pues, esos seres, esos enfadosos muñecos a los que Erzsébet no le quedaba más remedio que aguardar? ¡Qué significaban esas arbitrarias citas!

Cuando la bruja del bosque fue a llevar la leche al castillo, Erzsébet le mandó decir que quería hablar con ella en su cuarto. Allí, a solas las dos, le preguntó si podría hacerle un gran pastel mágico para la noche de la fiesta del Diablo, La bruja enumeró los utensilios que le hacían falta y aseguró que ella misma llevaría el resto, llegada la noche. Calculó las horas que se reparten los planetas: en la décima, Saturno sería el amo del cielo para las obras de odio. Largas horas planetarias del corazón de la noche invernal, horas que duran una hora y un tercio de hora, frío collar desde el crepúsculo hasta el alba, a uno y otro lado de la misma nieve.

La noche anterior a la Nochebuena, a las cuatro de la madrugada, en uno de los cuartitos de piedra subterráneos, todo estaba listo: ardía el fuego, los utensilios de barro vidriado y cobre relucían en el suelo. En un caldero se calentaba el agua del río; al lado había una artesa dispuesta para hacer la masa.

Y en las baldosas reposaba un brazado de belladonas, secas ahora, pero que en septiembre habían sido en el bosque fuertes plantas de jugoso tallo, transparente como el vidrio, con sus flores inclinadas, de un pardo lívido y sus frutos relucientes. Eran las viejas plantas de los Cárpatos que se arrancaban para cocerlas enteras en leche y, a veces, en vino. Servían para dormir a las mujeres con dolores de parto y a los soldados a los que había que practicar una amputación. Delante del espejo, las damas se pasaban el jugo por la cara para volverse más pálidas. Mezclado con la belladona, estaba el «alraum», la mandrágora cuyas hojas quemaban las magas de los escitas y cuyo humo embriagaba al pueblo antes de predecir el porvenir de su raza.

En el corazón de la noche mágica, Erzsébet se inclinó hacia el tazón brujo en que, todos revueltos, los poderes esperaban el conjuro. Los vapores llenaban de bruma el subterráneo. Aspiró el olor, dejó caer las pieles y los vestidos y entró en la artesa. La bruja vertió sobre su cuerpo, como sobre un largo pan envenenado, sin desperdiciar una sola gota, un agua verdosa de solanáceas maceradas. Estuvo mascullando algo sin tregua en un antiguo dialecto, encerrándose con la Condesa en un círculo de palabras en que se repetían, a intervalos regulares, cuatro nombres. Cuando la Condesa hubo saturado el agua con el fluido de su cuerpo y de su alma, repitiendo su propio nombre, Báthory Erzsébet, la mujer tomó la mitad de esta agua hechizada y vuelta a hechizar para heñir la masa. Después, devolvería el resto al río, cuidando de que no se derramara ni una sola gota. Pues hasta esa gota, helada sobre una piedra del camino, minúsculo carámbano, habría sido Erzsébet Báthory. El río recobraría el agua y el encantamiento, para seguir haciéndolos correr hacía el Vah, entre los árboles inmóviles, cubiertos por la escarcha de la noche.

Bajo las antorchas y el farol, la bruja heñía el pastel conjurando a los espíritus de la Tierra y de Saturno. La hora era larga. Todo, en esta hora de finales de diciembre, estaba allí en potencia: el crecimiento de los árboles jóvenes a lo largo del año, el despliegue de las alas de los insectos, ahora lejanos, adormecidos bajo las piedras, el futuro lugar de los nidos, y el sueño revigorizante de los animales en hibernación bajo el henchido bulto de sus pieles.

Y en la masa se acumulaban, conjurados, los maleficios contra el rey Matías, contra Thurzó, el gran palatino, y Cziraky, y Emerich Magyery, con aquéllos que podían perjudicar a Erzsébet Báthory.

El día siguiente era la víspera de Navidad. Iban llegando los invitados de los castillos menos alejados. El patio se iba llenando de trineos y de tiros de caballos humeantes. Por doquier, canciones, salvajes tonadas húngaras cuya última nota temblaba en el aire del invierno. De lejos, se oían venir otros trineos, cascabeles y el martilleo de los cascos en el pavimento barrido del sendero que subía a Csejthe. La noche cayó deprisa. El rey Matías había llegado, así como Thurzó y Megyery. La orquesta tocaba incansablemente; y toda la concurrencia deambulaba bajo las luces, por los corredores en que había, clavadas, unas antorchas en los pinchos de que estaban provistas las planchas de hierro. Las fiestas debían durar tres días. Troncos de árboles enteros ardían en las chimeneas, añadiendo sus grandes llamas rojas y azules a aquéllas, más lunares, de las velas de cera. Los objetos y las joyas adquirían un brillo más vivo y más duro que en las fiestas de verano; el color de los trajes, tan nítidamente resaltado, creaba la sorpresa angustiada de una flor ideal descubierta de pronto encima de un charco de hielo. Todo resultaba muy insólito en medio de la agitación de este universo invernal, y esas gentes que hablaban alto, e iban y venían, con rostros sonrosados y ojos como estrellas negras, parecían hasta cierto punto hermosos muertos demasiado excitados.

Erzsébet Báthory presidió el banquete. Estaba hermosa, con la banda negra que le ceñía la frente en señal de viudedad; pues la Navidad era una fiesta familiar y ella era la anfitriona en la propia morada de Ferencz Nádasdy. En esta piadosa Nochebuena, apenas pensaba en su salvación; conocía simplemente sus derechos y su determinación. Y, sin embargo, por muy acostumbrada que estuviera a vivir del lado fatal de las cosas, sentía rondar una amenaza. ¿Thurzó y Megyery? ¿Quién osaría levantarse contra ella? ¿El propio rey Matías, ese rey aburrido, moralista y con quien no se podía hablar nada más que de lo racional? Eran peligrosos y obtusos. Erzsébet, mientras llegaba el pastel hecho con el agua de su baño y de sus maleficios, revivía la noche precedente, notándose impregnada de filtros y portadora aún del rumor de las hadas. ¡Cuán lejos se sentía de todos esos seres que reían y comían a su alrededor! Podían salvarse o condenarse, pues vivían su propia vida. Pero ella, que jamás había sido realmente ella misma, ¿de qué se iba a arrepentir ella, la nada del arrepentimiento?

¿Había en la masa del pastel heñido con el agua mágica algún veneno? ¿El del sapo enorme y abigarrado que se arrastra por los caminos húmedos? A Erzsébet le daba igual. Era menester que el rey, el palatino, los jueces, se le tornaran favorables, que quedaran inermes contra su voluntad, y que desapareciera esa amenaza oculta, por tan nimios motivos. Si se resistieran a ceder al hechizo, si su voluntad humana fuera —¡qué locura!— la más fuerte, los espíritus de la víspera, los de la gran noche de la tierra, se vengarían. Nada se puede contra estas cosas. Todos comían, tragando con su fuerte saliva de fieras. Los que tomaron el pastel mágico se pusieron enfermos, como si les hubiera penetrado fuego en el estómago. Pero ni Megyery, ni el rey Matías, ante los cuales había colocado ostensiblemente el pastel, lo tocaron. Erzsébet hubiera tenido tiempo de encargar otro plato para ellos. Pero estaba agotada; había pasado la hora; había demasiada gente a su alrededor. No se atrevió a empezar de nuevo.

Sin embargo, ahora sabía por qué todos habían dado un rodeo para pasar la Navidad en Csejthe. Al rey, a Thurzó y a Megyery les habían avisado. Thurzó estaba en posesión de la carta explicativa de András Berthoni, el viejo pastor que había precedido a Ponikenus, carta que por fin había encontrado este último en los archivos de la parroquia.

