En aquellos años, Erzsébet Báthory, viuda, tenía que defenderse con vigor y defender al mismo tiempo a sus hijos y sus castillos. En octubre de 1605, había estallado la rebelión en Hungría. So pretexto de una querella entre protestantes y católicos, Boksay se había rebelado contra el Emperador. Transilvania entera le obedecía. Se había hecho nombrar sucesor de Báthory, príncipe de Transilvania, y tenía de su parte a los haiducos y a las tropas. Los turcos, naturalmente, atizaban la rebelión y pagaban a los haiducos contra el Emperador. Los arrabales de Viena estaban en llamas.
Neustadt estaba cercado, Presburgo en grave peligro; pues la guarnición imperial estaba decidida al pillaje si, un día señalado, no se le ofrecía una fiesta por todo lo alto que se le había prometido.
Erzsébet Báthory debía de estar, sin duda, poderosamente protegida por Thurzó, pues sus castillos de Sárvár y Csejthe, entre otros, no estaban lejos de Neustadt y Presburgo. Su solo nombre debía hacerla odiosa a los rebeldes: su primo Segismundo y su tío András habían gobernado pésimamente Transilvania. Como las damas húngaras que se habían quedado en sus castillos mientras sus señores combatían, había tenido que reforzar la defensa y la guarnición, contando con Thurzó para que la avisara a tiempo, ese mismo Thurzó que en diciembre de 1609, iba a ser nombrado palatino de Hungría por ciento cincuenta diputados de la Dieta, Ella ponía como pretexto su preocupación, y otras cosas, para escribir a menudo, en excelente latín, a los Consejeros del Emperador y pedirles dinero, teniendo buen cuidado, a través de las repetidas fórmulas de cortesía, de insistir en su condición de viuda, en su debilidad de mujer.
La vida de Erzsébet en Csejthe era a veces difícil. El sistema feudal había evolucionado. El castellano seguía poseyendo sus siervos, sus campesinos y algunos artesanos ligados al castillo; pero ahora había también aldeanos libres, comerciantes y artesanos puestos bajo la autoridad de un alcalde asistido por sus concejales, los «Padres de la Villa». Csejthe estaba considerado como un burgo franco y, a pesar de ser muy pequeño, poseía los estatutos y los privilegios de una ciudad, pues había pertenecido a la Corona.
Así pues, a Erzsébet no le estaba permitido ni poco ni mucho hacer lo que quisiera en la aldea, salvo dentro del castillo. No podía —aun cuando a veces lo hubiera intentado— mandar levantar un patíbulo en la plaza de la aldea para ahorcar a alguien a título de ejemplo; pues ello era contrario al estatuto moral y a la buena fama de la villa de Csejthe. Los concejales tenían derecho a examinar el caso y a protestar si era menester. En tal circunstancia, ella debía apelar a las autoridades de Presburgo que, en caso de rebelión, hubieran enviado dos o tres centenares de soldados alemanes de los ejércitos reales para restablecer el orden, saquear todas las provisiones del burgo y tirar de la caja de la villa. Por eso prefería Erzsébet retirarse a su alto castillo solitario donde se concedía derechos ilimitados.
La pompa, las recepciones, las pieles y las alhajas le salían caras a Erzsébet Báthory; y, después de la muerte de su marido, había tenido que repartir varios de sus feudos entre sus hijos, reservando una buena parte para el heredero del apellido de Nádasdy, Pál, por cuyos bienes velaba severamente su tutor Megyery.
Siempre estaba buscando dinero; pues, si bien los productos locales eran abundantes, todo lo extraño al país resultaba un lujo costoso. Ahora bien, ese lujo era lo único que tentaba a Erzsébet, que vivía en una sociedad en que los gustos eran exigentes, en que lo único que se consideraba bello era lo extraordinario. Hasta las pieles del país las tenían que trabajar de manera especial los artesanos venidos de Italia. Había que poder decir que las alhajas procedían de Francia, las sedas de Lyon, los terciopelos de Génova y de Venecia.
