CAPÍTULO X

En torno a 1440, en Francia, un señor de gran familia y hermosa prestancia, hijo de Guy de Laval y de Marie de Craon, señora de La Suze, no salía ya apenas de su casa solariega de Machecoul, triste y sombría, cuyas torres aún se elevan hacia el cielo azul y gris del Poitou. Puente levadizo alzado y rastrillo bajado, puertas cerradas. Nadie, salvo los servidores más seguros, entraba allí. Por la noche, se encendía una ventana de la torre y se oían tales gritos que los lobos del bosque cercano se ponían a aullar a la muerte. El dominio de Gilles de Rais no era la montaña, con su tupida piel de árboles, sino, también, la piedra y los muros de los castillos erguidos en el aire luminoso, algo triste, del Oeste. Tiffauges era muy antiguo. Sus muros sonrosados aún se cubren en verano de grandes claveles silvestres. La cripta de Tiffauges existe, fresca bajo una bóveda de capiteles medio derruidos; en medio, hay una losa rectangular. Ahí debía de estar el altar. En cuanto a las torres de Machecoul —unas torres de arista impecable— se alzan sobre un alcor cubierto de hierba rasa, antaño rodeado de fosos. Y en el muro, al norte, la yedra, con todas las alas oscuras y tristes de sus hojas, late al viento.

Ahí, en esa triste guarida de Machecoul, en 1440, fue donde detuvieron a Gilles de Rais, Mariscal de Francia. A la justicia de Juan V, duque de Bretaña, la había puesto en movimiento el arrebato de ira y la obstinación del señor de Rais, que había intentado recuperar por la fuerza uno de sus últimos castillos que había vendido a Geoffroy Le Ferron, tesorero de Bretaña. Mientras tanto, las pesquisas sobre los asesinatos de niños que había ordenado el obispo de Nantes, y que duraban ya casi dos meses, estaban muy avanzadas; y el Mariscal tuvo que hacer frente a la acusación de haber conjurado al demonio y de haberse bañado en la sangre de los niños degollados para rejuvenecer. La acusación era tanto más grave cuanto que aseguraban que no sólo la sangre derramada había servido como filtro de rejuvenecimiento, sino también que a las víctimas se las había ofrecido en sacrificio al Demonio.

En aquella época, ése era el crimen total. El cuerpo podía sufrir; era una gran lástima cuando era inocente, pero la muerte lo devolvía al reino de sus méritos. Y, como dijo el propio Gilles de Rais al final, «la muerte no es más que un poco de dolor». Pero utilizar esa sangre, que fluía llevándose el alma, para firmar, alrededor del círculo mágico, con el nombre de los demonios menores, alimentarlos con esa divina substancia violada, hasta que resoplaran, gimieran y aparecieran en forma de perro negro, ése era el mal absoluto, el pecado imperdonable a cuyo lado los crímenes eróticos de Gilles de Rais no contaban gran cosa. Y lo que, por encima de todo, desesperó a las madres, las hizo aullar de dolor, fue enterarse de que el rostro de Satanás había aparecido grabado en el corazón de uno de sus hijos y que, con la mano derecha de otro, untada con sebo de animales malditos, Gilles de Rais había pedido que le hicieran una «mano de gloria» que le impidiera morir a hierro, agua o fuego mientras la llevara encima.

Gilles mandó buscar por todas partes esa mano de gloria cuando los sargentos del duque de Bretaña entraron en Machecoul. Poitou, su lacayo, lo declaró: «En cuanto Jean Labbé entró en Machecoul, mi señor exclamó: “Deprisa, que me busquen el sombrero de terciopelo negro de doble forro, que ahí están mi libertad, mi honor y mi vida”».

Era esa misma mano de niño consumida por las ascuas que, una noche, le había llevado personalmente, en un pliegue del traje, a François Prelati, «en parlamento» con los espíritus de las tinieblas. Por más que buscaron, no encontraron nada. El Diablo había recuperado lo que era suyo.

Cuando oyó al palatino y a los suyos en el puente levadizo de Csejthe, Erzsébet Báthory se abalanzó hacia la cosa sin nombre, deformada, amarillenta, enrollada y arrugada que era el conjuro preparado en lo más recóndito del bosque por Darvulia. En él estaban inscritos, sin que faltara uno, los nombres de los jueces y de los príncipes que ahora la amenazaban. Darvulia ya no estaba allí. Casi ciega, se había internado de nuevo en el bosque y, sin duda, había muerto una noche a la luz de la luna.

Dorkó buscó. Jó Ilona volvió del revés todos los vestidos. Erzsébet, sin resuello, mientras miraba cómo lo revolvían todo, repetía y repetía sin parar la larga, la imperiosa letanía. Pero las palabras no eran ya sino espejos palidecidos y reticentes. El Demonio necesita la carne que se ha consumido en este mundo, la cosa que ha vivido, la sangre que ha corrido, para escribir el pacto. La comunión de lo incorpóreo no es para él sino un desagradable simulacro, y su culto se basa en objetos tangibles: una mano para asir y ordenar, un corazón para vivir, una membrana misteriosa para proteger la vida que llega.