Thurzó, por consejo del rey, aprovechó su visita para pedirle cuentas de ella a Erzsébet. Al principio, había pensado entenderse con su prima y atenuar el asunto. Zavodsky, secretario del palatino, testigo necesario según la costumbre, estaba en la habitación contigua. Thurzó estuvo severo:

—Te acusan en esta carta de haber asesinado a las nueve muchachas enterradas en la iglesia de Csejthe alrededor de la tumba del conde Országh.

—¡Desvaríos! —exclamó ella—, son mis adversarios, empezando por Megyery el Rojo, quienes se lo han inventado.

Es cierto que había rogado a Berthoni que enterrara en secreto a esas nueve muchachas, pues se había declarado en el castillo una enfermedad muy peligrosa y contagiosa. Había que evitar el contagio a toda costa; no debía venir nadie. Además, el pastor Berthoni era viejo y no sabía lo que decía.

—Sin embargo, hablan de ti por todas partes. Dicen que has torturado y asesinado a varios cientos de muchachas y, lo que es peor: que te has bañado en su sangre para conservar juventud y belleza.

Erzsébet negó vehementemente, aunque Thurzó le dijo que, en el mismo Csejthe, había varios testigos. Expresó su pesar porque su primera mujer, Sophia Forgách, hubiera sido amiga de Erzsébet y porque el valeroso Ferencz Nádasdy hubiera tenido por esposa a una criminal.

Entonces Erzsébet le hizo ver en tono altanero que, aun cuando ella confesara haber hecho todo eso, él no tenía derecho a juzgarla. Él le contestó:

—Eres responsable ante Dios y ante las leyes que yo tengo que hacer respetar. Si no pensara en tu familia, sólo escucharía a mi conciencia y te haría encarcelar en el acto, y juzgar a continuación.

Decidió junto con Zavodsky, que era también su consejero, convocar en Presburgo a los miembros de la familia Báthory que se encontraban allí, pedirles que vigilaran estrechamente a Erzsébet y que le impidieran alargar la lista de sus desmanes. En este consejo de familia participaron los yernos de la Condesa: György Drughet de Homonna, jefe del condado de Zemplin, y Miklós Zrinyi quien, desde el día en que su lebrel favorito, en Pistyán, había empezado a desenterrar en el huerto algo que se parecía extrañamente a un cadáver de muchacha, sabía a qué atenerse. Ambos quedaron aterrados pensando en la reputación de la familia. Como sus bellas esposas, las hijas de Erzsébet, les suplicaron que dejaran a salvo a su madre, formularon el deseo de que este asunto se difundiera lo menos posible. La decisión a la que se adhirieron las familias fue la siguiente: «El palatino, para dejar a salvo nuestro honor, ha decidido llevar en secreto a Erzsébet Báthory de Csejthe a Varannó, dejarla allí algún tiempo, y luego recluirla en un monasterio. Lamenta tener que tomar tales medidas, pero espera que estas satisfagan a los jueces y al rey».

Thurzó se jugaba en ello su posición de palatino; pero, aunque sabía que Erzsébet había intentado recientemente envenenarlo, no quiso hacer nada más. Los yernos quedaron satisfechos. En su fuero interno, Thurzó pensaba que su prima debería ser juzgada por el tribunal, pero quería evitar que el público se enterara oficialmente de que era una criminal, y de cosas aún peores.

De hecho, Thurzó no era el único que poseía pruebas. El rey también tenía las suyas, de otras fuentes.

Desde la paz de Viena de 1608, la unificación de Hungría había progresado y las acciones individuales no podían disimularse ya en la zona de sombra creada, a mediados del siglo XVI, a la vez por el terror de la invasión turca, la dominación de los Habsburgo y los privilegios feudales. Lo que cincuenta años antes podía ocurrir sin el riesgo de que se elevaran demasiadas protestas, se castigaba ahora, sobre todo si llegaba a oídos del rey Matías.

No fue al rey a quien llegaron los primeros ecos de la terrible historia sino, sin duda, como se temía Erzsébet desde hacía tanto, al tutor de su hijo, Emerich Megyery. En el pergamino arrugado, ajado, de su conjuro, Erzsébet había completado ahora la lista de los nombres y añadido a su salvaje imprecación a cuantos su instinto le hacía presentir que podían perjudicarla: «Tú, Nubecilla, protege a Erzsébet; estoy en peligro… Envía a tus noventa gatos, que se apresuren a venir a morder el corazón del rey Matías; también el de Móses Cziraky, el alto juez, y el de mi primo Thurzó el palatino. Que destrocen y muerdan el corazón de Megyery el Rojo…».

Se ha dicho que el prometido de una dama de honor, que había solicitado verla y no había recibido respuesta, había ido a quejarse al palatino y le había confiado sus sospechas. Así relatado, el episodio es ciertamente erróneo: la vida de las damas de honor de Erzsébet Báthory jamás estuvo en peligro. El joven que fue a quejarse, no a Thurzó sino a Megyery, era un campesino más valeroso o más indignado que los demás. Tenía por amiga a una joven campesina cuyo trabajo consistía en bajar todos los días a Csejthe y volver a subir la cuesta con dos baldes de agua del río. Un día no la vio pasar por el camino pedregoso que subía al castillo; al día siguiente, la esperó; pasó otra en su lugar y le dijo que su novia había desaparecido. Comprendió lo que significaba y tuvo intención, en primer lugar, de contárselo todo al palatino, de relatarle los rumores que corrían desde hacía años a propósito de las desapariciones. Luego, tuvo miedo, con sobrada razón, de que no lo escuchara, de que no lo recibiera siquiera. Presburgo no estaba lejos y Pál Nádasdy se encontraba allí en aquel momento; ¿se le ocurrió al joven campesino, en medio de su angustia, ir a echarse a los pies del hijo de la Condesa y pedirle que liberaran a su novia? Lo cierto es que, cuando llegó a Presburgo, fue Megyery quien lo recibió. Tras haber escuchado a su visitante, Megyery, que por fin tenía pruebas contra la aborrecida Condesa, avisó al perder un minuto.

Así, inmediatamente después de Navidad, a de este diciembre de 1610, el Parlamento oyó al alcaide hablar en nombre de la aldea de Csejthe; escuchó la denuncia que Megyery había mandado presentar, a pesar de los esfuerzos de algunos señores por impedirle hablar: «El acta de acusación contra Báthory Erzsébet ha impresionado al Parlamento. Y lo que ha suscitado mayor indignación ha sido enterarse de que la “Dama de Csejthe” no se conformaba con la sangre de las campesinas, sino que le hacía falta también la de las hijas de los gentileshombres húngaros. Sin duda, desde hacía tiempo, corrían rumores en Presburgo; pero, de hecho, no se daba crédito a tanto horror».

Durante tres días, el Parlamento se ocupó de este asunto. El palatino se vio en la obligación angustiosa de tomar medidas sin saber aún cuales: en conciencia, tenía que hacer justicia y, al mismo tiempo, dejar a salvo el viejo honor de los Nádasdy y de los Báthory. Thurzó consultó a su secretario y a sus amigos, reflexionó, se echó atrás de su decisión.

Pero llegó un emisario del rey con un mensaje de Viena; y Thurzó no pudo seguir dudando. Este mensaje rogaba al palatino que fuera sin dilación a Csejthe, para enterarse por sí mismo de lo que allí estaba ocurriendo; que abriera una investigación y castigara a los culpables allí mismo.

