CAPÍTULO VIII

La boda de Judith Thurzó, segunda hija de György Thurzó, gran palatino y pariente de Erzsébet Báthory por su segunda mujer, Erzsébet Czóbor, se celebró esplendorosamente en noviembre de 1607. De modo que, contrariamente a lo habitual (las bodas tenían lugar sobre todo en primavera), fue al comienzo de las largas noches de helada y nieve cuando se celebró la boda de Judith Thurzó en Bicse, sobre el río Vág, una aldea de leñadores con casitas de madera y yeso de fachada enjalbegada. Pasaban por el río grandes trenes de troncos que venían de los bosques de los Tatras. La aldea, como todas, se apretujaba al pie del castillo edificado en la colina. Este castillo, muy antiguo, lo habían saqueado y habían pedido rescate por él los bandidos incluso en tiempos de György Thurzó. El rescate no había sido cosa de poco: ochenta mil gulden (florines). Pero el palatino sólo se empobreció momentáneamente ya que poseía una mina de oro en la región. Los bandidos, al irse, habían quemado a medias el castillo. Ello dio ocasión para volver a reconstruirlo y convertirlo en una magnífica mansión repleta de riquezas y rumorosa de fiestas. Pues Thurzó, prendadísimo de su segunda mujer, deseaba que ésta fuera todo lo feliz que pudiera cuando se veía obligado a dejarla en Bicse.

Erzsébet Báthory, aun habituada a un lujo bastante refinado, se impresionaba cada vez que entraba en Bicsevár. Aceptó la invitación hecha a toda la familia.

Padre de varias hijas, el palatino había encargado la construcción de un edificio especialmente concebido para celebrar las sucesivas bodas. Lo esencial del mismo era una inmensa estancia construida a nivel superior, en la que la luz entraba por numerosas ventanas: el salón de baile. En el primer piso, un inmenso vestíbulo con las paredes de piedra vista, con las vigas pintadas de colores vivos a la moda italiana. En las paredes, tapices de terciopelo y de damasco con dibujos rojos. Una larga mesa ocupaba uno de los extremos de la habitación, con bancos alrededor y algún que otro cojín acá y acullá. Los dormitorios eran pequeños, salvo el de los novios, que tenía dos chimeneas, una frente a otra, en cada extremo y, en medio, una cama enorme con un baldaquino cuyas cortinas podían cerrarse herméticamente. Y a pesar de las chimeneas, de los candelabros cargados de velas, de los tapices y de las pieles de oso que abundaban por el suelo, hacía un frío glacial en la habitación.

Durante los cortos días invernales, la luz gris pasaba con dificultad a través de los cristales verdosos engastados en plomo. En lo alto de las paredes velaban blasones anchos y enrevesados con animales indiscernibles enroscándose alrededor.

Erzsébet tenía un cuarto, también inmenso y frío, donde todo se amontonaba a lo largo de las entabladuras y donde apenas veía para engalanarse. La boda de Judith Thurzó, cuyas cuentas y detalles han quedado en los anales de Hungría, reunió a varios centenares de invitados que permanecieron juntos durante nueve meses, hasta el primer hijo. Las batidas de osos no se veían interrumpidas más que por los banquetes, en los que los buenos modales exigían que cada comensal hiciese con los dedos una bolita de miga de pan por servicio y depositase las bolitas formando una corona alrededor de su plato. A la trigésima, se conseguía una hermosa corona, pero los comensales empezaban a perder el apetito. Había torneos, concursos de ballesta y de jabalina; se jugaba al frontón y, por la noche, al ajedrez.

Nada, absolutamente nada de todo ello podía interesar a Erzsébet Báthory. A veces, salía a cazar de amanecida, tras haber desayunado pan caliente mojado en vino ardiendo con azúcar, clavo y canela. Los lebreles corrían por los senderos cubiertos de nieve. Prendada del bosque y de la carrera, igual que los animales salvajes y libres, galopaba entre los helechos secos, con la larga pluma blanca del sombrero flotando al viento.

Cuando regresaba al castillo al caer la noche, volvía a encontrar encima de la mesa, ante el espejo, brillando a la luz de las velas, sus ópalos de Bohemia, sus granates y sus perlas, sus alfileres y cadenas de bolas de oro y de esmalte. Aún no había repartido las joyas entre sus hijas. Todo lo más, le había hecho regalos a Anna, la mayor. Las sirvientas sacaban, de los tarros que habían transportado con el mayor cuidado, preciosas decocciones para el rostro excesivamente coloreado por el aire de los bosques.