El mobiliario apenas importaba; seguía siendo típicamente húngaro, negro, pesado, incómodo. No importaba mucho más la comodidad; a los gentileshombres y a las damas húngaras no les daba aprensión sentarse en banquetas de dura madera o soportar el frío de los inviernos en los dormitorios que dos chimeneas no conseguían ni entibiar. Pero para el lujo de su persona la cosa era muy distinta. Allí en la Alta Hungría, aún se agitaba, blanco y rojo, negro, verde, y dorado todo él, como una especie de cuento viril. Bárbaro y felino a la vez, se movía en las antorchas ese mundo del corazón de Europa, de dacios y de hunos, en que se habían fundido los viejos misterios hercinianos. En cuanto a las mujeres, eran como aludes de perlas.
En su cuarto mal caldeado, oscuro, en medio de un desorden de campamento, Erzsébet amontonaba con bárbaro gusto todo aquello de lo que había oído hablar y, princesa en exceso engalanada, se paseaba ante los grandes espejos españoles apoyados en las mesas de roble. Encima del tocador, en frasquitos tapados con pergaminos, se alineaban esos productos típicamente húngaros comprados a los vendedores de bálsamos y preparados por Darvulia.
Erzsébet Báthory tenía, pues, gran necesidad de dinero. Ya se lo había pedido varias veces al Primer Ministro. Al final, como no conseguía ya nada a pesar de sus arrogantes reclamaciones[6], hizo lo único que le quedaba por hacer: se puso a vender los castillos, aún numerosos, que le pertenecían en propiedad. Pero pronto echó en falta los diezmos de esos dominios. Para la fortuna, como para el odio y para la belleza, recurrió entonces a la magia.
Peor para la sangre, peor para quienes, en la selva del tiempo, están desde siempre condenados a su pérdida fugitiva. También eso pasa, llevado por la negra ola.
Erzsébet Báthory no podía penetrar muy hondo en el dominio de la magia. Su demencia era de clase en exceso timorata y mezquina: se anulaba ante Darvulia, desenfrenada, de sangre intrépida por la que corrían los poderes verdes del bosque.
Darvulia fue quien, el mismo año de la muerte de Ferencz Nádasdy, inició a Erzsébet en los más crueles juegos, le enseñó a ver morir y el sentido de ver morir. La Condesa, movida hasta entonces por el placer de hacer sufrir y de sangrar a sus sirvientas, se había escudado en la excusa de castigar alguna falta cometida por sus víctimas. Ahora, la sangre vertida lo era sólo en virtud de la sangre, y la muerte dada sólo en virtud de la muerte. Darvulia bajaba a los sótanos, escogía a las muchachas que le parecían mejor alimentadas y más resistentes. Con ayuda de Dorkó, las llevaba a empellones por las escaleras y los pasadizos mal iluminados que conducían a los lavaderos donde ya se encontraba su señora, rígida en su alta silla esculpida, mientras que Jó Ilona y otras se encargaban del fuego, de las ligaduras, de los cuchillos y de las navajas de afeitar. A las dos o tres jóvenes, las dejaban completamente desnudas, con el pelo suelto. Eran hermosas y siempre tenían menos de dieciocho años, a veces doce; Darvulia quería que fuesen muy jóvenes, pues sabía que si habían conocido el amor el buen espíritu de su sangre estaba perdido. Dorkó les ataba los brazos muy fuerte y se turnaba con Jó Ilona para azotarlas con una varita de fresno verde que dejaba horribles surcos. A veces, seguía la propia Condesa. Cuando la muchacha no era sino una llaga tumefacta, Dorkó tomaba una navaja de afeitar y hacía incisiones acá y acullá. La sangre brotaba de todas partes, las mangas blancas de Erzsébet Báthory se teñían de ese diluvio rojo. Pronto tenía que cambiarse el vestido, hasta tal punto estaba cubierta de sangre. La bóveda y las paredes chorreaban. Cuando la joven, por fin, estaba próxima a morir, Dorkó, con unas tijeras, le abría las venas de los brazos de los que fluía la última sangre de su cuerpo. Algunos días, cuando la Condesa estaba harta de sus gritos, mandaba que les cosieran la boca para dejar de oírlas.
