CAPÍTULO VII

Jakob Böhme escribe en su libro De signatura rerum que, en el principio, antes de toda cosa, era «la gran cólera negra que quería plasmarse» y no sabía cómo hacerlo. Debido a su propiedad de astringencia que deseaba «cuajar», formó, por y para sí, un nódulo. De este giro, de las tempestades de esta primera voluntad aún inconsciente, fue de donde sacaron los espíritus su joven fuerza: los del aire permeable; los del fuego, que es el fermento de esta misma cólera; los del agua que, una vez llegada la calma, recaía sobre la materia, al fin concretada, poblada por los duros espíritus de la tierra y de los minerales.

Todos tuvieron sus nombres, y todos siguen teniéndolos aún: nombres alados para las hadas del aire, nombres líquidos para las ondinas, trazados como una de esas redes que forman, en la tierra de los caminos, la huella de las patas de las aves y la de las largas garras del erizo.

Se tiene aún una vaga noción de que Saturno es sombrío y austero; Marte, belicoso; Venus, dulce. No obstante, los planetas y los dioses parecen haber perdido todo vínculo con sus grandes arquetipos. En el siglo XVI, el emperador Rodolfo y sus alquimistas, Erzsébet Báthory y otros muchos seguían viviendo en ese torbellino primitivo y prohibido. Pues esto es precisamente lo que recibe el nombre de caos, ese abismo lleno de tinieblas y de luces abortadas, de retumbos de truenos y de esbozos del primer sonido. Ahí es donde gira Satanás, el primer descendiente de la gran virgen Lilith. Las tinieblas eran antes que la luz y el infierno antes que el cielo. Y para que el hombre comprenda, también le es menester asomarse a este abismo y mirar.

De ahí los cultos femeninos de todos los tiempos; de ahí las sectas masculinas que los combaten y quieren ignorar este segundo principio negativo y peligroso; y de ahí el erotismo furioso. Todo brujo, toda bruja son eróticos. Toda fuerza se capta del eros primordial.

Praga, donde residía el emperador Rodolfo II de Habsburgo, era el intrincado refugio de los cabalistas, de los astrólogos y de los místicos. Los gitanos habían llevado allí la más antigua de las ciencias, cuyo origen exacto se ignoraba. El vampirismo, el ocultismo, la alquimia, la nigromancia, los tarots y, sobre todo, la vieja magia negra eran los frutos de esta ciudad de calles estrechas, rodeada de bosques. A ella venían los buhoneros a reaprovisionar sus hatos de esos libritos de irregulares caracteres de imprenta, adornados con grabados en madera que representaban diablos con la cola bajo el brazo mirando al sesgo a quien los conjuraba. Encontrábanse igualmente en estos libros las respectivas marcas de esos demonios menores, la forma de trazar los dobles círculos mágicos, el dibujo de la mano de gloria con una vela de sebo de ahorcado que permitía al ladrón alumbrarse y, a un tiempo, tornarse invisible.

La inmensa ciencia maldita lo invadía todo. Se desbordaba de las prensas de madera de las primeras imprentas. Y, a través de los bosques de abetos, por puertos de montaña y llanuras, escapaban hacia otros países El Enchiridion del papa León, El Grimorio del papa Honorio, El Alberto Magno, La Gallina Negra y La Vera Clavícula de Salomón de los bíblicos prefacios, que evocaban las dudhaïms de los linderos de los trigales de Palestina, gracias a las cuales Lea se enamoró de Jacob y le dio un hijo.

Hoy en día, en el museo del Palacio imperial de Viena, los bezoares están atados, como animales que aún pudiesen escapar, como rapaces en la percha. Impresionan gratamente, con sus cadenillas de oro puro que los unen al pedestal. Uno está estriado en beige y pardo, como si le hubiera resultado penoso elaborar su propia materia. Otro pequeño, elegante, se asemeja a una bombonera con su correspondiente tapa y está engastado en la más fina filigrana de oro. Tal es la colección de bezoares, de magensteine imperiales que constituían, para quienes bebían en ellos, garantía segura contra el veneno.

Rodolfo II poseía otros tesoros en su Cámara de las Maravillas en Praga. Los más caros a su corazón eran Marion y Thrudacias, sus dos mandrágoras con nombre propio, hembra y macho, que reposan en pequeñas y rígidas camisas de seda roja. Todos los meses, con la luna nueva, las bañaban en vino. Había mandado añadir a su blasón sus efigies de rostro doliente y llevaba siempre una túnica tejida con fibras de esta planta, que lo hacía invulnerable.