Esta orden la recibió antes de haber podido decidir por sí mismo la fecha de su regreso a Csejthe. ¿Quería dar tiempo a Erzsébet para ir a Transilvania, enterado, como debía de estarlo, de este proyecto por las idas y venidas, los preparativos de la servidumbre? Los yernos de la Condesa y Thurzó hicieron cuanto pudieron por retrasar el viaje. Pero Megyery estaba allí e insistió en regresar cuanto antes, puesto que lo había ordenado el rey. Entraron por sorpresa en el castillo y nadie se interpuso.

Las fiestas se habían acabado. Los trineos se habían marchado, cargados de trajes suntuosos que brillaban bajo las pieles ceñidas, y de uniformes rojos y dorados. Erzsébet Báthory, entre los últimos tufos de un fuerte olor a cera derretida, se había quedado sola ante las chimeneas en que grandes montones de ceniza habían ido subiendo bajo los troncos.

Por fin había podido abandonar la máscara de hermosa anfitriona que había llevado durante tres días. Sus rasgos contraídos, su mirada hosca y el ataque de furia que siguió empujaron a la servidumbre aterrada a los rincones más alejados del castillo. Tenía que librarse en el acto del temor, del dolor y de la furia que la ahogaban. Siempre había ocurrido lo mismo entre sus frenéticos antepasados cuando algo los había contrariado.

Mandó venir a Jó Ilona que, como la conocía de toda la vida, había permanecido al alcance de su voz, y le ordenó que le procurara en el acto una joven sirvienta culpable de algún desaguisado.

Le dijeron que una tal Doricza había llegado hacía un mes de una aldea lejana. Era una mocetona rubia, hermosa como una estatua, una campesina que nunca, antes, había imaginado cuántas cosas hermosas y apetitosas puede haber en un castillo. Por eso, en el transcurso de sus tareas, había robado una pera, una de esas peras confitadas en miel, pequeñas y duras, y consideradas como un postre de primera calidad. Poco importaba, por lo demás, lo que hubiera robado, Lo que contaba, lo que tenía en ascuas a Erzsébet, era el pensamiento de que el rey Matías, Thurzó y, sobre todo, ese detestado Megyery se habían marchado sanos y salvos a la sesión del Parlamento en Presburgo y que los espíritus, mediante una escurridiza artimaña, le volvían la espalda.

Y los vivos también la abandonaban, movidos tal vez por el presentimiento de ese maleficio que ahora iba creciendo y tornándose negro como una nube sobre su cabeza. Había llegado el tiempo de la deserción.

El abandono, el desierto no asustaban a Erzsébet. Desierta era, en verdad, su vida fastuosa y autoritaria. Entre ella y los demás, incluso en lo tocante al amor, siempre había habido un foso; pues no había nacido para unirse sino para obsesionarse. Como un murciélago vivía en el castillo donde, por derecho, su poder era ilimitado, negra, sombría, pensando sólo en matar lentamente y mirar continuamente correr la sangre. Algo dentro de ella sabía que estaba perdida, algo que era su destino. Y, para forzarlo, fue a su encuentro.

Mientras se acercaba el desastre, había mandado llevar a Doricza al siniestro y glacial lavadero, apenas entibiado por un fuego. Allí nadie oiría los gritos. La vida estaba en otra parte. En lo hondo de su castillo y en lo hondo de su perdición, quería, una vez más, saborear su habitual voluptuosidad, sentirse por un momento liberada de la vida real.

De nuevo la triste y sangrienta rutina de la sala subterránea de Csejthe. Erzsébet, con las mangas de lino blancas remangadas, los brazos rojos de sangre, grandes manchas en el vestido, gritaba y reía como una loca, corría hacia la puerta secreta y volvía, galopaba a lo largo de las paredes, con los ojos fijos en su presa. Otras esperaban tras la puerta. Las dos viejas se hallaban muy atareadas, torturando, con su batería de tenazas, ascuas y atizadores. Doricza estaba desnuda, con el rubio cabello despeinado sobre el rostro, los brazos fuertemente atados. Erzsébet en persona le dio, hasta que se cansó, más de cien azotes con una varita. Luego ordenó que le trajeran otras dos muchachas y, tras un breve instante de pausa, les dio idéntico trato. Doricza miraba, medio muerta, a sus compañeras desvanecidas, a la Condesa y las paredes salpicadas de sangre. Erzsébet estaba empapada; las mangas de lino se le pegaban a los brazos. Se cambió de vestido y volvió a emprenderla con Doricza. Había sangre espesa en el suelo, a los pies de la muchacha que, a pesar de todo, no quería morir. Entonces llegó Dorkó y, según la costumbre, le cortó las venas del brazo; y Doricza se desplomó, por fin muerta, en una última oleada de sangre. Las otras dos agonizaban cuando la Condesa abandonó el lavadero, echando espumarajos y aullando amenazas a los cuatro vientos. Todos estaban tan asustados y agotados ese día que no fregaron cuidadosamente las paredes y las baldosas ensangrentadas, como era costumbre hacer.

Al día siguiente, el 29 de diciembre, llegaron Thurzó y los yernos de Erzsébet. La gente se preguntó qué podía hacerlos volver tan pronto. La casa conservaba aún el gran desorden de Navidad; se sabía vagamente que en algún sitio había una muerta que enterrar, que la Condesa estaba enferma, La nieve y el hielo rodeaban el castillo donde nada parecía vivo. Un inmenso cansancio pesaba sobre las cosas.

Como Thurzó sabía que su orgullosa prima era capaz de defender encarnizadamente sus castillos cuando lo estimaba oportuno, había hecho que lo siguiera una delegación rodeada de hombres de armar. También había venido el pastor de Csejthe. Fueron por todo el castillo y, acompañados de personas provistas de antorchas que conocían los accesos a las escaleras más secretas, bajaron al subterráneo de los crímenes, de donde subía un olor a cadáver, y penetraron en la sala de tortura con los muros salpicados de sangre. Allí estaban todavía el juego de ruedas de la «Doncella de hierro», jaulas e instrumentos junto a fuegos apagados. Hallaron sangre seca en el fondo de grandes pucheros y de una especie de cuba; vieron las celdas donde se encarcelaba a las muchachas, unas habitaciones de piedra bajas y estrechas; un profundo agujero por donde se hacía desaparecer a la gente; las dos bifurcaciones del subterráneo, una que conducía a la aldea e iba a dar a los sótanos del castillo pequeño y la otra, que iba a perderse en las colinas por la zona de Visnové; por fin, una escalera que subía a las salas superiores. Y allí, echada junto a la puerta, fue donde Thurzó vio a una mocetona desnuda, muerta; la que fuera una criatura tan hermosa no era ya más que una inmensa llaga. A la luz de la antorcha, podían verse las señales dejadas por los instrumentos de tortura: la carne destrozada, los pechos acuchillados, los cabellos arrancados a puñados; en algunas zonas de las piernas y de los brazos no quedaba carne sobre los huesos, «Ni su propia madre la habría reconocido», dijo un testigo. Era Doricza.

Thurzó, trastornado, tuvo al fin ante la vista la evidencia de los crímenes. Fue más allá y encontró a otras dos muchachas desnudas; una estaba agonizando, la otra aún intentaba esconderse, pero hasta tal punto la cubría un oscuro manto de sangre que no se la veía. En el fondo de los sótanos, en una celda sin aire, descubrieron al grupo asustado de las reservadas para la vez siguiente. Le dijeron a Ponikenus que primero las habían dejado morirse de hambre y que luego les habían hecho comer carne asada de sus compañeras muertas. Hablaron también de una puerta secreta que subía a una reducida habitación adonde las llamaban de dos en dos o de tres en tres.