La primera vez que vio morir, Erzsébet sintió un poco de miedo y contempló el cadáver como quien no entiende. Pero esa apariencia de remordimiento fue pasajera. Más adelante, se interesó por el tiempo que podía durar el proceso; y también por la duración del placer sexual, del placer brujo.
Voluptuosamente segura de su impunidad en el fondo de los sótanos de Csejthe, se entregó por completo a los juegos de las llamas, de las teas y de los candelabros que con sus reflejos amenizaban las fases del demente rito. Felicidad. En el último escalón del subconsciente, batía ya el ala de la locura. De no haber sido así, ¿cómo habría podido Erzsébet perpetrar tales cosas?
Se puede entender de dónde viene ese placer sexual, multiplicado por la penumbra atravesada por el vago resplandor de las teas, muy hondo bajo tierra y con la certeza de la seguridad. Numerosas son las sectas que se han entregado a sus prácticas eróticas en lugares ferozmente cerrados y cuyas puertas, una vez dentro, ni siquiera se sabía dónde estaban.
En cuanto al placer brujo, ese placer que hizo que cayeran sobre Gilles de Rais los anatemas del tribunal eclesiástico, de los que se eximió a Erzsébet Báthory, es el más indestructible de ambos. Cuando el cuerpo, hastiado, puede arrepentirse, la mente prosigue el camino que poco a poco ha ido abriéndose según la lógica que ha hecho suya, lógica de jugos y de sangre. Los crímenes nacidos de las más terribles pasiones del cuerpo se podían absolver: durante el proceso de Gilles de Rais, cubrieron con un velo el crucifijo por decencia y, luego, no se volvió a hacer mención de él, Pero ¿qué decir, del círculo mágico y qué esperanza puede haber en él, universo especial cerrado a contrapelo por antiguas llaves, con firmas de carbón que sellan, acuñan una y otra vez la mente para convertirla en una moneda de la naturaleza, tantas veces enajenada como dada? ¿Qué decir de Erzsébet Báthory, supersticiosa y depravada, con su nariz aquilina, prolongación directa de la línea de la frente, con su pesada barbilla, algo huidiza, su aire evocador a un tiempo de la oveja negra y de la rapaz que se la lleva entre las garras? ¿Qué decir de esta mujer a la que siempre, y a pesar de todo, se buscaba? Pues lo que fascina no es lo agradable sino lo insondable. Si un día pudiéramos amar a uno de estos seres conociendo las causas profundas y reales de su nacimiento y sin temer ni a este ser en sí ni a los poderes que han decidido su venida al mundo, entonces no habría ya lugar para la crueldad ni para el miedo.
En cuanto a Darvulia, la bruja, jugaba. Porque juega es por lo que la verdadera bruja sigue siendo bruja, a través de las edades de más allá del tiempo. Sabe que nada puede separarla de las fuerzas que maneja aquí abajo, pues por doquier toda vida no se crea sino con estas mismas fuerzas. Como los creyentes que mueren confiándose al gran río de su Dios, la bruja va a la elemental deriva y no intenta saber dónde. Al veneno de la planta, al aullido del lobo o entre los elementos que entran en la combinación del astro nefasto de una criatura por venir, qué más da dónde vayan sus cenizas; ¡adónde van a ir sino al gran seno que velan las estrellas, al lugar del eterno volver a empezar!
Los brujos no desean salvarse en el espíritu puro. Lo temen: para ellos supone la muerte real. Lo que quieren es seguir girando en el espíritu de las cosas, apoderarse de él y modelarlo, mucho antes de que los humanos puedan darlas por irrevocablemente establecidas.