En verdad, una vez abiertas todas las cajas, descosidos todos los dobladillos de los vestidos, palpados todos los frunces, repasadas todas las ballenas, el talismán ya no estaba.

La Iglesia insistió para encargarse del proceso. Ésa fue la perdición de Gilles de Rais. El obispo de Nantes, Jean de Châteaugiron, y el gran senescal de Bretaña, Pierre de L’Hôpital, acosaron al duque con demandas para conseguir las autorizaciones necesarias. No sin gran pesar dio Juan V la orden de abrir el proceso de un mariscal de Francia portador de un noble apellido; pues sabía que «el Tribunal de la Iglesia es soberano y juzga según los crímenes, nunca según las personas», como afirmó solemnemente el obispo; y Pierre L’Hôpital mostró mayor preocupación por el crimen de magia y de brujería que por todos los demás, mucho más abominables.

Gilles necesitaba oro. Necesitaba, sobre todo, como Erzsébet Báthory, no vivir como todo el mundo porque ello le aburría. Pasaba el tiempo, allá arriba, en la famosa habitación, en compañía de François Prelati, su astrólogo italiano; mientras este último trazaba en las baldosas grandes círculos rojos y negros, Gilles, con elegante jubón oscuro, dibujaba en la pared unos a modo de blasones que representaban dos cabezas, dos dagas y dos cruces. Una vez, su criado Poitou, que era una de las raras personas que tenía derecho a entrar en la habitación de su señor, llegó de improviso. «Vete y no te vuelvas, que va a venir Él», gritó Gilles. Desde abajo, Poitou oyó casi al instante un gran grito de búho, y como la pisada de un animal grande que parecía ser un perro o un lobo. Alguien aulló: «¡Oíd, oíd al Diablo!». Apareció el Mariscal, lívido, con una herida que le sangraba en la mejilla. Dijo: «—Maese François ha estado a punto de perder la vida. —Monseñor, ¿se os ha aparecido el Diablo? —Sí, en verdad, en forma de perro grande, negro y sarnoso con las fauces llenas de sangre».

Los círculos mágicos se trazaban por doquier, según los planetas y sus horas. A veces, había que adentrarse mucho en la noche para conjurar a los demonios de los tesoros ocultos. En el prado de los Menhires, en la campiña de Machecoul, François Prelati trazó un círculo con un cuchillo mojado en sangre llamando a «Barión». Hincó el cuchillo punta arriba. Se desencadenaron truenos y lluvia durante toda la noche. Gilles no pudo ver nada; pero un perro inmenso se le lanzó entre las piernas y lo tiró al suelo. Debía de haber un tesoro en ese prado.

Se hizo otro conjuro en el lugar llamado la Esperanza, en un prado más abajo de Machecoul, cerca de una alquería aislada donde vivía la Picarda, mujer de la vida. Fue un tal Jean el Inglés, de paso en el castillo, quien trazó el círculo, que habían tomado la precaución de rodear de cáñamo seco y de hojas de acebo, que los espíritus detestan cruzar. A pesar de la previa ofrenda de cinco corazones de niño, no ocurrió nada.

Sucedían muchas cosas, por la noche, en esas alquerías aisladas en cuyos alrededores subsistían las huellas de los grandes círculos mágicos que desdibujaba el rocío matutino. Una mujer llamada Perrine Rondeau regentaba por allí una posada de mala muerte, en que se veían François Prelati y otro italiano, el marqués de Alombara. Habían tomado en la planta alta una habitación cuyo lujo, entrevisto desde el rellano, contrastaba con la sorda suciedad de las salas de abajo. Dormían allí con cuatro guapos pajes. Todo fue muy bien hasta el día en que el marqués, de regreso de un viaje a Dieppe, trajo consigo a un joven pescador más guapo que todos los demás. Perrine, desde abajo, oyó disputas en sonoro italiano. El marqués se apresuró a poner en seguridad al apuesto pescador en otro sitio. François Prelati también se encerraba con un tal maese Eustache en otro lugar lúgubre, en una pequeña alquería aislada que había sido una casa de citas. Cuando fueron a ver, todo estaba vacío. No hallaron sino cenizas y polvos «muy malolientes», que reconocieron como de niños y, oculta en el fondo de una artesa, una camisita de rudo retor cubierta de sangre.