La pintaban, acentuando con el humo aceitoso de las avellanas silvestres calcinadas el contorno de sus inmensos ojos, y frotando con un ungüento rojo su sinuosa boca. Entonces, Erzsébet Báthory podía aparecer en la sala del festín, donde la mesa estaba cubierta de manteles de malla bordados de oro, Thurzó la contemplaba. Tal vez, antes de que el palatino se volviera a casar, había habido algo entre ellos, algo a lo que puso fin el gran amor de Thurzó por su nueva esposa. Erzsébet y él habían cruzado una breve correspondencia, en húngaro y en alemán. Él la invitaba a ir a su casa de Viena. ¿Fue ella? No se sabe, pero es seguro que lo invitó a su vez a Csejthe adonde él acudió.

El palatino Thurzó, a quien sus retratos muestran con una luenga barba, tenía entonces alrededor de cincuenta años; pero la vida lo había envejecido prematuramente. Era un hombre a un tiempo justo y propenso a la cólera. Nombrado palatino en 1609, había combatido a los turcos durante diez años; luego, habían venido las preocupaciones políticas, pues su ambición le impidió descansar. Sin embargo, su naturaleza leal detestaba las intrigas.

Vivía en Bicse, pero los negocios lo reclamaban con frecuencia en Presburgo, capital de la Alta Hungría. Su auxiliar más valioso era su secretario, György Zavodsky; hijo de simples zemans gentileshombres del pueblo de Zavodié, había recibido una educación esmerada. Había podido ver de cerca la miseria de los campesinos; y, buen observador, prudente, siempre bien informado sobre los acontecimientos y las intrigas, le fue muy útil a Thurzó. Con un simple guiño sabía detener a tiempo al irascible palatino cuando la discusión se volvía borrascosa. Había sido Zavodsky quien había procedido minuciosamente a los preparativos de la boda de Judith Thurzó y había establecido, hasta en los menores detalles, la lista de los gastos y las compras.

El palatino quería que su hija estuviera contenta y que toda Europa se enterase de que la hija de Thurzó y de Erzsébet Czóbor había recibido una buena dote. Se casaba con András Jakuchic, señor de Ursatiec y de Preskac, en la Alta Hungría.

Para las compras de joyas, tejidos, vestuario, muebles, que fueron a buscar sobre todo a Viena, se habían previsto 8800 florines. Para la cocina, habían ajustado veinte cocineros, los mejor reputados de la provincia; pues el palatino contaba con la asistencia de grandes señores e incluso de emisarios reales y de príncipes de países extranjeros.

Se eligió una guardia de 400 soldados vestidos con el uniforme azul de los haiducos de Thurzó, para recibir a toda la concurrencia. Se esperaba al arzobispo de Caloca y de Grán; a seis invitados de Moravia y Bohemia; a cuatro personalidades austríacas y cinco polacas; a ocho dignatarios eclesiásticos en representación de los Cabildos; a treinta y seis representantes de los condados, trece de las grandes ciudades y diecisiete de las ciudades de menor importancia. Y, sobre todo, al embajador del archiduque Maximiliano y al del archiduque Fernando. Hubo igualmente que alojar, hasta en los alrededores de Bicse, a 2600 criados y 4300 caballos.

El príncipe Juan Cristián de Silesia vendría también en persona, lo que representaba un gran honor pues llevaba en su castillo una vida muy apartada que más parecía de monje que de señor, y prefería el estudio a las diversiones mundanas. Llegó acompañado por una gran comitiva; doscientos haiducos galopaban tras su coche.

Hubo también un comensal no muy del agrado de Thurzó: el protegido del Rey Católico, el cardenal Francisco Forgách. El cardenal era enemigo acérrimo de los protestantes; lo apoyaba una cábala para que ocupara el puesto de Thurzó, que lo era. El rey Matías dudaba por el momento. Había encargado incluso al cardenal Forgách que llevara a cabo una discreta encuesta sobre ciertos acontecimientos extraños que ocurrían en la Alta Hungría, que hablara de ello con Thurzó y pidiera a éste que realizara un informe. Conociendo el parentesco del Palatino y de la Condesa, temía una excesiva indulgencia. Al principio, Thurzó se limitó dar a Zavodsky el encargo de que se informara por sí mismo de los rumores que corrían acerca de la condesa Nádasdy. Forgách, además, detestaba también a Erzsébet porque era protestante y porque decían que se dedicaba a la brujería. Sin embargo, en esta boda, Erzsébet recibió los más halagadores cumplidos. Erzsébet Czóbor la trataba con los honores que exigía su rango pero, con toda evidencia, únicamente por el nombre de Nádasdy que llevaba. En realidad, todos la temían. Había un comportamiento, ya bailase, ya comiese, ya estuviese presente sin más, una extraña ausencia, un halo de hosca soledad que no podía explicar sólo su viudez.