El landgrave de Leuchtenburg le había enviado piedras preciosas; y otro príncipe, los rostros pintados por Giuseppe Arcimboldo, cuya atormentada extravagancia le agradaba. Había recibido igualmente como regalo un sarcófago regio sobre el que se hallaba grabado el combate de las Amazonas, flechas envenenadas, una esmeralda con forma de corazón y un gran cuerno de unicornio, que utilizaba como vaina para su espada y que era, por lo visto, un diente de narval. Los jesuitas de Roma le habían obsequiado con gruesos diamantes. Tenía además una piedra imán magnífica y pájaros de las Indias. Este príncipe, que sentía curiosidad por la astrología, poseía su propio horóscopo grabado en cristal de roca con un león de oro en medio, y cartas celestes de materias preciosas, un gran espejo de acero y un libro sobre el movimiento de los astros. Todo ello rodeado de múltiples copas de ágata, de cornalina, que conservan salud y vida, provista cada una de ellas de una tapa que se podía cerrar con candado. Las copas de cristal de roca eran recomendables contra el dolor de ojos, las de ágata contra la gota, y la cornalina devolvía el buen humor. Bajo el jubón los hombres, y las mujeres bajo la blusa, cosían rosarios hechos con corazones de madréporas de coral gris, el Augenkoralle, con cuernecillos de ciertas especies de gamuza y con sus dientes nuevos y, sobre todo, montadas en plata sobredorada o en oro, las «lenguas de serpiente», las más eficaces piedras de pureba.

Bezoares y lengüeros reposaban encima de los aparadores y, a cada nuevo plato, a cada bebida que traían, se desarrollaba todo un ceremonial. Bajaban, colgado del extremo de las cadenas, el grueso nódulo gris de bezoar por encima del plato, hasta casi tocarlo. Si la comida estaba envenenada, la piedra animal cambiaba de color.

Son unas curiosas concreciones grisáceas formadas de capas concéntricas semejantes a la pizarra ciara. Rodolfo II mandaba emisarios a buscarlas lejos, a Oriente, donde se hallaban las más eficaces. Los judíos vendían piedras de ésas en Viena y en Praga y juraban que eran orientales; pero no eran sino bezoares occidentales, como el bezoar leonado, que se encuentra en el estómago de las gamuzas. El más codiciado era el del puerco espín que procedía de la India.

Los lengüeros semejan ramos de flores montadas en tallos de oro, como esos ramos artificiales de las iglesias rurales, a cada lado del altar; cada tallo está rematado por un algo indefinible: una especie de cuerno verdoso de bordes recortados en finos dientes de sierra, una punta de flecha de sílex pulimentado. Pero es de una dureza mayor aún que la del sílex, y de un tono más sutil que los celadones chinos. Este color cambiaba cuando, con ese ramo sólido, se tocaba un plato en el que habían vertido veneno. Puestos junto a las cunas, preservaban a los niños del miedo. Desde tiempos muy antiguos, esos dientes fósiles, conocidos con el nombre de glosopetras, ictiodontes o ictioglosos, estaban considerados como piedras mágicas. Pero la gente estaba convencida de que se trataba de lenguas petrificadas de serpiente, aptas por su naturaleza para descubrir cualquier veneno. Ningún gran personaje hubiera tocado comida o bebida sin proceder a la ceremonia de las «piedras de pruebas».

Estos objetos heteróclitos, algunos de los cuales se encuentran aún en ciertas tiendas renegridas de humo, adornaban los aparadores y se amontonaban en los cajones en el siglo XVI. Y seguramente en el pecho de la supersticiosa Erzsébet Báthory, colgada entre otros muchos amuletos, se hallaba una de esas lenguas de serpiente de color gris perla verdoso. ¿A qué brebaje envenenado puede resistir, sin empañarse o corroerse, un velicomen tallado en un cuerno de unicornio? Cual animal domesticado, avisaba así a su amo en el lenguaje mudo de las cosas. Había tantas piedras, olvidadas en la actualidad, que no es posible citar sino unas cuantas, como la «cruz de ciervo», el hueso cruciforme que a veces se encuentra en el corazón del ciervo, y la «piedra de cruz», amarillenta, marcada en negro con este signo, que procede de Compostela. Maximiliano II, siguiendo el consejo de su médico, mandó buscar durante mucho tiempo un estelión, conformándose a las exigencias de la hora y la estrella. El gran remedio de los Médicis, durante las pestes, era que echaran a su alrededor polvo de sapo calcinado. La piedra que muy especialmente buscaba Maximiliano era una «lapis bufonites», o bórax, especie de pompa sólida que se forma en el interior de la cabeza del sapo. Es hueca y de un pardo lívido, a veces blanca, negra, verde o también abigarrada (y ésta es la mejor). Se encuentra también bajo la paletilla del animal, en el hueco de la coyuntura. Se lleva para preservarse de la peste y también contra la picadura de los bichos venenosos, pues ella misma está hecha de veneno.