Todos ellos iban con frecuencia a Tiffauges, mansión a un tiempo grácil y siniestra. Allí, en una gran sala encima de la cripta, solían utilizar un libro escrito con sangre «para hacer venir a Aliborón». Trazaban con carbón sobre las baldosas un círculo mágico, un gran círculo con caracteres y cruces alrededor. El conjurador se metía dentro con cierto libro lleno de nombres de diablos escritos en rojo con insólitas sílabas. Lo leía durante dos horas a veces, y llamaba a los demonios que no se daban ninguna prisa. Pues Gilles se lo había ofrecido todo a Satanás, ciencia, riqueza, poder, pero no había querido ceder ni su vida ni su alma; y Satanás no venía. Un día, sin embargo, cedió y pidió simplemente que le ofrendasen unas cuantas manos y corazones de niños, y también ojos. Prescindiría del resto. Entonces, apareció en forma de gran serpiente, en la sala de Tiffauges. Otra vez, Barión se mostró con su forma predilecta: un gran perro negro que huye gruñendo. Henriet y Poitou, mientras tanto, veían sapos y culebras que «parecían surgidos del infierno» salir por debajo de la puerta de la habitación.

Cuando vivía en Tiffauges, François Prelati lo había impregnado tan fuertemente de magia que los conjuros resultaban más fáciles. Tenía serios altercados con Gilles, a quien reprochaba su impaciencia, su falta de confianza. ¿Pues no había arrojado a un pozo de la mansión de Jacqués-Coeur, un día que se hallaba en la Corte del rey, en Bourges, y estaba harto de comprobar que nada le salía a derechas, una arquilla de plata sobredorada que le había enviado el italiano? La arquilla guardaba una bolsa de seda negra que contenía un objeto de color plateado. A su regreso, Prelati le dijo que había sacrificado su felicidad. Además, ¿cómo habría podido venir el Diablo y mostrarse libremente? A diario, Gilles oía varias misas. E incluso durante el gran conjuro de la «Caza Salvaje», encontraba medio de interrumpirlo, acá y acullá, con algún rezo. Una vez, en pleno conjuro, dijo un avemaría y vio entonces pasar a través del círculo una cosa gigantesca que dejó a Prelati medio muerto.

Una normanda que venía a echarle las cartas le dijo un día que no conseguiría nada «si no sacaba de su corazón sus oraciones y su capilla». Entonces, Gilles, para agradar al Diablo, le fue reservando cada vez más manos derechas, corazones y cabelleras. Se encerraba en la habitación de arriba y no salía sino triste y abatido. Un paje que pasaba por allí vio una vez por la puerta entreabierta instrumentos de magia, anafres y tenazas, frasquitos llenos de un líquido rojo y una mano muerta armada de una daga ensangrentada. Alguien salió. Por la ventana más próxima arrojaron al paje a los fosos, donde se ahogó.

Por culpa de estos relatos, desgraciadamente para Gilles de Rais, se transfirió el sumario al tribunal del obispo de Nantes. Si el proceso de Erzsébet Báthory no dependió del Tribunal eclesiástico, no fue porque los protestantes fueran más indulgentes con los crímenes de brujería: en Inglaterra, en Suecia, poco después, persiguieron sistemáticamente a los brujos. En Hungría, pastores y sacerdotes católicos hacían alarde de elocuencia en el púlpito para denunciar este mal, el más detestable de todos. El rey Matías II era particularmente hostil a las indagaciones ocultas. Es probable que el palatino Thurzó hiciera cuanto estuviera en su mano para que el interrogatorio que dirigió no se desviara hacia esas peligrosas regiones. Tuvo tanto más mérito cuanto que acababa de escapar a un intento de envenenamiento de carácter más o menos mágico, cuya inspiradora era su prima. Si Thurzó no hubiera tomado ese partido, no se hubiera conformado con levantar para la condesa Báthory cuatro cadalsos simbólicos, sino, realmente, una hoguera infamante.

Las dificultades para procurarse presas jóvenes y hermosas fueron las mismas para Erzsébet Báthory y para Gilles de Rais. Idénticas aldeas en que todo se sabe de tapadillo; idénticas viejas vestidas de gris recorriendo las landas en que los pastores guardan las ovejas, las alquerías lejanas con los niños solos, las afueras de los pueblecitos en que los chiquillos hacen caer las ciruelas a pedradas o siembran el lino. La mujer de gris, tan fea y tan vieja, desagradable y rezongona, Perrine Martin, era la proveedora de pajes de Monseñor. La habían visto al crepúsculo, en aldeas alejadas, con niños, todos ellos muy guapos, de la mano. En Saint-Étienne-de-Mont-Luc había encontrado, caminando y mendigando, al pequeño Janet, un huérfano, y lo había llevado a Machecoul. Habían visto pasar a esta mujer desconocida «de rostro bermejo, vestido gris y capucha negra que no valían nada», con un refajo de lienzo por encima del vestido. Un día, en Nantes, había encontrado a un niño que parecía abandonado; pensando que su belleza sería del agrado de Monseñor, lo había llevado directamente a la mansión de La Suze. Gilles de Rais lo admiró mucho y lo envió al punto a Machecoul donde, al parecer, se encontraban sus reservas, como en Csejthe las de Erzsébet Báthory.