Dejando la guardia en los corredores, el palatino y el capellán penetraron en una escalera; allí era donde los gatos brujos habían atacado y mordido en la pierna a Ponikenus.

Erzsébet Báthory no se hallaba en el castillo. No bien hubo acabado de cometer su último crimen y se hubo despertado del trance, mandó que la llevaran rápidamente abajo, al castillo pequeño, dejando arriba el mayor desorden y las víctimas a cargo de Jó Ilona y de la enterradora. El frío y el cansancio la habían echado. Thurzó la encontró en su nueva guarida, altiva y orgullosa, sin negar nada y proclamando, por el contrario, que todo entraba en sus derechos de mujer noble y de alto rango.

«¡Y he aquí que ha llegado el momento, noble señora de que os confiéis a la mayor brevedad a vuestro conjuro mágico, a esa oración en eslovaco que os enseñó la lechera bruja y que hace acudir a los gatos!». Megyery el Rojo había rodeado a Erzsébet con sus redes, pacientemente trenzadas, y la había cazado. La desgarradora oración a la nubecilla, venida de lo más hondo del bosque, no era ya más que una ilusión.

En la calesa que esperaba detrás de la casa, cargada, lista para llevar a la Condesa a Transilvania, a casa de Gábor, encontraron el maletín de torturas: los hierros, las agujas, las tijeras que servían para mutilar la nariz, las orejas, los labios y mucho más.

Todos estos objetos se han conservado en un rincón del pequeño museo de Pistyán, donde iba Erzsébet a tomar baños de lodo, así como las viejas sedas de los trajes cuyo tornasol había acompañado sus pasos. Alimañas, martas, gatos monteses, comadrejas negras o blancas, linces y lobos, todo lo nocturno, todo duerme enterrado para siempre en aquellos tiempos sombríos.

Entonces el palatino formuló su decisión, sin ira pero despiadadamente: «Erzsébet, eres como una alimaña. Estás viviendo tus últimos meses. No mereces respirar el aire de esta tierra, ni ver la luz de Dios; tampoco eres ya digna de pertenecer a la sociedad humana. Vas a desaparecer de este mundo y no volverás jamás a él. Las tinieblas te rodearán y podrás arrepentirte de tu vida bestial. Que Dios te perdone tus crímenes. Señora de Csejthe, te condeno a prisión perpetua en tu propio castillo».

Era una sentencia terrible para Erzsébet. A continuación, se dirigió a las dos criadas: «A vosotras os juzgará el tribunal»; y ordenó que las encadenaran y, luego, que se ocuparan lo mejor posible de las dos muchachas que aún estaban vivas. Por fin, mandó llevar a Erzsébet a su habitación hasta que se cumpliera la sentencia y apartó la vista de ella. Luego, se marchó con su séquito.

Thurzó estaba indignado, con el estómago revuelto de asco por lo que había visto con sus propios ojos. Dijo a los yernos de la Condesa que lamentaba que la sentencia les pareciera demasiado severa: «¡Por mi gusto, la habría matado allí mismo!», dijo; pero añadió: «En beneficio de los descendientes de los Nádasdy, todo se hará en secreto; pues si la juzgara el tribunal, toda Hungría se enteraría de sus crímenes y dejarla vivir parecería demasiado contrario a la ley. Pero, después de haber visto sus crímenes con mis propios ojos, he tenido que renunciar a mi proyecto de encerrarla simplemente en un monasterio».

Megyery y el mandatario del rey objetaron que esta sentencia no satisfaría al rey. Ellos también tenían sus armas: un cuadernillo de notas, encontrado en el cuarto de la Condesa, de su puño y letra. Describía en él a sus víctimas —seiscientas diez en total—, apuntaba sus nombres y sus particularidades, como: «Era muy baja», «Tenía el pelo negro»…

Aun ante esta contundente prueba, Thurzó se negó a que juzgaran públicamente a la «Dama de Csejthe»: «Mientras yo sea palatino, no habrá tal. Familias que se han distinguido en los combates no se verán deshonradas por la sombra de esta mujer bestial. Los Nobles y el Rey me aprobarán también, estoy seguro».

A Erzsébet la habían conducido arriba, a su cuarto, sola y sin sirvientas; unas habían muerto, a otras las habían llevado a Bicse los hombres del palatino. La misma noche de la detención, el pastor de Csejthe reunió a su alrededor en la sala de abajo a las personas que habían subido de la aldea y, junto con su mujer, se puso a orar por la cautiva. Pero, nada más empezar, sus oraciones se vieron interrumpidas, en circunstancias que más adelante había de exponer por escrito a uno de sus amigos, Lányi Elías, superintendente de Trencsen, Arvá y Liptó:

«Cuando estaba empezando a orar, oí gatos maullar en el piso superior. Era algo que no se parecía a los maullidos de un gato corriente. Intenté ir a ver y no pude encontrar nada. Le dije a mi criado: “Ven a buscar conmigo, Jáno; y si ves gatos en el patio del castillo, cógelos y mátalos. No te asustes”. Pero no pudimos encontrar ninguno. Mi criado dijo: “Oigo muchos ratones en la habitación pequeña”. Fuimos allí en el acto y no pudimos encontrar nada. Bajé entonces los tres o cuatro escalones que llevan al patio y, de inmediato, seis gatos y un perro negro intentaron morderme los pies. “Idos al diablo”, les dije, y los aparté con un palo. Escaparon fuera del patio del castillo; mi criado fue corriendo tras ellos, pero no pudo encontrar nada. Ya veis, Monseñor, que tiene que ser obra del Dragón. Pero hay algo más que quiero deciros.

»La víspera de Nochebuena por la noche, una criada procedente de Miawa, que era bruja, bañó a la Condesa en un baño de plantas mágicas y recibió órdenes de hacer con esa agua un pastel destinado a los enemigos de la Señora. Pero alguien habló y les avisaron. Así cayó Satanás en su propia trampa. Por lo demás, esta campesina ahora ha caído enferma».

El pastor Ponikenus János tuvo la desafortunada idea de ir a ver arriba a Erzsébet para presentarle sus condolencias y exhortaciones. Halló a esta criatura salvaje en la habitación glacial, envuelta en pieles y rutilante, con todas las alhajas que había querido llevarse a Transilvania. No se atrevió a entrar solo; lo acompañaba uno de sus acólitos:

«Nada más llegar a presencia de Erzsébet, encerrada en su cuarto, nos recibió con esta frase:

»—¡Conque vosotros dos, bastardos! ¡Mirad en qué situación me habéis puesto!

»Le dije que yo no tenía nada que ver.

»—¡Si no has sido tú, habrá sido alguien de tu iglesia quien ha hablado de mí!

»Le volví a asegurar que nunca le había hecho nada, que no había dicho nada de ella.

»—Pero —continuó ella—, serás tú, tú quien muera primero, pues has sido la causa de mi encarcelamiento. ¿Qué te crees? Ya están preparados al otro lado del Tiszá para pasarlo todo a sangre y fuego por mí; y mi primo Gábor va a venir a salvarme desde Transilvania.

»Todo esto lo gritó salvajemente en húngaro, lengua que yo no entendía, pero mi compañero me lo tradujo.

»Creo», continúa, «que durante todo ese tiempo estaba invocando al Diablo y a los espíritus de los muertos para que la ayudaran. Pero sabemos sobre todo lo que ocurrió en 1610, antes de que la detuvieran. Perdió su conjuro, el que le había hecho Darvulia. Esta bruja debía de haber escrito el pergamino en una noche en que los astros eran propicios. Llevó a Erzsébet al bosque. Allí, ambas mujeres, tras haberse asegurado de la posición de las estrellas y de las nubes, se pusieron a cantar la oración a la Nubecilla. Previamente, otra, Dorkó, le había dado el secreto del poder contra los enemigos, el hechizo de la Gallina negra».