Con los minerales, que tenían un poder singular, mezclaban los artistas toda una fauna simbólica, igualmente cara a la magia, de serpientes, dragones sosteniendo copas de jade verde, esfinges y unicornios rodando los velicómenes de lapislázuli con franjas de polvo de oro, grifos surgiendo de cubiletes de cristal de roca. Todo ello significaba protección contra el peligro y la enfermedad. Beber en una taza de madera veteada, dura y torneada tan finamente como una porcelana, enteramente jaspeada de manchas oscuras como el pelaje de un animal feroz garantizaba un acrecentamiento de fuerza y vitalidad, Lo mismo ocurría con cierto vaso tallado en gruesas facetas de cristal, de color rubí y rodeado, para posar en él los labios, de un filo de oro; o con esos enormes cuernos para beber, hechos con astas de uros salvajes y montados en un pie que representaba una sierpe de aspecto feroz.

En todas las antiguas salas del Palacio, bajo los blasones de colores deslumbrantes de los duques de Borgoña predecesores de los Habsburgo, vive la magia inmóvil en el seno de todos esos objetos como agazapados en su propia fuerza.

András Glorez que procedía de Moravia (Mährn), el gran país de la brujería, reunió en dos enormes tomos los secretos de Bartholomeo Carrichteri, el médico italiano de Su Majestad Imperial Maximiliano II, que había introducido entre los Habsburgo «el arte verdadero y lícito de los Médicis, cuyo origen está en la magia y la brujería, a fin de conservar larga vida y poderosa Casa».

Un extenso capítulo, especialmente dedicado al Emperador, pasa revista a los astros, las plantas, los animales y los minerales. Los males de la época, de causas a menudo misteriosas, están todos ellos previstos. En él se encuentra la manera de protegerse de los «cuchillos, de las espinas, hilos, cabellos, ortigas, del vidrio, del mal aliento, de los gusanos, y cómo evitar convertirse en jorobado y contrahecho».

En este libro hay también muy serias descripciones del unicornio de pelaje amarillo fulgurante como el sol. No se mataba a este animal maravilloso al que entonces se llamaba monocerote o monoceronte; pero se aconsejaba el empleo de su cuerno para confeccionar la vaina de alguna noble espada, o cubiletes en los cuales toda bebida se purificaba.

Además de estas recetas, descubiertas desde que en la tierra hay plantas y en el cielo planetas, se concedía la mayor importancia a las piedras llamadas nobles, esas piedras de las que Jakob Böhme escribió: «Consideremos ahora el más alto arcano: el de la esencia celeste, de las gemas y de los metales de los que es principio. Las piedras preciosas proceden del relámpago que separa la vida de la muerte, en el gran crujido salnítrico, en el momento de su congelación por el crujido; por eso tienen grandes virtudes».

Había nueve piedras nobles: Zafiro, Amatista, Diamante, Jacinto, Topacio, Rubí, Esmeralda, Turquesa y la Espuma de Mar.

Según las horas, tienen diferentes lenguajes.

La más rara es, sin duda, esa Espuma de Mar que se encuentra en el mar Ligur: blancuzca, rosácea, lechosa, veteada de rojo. Se encuentra igualmente en Anatolia. Hay otras (y éstas son las más hermosas) que llevan en su interior como gotas de sangre. El bien y el mal se mezclan en esta piedra que los anatolios no llevan, precisamente por la parte de influencia nefasta que tienen.

La antigua Alcyonum no es ni más ni menos que la misteriosa Meerschaum, con el mismo rango de nobleza que el diamante y el zafiro. Se llevaba en collares ligeros de un blanco puro y frío, de tacto suave sin embargo; otras eran grises, labradas en forma de nódulos pequeños y rugosos, color de nubes cargadas de agua. Había otra especie de un negro mate.

La llamaban también Milicion, por el nombre de la ciudad que proporcionaba mayor cantidad, Mileto, en Asia Menor. Desde muy antiguo la enviaban a Viena desde las costas de Asia. Llevada por las olas como una tierra porosa engendrada por el mar, se secaba después al sol. Sus propiedades, aunque discutidas, eran diversas. A este respecto, se distinguían cinco clases de Espuma de Mar: la primera, la blanca, se recomendaba para hacer desaparecer las manchas del rostro, una vez reducida a polvo; bebida, disolvía la piedra del riñón. La tercera, la auténtica Milicion, quemada y mezclada con vino, hacía crecer el cabello; y la quinta, la negra, de áspero sabor, curaba, mezclada con sal calcinada, el dolor de muelas.

Pero la especie mágica por excelencia, la que igualaba a las demás piedras nobles, era la Espuma de Mar de gotas de sangre, la que los anatolios no se atrevían a llevar, pero codiciaban las damas húngaras para añadirlas a sus restantes talismanes.