A veces, eran los dos criados Henriet y Poitou quienes se encargaban, por uno u otro procedimiento, de atraer mozalbetes al castillo. Un día que se había detenido en La Roche-Bernard, Gilles, apoyado en el hombro de Poitou y asomado a una ventana, vio pasar a un muchacho que le gustó. «Este muchacho es hermoso y grácil como un ángel», dijo. No hacía falta más. Poitou se separó inmediatamente de su señor y parlamentó con la madre del muchacho, que entró como escudero al servicio del Mariscal. Incluso le compraron, acto seguido, un traje apropiado y un caballo pequeño. En la posada, alguien le dijo a Poitou: «Lindo paje tiene vuesa merced». Otros exclamaron: «Naturalmente, no es para él, sino para la boca de nuestro buen Señor».

Después, en Nantes, reconocieron el caballo. Pero lo montaba otro. Esto se supo en La Roche-Bernard. Perrine Loessard, la madre, interrogó a los soldados del Mariscal cuando pasaron por la aldea, preguntando dónde estaba su hijo. La respuesta fue: «No pases susto; si no está en Machecoul, estará en Tiffauges, o en Pornic. O en otro sitio. O en el Infierno».

Sucedió a veces que el señor, olvidando toda prudencia, escogió personalmente a sus presas mientras jugaban al frontón en el patio del castillo. Habiendo visto una noche a un aprendiz de sastre de dieciocho años que cosía los trajes de la Mariscala, Gilles se puso a pensar en él.

Gilles de Sillé, un primo de Gilles de Rais, y Roger de Bricqueville se inmiscuyeron en ocasiones. Habiendo ido a encargar unas manoplas de halconero para la caza de la grulla, vieron al aprendiz, el joven y guapo Gendron. Le mandaron llevar un mensaje al castillo, al criado de Gilles. «¡Y ojo!», fue la recomendación. «No vayas por el valle de los Menhires. Allí matan a los viejos y a los feos pero se quedan con los jóvenes y guapos».

Ni siquiera los pinches de las cocinas estaban a salvo cuando bajaban los criados. Una noche, uno de los servidores de la habitación del Mariscal descubrió, a través del humo, a un guapo joven que estaba dando vueltas al asador. Dos días después había dejado las cocinas y nunca más volvió a aparecer por ellas. Ni en ninguna otra parte. De los dos hermanos Hamelin, uno era mucho más guapo que otro. Gilles eligió al primero pero mató a ambos.

Los niños desaparecían sobre todo los días de limosna. Esos días bajaban el puente levadizo y la servidumbre repartía a los pobres comida, algún dinero, ropa. Cuando se fijaban en algunos niños más guapos que los demás, pretendían que a éstos no se les había dado bastante carne y se los llevaban a las cocinas para darles más.

Mientras tanto, se habían agotado todos los pretextos para calmar la curiosidad de las gentes que se asombraban de que desaparecieran tantos jóvenes cada año, descontadas las probables víctimas de los lobos, hombres negros y enfermedades, y los ahogados en las lagunas.

Gilles de Sillé hizo correr entonces el rumor de que los ingleses, que habían hecho prisionero a Michel de Sillé, su hermano, reclamaban sin tregua, como rescate, veinticuatro criaturas de sexo masculino a la vez, lo más hermosas posible. Algunos habían salido de Machecoul, decía, pero habían mandado siete veces más de Tiffauges. La gente, naturalmente, se quedó afligida pero, al menos, creyó haber encontrado una explicación, siendo como eran rehenes y rescates plagas corrientes en aquella época. Además no faltaba ni una sola niña en las aldeas en que, al igual que sus hermanos, jugaban alrededor de la fuente. No había desaparecido ni una niña mendiga abandonada.

Una sola vez hablará Poitou, en sus confesiones, con horror, de «una criatura de sexo femenino, un día que Monseñor no disponía de niños».

Ana de Bretaña, tan mojigata, tan beata y tan prudente, ordenó que las actas del proceso de Gilles de Rais quedaran depositadas en los Archivos de Nantes. Con Erzsébet Báthory no se anduvieron con tantos cumplidos. El acta del proceso quedó abandonada en un sobrado de Bicse, donde el polvo, los ratones y la lluvia la hicieron al cabo de ciento sesenta años, casi indescifrable. Un padre jesuita logró, no obstante, leerla y rememorar la sombría vida de una Condesa que, en cambio, sólo buscaba, para sacrificarlas, joven citas. Igual que le sucedía a Gilles de Rais con los muchachos, le gustaba que esas jovencitas fueran muy niñas, bellas y sin defecto. Por mucho que se haya dicho, no recayó su elección, salvo en raras ocasiones, en muchachas nobles o con títulos, sino en campesinas, sirvientas o, excepcionalmente, en niñas que erraban por las calles de Viena. Erzsébet conocía las herencias de su casta y, a juzgar por la suya, sabía que por la sangre también podían correr demonios. Lo que buscaba para sus pasiones y su rejuvenecimiento era un fluido elemental, vigoroso, portador de las savias del bosque y de las potencias minerales de la tierra.