En el gran salón de la planta baja se bailaba toda la noche. La orquesta la componían cíngaros y flautistas traídos especialmente de Italia. Había pífanos, címbalos, gaitas y kobozs, las guitarras húngaras. Hacía tal frío, con el ir y venir y las puertas abiertas, que todo el mundo llevaba ropa de abrigo. Circulaba el vino en jarras de loza rojiza, vino caliente con especias que se vertía en velicómenes de estaño y de plata. Los hombres llevaban al costado la daga en estuches de terciopelo carmesí y en el sombrero plumas de halcón y de grulla. Brillaban las cadenas de oro cincelado, los botones con incrustaciones de pedrería. Todo el mundo llevaba botas y zapatos de suavísimo cuero flexible que amortiguaba el martilleo de los pies en el suelo. Sólo alborotaban infernalmente las músicas, las voces, el ruido de las copas.

Esta boda de la hija del palatino György Thurzó había causado tal impresión en la gente que el interminable menú ha perdurado durante más de tres siglos.

En el centro de la larga mesa que, junto con los bancos, era el único mobiliario del salón, no había más que tres grandes cucharones de plata con platos de plata o de estaño. Unos pajes servían a los comensales. Se llenaban los vasos, pero no se podía empezar a beber hasta el segundo servicio; y las damas, a pesar de la gran libertad de que gozaban, no debían abusar de los fuertes vinos de Hungría. La salsa se comía con pan, teniendo cada comensal ante sí un pan redondo para todo el día. Era de buen tono comer muy deprisa, virilmente, decían. La carne, por lo demás, era siempre durísima y requería sólidas y vigorosas mandíbulas. No se habían escatimado ni la sal, ni las cebollas, ni el ajo, ni el pimentón, ni el azafrán. Entre las especias, se encontraban igualmente semillas de amapola, ajonjolí, malagueta azul de Damasco y salvia.

Los hombres habían comenzado por la mañana, desayunando cerdo asado o lonchas asadas de szalona, ese tocino ahumado con pimentón que era la comida habitual de los campesinos pero que todo el mundo apreciaba, todo ello regado con vino caliente cargado de especias. Los cantantes, durante la comida, cantaban en diversas lenguas o dialectos. No obstante, las canciones y las baladas húngaras, de tono en general más trágico que alegre, dominaban.

Si Thurzó miraba así, pensativamente, inclinándose un poco, a la orgullosa Erzsébet que estaba a menos de tres puestos por debajo de él en la mesa, era porque temía tener que tomar quizá muy pronto difíciles medidas contra ella. Intentaba desentrañar en ese rostro, que seguía siendo hermoso, los signos de un vampirismo del que todos hablaban en voz baja. No podía descubrir señal alguna de crueldad. Aún menos de dulzura, ciertamente. Tampoco ningún rastro de sonrisa o de alegría. Pero se sabía que era altiva y rara. Había tenido hijos; siempre habían estado lejos de ella. Habría podido vivir con su yerno Miklós Zrinyi y Arma, o llevarse a su lado, a Csejthe, a su hijo Pál que apenas contaba diez años. Permanecía sola, rodeada de arpías. Cuando el palatino hacía preguntas, nadie quería hablar. Hasta su yerno contestaba con evasivas, diciendo que estaba enferma, que padecía de esas crisis que, en todo tiempo, se habían dado entre los Báthory; que eso era lo que la volvía lejana, huraña. Y el palatino que, sin duda a causa del pasado, tenía excelentes razones muy personales para exculparla, vacilaba ante esa terrible mezcla de locura hereditaria y posesión diabólica siempre posible; se decía que, después de todo, tal vez no se trataba más que de caprichos y de mal humor femenino exagerados por cotilleos de aldea.

Si Erzsébet, durante unas cuantas semanas, parecía apaciguada y tranquila, era porque le estaba dando vueltas en la cabeza a la extraña novedad de uno de sus recientes crímenes y, en las brumas de su mente, acariciaba el proyecto de otros cuantos aún más nuevos, más insólitos aún.

Hasta el momento, había utilizado agujas, cuchillos, látigos y atizadores al rojo. Había mandado untar de miel a muchachas desnudas cuyas manos ataban y a las que echaban en la espesura del bosque para que fueran presa de las hormigas y de las moscas durante el día antes de que, por la noche, las devoraran las fieras. Cuando a veces estas jóvenes serranas, fuertes sin embargo y de nervios sólidos, se desmayaban, ordenaba a Dorkó que les prendiera entre las piernas papel empapado de aceite, para despertarlas, decía. Pero en el curso de estos viajes a Bicse había descubierto los silenciosos y melancólicos poderes del hielo y de la nieve.