En Csejthe, Erzsébet Báthory y Darvulia tenían el campo libre. La provincia estaba alejada y atrasada; las gentes eran físicamente vigorosas pero completamente apáticas, aterradas por las supersticiones de la montaña. La Condesa podía hacer cuanto se le antojaba; en cuanto a Darvulia, todo el mundo temía que embrujara a la familia entera, amén de los campos y el ganado, a la menor recriminación. Todo era muy confuso en la mente de estas gentes y, en el fondo, no estaban seguras de nada. Siempre había habido por todas partes muchas muertes debidas a causas misteriosas: a los lobos, dueños del bosque en invierno, a cualquier animal negro, a los hombres lobo y a los vampiros de la noche. A menudo, las muchachas desmejoraban y morían. Después, las exhumaban y, si sus cuerpos no parecían suficientemente descompuestos, era aconsejable atravesarles el corazón con una estaca. A cuántas de sus compañeras habrían ido ya a visitar, con su vestido blanco, enseñando dos largos colmillos semejantes a los caninos de los murciélagos. O bien las Vilas, las diminutas y rencorosas hadas, las hacían morir; pues envidiaban a las hijas de los hombres y sienten celos de ellas, porque no han tenido otros pañales que las hojas verdes del bosque ni otra leche materna que el rocío sobre el triste cólquico de otoño. Todo era invisible peligro, y en los cementerios flotaban, en lo alto de grandes pértigas, banderas contra los vampiros y alas conjuradoras cortadas a las grandes aves.
La necesidad de hacer desaparecer los cadáveres era una pesadilla para Kataline, Jó Ilona y la misteriosa vieja que no hablaba, no preguntaba nada y enterraba. Al principio, fue fácil: se celebraban funerales, como para todo el mundo, en la iglesia. Conservaban los cuerpos lavados, vestidos, recompuestos, el tiempo que exigía la costumbre para permitir a la familia venir de lejos, llegar. A ésta se le daban explicaciones plausibles y comida. Pero un día se presentó, inopinadamente, una madre en el castillo para ver a su hija. A ésta, jovencísima, la habían matado dos días antes y, precisamente, se estaban preguntando dónde meter ese cuerpo en el que las torturas habían dejado huellas. Contestaron: «Ha muerto». La madre insistió y quiso ver, al menos, su cadáver. Pero estaba tan desfigurado que se negaron a enseñárselo y se apresuraron a enterrarla en cualquier sitio. A la madre la encerraron y se asustó tanto que no dijo nada; pero en el proceso, fue la primera que habló. Mientras tanto, cada vez iban muriendo más sirvientas que enterraban a toda prisa en los campos y los jardines. Y se afianzó el rumor, que corría desde la llegada de Darvulia, de que la Condesa, para conservar su belleza, tomaba baños de sangre.
En el año 1608, Rodolfo II, archiduque de Austria, rey de Hungría y de Bohemia desde 1576, abdicó en favor de su hermano Matías y se retiró definitivamente a Praga.
El rey Matías tenía un carácter muy distinto al de sus predecesores. Bajo los reinados de Maximiliano y de Rodolfo, ardientes católicos, se perseguía a los nobles constantemente por motivos religiosos, acusándolos de traición. Es cierto que, al no escapar casi ninguno del dominio de los turcos sino para caer en el de los Habsburgo, odiaban a unos y otros. Y, en el fondo, no servían eficazmente más que a Hungría. Los Habsburgo, totalmente impregnados de fanatismo español, llevaban muy a mal que la nobleza húngara fuese, en conjunto, protestante. A finales del siglo XVI, uno de los Báthory era la excepción: Segismundo de Transilvania, que era un brillante representante del catolicismo.
Desde la ley «Tripartitum», cuya promulgación, en 1514, había puesto fin a la «Dieta salvaje», nadie se había ocupado nunca de la clase campesina considerada como parte del suelo feudal. Lo primero que hizo Matías al subir al trono fue acordarse de que esta clase existía y extender a los campesinos la libertad de religión. Al contrario que sus dos predecesores, Matías tenía un espíritu positivo, no propenso a las búsquedas ocultas. Para él, combatir el mal, se encontrase donde se encontrase, era una obligación moral. No más sinuosas excusas y, sobre todo, no más taciturna autocracia que consideraba propia de una época pasada, peligrosa para su propia autoridad y por la que no mostraba piedad alguna, allí donde la encontraba.