Sólo sus damas de honor, cuya constante presencia junto a ella ha creado esta confusión, debían ser nobles y comportarse como tales, aceptando, a pesar del espanto que sentían, lo ineluctable. Al final, no testimoniaron en contra de la Condesa, pese a lo que habían padecido. Después de todo, no tenían ninguna razón para no sentirse atraídas, a la larga, por esta mujer bella e inquietante, ni para sustraerse a sus clementes voluntades. No les hicieron, por otra parte, la afrenta de divulgar sus declaraciones, si es que alguna hubo. No comparecieron en el proceso.

Los compañeros de Gilles de Rais, que eran su primo Gilles de Sillé y Roger de Bricqueville, se comportaron, por su parte, de forma muy cobarde. A la primera alarma, saltaron sobre sus caballos y escaparon de Machecoul. No quedaron con Gilles más que sus dos criados, que no confesaron sino en última instancia «para no resistirse más a Dios y no ser excluidos de la bienaventuranza celeste».

A mediados de septiembre de 1440 fue cuando vinieron a detener al Mariscal. Cuando llegaron ante Machecoul, el capitán de armas Jean Labbé y sus hombres pidieron que bajaran el puente levadizo para dejarlos entrar, pues llevaban las armas del duque de Bretaña. Al oír el hombre de Labbé, Gilles se santiguó, besó una reliquia, tal vez un talismán, y dijo a Gilles de Sillé: «Buen primo, ha llegado el momento de ir a Dios».

Su astrólogo le había predicho mucho tiempo atrás que su muerte le sería anunciada por un abad[7]; y también que sería fraile en una abadía. Predicciones que se realizaron. Pero hasta después de muerto no reposó Gilles en un sepulcro en el convento de los Carmelitas de Nantes.

Jean Labbé instó al Mariscal a que lo siguiera. Henriet y Poitou quisieron escoltar a su señor. Pero los demás huyeron a galope tendido.

Juan V había prohibido hacer pesquisas en el castillo para ganar tiempo antes de descubrir lo irreparable. El Mariscal montó a caballo y siguió a las gentes de Bretaña recitando oraciones. Inmediatamente se alzaron gritos de maldición a ambos lados del camino, al pasar por las aldeas. Al llegar a Nantes, en lugar de dirigirse al castillo de la Tour-Neuve, donde residía el duque, condujeron a Gilles, con gran asombro por su parte, al siniestro castillo de Bouffay, sede de la justicia del ducado. Allí, afortunadamente, no lo dejaron solo. Le permitieron quedarse, además de con sus criados, con su organista, aunque no había órgano en la prisión, su archidiácono, dos chantres y dos monaguillos.

Sin embargo, llegó orden del obispo prohibiéndole toda confesión y comunión; y ello le resultó muy penoso.

Le corresponde al tribunal eclesiástico conocerlo todo del alma, y conocer el alma por la conducta del cuerpo. Pues hay que saber a través de qué desórdenes de los sentidos se ha manifestado el demonio en el ser humano.

Para salvar su alma, Henriet habló en primer lugar. Contó que una noche que había tenido que ir a Chantocé, ocho años antes, encontró en la biblioteca del tío de Gilles de Rais las obras de Suetonio y de Tácito. Por orden de Gilles, que se aburría, le leyó y tradujo los crímenes de Tiberio, Calígula y otros césares. Esa misma noche, Gilles, acalorado por los efectos del vino y las especias, halló algunas víctimas y cometió sus primeros crímenes eróticos. Luego, se confió a su primo de Sillé y a Roger de Bricqueville, su amigo. Hubo ciento veinte niños muertos aquel año. Henriet lo repitió: todo había empezado por culpa de aquella lectura.

Lo que buscaba el tribunal eclesiástico para condenar con seguridad a Gilles era cargarlo con el crimen sin apelación de lesa majestad divina. Esa iniciación pagana a los vicios de los cesares romanos constituía un excelente principio para un proceso por brujería. Empezaron por mandar correr un velo sobre el crucifijo bajo el que Henriet, en francés y, a veces, en latín, prestaba declaración. A través de sus confesiones, su señor aparecía como suntuoso, sensual y un poco histrión. Al finalizar sus crímenes, se sacudía como un gran pájaro de plumas negras y violeta, declamando a las columnas de la cama y a los asistentes los detalles de los deleites que acababa de experimentar. Necesitaba el decorado de las ceras, de los fuegos, de las lágrimas. Luego, súbitamente postrado, volvía a caer en sórdidas cuestiones de sangre que había que lavar y cadáveres que había que hacer desaparecer. Era el sádico sensual, el libertino exhibicionista que necesitaba un público. Los señores de Sillé y de Bricqueville hacían lo mismo que él, o casi, pero sin guardar tanto las formas y sin tanta verborrea de voluptuosidad y de remordimiento. Todos eran soldados, crueles, y habían contemplado muchas veces lo horrores de las tomas de las ciudades. Pero, en estos trances, Gilles era el único que se dejaba transportar por un extravagante ensueño oriental de barbarie y púrpura romana, que le hacía sumergirse y revolcarse en sangre.