Ilava estaba blanco. El castillo, cuadrado, emergiendo de entre la nieve, parecía preso en el hielo de sus fosos. Erzsébet, que había bajado de Csejthe para ir a Bicse, circulaba en carruaje por el camino real donde la nieve era menos espesa y que, al huir, cruzaban animalillos y pájaros de color marfil que lucían rayas y manchas rojas. En el coche, calientapiés y pieles de oso conservaban el calor de las mujeres amontonadas bajo prendas de piel. Erzsébet dormitaba, envuelta en pieles de martas enteras, erizada como un suntuoso animal engalanado para el invierno. Le disgustaba ir a esa boda, tener que vivir durante semanas la vida de una invitada de categoría a la que nunca se deja a su albedrío, rodeada de sirvientas extrañas que continuamente cruzarían por su cuarto. Sin contar a la anfitriona que podía visitarla inopinadamente. Iba tan disgustada, dando tumbos por el camino de Bicse, que sintió apuntar en sí la extraña advertencia que tan bien conocía, y que la ira o un deseo contrariado siempre habían provocado en los Báthory. Sin el menor pretexto, dio orden de que fueran por una de las jóvenes sirvientas que la acompañaban. Hasta precisó su nombre. En su semidelirio, veía siempre desfilar ante sus ojos los rostros de las jóvenes campesinas en que más se había fijado mientras se dedicaban a sus tareas en las habitaciones o en los patios. Por otra parte, siempre llevaba encima una lista de los nombres de estas muchachas. Pues, en un momento dado, era a ésta a la que tenía necesidad de sacrificar, y no a otra; y pronto.

La nieve, suspendida del cielo pero dispuesta a seguir cayendo, creaba ese ambiente propio del desierto, del invierno, de la montaña, donde todo es sólo espera estéril, donde los límites se disuelven, donde desaparece todo sentimiento de responsabilidad. La muchacha llegó llorando. La empujaron dentro de la carroza, ante la Condesa, que se puso a morderla frenéticamente y a pellizcarla donde podía. Debió de ser entonces, como era frecuente tras tan crueles libertades, cuando la Condesa cayó en uno de esos trances que, precisamente, buscaba.

Mientras las damas de compañía rodeaban solícitamente a su señora, en medio de la habitual turbación, la joven campesina se escabulló fuera de la carroza, sin hacer ruido en la blanda nieve, y dejó borrarse en el horizonte ya gris de los cortos días invernales el maldito coche con su vampira dentro. Permaneció así mientras caía la noche, a la que estaba acostumbrada, poniéndose nieve en las mordeduras, atemorizada sin embargo, escuchando si los animales de la llanura comenzaban a merodear. Pero ya en la lontananza del camino se había inmovilizado un bulto negro. De repente, hubo mucha agitación en torno al bulto, se encendieron antorchas. La campesina echó a correr y emprendió la huida por el campo. Pronto la cogieron y la llevaron de nuevo hacia el coche donde los lacayos, Dorkó y Jó Ilona la esperaban. Dorkó vociferaba. Pero la Condesa, inclinándose, le murmuró unas breves palabras al oído. Cuando llegaron a las cercanías del castillo de Ilava, muy próximo, los lacayos fueron a sacar agua de debajo del hielo de los fosos, de entre los juncos que el invierno había secado. Jó Ilona le había arrancado la ropa a la joven sirvienta y la tenía, desnuda, de pie en la nieve, en medio del corro de las antorchas. Le echaron por encima el agua, que se le congeló instantáneamente sobre el cuerpo. Erzsébet miraba desde la portezuela de la carroza. La muchacha intentó débilmente moverse hacia el calor de las antorchas; volvieron a echarle agua. No pudo caer, al no ser ya más que una alta estalagmita muerta, con la boca abierta, que se veía a través del hielo. La enterraron al borde del camino, en el campo, bajo la nieve. Hundieron un poco el cadáver en la tierra, donde germinan los bulbos del tulipán silvestre y de la almizcleña azul que florecerán al llegar la primavera.

Erzsébet no había querido pasar de Ilava para esta ejecución; pues, a continuación, se entraba en el territorio de Bicse, y no se hubiera atrevido a cometer sus desmanes en los dominios de Thurzó. La muchacha de Ilava fue la primera asesinada de esta manera. Después, cada invierno, en los lavaderos glaciales y en los patinillos de los diferentes castillos propiedad de los Báthory, en Léká, que estaba en lo alto de la montaña, en Kérésztur y en Csejthe, este suplicio llegó a ser cosa corriente.

Por eso miraba a Thurzó con tanta atención a su hermosa prima sentada, imperturbable, a la mesa del banquete. Ya habían corrido, en efecto, por la región rumores del suceso de Ilava. El mayordomo de Erzsébet, Benedeck Dezsó, era tan seguro como el satánico trío; pero los lacayos que, mezclados durante días y días con la servidumbre del castillo de Bicse, bebían abajo, se sentían obligados a su vez a tener alguna historia que contar; preferentemente historias macabras que, en las veladas de las cocinas, eran las que más gustaban mientras Jó Ilona y Dorkó preparaban la cama.