Pues no era sin duda por casualidad por lo que la tierra había permitido que su sangre salpicara esta piedra, que el mar le arrancaba para llevarla luego como llevaba los nidos flotantes de los alciones.

Y los hechizos se describían en el antiguo libro de magia sajona que data de mediados del siglo X: El Laecebook. Sus conjuros y su largo poema de las yerbas habían penetrado secretamente en. Alemania, en Finlandia y, sobre todo, en Hungría. En el siglo XI se escribió otro libro del mismo tipo, El Lacnunga. Contiene las más antiguas recetas empíricas del mundo occidental, de donde se han derivado las de Alberto Magno y las de todos los libros de magia, así como la ciencia de los doctores de los Médicis y de los perfumeros de los Valois. Es el libro del soplo primero de la naturaleza. He aquí el extraordinario Conjuro de las nueve yerbas:

Acuérdate, Artemisa, de lo que diste a conocer,

De lo que enderezaste en la gran Proclamación.

Te llamaron Una, la más antigua de las yerbas,

Tienes poder contra tres y contra treinta,

Tienes poder contra el veneno y contra la infección,

Tienes poder contra el enemigo detestado que merodea por la región.

Y tú, Llantén, madre de todas las yerbas…

Acuérdate, Camomila, de lo que diste a conocer

Y realizaste en Alorford…

Estas nueve tienen un poder contra nueve venenos.

Vino rampando una serpiente y no mató nada.

Porque Wotan (o Isten) tomó nueve tallos de gloria

Y mató a la serpiente que se dividió en nueve trozos.

Desde entonces, las nueve yerbas tienen poder contra nueve

espíritus maléficos,

Contra nueve venenos y nueve infecciones,

Contra el veneno rojo, contra el repugnante veneno,

Contra el veneno blanco, contra el veneno púrpura,

Contra el veneno amarillo, contra el veneno verde,

Contra el veneno negro, contra el veneno azul,

Contra el veneno pardo, contra el veneno carmesí,

Contra la picadura de la serpiente, contra la hinchazón por, el agua,

Contra la picadura de la espina y la del cardo,

Contra la hinchazón por el hielo y la del veneno.

Si viene un veneno del este,

o del norte o del oeste entre nosotros,

Sólo yo conozco un arroyo que fluye,

y las nueve víboras que lo saben también.

Crezcan las hierbas de sus raíces;

Entonces los mares se dividen, y cede el agua salada

Cuando soplo este veneno fuera de ti.

Y los señores de Bohemia penetraban en las casas de gruesos cristales, interrogaban a los sabios al resplandor de las brasas que ardían bajo las retortas, dando vueltas y más vueltas entre los dedos a unos rosarios, en apariencia negros, hechos con piedras de facetas mal talladas: las piedras de las brujas y de las beldades de piel azulada, los granates de color sangre coagulada que garantizan la salud de los vivos.

Los tiempos cambiaban, hasta en Hungría. El paisaje seguía tan negro y rudo con sus abetos emergiendo de la nieve invernal. Las leyes seguían siendo igualmente duras para los campesinos que pertenecían a sus señores como los árboles. Y, sin embargo, los retratos que venían a pintar a domicilio los nuevos artistas italianos y flamencos mostraban a unos seres más sonrientes, con posturas más relajadas: los ojos parecían abrirse con mayor interés al mundo, los peinados seguían la moda, dejando el cabello más libre; pero las mangas de lino fruncidas, el delantal, seguían siendo rigurosamente húngaros. La vida irrumpía. El emperador Rodolfo, cuando se retiró a Bohemia, llevó consigo los recuerdos de las golas tiesas y de los negros jubones de El Escorial familiar. Vivía allí el emperador en concordancia con los últimos años de ese siglo XVI de negras raíces en que las tinieblas habían sido más fecundas que las luces. Moraba en el alto palacio de Hradschin, de avenidas flanqueadas por los primeros castaños traídos de las orillas del Bósforo, y por rosas que también habían venido de allá mucho tiempo atrás. Tenía que soportar la proximidad de su molesto sobrino político, Segismundo Báthory, cuya última locura había consistido en fugarse a Polonia, y que había acabado por tomar la decisión, la primera de su vida, de no volver a llamar sobre su persona la atención pública. Su tío András, a quien, en un momento de capricho, había cedido la corona, había muerto asesinado al borde de un precipicio de los Cárpatos. La Condesa, pariente de ambos, aún mandaba de vez en cuando enganchar el gran carruaje húngaro para ir a asistir a alguna boda principal a la que había que invitarla por su rango, ya que no por la simpatía que por ella sintieran sus allegados, o a Viena, al solitario y gélido palacio de Augustineergasse.