La lujuria de Erzsébet Báthory era de calidad mucho más insondable y salvaje. No soñaba: estaba alucinada. En su retrato, la mirada de Gilles de Rais busca, intercambia. En el suyo, los ojos de la Condesa sangrienta han encontrado lo que buscaban. En el siniestro lavadero, no necesitaba comparsa alguno con quien compartir sus voluptuosidades. Estaban las sirvientas porque eran indispensables para atizar el fuego, verter el agua y organizar el espectáculo que sólo ella contemplaba, rígida, pero en cuya preparación no se inmiscuía sino raras veces. Y mientras en Machecoul alternaban gemidos de placer y sollozos de remordimiento, Erzsébet era el silencio de la piedra de Csejthe. No hizo ninguna grandiosa demostración de arrepentimiento, jamás pidió gracia, ni la muerte. Hay cartas suyas, escritas en prisión con su firme, menuda y negra letra, que hablan de los bienes que hay que repartir, de la salud, de todo salvo del enclaustramiento sórdido e ignominioso de una condesa Báthory, sobrina y prima de reyes.

Cierto es que se la había eximido de lo peor, de la inquisición en que todas las preferencias se evocan minuciosamente, en que se van desarraigando metódicamente del profundo humus del subconsciente los gustos más secretos y las formas de satisfacerlos, en que se saca fuera del sombrío manto de Satanás todo lo que es eróticamente anómalo.

En lo que a Gilles de Rais se refiere, nada quedó en la sombra. Hicieron contar primero a Henriet y luego a Poitou, más reticente, todos los detalles de lo que ocurría en la habitación de su señor. Hablaron de comidas en exceso cargadas de especias y de vinos afrodisíacos, enumerando con todo detalle sádicas voluptuosidades, crímenes insensatos, insistiendo en los inmensos trabajos y fatigas que habían costado. Hablaron de los juramentos prestados sobre las escarcelas de terciopelo que contenían pesados talismanes, de los cadáveres que había habido que sacar con ganchos del pozo al que los habían arrojado; del traslado precipitado, de noche, río abajo, de las pesadas arcas llenas de niños muertos con las cabezas separadas del tronco, «roídas de gusanos y rodando como canicas»; de la leña que había que apilar en la chimenea de la mansión de La Suze, en Nantes, y que «hurgoneaban» golpeando con atizadores para que ardiera, con treinta y seis cadáveres alineados encima. Cosa que le costó mucho creer al representante del Fiscal, pues: «¡Pensad nada más en lo que pasa cuando la grasa del asado chorrea en los carbones de la cocina!». Pero atizando constantemente la llama, el proceso se aceleraba y bastaban unas horas para que todo se consumiese. Tras haberse lamentado grandemente y haber pedido a Dios misericordia, el Señor de Rais se tendía en su cama mientras todo ardía entre altas llamas y aspiraba con deleite el horrible olor de huesos y carne quemados, al tiempo que describía sus sensaciones.

Ochocientos niños muertos alevosamente en siete años. Un tercio largo de las noches de siete años, de 1433 a 1440, había transcurrido matando, sajando y quemando; y los días, subiendo y bajando los cuerpos ensangrentados y mutilados, escondiéndolos secos y renegridos, al azar, por doquier, entre el heno y por los rincones, arrojando las cenizas a las aguas de los fosos, y lavando la sangre y las inmundicias para reiterar la noche siguiente el monstruoso fárrago de tanta muerte.

Gilles de Sillé y Poitou se encargaban por la noche de llevar a los niños a la habitación del Mariscal. Los pajes y los monaguillos de la capilla También se «prestaban al placer de Monseñor»: se los colmaba de bienes para que se mantuvieran callados.