Invisiblemente, un círculo de horror se iba formando en torno a Erzsébet Báthory. Una tras otra, las aldeas situadas al pie de los castillos de la Alta Hungría se negaban a dejar marchar a sus muchachas. Las artimañas de Dorkó, Jó Ilona y Kateline Beniezky ya no daban resultado: ningún nuevo hallazgo. En vano prometían vestidos nuevos, hacían espejear la gloria de servir en casa de una familia ilustre. Ahora había que iniciar negociaciones en regiones aún inexploradas, tan alejadas a veces que transcurría un mes antes de que la joven campesina llegara a Csejthe. Las viejas no se atrevían ya a ir dos veces a la misma aldea. El rumor no hizo sino extenderse al mismo tiempo que el campo de las indagaciones. Oíase también hablar de crímenes que la Condesa lograba cometer en casa de sus propios anfitriones. Se había convertido en una auténtica cacería que apasionaba a Erzsébet Báthory. Necesitaba tener siempre un rebaño listo al alcance de la mano y, en los tres o cuatro castillos a los que solía ir de vez en cuando, siempre había uno a su disposición.

Un equipo de mujeres de toda condición se dedicaba sistemáticamente a buscar sirvientas. Salvo Bársovny y Oëtvós, ¿sabían las demás, como la mujer del panadero Czabó, a qué muerte estaban destinadas las jóvenes campesinas? Codiciaban sobre todo la falda, el abrigo nuevo que la señora del castillo les mandaba cuando llegaba una sirvienta nueva enviada por ellas. Entre esas muchachas, las había que no veían jamás a la Condesa, a no ser de lejos, en el patio, cuando salía a cazar, y que permanecían en las cocinas o en los lavaderos hasta el día en que las llamaba a su habitación. ¿Las sorteaba Erzsébet de su larga lista de nombres? Lo más seguro es que sólo la belleza guiara su elección hacia una u otra. Cuando, en el transcurso de uno de los viajes, su señora se había fijado en alguna muchacha, Jó Ilona y sobre todo Kateline, que era de aspecto simpático y alegre, hacían cuanto estaba en su mano para decidir a la sirvienta a dejar su empleo y seguirlas. Iban incluso a la aldea a convencer a la madre. Ello ocurrió en particular en casa de Kata Nádasdy. Jó Ilona volvió un día triunfante, seguida de una atolondrada manada de recias muchachas de Eger, totalmente dispuestas a tomar el camino de Csejthe. Era aún al principio; Kata Nádasdy, sin desconfiar, y por complacer a su cuñada, había accedido a cedérselas. Las encerraron en reserva en los sótanos y los cuartitos de piedra donde calentaban el agua y los trajes antes de ponérselos. Erzsébet estaba tan ansiosa por tener a sus presas a su disposición como se puede estar, en tiempos de escasez, por poseer en los graneros sacos de trigo y raíces comestibles. Se informaba minuciosamente de todos los detalles, de la edad que tenían, sobre todo, y de su lozanía.

A partir de 1604, año de la muerte del conde Nádasdy, una misteriosa criatura se había apoderado por completo de la mente de Erzsébet Báthory. Venía del corazón del bosque, en el que volvía a hundirse ciertas noches para aullar a la luna; y, seguida de sus gatos negros, que regresaban con ella al castillo, se coronaba de yerbas sombrías y plateadas, de artemisa y de beleño, danzaba con su sombra en el calvero y conjuraba a las antiguas divinidades.

Nadie la conocía. Era la «bruja del bosque». Bruja desde siempre, vivía antaño por la zona de Sárvár, donde siempre había vigilado de lejos a Erzsébet, que galopaba echando a perder las cosechas. Se llamaba Anna pero, por alguna razón ignota, había escogido el nombre de Darvulia. Era viejísima, irascible y despiadada: una auténtica alimaña aterradora. Había hallado en los ojos de Erzsébet cuanto de maléfico percibía en los venenos del bosque, la desierta insensibilidad de la Luna, y había vislumbrado en ellos una esclavitud psíquica dispuesta para la siembra como un campo negro. Sacaba infatigablemente sus poderes de ese humus de la bruja que es el instinto que la desposa indisolublemente con lo venenoso, con lo ponzoñoso y con lo mortal. Erzsébet, en su saturniana pasividad, se abandonó a estos poderes; su megalomanía su gusto por el anonadamiento la dejaban siempre disponible para recibir y para aceptar. Y fue Darvulia quien le presentó los frutos maduros de la locura. Lo hizo utilizando la magia, y también medios sórdidos, suprimiendo cuidadosamente ante la Condesa todo obstáculo exterior que ésta temiera no poder superar. Como la luna estaba en Capricornio, convenía bañarse en plena noche, bajo acres resinas que ardían al son del interminable y monótono conjuro. Darvulia, en la sala baja y secreta como una cripta, con la paciencia de los brujos, trazaba los círculos y los signos, descifrando su grimorio interior, sin perderse jamás en el laberinto de los poderes. Y abarcándolos, despertándolos dentro de sí, vivía su propia magia ante Erzsébet hechizada, comulgando con ella en el único sacramento que deseaba compartir.