Anna, la mayor de sus hijas, se había casado cinco meses después de la muerte de su padre, en 1604, con el noble Miklós Zrinyi, que temía terriblemente a su suegra. Otra de sus hijas, Katerine, su preferida, estaba prometida a un señor descendiente de una de aquellas familias francesas que habían permanecido en Hungría al azar de las guerras. Se llamaba Georges Druget (o Drughet) de Homonna que fue el único, cuando llegó el fin, en mostrarse, por amor a su mujer, piadoso con Erzsébet.

Ahora, muy hermosa aún a sus cuarenta años cumplidos, Erzsébet mandaba parar a veces su pesado carruaje, con las cortinas echadas, a la entrada de la callejuela, a la puerta de su discreto palacio vienes. Llegaba en primavera, o a principios del otoño, cuando los caminos se volvían o estaban aún transitables. El carruaje había pasado delante de Sárvár sin hacer alto. Erzsébet huía de este castillo donde, de niña, había vivido con Orsolya Nádasdy; pues su más encarnizado enemigo residía allí, en la actualidad, junto a Pál Nádasdy, del que era tutor: Megyery el Rojo, que le había advertido que un día «se lo diría todo» al palatino György Thurzó, pariente político de los Báthory. Pues todo ocurría en familia. Pero aquella familia había cambiado mucho. Agotados por su propia locura, varios miembros habían muerto de muertes extrañas o violentas. Sus hijos vivían apenas unos pocos años, sobre todo las hijas. István, el hermano de Erzsébet, a pesar de su locura erótica, murió sin descendencia y fue el último representante de esta rama. Otros estaban tan cansados de su lunática existencia que, desde el fondo de su exilio, no daban ya señales de vida, de una vida que nunca se había señalado más que por su valor y sus anomalías.

¿Quién, pues, ahora habría podido excusar a Erzsébet Báthory en esta familia regenerada por la muerte o la desaparición de locos? Ella lo percibía y huía de su manera de vivir, de sus costumbres y sus fiestas que para ella no tenían interés alguno. La existencia se había tornado razonable y más bien piadosa. Por eso, Erzsébet prefería sus arpías de Csejthe a esas gentes sin arranque. Por eso no faltaba ninguna de ellas tras el carruaje de la Condesa, en medio del ruidoso estrépito de las cocinas, de los utensilios y de las sirvientas cubiertas de polvo por el viento de la llanura. A veces, estaban junto a su señora, narrándole chismorrerías domésticas que esta apenas escuchaba pero que, al menos, tenían un ronroneo familiar para sus oídos. Le indicaban también las faltas y los defectos de tal o cual joven sirvienta. Sentada muy tiesa en unos cuantos cojines que a duras penas suavizaban los tumbos del camino, entre las dos damas de honor impasibles, Erzsébet iba con la mirada fija ante sí. Cuando la ruta se le hacía larga, ordenaba que fueran a la cola del convoy a buscarle a la culpable, traqueteada junto a las demás en un carro lleno de arcas y de ollas. Interpelada, algo inquieta, saltaba al suelo e, inmediatamente después, la arrastraban hacia el gran carruaje de cortinas echadas. En el interior, reinaba la penumbra y las cosas adquirían un aspecto completamente distinto al de fuera, bajo el sol; hacía más calor que en el camino, pero se trataba de otro tipo de calor; y los perfumes sorprendían. Allí estaba la Condesa, envuelta en lino cremoso y aún más pálida que de costumbre. La voz chillona de Dorkó, que enumeraba en dialecto tót las faltas domésticas, abría el triste interrogatorio. La Condesa entendía perfectamente este dialecto pero jamás, en circunstancia tal, elevaba la voz para mezclarla con la de sus brujas. Esperaba; caía en trance. En un momento dado, hacía una seña; una de sus damas de honor se sacaba de la cofia un largo alfiler y se lo tendía. Dorkó sujetaba a la sirvienta; todas las ocupantes del carruaje callaban y las damas de honor bajaban la mirada. Brotaba un grito; el alfiler estaba clavado hasta la mitad de una pierna o en un brazo, y empezaba la lucha entre Dorkó y la muchacha que se echaba a derecha e izquierda, debatiéndose como un gato aterrorizado para intentar saltar al camino, irse lejos de esa caja de fantasmas ardientes, Pero la tenían sujeta con fuerza y el alfiler pinchaba acá y acullá, haciendo correr hilillos de sangre que relucían en sus recias carnes de campesina. Y, mientras Dorkó zarandeaba y reñía a la sirvienta espeluznada, con las ropas desordenadas y ya enteramente descompuesta, las dos damas de honor fingían mirar por la rendija de la cortina de cuero.

Llegaban a la Blutgasse cuando los agustinos de enfrente dormían.