Y Ponikenus Janós, movido por la inspiración, le dijo de pronto a Erzsébet:

—¡Cristo ha muerto por vos!

A lo que ella contestó:

—¡Vaya una revelación! ¡Hasta los labriegos saben esa historia!

Él quiso ponerle en las manos un libro de oraciones. Ella lo rechazó diciendo:

—¡No me hace falta!

El pastor, que seguramente tenía un peso en la conciencia referente a Erzsébet, aunque no fuera más que por el temor que siempre le había inspirado ella, le preguntó tímidamente:

—¿Pero por qué creéis que soy yo la causa de vuestra detención?

—No tengo por qué contestar: soy tu señora. ¿Cómo, viniendo de tan bajo, podría llegar tu pregunta hasta mí, que estoy tan alta?

Parece ser, sigue escribiendo Ponikenus János, que la carne de las pobres muchachas la cortaban a trocitos, como las setas, y se la servían a muchachos jóvenes para que se la comieran. Y, a veces, la misma muchacha tenía que comerse un trozo asado de su propia carne.

«A algunas otras las guisaban para dárselas de comida a las que quedaban. Esto venía ocurriendo desde hacía mucho; a veces, por la noche, enterraban en el cementerio a jóvenes desconocidas; otros sacerdotes hablaban de ello entre sí… Nos alegramos de que el virrey la haya cogido; se ha hecho justicia; ¡por fin nos vemos libres de tal Jezabel!».

Antes de regresar a Bicse, el palatino había preferido pasar la noche en Vág-Ujhely antes que en Csejthe, la lúgubre aldea. Se marchó al día siguiente por la mañana para mandar preparar el interrogatorio de los cómplices de Erzsébet Báthory. Por la noche, había encontrado un rato para escribir a su mujer:

«Vág-Ujhely, a 30 de diciembre de 1610.

»Me siento dichoso de escribirte, amadísima esposa. He mandado prender a Erzsébet Nádasdy. Esa maldita mujer estaba abajo, en Csejthe, y ahora la llevan a su castillo donde, a partir del uno de enero, quedará encerrada. A los demás, al cruel joven y a las brujas, los mando a mi castillo de Bicse. Estarán bajo tu custodia; mándalos encerrar de forma segura. Puedes dejar a las mujeres en la aldea, las he mandado encadenar; pero el joven Ficzkó, prisionero en el castillo. Cuando llegaron mis hombres a Csejthe, encontraron a una muchacha muerta y a otra muriéndose de sus heridas. Hemos descubierto a una, enferma y cubierta de llagas, y a unas cuantas más en reserva para el siguiente sacrificio».

El palatino mandó convocar a los jueces en Bicse. El proceso empezó en esta villa el 2 de enero de 1611 y el 7 había concluido. No preguntaron nada a Erzsébet Báthory, y ella no compareció. Los interrogatorios los dirigió Gáspár Bajary, alcaide de Bicse y el escribano Gáspár Kardosh; el acta la redactó Daniel Erdög. El juez real llegado de Presburgo era Teodosio Sirmiensis (en húngaro Zrimsky). La jurisdicción eclesiástica no intervino, y el único representante de la iglesia fue el pastor de Bicse, Gáspár Nágy. Fue únicamente un proceso criminal, con veinte jueces y trece testigos. Se les hicieron las mismas once preguntas en húngaro, muy deprisa, a cada uno de los acusados: Ujváry János llamado Ficzkó; Jó Ilona; la nodriza Dorottya Szentes llamada Dorkó, Kataline Beniezky, la lavandera. A veces, los inculpados no entendían, pues apenas sabían otra cosa que el dialecto tót. Las respuestas eran bastante confusas, y los jueces tenían orden de no insistir.

El 6 de enero de 1611, el tribunal se reunió en la sala del Consejo del castillo de Bicse. El juez real presidía, con el palatino y el enviado del rey a ambos lados.

El juez hizo entrar al alcaide, al escribano y al secretario. Pidió entonces al escribano que le leyera el acta de los interrogatorios. La lectura se llevó a cabo con solemnidad, y se oyó la monótona enumeración de los horrores sin nombre perpetrados durante más de seis años, sin duda, en los dormitorios, los lavaderos, los sótanos y los subterráneos de los castillos propiedad de los Báthory.

Tras haberlo escuchado todo en silencio, quedaron aterrados y trastornados. El enviado del rey fue el primero en hablar: «En estos interrogatorios aún no está todo muy claro; hay crímenes a los que sólo se alude». El alcaide Gáspár Bajary se sintió herido por esta observación, pues había sido él quien había dirigido el interrogatorio. Pero el palatino intervino rápidamente: «Todo está en orden así»; pues él mismo había ordenado a su alcaide que no se dijera nada de los crímenes cometidos directamente por Erzsébet y, sobre todo, de los baños de sangre. Le parecía que así y todo ya se había aludido demasiado a los crímenes personales de la Condesa.

El enviado real insistió; no estaba satisfecho, le era imposible dar el interrogatorio por concluido. Pidió que se hicieran nuevas preguntas a los acusados, esta entre otras: «¿Cuántas hijas de zémans había entre las muertas?». Reclamó igualmente una investigación acerca de los baños de sangre. En los interrogatorios, se mencionaba a otros cómplices; había que mandarlos venir para esclarecer su parte de culpabilidad y castigarlos en consecuencia. El palatino contestó: «Es inútil, eso lo retrasaría todo, y deseo que esto acabe cuanto antes».

Discutieron mucho rato sobre ello. El enviado del rey pidió que Erzsébet compareciera también y fuera juzgada por el tribunal. Entonces el palatino exclamó, colérico: «¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer y me creo capaz de convencer al rey de que he hecho bien actuando así!».

Luego oyeron a los testigos. Los jueces deliberaron hasta muy entrada la noche, mientras que los haiducos levantaban piras y estrados en la plaza mayor de Bicse.

Toda la comarca quiso asistir a las ejecuciones. Al día siguiente por la mañana, 7 de enero de 1611, muy temprano, las campanas empezaron a doblar. Los jueces fueron al lugar del suplicio. Cuando llegaron, el verdugo vestido de rojo y con la cabeza cubierta por un capucho, esperaba ante la hoguera que ya estaba encendida. Detrás de él, Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó rodeados por los soldados. El verdugo hundió unas tenazas en el fuego y depositó la espada en un tajo.

Entonces el juez real dio lectura al acta de acusación y a la condena: «Nos hemos reunido a instancias del palatino György Thurzó Betlemfalvy, jefe del condado de Orava, al norte de Bicse, y en nombre de Su Majestad el rey Matías. El secretario György Zavodsky ha redactado la presente acta de acusación contra Ján Uryvari Ficzkó, Ilona Jó, Dora Szentes y Kataline Beniezky. Queda claro que Su Majestad, por voluntad de Dios, ha instituido a György Thurzó como palatino para defender a los buenos de los malos Por eso, el palatino ha convocado, en beneficio público, al tribunal y ha ordenado la investigación a fin de condenar los crímenes de Báthory Erzsébet, viuda del muy célebre y justo Ferencz Nádasdy. La veracidad de la acusación ha quedado demostrada por las confesiones de los criados. Al enterarse el palatino de estos crímenes, se ha trasladado a Csejthe con los condes Zrinyi, Homonna y Megyery. Ha visto con sus propios ojos lo que los testigos han declarado; ha encontrado a una muchacha llamada Doricza muerta a consecuencia de torturas y también a otras dos jóvenes torturadas en una sala. Su Excelencia el palatino se indignó mucho al descubrir que Erzsébet Báthory era mujer tan impía y sanguinaria. Sorprendida en flagrante delito, el palatino la ha condenado a prisión perpetua en su propio castillo. Sus cómplices, Ficzkó, Jó Ilona, Dorkó y Katalin han confesado ante los jueces; y para satisfacer a la justicia, el palatino reclama la más severa pena.