Si el proceso hubiera tenido lugar unos años antes, Erzsébet Báthory hubiera ido sola a ver al emperador Rodolfo, pariente político suyo (su primo Segismundo se había casado con María Cristina de Austria). Hubiera ido a verlo a Presburgo, donde residía entonces rodeado de sus astrólogos e inmerso en sus libros de magia. Le habría hablado con su lenta voz, habría clavado en él su grave mirada, y, sobre todo, habría llevado consigo, vuelto hacia el Emperador, el pergamino preparado por Darvulia, el conjuro propiciatorio. Ello habría bastado para inclinar el espíritu de Rodolfo a la indulgencia, y la pena de Erzsébet se habría quedado en un muy llevadero arresto domiciliario, por algún tiempo, y la promesa de no practicar más que una brujería inofensiva. Pero la hora había pasado: las armas negras ya no surtían efecto.
Erzsébet había ido demasiado lejos para volverse atrás: ahora era menester que se fundiera con su crimen. Sentía que fuera de Csejthe, todo la amenazaba. Angustiada, asistía al avance de la vejez. ¿No era preciso poner todos los medios para correr un velo sobre la edad y sobre el peligro? ¿No era preciso, mediante una comunión completa con el mal, renovar las fuerzas que harían retroceder la vejez y los peligros?
Darvulia le repetía infatigablemente los méritos del rojo manto de sangre, de esa deslumbrante coraza de fuego robada a las vidas, ante la cual el enemigo claudica y la decrepitud se da por vencida. Darvulia no era persona letrada para citar como ejemplo a Tiberio y sus baños de sangre, ni a las pitonisas brincando, embadurnadas. Pero sabía, y lo decía a ciencia cierta, que, gracias a la sangre, Erzsébet sería invulnerable y conservaría la belleza.
Entonces traían el gran puchero de barro pardo; mandaban venir a tres o cuatro muchachas rebosantes de salud y a las que habían dado de comer cuanto habían querido, mientras empezaban a fortalecer a otras cuatro para la vez siguiente. Sin pérdida de tiempo, Dorkó les ataba los brazos con unas cuerdas muy apretadas y les cortaba venas y arterias. La sangre brotaba; y cuando todas, exangües, agonizaban por el suelo, Dorkó vertía sobre la Condesa, de pie y blanca, la sangre que, junto a un infiernillo, había mantenido tibia. Ése era el gran escalfador de barro pardo que enseñaban en un rincón de los sótanos del castillo de Csejthe hace aún poco tiempo. Cuando se iba a este lugar, decían, había que santiguarse para no oír los gritos y gemidos que salían del fondo de los oscuros subterráneos.
Pero el azar de una visita al duque de Brunswick, en su castillo de Dolna Krupa, vino a procurar a Erzsébet una nueva fuente de distracciones. Los criados de Csejthe, intentando siempre agradar a su melancólica señora, habían traído de la posada de «Los Tres Árboles Verdes», en Vág Ujhely, una gran noticia.
El duque de Brunswick, que vivía en la región, era un apasionado de toda clase de máquinas, de esos inventos mecánicos entonces de moda, y que hacían disfrutar al propio Rodolfo de Habsburgo cuando contemplaba su funcionamiento, con aquella enorme cantidad de ruedas dentadas que engranaban entre sí, de contrapesos que desencadenaban un inmenso ruido de chatarra. El duque de Brunswick tenía la especialidad de coleccionar relojes y, sobre todo, relojes alemanes. Había contratado de manera estable a un cerrajero alemán para que le fabricara una gran máquina de relojería con varios personajes y carillones; el cerrajero trabajó en el castillo durante dos años largos, luego, quedó encargado hasta su muerte de la conservación de su potente maquinaria.
El reloj era la gran atracción de Dolna Krupa. La gente venía desde muy lejos para tener el honor de contemplarlo. La nobleza de las regiones vecinas acudió en seguida. Y, entre ellos, Erzsébet Báthory. ¿Habló con el cerrajero inventor, hizo que le describieran, siguiendo su idea fija, la famosa «Doncella de hierro» de Nüremberg que éste, sin duda, conocía? Se le ocurrió con toda naturalidad la idea de poseer semejante criatura, con apariencia de vida y, no obstante, implacable máquina. La jaula de hierro suspendida de la bóveda de su sótano de Viena se le antojó anticuada. Fue en Alemania, y probablemente por mediación del relojero de Dolna Krupa, donde Erzsébet encargó su «Doncella de hierro».