Erzsébet volvía a este palacio en que, veinte años antes, solía engalanarse tanto para brillar en las fiestas de la Corte. ¿Quién, pues, ahora, habría querido recibir de buen grado a esta Condesa aterradora? Recorriendo las tristes estancias, acudiendo a sus espejos, buscándose en su retrato, bella pero no deseada, incapaz de amar y, no obstante, inmutablemente hecha para agradar, Erzsébet volvía una y otra vez al dominio profundo en que siempre se sigue siendo rey de la propia fantasía. Con desesperación, se lanzaba hacia la fuente de las cosas, puesto que las propias cosas no querían nada de ella.

Antaño, cuando su marido la llevaba, de joven, a los bailes del emperador, sus enfados no eran rebuscados. Un simple retraso en peinarla o vestirla bastaba para provocarlos, y todo acababa en algún castigo cruel en un rincón de las dependencias del servicio. Sin más. Pero ahora…

Un herrero, bien pagado y atemorizado con amenazas, había forjado en el secreto de la noche una increíble pieza de ferrería de manejo particularmente difícil. Era una jaula cilíndrica de láminas de hierro brillantes sujetas por aros. Hubiérase dicho destinada a algún búho enorme. Pero el interior estaba provisto de pinchos acerados. Llegada la ocasión, y siempre de noche, izaban el artefacto hasta el techo con ayuda de una polea. Y entonces era cuando empezaban los aullidos que despertaban a los frailes de enfrente y provocaban su ira contra aquella maldita mansión protestante.

Momentos antes, Dorkó había hecho bajar por la escalera del sótano, tirando de ella por la pesada cabellera alborotada, a una joven sirvienta completamente desnuda. Había empujado y encerrado a la campesina dentro de la jaula que, acto seguido, habían izado hasta la bóveda baja. Entonces era cuando aparecía la Condesa. Como en trance ya, con un liviano vestido de lino blanco, iba lentamente a sentarse en un escabel colocado bajo la jaula.

Tomando un hierro agudo o un atizador al rojo vivo, Dorkó empezaba a pinchar a la prisionera, semejante a una gran ave blanca y beige, quien, en sus movimientos de retroceso, iba a golpearse violentamente contra los pinchos de la jaula. A cada golpe aumentaban los ríos de sangre que caían sobre la otra mujer, blanca, sentada impasible, mirando al vacío, apenas consciente.

Cuando todo había acabado, cuando allá arriba la muchacha había caído doblada sobre sí misma en el estrecho cilindro, desvanecida o, a veces, muerta lentamente («acribillada de agujeritos», dice el interrogatorio), llegaba Kateline Beniezky que tenía el cometido de lavar la sangre hasta la última huella. Luego, se deslizaba en el sótano la enterradora con un viejo sudario. En Viena, como había pocas víctimas, las inhumaban en el cementerio, en plena noche, so pretexto de una epidemia cualquiera sobrevenida en la casa; o Dorkó y Kateline las llevaban al día siguiente, por la noche, a los campos más próximos.

Cuando Erzsébet volvía en sí, recogía con la mano los pliegues del largo vestido pringoso, mandaba que la alumbraran y, precedida de las dos viejas, volvía, atigrada de blanco y rojo, a su habitación de cuarterones.

Más sencilla siempre que el largo y monótono desarrollo de los hechos que parecen cerrarse sobre sí mismos, la leyenda los resume ingenuamente dándoles forma visible, comprensible para todos. Es el perro negro que sale huyendo del manto de Gilles de Rais; y, al filo del vestido de Erzsébet, una loba que la sigue dócilmente. También asegura la leyenda: «Y cada vez que Erzsébet Báthory quería estar más blanca, volvía a bañarse en sangre». También los agustinos debían de pensar en esos baños de sangre cuando, por la mañana, descubrían aún unos charquitos de agua rojiza entre los adoquines de la callejuela en que Dorkó y Kateline habían vaciado los baldes antes de irse, a su vez, agotadas, a dormir, en el momento en que la aurora, por encima de las grises casas, se disponía a iluminar la flecha de San Esteban. Pero ni los frailes ni las gentes se atrevían a decir nada: el nombre de la Condesa era un nombre demasiado ilustre y demasiado protegido por los Habsburgo.

Cuando, ya bien entrada la tarde, iba poniéndose el sol, cuando la ciudad y los comercios encendían los quinqués y la vida se reanudaba, salía Erzsébet, engalanada y escoltada por su servidumbre, para ir a recoger nuevos esmaltes o algunos terciopelos recién traídos de Italia. La gente la veía, más blanca que nunca y más bella con su luto blanco y negro. Bársovny y Ötvós la seguían a unos pasos, intentando vislumbrar algún espectáculo poco distraído, y se interesaban mucho por los discursos de los exhibidores de jimios. Que las marmotas y los osos ya los tenían muy vistos en Csejthe.