Se convirtió aquello en una auténtica rutina y, durante siete años, los mismos personajes ejecutaron los mismos gestos con indiferencia. Henriet hurgoneaba el fuego, preparaba los baldes de agua para fregar el suelo. Poitou sabía el momento exacto en que había que acercarse y cortarle limpiamente la yugular al niño para que la sangre brotara a punto e inundara a su señor, que estaba besando a la víctima. Sin fijarse mucho, veía en un rincón de la habitación moverse cuerpos abrazados de los que salían gritos ahogados; pues, para empezar le habían «llenado de estopa» la boca al niño para que no se le oyera gritar. Y cuando Gilles, en el último momento, le había hecho una incisión en el cuello para dejarlo «languideciente» y aprovecharse mejor de sus últimos sobresaltos, ellos espetaban para retirar el cuerpo a que su señor se arrojara en la cama y empezara sus letanías. O bien tenían que cuidarse de no dejar demasiado tiempo a los niños colgados de un grueso clavo, en un rincón de la habitación. Pues incluso así, Gilles de Rais se deleitaba con ellos Cuando todo había acabado, los bajaban y les cortaban el cuello, y él gritaba que le enseñaran la cabeza para ver si era hermosa Algunos días, lo invadían furores diabólicos y quería que le entregaran gran cantidad de niños de los que en primer lugar abusaba de las peores maneras para matarlos a continuación. Se echaba en charcos de sangre, abría a sus víctimas y se revolcaba en ellas. A veces, se arrodillaba ante los cuerpos que se estaban quemando y miraba los rostros a la luz de las altas llamas; le gustaba contemplar las cabezas que, en proceso de putrefacción, se conservaban en sal en un arca, «las más hermosas para conservarlas frescas», y las besaba en los labios. Poitou era quien se encargaba de esas macabras salazones.

Mientras los degollaban y colgaban y le duraba el placer, Gilles de Rais no cesaba de mascullar oraciones a Dios y al Demonio a la vez, y de recomendar a sus víctimas que rezaran por él en el cielo. Al día siguiente se decía una misa cantada por los difuntos.

Hay una carta demente, o hábil, del Mariscal al rey, en la que confiesa que ha tenido que retirarse a sus posesiones de Rais porque ha sentido por el Delfín de Francia «pasión y codicia tan grandes que a punto he estado de matarlo». Pedía al mismo tiempo al rey su apoyo para retirarse al Carmelo.

El resultado fue que el rey, que sabía muy bien que Gilles no estaba loco, quiso quedar completamente al margen del proceso criminal de uno de los mayores oficiales de su corona.

El 24 de octubre, el prisionero entraba en la sala de audiencias del castillo de Bouffay, con hábito de carmelita, se arrodillaba y se ponía a rezar. Ocultos tras una colgadura estaban preparados los instrumentos de la cuestión de tormento: potros, cuñas y cuerdas; Gilles creyó que el duque de Bretaña estaba allí, escuchando detrás de esa cortina. Pierre de L’Hôpital lo instó a confesar. Entonces Gilles apeló al rey de Francia. El gran senescal le gritó que sus sirvientes lo habían dicho todo. Le leyeron las confesiones de Henriet y de Poitou. Pálido como la muerte, Gilles contestó que habían dicho la verdad, que había arrebatado niños a sus madres, que se había conducido con ellos en la forma descrita y que, a veces, los había abierto para contemplar las entrañas y los corazones; nombró a algunos de ellos, evocando su belleza, y confesó ochocientos crímenes en siete años, más tres conjuros mágicos: uno en la sala de Tiffauges, otro en Bourgneuf-en-Rais y otro más no sabía dónde, pues había tenido lugar de noche, a la ventura.

Una vez establecida así la prueba de los crímenes de brujería y de sodomía, lo cual era entonces de la jurisdicción eclesiástica, el sumario se trasladó inmediatamente al tribunal del obispo de Nantes. Todo estaba dispuesto. En la sala apareció un heraldo a las órdenes del obispo e instó por tres veces a Gilles de Laval, señor de Rais, a comparecer sin demora ante el tribunal del obispo.

Gilles no apeló por abuso al presidente de Bretaña, sino que siguió su destino y se trasladó bajo escolta al obispado.

El proceso no duró entonces más que unas cuantas horas. La instrucción, llevada en secreto, estaba acabada. Por fin tenían el supremo crimen de lesa majestad divina, y humana también: crimen, rapto y sodomía. Pero, ante todo, «sacrilegio, impiedad, maleficios y obras perversas de diablismo, magia, alquimia y brujería».

Como el obispo le aconsejara que se preparara a morir, Gilles por fin se defendió: pariente y aliado del duque de Bretaña, gran oficial de la Corona de Francia y jefe de la nobleza de la región, sólo sus pares podían juzgarlo, con la aprobación del rey y del duque de Bretaña.

Entonces fue cuando Jean de Châteaugiron le contestó: «El Tribunal eclesiástico es soberano y juzga según los crímenes, jamás según las personas. Además, el duque y el rey de Francia están de acuerdo en que se ejecute la sentencia».

Entonces, el señor de Rais se recogió: «Señores, rogad ahora para que tenga una buena y santa muerte».

El veredicto fue: «Horca, hoguera; y tras la ejecución, antes de que el fuego abra y abrase el cuerpo, que lo retiren y lleven en un relicario a una iglesia de Nantes que haya designado el condenado. A Henriet y Poitou se los quemará vivos y sus cenizas se arrojarán al Loira».

Al día siguiente, la plaza de delante del castillo de Bouffay estaba llena de gente. Gilles apareció todo de negro, caperuza de terciopelo, jubón de damasco negro con adornos de piel del mismo color. Repitió tranquila y firmemente que había confesado la verdad.