Tras la llegada de Darvulia, no hubo ya en el castillo más que llantos y disputas. Kataline, ya que no Jó Ilona, apiadándose a veces, daba algo de comer a las jóvenes sirvientas encerradas en los sótanos en espera de su destino. Lo pagó caro el día en que la Condesa, enferma, se enteró, la mandó llamar junto a su cama y la mordió también a ella.

Ponikenus, el pastor de Csejthe, que no parece haber sido muy valiente, tenía un pánico mortal a Darvulia y, sobre todo, a sus gatos negros. En Hungría, si un gato negro cruza la calle por delante de alguien, es de mal agüero. Ahora bien, el castillo estaba lleno de ellos y cruzaban en todas direcciones la escalera por delante de Ponikenus, que se quejó de ello en pleno Tribunal de Justicia, añadiendo que esos malditos gatos le habían mordido en el pie.

El «ganado» sacrificado sin tregua por Erzsébet se componía de criaturas jóvenes y desmañadas que limpiaban mal las alacenas, no terminaban los bordados y encañonaban mal las gorgueras o los volantes de las enaguas. Eran, las más veces, rubias y de piel tostada. Habían conservado de un antiguo tipo de raza los pómulos salientes, los ojos azules pero muy rasgados y la boca grande. Eran fuertes y bien conformadas. A veces había algunas aún más hermosas que llegaban de la región de Eger o incluso de más lejos, de los confines de Eslavonia. Éstas eran delicadas y delgadas, de rasgos más finos y grandes ojos grises o verdes. A las naturales de los Tatras se les podía exigir cualquier trabajo de bestia de carga: subir en baldes de madera el agua del riachuelo hasta el castillo encaramado en la colina; limpiar el patio y los jardincillos en que crecían rosales, claveles y nardos, en que una viña silvestre trepaba por las paredes llenando el aire con el perfume de sus flores de un verde amarillento repletas de polen; lavar los manteles de los banquetes y las sábanas junto a las lavanderas asalariadas, Kataline y Vargha Balintné. De esas criaturas, acostumbradas en sus casas a una vida más dura que la de los animales, atrevidas en plena naturaleza y acobardadas en las estancias del castillo, capaces de mantener a raya a un lobo, y que se arrastraban a los pies de la Condesa para pedir gracia, desaparecieron alrededor de seiscientas cincuenta. Por supuesto, jamás llegaban a prever las trágicas consecuencias de sus leves faltas y se comportaban como las gatas y las urracas. Si encontraban algo de comer, o un poco de dinero, era seguro que lo robaban; o descuidaban el complicado encañonado de las famosas golas, o hablaban mientras bordaban. Todo lo contaban en el momento oportuno Dorkó y Jó Ilona. Si Erzsébet tenía un buen día y estaba simplemente soñando envuelta en el perfume de los grandes ramos de lirios morados traídos de la montaña para adornar su habitación, la falta se dejaba pasar con bastante facilidad: Dorkó desnudaba a las culpables que, bajo la mirada de la Condesa, proseguían su trabajo desnudas y rojas de vergüenza, a menos que las dejara, igualmente desnudas, en un rincón, de pie. Hubieran preferido cualquier cosa a esta exhibición insólita, abominable, de la que nunca antes había oído hablar nadie. Hasta los lacayos, cuando tenían que pasar por la sala, agachaban la cabeza para no ver.

Pero si estaba Erzsébet en un día tormentoso o de exasperación, pobre de aquélla que hubiera robado una moneda. Jó Ilona mantenía abierta la mano de la muchacha y Dorkó, o a veces la propia Condesa, con la punta de unas tenacillas, le depositaba en ella la moneda al rojo vivo. O bien, cuando la lencería no había quedado adecuadamente planchada, lo que se ponía al rojo era la plancha de encañonar y la propia Erzsébet se la aplicaba al rostro, la boca o la nariz a la negligente planchadora. Un día, Dorkó le sujetó la boca abierta, con las dos manos, a la sirvienta, y la Condesa le hundió la plancha hasta la garganta a la culpable.

Y si, en esos días nefastos, a las muchachas se les ocurría hablar mientras bordaban flores, Erzsébet, con su propia mano, le cerraba los labios a la más charlatana atravesándoselos con agujas.