Tras haber dado así libre curso a lo único que amaba en lo más secreto de sí misma, ¿cómo no había de impacientar a Erzsébet Báthory la obligación de asumir de nuevo la máscara familiar? Al lado de sus placeres solitarios, ¿qué eran para ella los prolongados banquetes de bodas y las reuniones de familia que se sucedían? Las sobrinas, las parientes lejanas, las primas de las diferentes ramas de los Somlyó y de los Ecsed, prometidas desde su más tierna edad, igual que le había ocurrido a ella, le proporcionaban múltiples ocasiones de verse invitada a desposorios por los diferentes puntos de la Hungría septentrional.

Y, una vez allí, Erzsébet lo sabía, era muy difícil marcharse.

Sin embargo, estaba tan hermosa con sus galas y sus joyas, tenía un porte tan principesco, que estaba segura de que la admiraban por doquier. También sabía que la temían, que tal vez corrían rumores. Prefería olvidarlo, o desafiar al destino, segura como estaba del poder del nombre de los Báthory y de la fuerza de su conjuro. Nunca se separaba de ese talismán arrugado, enrollado en el fondo de una bolsita de seda roja, que olía, al mismo tiempo, a podrido y a incienso de plantas del bosque, A veces, en mitad del banquete, tocaba con la punta de sus largos dedos la bolsita cosida bajo el alto corpiño, en el lugar más próximo al corazón, mientras con su profunda mirada buscaba entre los asistentes quién podría estar ya prevenido contra ella.

Cuando Erzsébet decidía ir a Presburgo, era un asunto muy serio pues allí iba a ver a familias emparentadas con la suya y debía hacer el viaje con gran pompa. También había que pensar en los posibles ataques de los salteadores de caminos, que tenían predilección por el refugio del bosque, en el norte, cerca del Vág. Desde unos cuantos días antes, la aldea esperaba la partida; cuando por fin la anunciaban, la servidumbre y los campesinos se reunían en la plaza para, desear buen viaje a la señora de Csejthe.

Cinco haiducos, montados en hermosos caballos y sólidamente armados, abrían la marcha. Seguía el carruaje, varias veces limpiado y desempolvado, más reluciente que el sol y tirado por cuatro caballos; tras el carruaje, cinco coches que habían recibido muchas menos atenciones pues iban repletos de sirvientas y costureras encaramadas en las arcas que contenían el vestuario y los regalos. Regalos minuciosamente dispuestos y destinados de antemano, bordados o encajes, y también jarras de vino procedente de los viñedos de la Condesa. Tras los coches, otros cinco haiducos cerraban la comitiva, subrayando con su sola presencia la categoría de la viajera.

Dorkó tenía que velar por un grupo de doce sirvientas, costureras o camaretas. Las partidas transcurrían sin amabilidades. Antes de irse, Erzsébet iba a visitar las alquerías, a fijar los impuestos y, en el castillo, distribuía el trabajo a la servidumbre que se quedaba: «Y espero que a mi regreso se hayan cumplido mis órdenes». Era cuanto podía esperarse de ella a modo de despedida.

La comitiva pasaba por Básovcé. Al visitar Pistyán, la Condesa había mandado a un mensajero para anunciar su próxima llegada que no estusiasmaba a nadie, pues nadie ignoraba que allí también había matado a sirvientas. Todo estaba limpio: la gran puerta de entrada de par en par. Por lo general, llegaba de noche y, a menudo, en medio de una tormenta. Cenaba, se acostaba y al día siguiente, temprano, reanudaba el camino hacia Presburgo. A veces, para variar un poco, hacía unas cuantas leguas a caballo.

Cruzando los burgos de Trnava y Modra, llegaba a Presburgo de atardecida. Ya desde Racicdorf, cinco kilómetros antes de la capital, se vislumbraba el castillo que la dominaba. En este lugar, un haiduco venía a preguntarle respetuosamente por qué puerta de la ciudad debía entrar la comitiva. El ceremonial era siempre el mismo y también la respuesta era siempre la misma; pues, si bien había cuatro puertas en Presburgo, los reyes y los grandes señores entraban siempre por la del camino de Viena: «¡Todavía no te has enterado de por qué puerta entro!». Como se encontraba en el lado opuesto, el carruaje tenía que rodear la mitad de las murallas. Por fin, la estirada fila se metía a trote largo por la puerta Vydriza. Aun cuando se trataba de la puerta de honor, en cuanto se trasponía, se penetraba en el barrio de las mujerzuelas. Luego se seguían los baluartes que rodeaban la gran ciudad interior; las calles eran alegres, habitadas por viñadores libres, orgullosos de su buen vino.