»Luego hemos procedido a oír a los testigos, como sigue:

»György Kubanovic, ciudadano de Csejthe, que ha prestado juramento. Presente últimamente en el castillo, ha visto el cadáver de una joven asesinada y ha visto cómo habían torturado y quemado a esa joven.

»Jan Valkó, Martin Jancovic, Martin Krackó, András Uhrovic, Ladislas Antalovic, testigos todos residentes en Csejthe y criados del castillo. Y Thomas Zima, que ha dado fe del entierro de dos muchachas en el cementerio de Csejthe y de una en Podolié, precisando: “Cuando el pastor Ponikenus empezó a acusar a Erzsébet de sus crímenes, llevaron a las muertas a Podolié, aldea vecina, para enterrarlas allí”.

»Un tal Ján Chrapmann ha hablado de una muchacha que había conseguido escapar y que le declaró que la Condesa llevaba a cabo en persona las torturas y asesinatos. La había visto un día torturando a una muchacha desnuda cuyos brazos, fuertemente atados, estaban enteramente ensangrentados; y sólo la asistía una mujer disfrazada de muchacho. Pero no conocía a esa mujer. Lo ha confirmado András Butora de Csejthe.

»Suza: era una joven que había servido cuatro años en casa de la Condesa y a la que no le había pasado nada porque era la protegida del alcaide de Sárvár, Bichierdy. Ha afirmado bajo juramento que Erzsébet cometía crímenes horrorosos, ayudada por Jó Ilona, Dorkó y Darvulia y por Ficzkó, ejecutor de las órdenes. Kata tenía buen corazón: si pegaba a las muchachas era contra su voluntad; llevaba en secreto de comer a las jóvenes encarceladas, con grandes riesgos para su persona, Suza ha dicho que Jacob Szilvasi ha encontrado en un cofre la lista de las víctimas de Erzsébet, en número de seiscientas diez, y que la propia Condesa había escrito esta cifra. Este testimonio fue confirmado por Sara Baranyai, viuda de Peter Martin. Ha añadido que, durante sus cuatro años de servicio en el castillo, ha visto a ochenta muchachas muertas.

»Ilona, viuda de Kovách, al servicio de Erzsébet durante tres años, ha reconocido haber visto a treinta muchachas muertas. Ha hablado también de la constante preparación de venenos y maleficios. Por medio de estos venenos y de conjuros diabólicos han intentado matar al palatino y a Megyery.

»Anna, viuda de Stephen Gönczy: entre las muertas se encontraba su propia hija que contaba diez años, y no le permitieron verla».

El Tribunal, tras haber oído lo anterior, pronunció la siguiente sentencia:

«Considerando que las confesiones y los testimonios han demostrado la culpabilidad de Erzsébet Báthory, a saber que ha cometido crímenes horribles contra la sangre femenina; considerando que sus cómplices eran Ficzkó, Jó Ilona y Dorkó, y que estos crímenes requieren castigo, hemos decidido que a Jó Ilona y, a continuación, a Dora Szentes les arranque los dedos el verdugo con sus tenazas, porque con esos dedos han cometido crímenes contra el sexo femenino; seguidamente, se las arrojará vivas al fuego.

»En lo que a Ficzkó se refiere, su culpabilidad debe contemplarse habida cuenta de su edad; como no ha participado en todos estos crímenes, hemos decidido una pena más moderada. Se lo condena a muerte, pero será decapitado antes de arrojar su cuerpo al fuego, Esta sentencia se ejecutará inmediatamente».

La población quedó horrorizada ante la severidad de esta sentencia. Los haiducos condujeron a los criminales ante el verdugo: primero Jó Ilona que cayó desmayada al arrancarle el cuarto dedo; los soldados la llevaron a continuación a la hoguera. Dorkó se desmayó al ver atar a Jó Ilona al poste. Luego, llevaron a Ficzkó hacia el tajo y el verdugo le cortó la cabeza de un solo golpe con el palós, la gran espada de ejecución.

Ciento sesenta años después de estos acontecimientos, encontraron la minuta del proceso entre un montón de viejas ruinas. El papel estaba tan enmohecido y hasta tal punto roído por las ratas que apenas se pudo leer esa última página de la sangrienta historia de Erzsébet Báthory. Este original del proceso fue pasando de mano en mano, se conservó mucho tiempo en los Archivos del Cabildo de Grán y, recientemente, se encontraba todavía en los Archivos nacionales de Budapest.

El secretario de Thurzó, Zavodsky, consignó en su diario, en la fecha del 7 de enero de 1611, la «tragedia de Csejthe», la detención de la Condesa y el subsiguiente proceso.

«A finales de año, el palatino, mi señor, que había ido a Presburgo, oyó hablar de todo ello y resolvió hacer pesquisas en Csejthe, referidas a la magnífica pero horrible señora Erzsébet Báthory, altísima viuda del señor conde Nádasdy, culpable de crueldades increíbles y de toda suerte de desafueros con personas del sexo femenino. Hacía mucho tiempo que estas cosas venían ocurriendo y habían martirizado a unas seiscientas muchachas. Han acudido los magníficos señores Nicolai Zrinyi y Görgy Homonnai, y también el señor Emerich Megyery, que sorprendieron a la condesa de Nádasdy en flagrante delito de crimen. Encontraron a una joven en estado desesperado y a la otra muerta. Su ilustrísima Señoría condenó a Báthory Erzsébet a prisión perpetua en Csejthe. Resultaron condenados Johan Ficzkó a que le cortaran la cabeza; a Helena y a Dorothea, que habían sido los verdugos, las arrojaron a las llamas, justo castigo a sus crímenes.

Bicse, a 7 de enero de 1611».

No tardó Thurzó en recibir una carta indignada del rey Matías. Fechada en Viena el 14 de enero de 1611, es decir, trece días después de la detención, esta carta enumeraba con detalle los sangrientos desmanes de Erzsébet Báthory, viuda de Nádasdy.

«… Por lo menos trescientas niñas y mujeres, tanto nobles como plebeyas, que no habían hecho nada que contrariara las exigencias de su señora, han recibido la muerte de manera inhumana y cruel. Les cortaba la carne y la asaba; luego, las obligaba a comer a ellas mismas los trozos de su propio cuerpo… Una viuda, Helena Kocsi, ha revelado incluso que además les administraba pociones mágicas y maléficas. La oración de estas doncellas se ha elevado hasta el cielo y ha llegado hasta Nos; por Nos se manifiesta la cólera de Dios».

El rey le reprochaba al palatino su excesiva indulgencia y, hasta nueva orden, disponía que Erzsébet quedara incomunicada en su castillo de Csejthe.

Un historiador de la época, que no encuentra palabras suficientes para alabar la belleza de Erzsébet y sus formas venusianas, lamenta no poder negar que la más atractiva criatura femenina hubiera tomado baños de sangre, lo que la condujo a una reclusión perpetua[8].

Böhme, en un manuscrito latino que hay en los Archivos del Estado de Viena, narra los mismos hechos y no duda en mencionar los baños de sangre, pues, no siendo de la familia, no tenía por qué disimularlos.