Roger de Bricqueville le decía a Gilles de Rais: «Te aseguro que me quedaría mucho más tranquilo sí matáramos a esta muchacha».

En el desván del castillo de Machecoul, ocupado durante algún tiempo por el señor de la Suze, hermano de Gilles de Rais, que se lo había usurpado a traición, yacían, medio ocultos en el heno, cuarenta cuerpos de muchachos, secos y renegridos. Habían empezado ya a quemarlos en la gran chimenea de abajo cuando la llegada del señor de la Suze lo había interrumpido todo. Entonces, los habían subido y escondido precipitadamente, revueltos entre el heno. Tras haber recuperado Machecoul Gilles de Rais, una dama de honor de Catherine de Thouars, maríscala de Rais, había tenido la mala ocurrencia de entrar en ese desván y había bajado las escaleras a tumbos y dando gritos de horror. Había sido entonces cuando Roger de Bricqueville la había detenido y conducido ante Gilles. Éste no fue de la opinión de que hubiera que dar muerte a la imprudente; pero le hizo tales amenazas que calló por mucho tiempo.

Esto ocurría en el Poitou algo antes de 1440. Hacia 1680, en Hungría, en las buhardillas del castillo de Pistyán, abrasadas por el sol otoñal, hubiéramos podido encontrar, si no cuarenta, al menos más de media docena de cadáveres: los de jóvenes sirvientas que una horrible vieja intentaba hacer desaparecer en vano a fuerza de baldes de cal viva.

Ya en el siglo XV se explotaban las aguas y los lodos calientes de Pistyán. Los descendientes de un obispo Thurzó, a quien en primer lugar habían pertenecido estos baños, obtenían una renta de la tasa que obligaban a pagar a quienes querían ir a sentarse, a la orilla del río, en unos hoyos en los que se metían hasta el cuello. Tanto se metían que, durante el verano de 1599, los turcos, en el transcurso de una incursión, no habían tenido más que coger a la gente en su baño antes de matar a algunos y de escoger a los que iban a llevarse para pedir un rescate.

Erzsébet Báthory se encontró en Pistyán con numerosa compañía. Había ido con su habitual escolta ambigua, gracias a la cual contaba con amenizar la monotonía de los baños de lodo. Su castillo de Pistyán era bastante cómodo y estaba bastante cerca del Vág, que corría por el fondo del valle cuajado de árboles. Todas las mañanas, la elegante concurrencia cruzaba el puente y se dirigía a la otra orilla, bien en litera, bien, como aún se estilaba no ha mucho, en una carreta cúbica de una plaza montada sobre dos ruedas, de la que tiraba al trote una campesina. En la orilla del río, en el lugar en que manaban las aguas calientes, se alzaban entre el verdor del follaje las tiendas púrpura y blancas de la Condesa y de sus invitados. Erzsébet se introducía, protegida por una sombrilla para que la luz del sol reverberada en el agua no le diera en el rostro y, al abrigo de unas gruesas cortinas, se sumergía en la tierra y el agua secretas. Venía a curarse la gota y los reumatismos hereditarios, lo mismo que, a su alrededor, esos hombres y mujeres con la sangre espesada por los banquetes; pero también venía por la belleza del cuerpo y del rostro.

Probablemente gracias a estos baños de Pistyán, con cerca de cincuenta años, se conservaba tan lozana y tenía en jaque a la temida vejez. En Csejthe, se dejaba macerar bajo cataplasmas de hojas de belladona, de beleño y de estramonio, esas plantas blandas cuya propia venenosidad blanqueaba la tez, Aquí venía en busca del tibio, del suave cobijo de la tierra empapada. Permanecía silenciosa e inmóvil dejándose penetrar por las secretas potencias nacidas de la descomposición de las raíces y de las plantas mezcladas ahora con la tierra. Era bruja y hacia la bruja acudían de buen grado los elementales para llenarla de tenebrosas fuerzas, en su baño de sangre de tierra.

La hija mayor de Erzsébet, Anna, decidió un día que ella también necesitaba tomar los baños de Pistyán; y como parece que en Hungría los esposos han sido en general amantísimos e inseparables, se anunció con su marido Miklós Zrinyi. Erzsébet Báthory siempre había tenido otras cosas en que pensar que en sus hijos. No se halla en ella afecto alguno, a no ser por su última hija, Kata. Pero no pudo por menos de asegurar a Anna y Miklós Zrinyi que eran bienvenidos. Sin embargo, le causaba cierto trastorno. La familia se presentaba en unos momentos verdaderamente inoportunos. En previsión de los caprichos que los espíritus sulfurosos no dejarían de infundirle una u otra noche, se había hecho acompañar por Dorkó y unas cuantas muchachas escogidas con particularísimo esmero y que, por el momento, atendían, en libertad, a su alrededor, a sus ocupaciones. Nada más recibido el mensaje que le anunciaba que su hija y su yerno se aproximaban, mandó que reunieran a esa tropa un tanto ruidosa y llamativa y, bajo la custodia de Dorkó, la ocultó en un rincón del castillo al que nunca iba nadie, con orden de castigarlas; porque la había contrariado el cambio introducido en sus planes. Luego se compuso tanto, se dedicó tanto a agradar, a lo largo de los dilatados y sensuales días de otoño y de sus lancinantes noches que, durante un tiempo, no pensó ya en otra cosa. El erótico ambiente de sus invitados la complacía. Para Erzsébet Báthory, la silenciosa, la alucinada, a quien ni la mojigatería ni la religión marcaban límites, cuanto pudiera despertar, avivar sus embotados sentidos era bien recibido.