Se continuaba por el Ghetto. Había que mandar abrir las verjas, ya que, después de la puesta del sol, los judíos no debían entrar en la ciudad. Allí había otro ambiente: ningún cristiano vivía en aquel lugar; la gente era pálida, llevaba barba y el cabello largo, vestía trajes tristes y grasientos. Se inclinaba al paso de Erzsébet; pero ella no podía soportar su visión y hacía que sus haiducos los obligasen a meterse a la fuerza en sus casas; hasta el último de sus sirvientes valía más que un judío.

La comitiva tomaba la «calle larga» que, en efecto, iba desde la puerta Vydriza hasta la puerta Laurinska. Cerca de ésta, se erguía una torre donde sometían a tormento a los criminales. Dominaba un barrio siniestro, un barrio de cárceles, de sufrimientos. No lejos, una amplísima posada, «El Hombre Salvaje», acogía a los diplomáticos extranjeros así como a los señores de la región que no tenían palacio en Presburgo.

Erzsébet Báthory tenía uno; pero sin duda prefería, después de la tranquilidad de Csejthe, la vida ajetreada del «Hombre Salvaje». Mandaba reservar con antelación un piso entero para ella sola. Los haiducos, las sirvientas y Dorkó se alojaban al fondo del patio, junto a las cuadras, donde llevaban una vida interesantísima: los haiducos frecuentaban las posadas, iban bien vestidos y tenían dinero para gastar. Dorkó los utilizaba para dar con lugares en que encontrar campesinas que hubieran venido a la ciudad a buscar colocación: muchachas desconocidas, fáciles de hacer desaparecer en Csejthe. Una vez ajustó así a diez, que se acomodaron en las carretas de regreso; también las seleccionaba de entre la servidumbre de las grandes familias con las que coincidían en Presburgo, hablando con las otras matronas que dirigían batallones de sirvientas y de costureras en las casas de las amigas de Erzsébet; lo cual daba lugar a múltiples conciliábulos y regateos en el fondo de las dependencias de servicio y de los patios.

Los haiducos mandaban subir al piso reservado las arcas con el vestuario, los regalos, los cofres de objetos preciosos. Pronto llegaban mensajeros de altas personalidades. La Condesa, descansada y engalanada, los recibía en el mayor aposento de sus dependencias. Eran portadores de cartas que rogaban a Erzsébet Báthory que honrara con su inapreciable presencia el palacio que una u otra relación suya poseía en la ciudad. Rehusaba siempre, con fórmulas de agradecimiento muy escogidas, halagada por la invitación pero prefiriendo conservar su libertad y su entera autoridad sobre su propia gente. Le gustaba también acordarse de todos los grandes nombres de la región que, desde hacía generaciones, respetaban su rango y su familia. El dueño de la posada sabía siempre quién estaba o dejaba de estar en Presburgo y conocía todas las noticias que circulaban. No por oral era la crónica menos exacta, y Erzsébet no desdeñaba interrogar a las gentes de rango inferior. Más cerca de la vida, por sus idas y venidas a la calle, de los motivos ocultos de muchos actos, servían así para sus secretos designios. Pues en sus aposentos de la posada o en los bailes que ocupaban sus veladas, siempre le hacía sombría e íntima compañía el mismo pensamiento.

En las habitaciones de «El Hombre Salvaje», durante las estancias de Erzsébet, había siempre mucho trajín con la preparación de las fiestas: telas, encajes, tijeras, costureras y espejos; aquí la Condesa no llevaba ya la vida rústica de Csejthe, sino que se acostaba con las primeras luces y permanecía, lánguida, en su lecho de aparato del que no se levantaba sino pata tomar complicados baños perfumados o para probarse ropa. En las fiestas, mandaban cantar en su honor canciones compuestas por cíngaros que alababan su belleza con salvajes y nostálgicas comparaciones. Sus vestidos, aquí, seguían la moda de la Corte de Viena. No conservaba del atavío de su provincia más que la alta gola lisa que le subía casi recta tras la nuca, pues era la de las grandes damas de la Corte. Luego, deslumbrante, subía al carruaje de gala y se trasladaba a casa de una de las grandes familias con quien estaba emparentada. Los palacios se encontraban, en su mayoría, a lo largo de una gran calle paralela al Danubio. A la entrada, dos filas de haiducos engalanados y con antorchas. Siempre se organizaba gran revuelo entre la muchedumbre de los invitados al anuncio de la llegada de Erzsébet Báthory, pues su aparición causaba sensación: su legendaria palidez, la soledad que extrañamente buscaba en Csejthe desde que había enviudado, no se sabía exactamente por qué motivos, todo en ella intrigaba e inquietaba. Los anfitriones la saludaban a la entrada con cumplidos tales como: «¡Cuánto tiempo has permanecido alejada de nosotros, oh sol de Csejthe!». Lo decían en latín como exigía la costumbre. Ella contestaba, con ingenio, en la misma lengua. Por lo demás, todos hablaban en alemán, no en húngaro.