La «Alimaña», como la llamaban en la aldea y sus alrededores, estaba encerrada en Csejthe. Había aullado de rabia, pero no había demostrado debilidad ni arrepentimiento. Por última vez la había llevado su trineo por la pina pendiente que conducía al castillo. Estaba sola. Sus damas de honor se habían marchado, relevadas de sus cargos, y sus sirvientas, cargadas de cadenas. Cruzó el puente levadizo y entró, pasó por las gélidas estancias entre los restos de la fiesta que seguían allí. Los soldados la condujeron a su habitación. Tampoco había nadie allí. Sabía que era el fin; su conjuro se había extraviado, no lo habían encontrado por ninguna parte. Al percatarse de su desaparición, había mandado llamar a una bruja que, al instante, le había copiado fielmente la antigua fórmula, la auténtica. Pero las tintas y los filtros no se improvisan. Los tiempos antiguos habían pasado, llevándose consigo la oración mágica; su poder se había desvanecido y, tras él, se desvanecería su propia belleza. Era de la raza de esos Báthory que siempre habían ganado y, luego, perdido. No quedaba ninguno de ellos para salvarla. Estaban lejos, los habían arrebatado muertes trágicas o dementes, igual que habían arrebatado ellos la vida, en una tempestad de lujuria, de gloria y de cólera. ¿Qué podían entender de tempestades y audacias quienes aún vivían en estos tiempos de tibieza? Estaban encerrados en su temor y su regateo, hasta con el Cielo, si es que lo había:

Empero al malo y al que ama la violencia, su alma aborrece.

Sobre los malos lloverá lazos;

Fuego y azufre, con viento de torbellinos, será la porción del

cáliz de ellos.

(Salmos)

Prisionera, escuchaba los ruidos; esos ruidos del frío en el tejado y las almenas, antaño ahogados por las voces y el trajín cotidiano de la casa. A lo lejos, los lobos. Su cuarto seguía siendo el mismo, con los grandes espejos bajo la luz gris de enero. ¿Quién vendría? Oía pisadas de hombres y de caballos en los patios. ¿Tenía acaso sentido todo aquello, todo lo que, tal vez, iba a desvanecerse como los otros sueños?

Mientras tanto, en Presburgo, sus dos yernos y Thurzó intentaban a toda costa evitar el escándalo. El palatino escribió a Praga, donde estaba de paso en aquel momento el rey Matías. El rey contestó inmediatamente: «Hay que ejecutar a Erzsébet Nádasdy». Pero Thurzó escribió otra carta, insistiendo en que era «viuda de soldado, noble y de gran familia, y su apellido, uno de los más antiguos de Hungría, debía quedar a salvo».

A partir del 12 de febrero de 1611, llegaron súplicas a favor de Erzsébet. La primera era de su yerno Miklós Zrinyi, seguida de otra de Pál Nádasdy a Thurzó, pidiendo gracia para su madre (carta del 23 de febrero). El 17 de abril de 1611, por fin, contestó el rey desde Praga:

«Debido a la fidelidad de los Nádasdy, y tras haber oído las súplicas del Magnificente Pál Nádasdy, su hijo, de los condes Miklós Zrinyi y György Drugeth de Homonna, sus yernos, disponemos que no se la ejecute».

En Presburgo, el Parlamento quería apoderarse de los castillos y los bienes de la Condesa; pero la familia no era de esta opinión, como tampoco, por otra parte, la Comisión de investigación. Siempre se invocaban los mismos motivos: su familia, su marido, su apellido.

En marzo, la Cámara real magiar había enviado al rey Matías un ruego denunciando la excesiva complacencia del palatino. El rey que se dejaba llevar definitivamente por la indulgencia, pues recordaba los servicios prestados a los Habsburgo por los Báthory, contestó que Thurzó había cumplido con su deber.

Pero la verdadera razón de la condena de Erzsébet a cautividad perpetua, en lugar de la espada del verdugo, se encuentra en otro ruego de la Cámara real al rey Matías. En él se podía leer: «A vos, Majestad, os toca elegir entre la espada del verdugo y la prisión perpetua para Erzsébet Báthory. Pero nuestro consejo es que no la ejecuten pues, verdaderamente, nadie tiene nada que ganar con ello».

A Erzsébet, en efecto, no la decapitaron porque lo único que se podía conseguir con ese gesto era la reprobación, cargada de amenazas, de su familia y de sus pares. El rey, en este caso particular, no podía cobrar, de conformidad con la ley, el tercio de los bienes de los condenados que le correspondía, y la Cámara real tampoco podía conseguir su parte, pues Erzsébet se lo había dejado todo legalmente a su hijo Pál Nádasdy. Ese testamento, redactado en Kérésztur el 3 de septiembre de 1610 repartía sus bienes y sus alhajas entre sus cuatro hijos; pero, a la postre, era su hijo Pál quien debía convertirse en único propietario de todo. Desde el año en que murió su padre, Pál era Gran Oficial del condado de Eisenburg. Estaba prometido a Judith Forgách, de una de las familias más importantes de Hungría.

Entonces cayeron en la cuenta de que el Alto Tribunal de Justicia no podía condenarla porque no había dado muerte a muchachas nobles y con título sino solamente a sirvientas, lo cual era falso, según había reconocido el propio rey Matías que había escrito lo contrario en su real orden de prisión.

Así pues, condenaron a Erzsébet a quedar emparedada a perpetuidad en su castillo. Se prohibió a todo el mundo que se comunicara con ella, incluido el pastor. Tampoco ella lo reclamó. No podría percibir más que el diezmo de los campesinos de Csejthe; sus hijos se repartirían sus demás castillos.

Cuando se dictó irrevocablemente la sentencia, fueron a Csejthe unos albañiles. Una tras otra, tapiaron con piedras y mortero las ventanas del cuarto en que Erzsébet iba viendo disminuir progresivamente la luz. La prisión iba creciendo a su alrededor. Sólo dejaron, en todo lo alto, una delgada ranura de claridad y de aire por la que podía vislumbrar el cielo en el que ya iban alargándose los días. Después de haber tapiado las ventanas en forma que desde fuera no se viera más que una fachada ciega tras la cual había un ser vivo, los obreros empezaron a levantar un grueso muro delante de la puerta de la habitación, dejando sólo una ventanilla que permitiera pasar un poco de comida y agua.

Y cuando todo quedó terminado, se levantaron en las cuatro esquinas del castillo cuatro cadalsos para poner de manifiesto que dentro vivía una condenada a muerte.