Este ídolo lo instalaron en la sala subterránea del castillo de Csejthe. Cuando no se usaba, reposaba en un arca de roble esculpido, cuidadosamente encerrado con llave en su féretro. Junto al arca, había clavado un pesado pedestal, sobre el que se podía erguir sólidamente la extraña dama de hierro hueco, pintada de color carne. Estaba completamente desnuda, maquillada como una mujer hermosa, adornada con motivos a un tiempo realistas y ambiguos. Un mecanismo hacía que se le abriera la boca con una sonrisa bobalicona y cruel, enseñando dientes humanos, y que moviera los ojos. Por la espalda, cayéndole casi hasta el suelo, se extendía una cabellera de muchacha que Erzsébet había debido de elegir con infinito cuidado. Rechazando las cabelleras morenas con que se hubiera podido esperar que adornara a su diosa, le había encontrado una cabellera rubio platino. ¿Había pertenecido esta larga cabellera cenicienta a la bella esclavonia llegada de tan lejos para servir en Csejthe y sacrificada nada más llegar? Un collar de piedras preciosas incrustadas le caía por el pecho. Precisamente tocando una de esas piedras era como se ponía todo en movimiento. Del interior salía el enorme y siniestro ruido del mecanismo. Entonces los brazos empezaban a levantarse y, pronto, su abrazo se cerraba bruscamente sobre lo que se hallara a su alcance, sin que nadie pudiera romperlo. Dos grandes planchas rectangulares se deslizaban a izquierda y derecha y, en el lugar de los senos maquillados, el pecho se abría, dejando salir lentamente cinco puñales acerados que atravesaban sabiamente a la abrazada, con la cabeza echada hacia atrás y la larga cabellera suelta como la de la criatura de hierro. Apretando otra piedra del collar, los brazos caían, la sonrisa se apagaba, los ojos se cerraban de golpe, como si el sueño se hubiera abatido sobre ella. Se dice que la sangre de las muchachas apuñaladas corría entonces por un canalillo que iba a una especie de bañera situada en la parte de abajo y que se mantenía caliente. Es más probable que la recogieran en el famoso escalfador tanto tiempo olvidado en los sótanos y que la vertieran sobre la Condesa, sentada en el sillón permanentemente instalado en la sala subterránea.
Pero Erzsébet se cansó pronto; no tenía participación alguna en ello. Además, los complicados engranajes se averiaron, se oxidaron y nadie supo repararlos, Torturas más variadas y animadas sucedieron a éstos en exceso hieráticos asesinatos.
Los jueces, en el proceso, y el rey Matías en sus cartas, consideraron como una circunstancia agravante que los crímenes se hubieran cometido «contra el sexo femenino». Someramente, debieron de entrever profundidades perversas, misteriosamente sensuales, que les causaron horror. Sintieron vagamente que el asfixiante universo criminal de la Condesa estaba emparentado con ese universo negro en que se arraigan los cultos conservados en Oriente, en lo más profundo de los templos impregnados de sangre humana.
Pero en Erzsébet el Dios, o la Diosa, estaba ausente.
¡Un agua pura! ¿Cómo no la deseó jamás desde la época de su infancia obstinada? ¿Cómo es posible leer en sus rasgos, tal y como los pintaron hace más de tres siglos, que jamás en su vida esta sola idea se le había pasado por las mientes y que únicamente iban a resultarle atractivos lo asfixiante y lo sangriento?
Las perlas no eran bellas sino porque la adornaban, las flores porque adornaban sus estaciones; y la inocencia de lo blanco no tenía sentido sino cuando realzaba, a la luz de los candelabros, la palidez de su tez. El terrible hastío de lo que no le atañía directamente había apartado su mirada de las cosas de la tierra.