Anna y su marido, ciertamente, no entonaban con la casa, al menos él, que no entendía nada del comportamiento de su suegra, del exagerado uso que hacía de los afeites, de ese esplendor melancólico que, a pesar de su edad y de su viudez, se empeñaba en conservar. Y cuando Anna hacía algún comentario, guardaba un silencio entristecido.

Los baños, los banquetes y los bailes seguían su curso. No se cazaba, pues los baños eran demasiado fatigosos y se dormía mucho en las habitaciones, por la tarde, cuando el castillo estaba sumido en el cálido silencio. Pero, allá al fondo, donde nunca iba nadie, al otro lado de los gruesos muros y de los corredores, un grupo de jóvenes sirvientas hambrientas gemía. Desde hacía ocho días, Dorkó no les había dado nada de comer; y, por añadidura, por las noches, ya frescas, las arrastraba fuera y las regaba con agua helada. Las primeras murieron; las demás, con la mirada apagada, miraban, a través de la reja del estrecho tragaluz que daba al huerto, las altas cabezas de los girasoles, rebosantes de pipas, cuyo sabor soso y reconfortante imaginaban, incapaces ya de moverse. Desde la angosta habitación en que estaban hacinadas podían oír los gritos de la noche de septiembre en los campos y los jardines; y, llegadas de lejos, del otro lado del castillo, vagas músicas de baile.

Dorkó metió a las primeras que murieron debajo de la cama de una habitación y, en pleno mes de septiembre, las cubrió con pieles para ocultarlas, pero tuvo buen cuidado, sin embargo, de dejarse ver llevando comida, como si sus prisioneras estuvieran vivas. El olor se hizo pronto espantoso, y a Dorkó le costó Dios y ayuda convencer a un criado para que enterrara los cadáveres.

Cuando llegó el momento de marcharse, Erzsébet mandó buscar a las sirvientas; pero las supervivientes estaban demasiado débiles para caminar. Ello la contrarió mucho y le dijo a Dorkó que se había excedido en el cumplimiento de sus órdenes; ¿así que iba a tener que viajar sin séquito y aburrirse en su carroza hasta Csejthe? No obstante, subieron al coche de la Condesa a la menos desmayada de las que quedaban. Murió por el camino. De las demás nadie se preocupó: las dejaron moribundas a cargo de Dorkó que vivió entonces uno de los momentos más desagradables de su vida. En efecto, a algunas las había arrojado a los fosos que circundaban el castillo. Los cuerpos salieron a flote; los sacaron y, a toda prisa, buscaron un lugar en que ocultarlos mejor. Por fin, fue en la tierra blanda del huerto, bajo las zanahorias y un montón de raíces comestibles preparadas ya en previsión del invierno donde Dorkó convenció a los criados para que ocultaran los cadáveres. El enorme perro de Miklós Zrinyi, un lebrel de puntiagudo hocico, los descubrió en el transcurso de un paseo con su amo y fue a dar brincos junto a éste con sabe Dios qué horrible jirón de carne en las fauces. Desde aquel día, Zrinyi consideró a su suegra con un horror acentuado, pero calló aquello sobre lo que, esta vez, no le cabía ya la menor duda. Resultaba difícil encontrar excusas. La historia de ese maldito perro aterrorizó a los criados. Se negaron a seguir ayudando a Dorkó, quien no se atrevió a continuar enterrando cadáveres mientras los invitados estuvieran allí. Hubo de conformarse con verter cal sobre las muertas ocultas en un desván del que salía un olor tal que los criados no querían ir ya a aquella zona del castillo. Cuando, al fin, se quedó sola, cavó durante cinco noches fosas en el jardín y fue a buscar uno tras otro los siniestros bultos. Por fin, una vez acabada la tarea, maldiciendo a la muerte, pudo emprender el camino hacia Csejthe, a grandes zancadas de serrana, con el viento salubre del otoño haciendo esfuerzos por barrer los olores de que estaba impregnada.