El castillo estaba desierto; toda la servidumbre se había marchado; sólo de vez en cuando hacían los albañiles, en uno u otro rincón, una reparación indispensable, con un ruido sordo que le llegaba a Erzsébet atenuado a través de los muros. Luego, se iban. Salvo esos ruidos, sólo oía los que venían de lo alto: los milanos y el viento. Se abría la pesada ventanilla y alguien, que muy de tarde en tarde subía al castillo, hacía pasar por encima del muro lo estrictamente necesario. Nada de lumbre; nunca más un destello. Rayos de sol y luna caían regularmente, según las estaciones y las noches. Un frío mortal. Por fin llegó la golondrina, allá arriba, a la ranura de la ventana; miró hacia adentro, entre la luz verde de la habitación, y no le gustó lo que vio. Llegó el pico verde, que sabe agujerear los postigos, pero, a pesar de estar tan acostumbrado a la débil luz que cae desde lo alto del árbol hueco, no pudo decidirse a hacer allí su nido. A su vez, la lechuza, los búhos pequeños y los grandes asomaron su cabeza de mirada sabía por la rendija del cielo nocturno que vislumbraba Erzsébet, azul, por encima de las sombras. ¿Por qué rayo podría deslizarse, subir; dónde estaba Darvulia, dónde estaba el bosque? Nube, nubecilla o cisne, ojalá supiera convertirme en ti y marcharme… Y apretaba una con otra sus hermosas manos pálidas que ya no se lavaba; arrastraba pieles que habían quedado allí. Día y noche, no había más que esta enorme alimaña negra de brillante pelaje erizado con inmensos ojos negros siempre obsesionados en medio de un rostro de cera gris: siempre esos mismos ojos obsesionados que tenía cuando llegó a Csejthe, niña aún, pero ya cruel, esta criatura de complicada y loca lujuria, que todo lo dominaba con su gran belleza sombría. Acaso volvía a ver lo que habían reflejado esos espejos ahora empañados, las veladas, los candelabros encima de las mesas, tantas fiestas, tanta gente alrededor, las damas de honor que se acercaban con objetos en las manos, vestidos del color de las rosas oscuras; y todo para ella. Y abajo, en el reino subterráneo, viejas encapuchadas y rebaños de sirvientas desnudas. Después, ¿qué más sabía?, ¿quién estaba allí sentada, contemplando en trance dedos cortados, cuerpos desnudos lacerados, venas abiertas y sangre envolvente que por fin se liberaba? ¿Quién era ese personaje que poseía los derechos de Erzsébet, la última Báthory, y que yo no he sido nunca? ¿Por qué estoy yo aquí, duramente acusada, para expiar lo que han hecho mis deseos, pero cuya realización jamás he sentido yo? Mis deseos se han realizado fuera de mí, sin mí; mis deseos no me han dado alcance.

El bosque empezaba muy cerca, detrás de una de las paredes tapiadas de su habitación. El sendero subía hacia las cabañas de las brujas aún existentes, dispersas.

Pero ni plantas ni aromas de plantas, ni auroras podían traspasar la barrera levantada por la mampostería. A la mirada ojerosa que traicionaba un alma impura y ávida, no respondía ningún suave párpado de ventana abriéndose a la gran clemencia de la primavera, a la inocencia de las flores en el lindero de los bosques.

El águila, desde las alturas, vislumbraba estas flores; la loba, en su ronda nocturna, las rozaba. Sólo ella, la humana, en su destino de ser humano, en su destino con claves de connivencia, estaba encerrada.

Y ese destino, legado por grandes antepasados, pasado por los duros roquedales de Suabia, grabado en escudos rodeados de dragones, lo asumió tal cual, sin desfallecer. Su última carta, del 31 de julio de 1614, en la que modifica su testamento a favor de su hija Katerine, cuyo marido la provee de alimentos, esta carta escrita en alemán con su menuda letra sin lustre y voluntariosa, es de una mente completamente lúcida.

Un año, dos años… Había que vivir, seguir aguantando encima de esa delgada capa de humus de bruja. Cualquier otra, hecha solamente de tenue luz gris, se hubiera ablandado, acolchado con sus pensamientos, su miedo y, tal vez, hasta con su arrepentimiento; el largo cautiverio habría cavado un cauce que llegara a la fuente ele las lágrimas. Pero Erzsébet se mantuvo firme en sus tierras, en sus derechos, en sus diezmos, en lo que la tierra y la región, hereditariamente, le habían otorgado. Por eso no entendió; por eso sólo conoció la valentía del cuerpo, no la del espíritu.

Los murciélagos que, cuando son muchos, insisten, entraron allá arriba por las rendijas y, como hallaron oscuridad, se instalaron para dormitar en las cortinas carmesíes. Su olor a pequeños sepulcros se sumó al de la habitación. Por el calor y las rayas de luz más vivas, fue verano; por los días que declinaban y el frío que llegaba, invierno. Hubo también un aroma de espino albar, alegres gorjeos; luego, un olor a musgo, un olor a lluvia, y quejas de pájaros que se iban; todo ello apenas perceptible.

Por encima de los sótanos, por encima de los subterráneos donde aún estaba estancado el eco de los gritos y de las súplicas, recorría Erzsébet Báthory, arriba y abajo, su cuarto, caminaba en esta lúgubre luz de pozo.

Siguió viviendo así tres años y medio, sin esperanza ni demanda, medio muerta de hambre. Sólo en el huracán mismo se habían refugiado todos los Báthory: muertos al borde de altos glaciares, muertos de pasión de cólera, en las batallas, o víctimas de sus propios caprichos ajenos al orden, crueles consigo mismos. Tampoco Erzsébet, en nombre de lo que de salvaje haya en el mundo, lamentó jamás nada, se arrepintió jamás. Pero no pudo soportar la reclusión ni, sobre todo, el frío intenso de esos inviernos sin lumbre. Murió lentamente, sin llamar a nadie; no depositó esquela alguna para pedir consolación divina en ese reborde de la ventanilla por la que le pasaban el pan. No escribió ninguna petición de indulto, sino sólo su testamento, que rehízo un mes antes de su muerte. Este testamento, en el que mejoraba a Katalina (especificando que el marido de ésta, György Drugeth, debe restituírselo después a Pál) a condición de que le mande lo necesario para no morir de hambre en la cárcel, lo redactó en presencia de dos testigos que, sin embargo, no la vieron y no pudieron dar de ella descripción alguna.

«Solicitó escribir su última voluntad; enviamos a dos testigos: Kaupelich András y Egry Imre. Éstos juraron que ése era con certeza su testamento, otorgado en Csejthe, y que lo había redactado en estado de lucidez y por su propia voluntad. Deja a Katalina su castillo de Kérésztur (en Abaujva), pero sólo temporalmente. No quiere dejárselo más que si György Drugeth se ocupa de ella en la cárcel. El resto de los bienes sigue quedando dividido entre sus hijos, con devolución a Pál Nádasdy».

«Hecho el día de San Pedro, domingo 31 de julio de 1614».

Murió el 21 de agosto de 1614. Murió a finales de agosto, cuando Mercurio, convirtiéndose en amo del cielo, lo hace nefasto para aquéllos cuyo espíritu ha envenenado. No había nadie.

Hubo dos testimonios de su muerte: uno en el diario en latín del secretario de Thurzó, ese mismo Zavodsky György que había consignado la detención:

«A 21 de agosto de 1614.

»Erzsébet Báthory, esposa del Magnificente Señor conde Francisco Nádasdy, viuda, tras cuatro años de detención en un calabozo su castillo de Cheyte, condenada a prisión perpetua, ha comparecido ante el juez supremo, Ha muerto al anochecer, abandonada de todos».

Y Krapinai Itsván por su parte:

«Elizabeth Báthory, esposa del alto señor Francisco Nádasdy, Magistrado del Rey y Caballerizo Mayor, de estado viuda, e infame y homicida, ha muerto en prisión en Csejthe. Muerta repentinamente, sin cruz ni luz, el 21 de agosto de 1614, por la noche».

Hacía mal tiempo ese día. Un ventarrón furioso; parecía que habían muerto unas brujas.

Sin cruz ni luz… Ella, escoltada por prolongados gritos y gemidos, y cuyo tiempo aún no ha acabado, vaga por las ruinas de Csejthe. E igualmente por la casa de abajo, en la aldea donde, hace poco, se distinguía en el corazón de la noche, en la misma habitación, su sombra engalanada señalando con el dedo, en la pared, un escondrijo. Lo abrieron: en él había guardado, antes de huir, una parte de sus alhajas; antiguas y pesadas joyas con granates, topacios y perlas.

Y si de toda esta nada, bebida como una copa de cielo negro, sorbida, desaparecida, sale al fin algo, ¡ay!, ¿qué será ello?