El 26 de octubre, a las nueve de la mañana, el clero en procesión con el Santo Sacramento visitó todas las iglesias de Nantes, seguido por el pueblo que rezaba por los tres criminales. A las once, condujeron a Gilles de Rais, Henriet y Poitou al prado de Biesse, en los confines de la ciudad, río arriba de los puentes de Nantes, a orillas del Loira. Habían levantado tres cadalsos, uno más alto que los otros dos. Debajo, habían puesto troncos y retamas secas impregnadas de pez.

Hacía bueno. El río reflejaba el cielo; las hojas de los chopos y los sauces temblaban al viento como de costumbre. Alrededor, una inmensa muchedumbre. Los condenados llegaron cantando pausadamente el De profundis, y todos lo siguieron a coro. El eco llegó hasta el duque, encerrado en su castillo para no tener que conceder gracia. El trágico Requiem siguió al De profundis. Gilles abrazó a Henriet y a Poitou, y habló: «No hay pecado tan grande que Dios no perdone, si se pide con contrición. La muerte no es más que un poco de dolor». Luego se quitó el sombrero, besó el crucifijo y empezó las oraciones de los agonizantes. El verdugo ajustó el nudo, hizo subir a Gilles a un escabel alto, y prendieron la hoguera. Derribado el escabel, Gilles de Rais cayó; las llamas subieron en torno al cuerpo que se balanceaba. Entonces, la muchedumbre, mientras las campanas de la catedral doblaban a muerto, entonó el Dies irae alrededor de la gran expiación anaranjada que ardía en el aire pálido.

Por entre el pueblo arrodillado avanzaron seis mujeres con trajes y velos blancos y seis carmelitas con un ataúd. Una de las mujeres era la señora de Rais, las otras pertenecían a las más ilustres casas de Bretaña. El verdugo cortó la cuerda; el cuerpo cayó a una especie de cuna de hierro que habían preparado debajo del fuego, y lo retiraron antes de que ardiera, según la sentencia.

Las damas se agacharon, con sus velos bancos, y agarraron las seis asas del ataúd. El muerto, apenas tiznado, cabello rojo, barba negra, clavaba la vidriosa mirada en el cielo azul grisáceo. El canto se había acallado. La mujer que iba en cabeza dijo una palabra. Se marcharon lentamente con su carga hacia el convento de los Carmelitas de Nantes.

Hasta en la muerte, Gilles de Rais fue civilizado, elegante y lírico. El aire recorre esta muerte en el prado de Biesse, circula entre los sauces y los chopos, por el temblor de los zarcillos de la hoguera, pantalla transparente ante el agua del río. El aire estaba preñado de campanas y de cantos humanos. Dejar esta vida ingrávida debió de herirle el corazón a Gilles, pues no era en modo alguno un desesperado. Era sensual, vicioso, estaba inmerso en grandes oleadas de sadismo; pero formaba parte de la vida, tenía los placeres, los crímenes y los remordimientos de ésta. No puede decirse de él que sus desmanes fueran desmedidos; estaban, por el contrario, bastante bien organizados. Ni gratuidad en su conducta ni demencia; sus más terribles comportamientos conservaban algo del color del Loira, algo de esta tierra, de este cielo y de esta agua.

Gris pálido, estrellado de oro; y si se abría el jubón, cinturón escarlata y daga de acero gris oculta en una vaina roja. Una elegancia de ave venusiana y malvada que se pavonea ante sí misma y ante el mundo. No era de esa raza de hombres que pueden sumirse sin retorno en el caos. Por lo demás, ¿puede un ser masculino dejarse caer alguna vez hasta las últimas y negativas profundidades? El arrepentimiento devolvió a Gilles de Rais a los hombres.

Los asistentes y él podían aún entenderse. El verdadero terror humano no es la muerte: es el antiguo caos por el que fluye la nada. El remordimiento público de Gilles de Rais, sobre la hierba de octubre, ese fuego que chamuscaba las hojas de los arboles, el temor y el sufrimiento, todo lo devolvía a los vivos; pues cuanto estaba vivo volvía a ser de su familia y lo tranquilizaba a la hora de emprender el último viaje. La muchedumbre entendía que había sido un malvado brujo, un asesino, pero que, a pesar de todo, nunca había dejado de ser uno de ellos.

Erzsébet Báthory murió rodeada sólo del fasto de su persona. La última Ecsed acabó como los de su raza, los del lejano y duro linaje fundado por el canónigo Pedro Báthory. Se parecía a su tío András, el príncipe asesinado a hachazos cuya cabeza había permanecido mucho tiempo, con los ojos abiertos, al borde de un glaciar de Transilvania.

Y se llevó, intacta, entre las manos a esta raza demente, cruel y enamorada, como un guijarro no lavado por el arrepentimiento; y se hundió con ella.