Existe en Viena una casa llena de cuernos de animales. Está situada en la angosta Schulerstrasse, una de las calles más antiguas de la ciudad, que baja hasta el baluarte de los dominicos y, luego, hasta el puente, cruzando el brazo del Danubio que rodeó desde siempre el norte y el este de Viena.
Detrás de esa extraña casa se agazapa una especie de fortaleza horadada por muchas puertecillas, una mole oscura y altanera constituida por casas encajadas unas en otras, con muros de dos o tres metros de espesor, y cuyos blasones recuerdan el pasado más lejano de la ciudad. Con sus contrafuertes de piedra gris, sus altos mojones caídos, que yacen acá y acullá, apoyados en las murallas (algunos son de tiempos de los romanos), sus verjas de hierro ecotado, sus adoquines cuadrados, una reguera en el centro, una sombra fría, se trata de la Blutgasse, la «callejuela de la sangre». Toda esa fachada de la casa de los cuernos saturnianos está inmersa en una densa atmósfera de pasiones, de asesinados y de fantasmas. Trampillas y escaleras dan a los patios; una lámpara arde en un altar que lleva aún una cruz de Malta, una lámpara como para apartar los sortilegios, al fondo, con flores y una imagen de la Virgen. Pero los siete patios fríos, rodeados por escaleras de piedra y corredores abovedados como claustros, parecen inaccesibles a todo arrepentimiento de aquello que presenciaron.
Antes de Erzsébet Báthory, cuando la casa de los cuernos era aún un beneficio eclesiástico, era la poderosa Orden del Temple la que tenía allí su Corte, su sede y su santuario. En los subterráneos se yerguen aún, a lo largo de los muros, tapas de sarcófagos donde la Cruz, esculpida en la piedra, se encuentra encima de la efigie del Pilar de la Orden: la cruz de los Templarios, que no es ni ancorada ni resarcelada, sino que procede de la cruz ofidia. En sus antiguas representaciones, cada brazo de la cruz se divide en dos cabezas de serpiente de perfil con la lengua fuera.
Parece que los Templarios tuvieran declarada la guerra a cuanto fuera binario, dual y femenino, para favorecer lo masculino y lo único simbolizado en el Pilar. Las ocho serpientes eran la imagen de la Materia doblemente involucionada, positiva y negativa.
En las criptas sin ecos que habían sido las catacumbas de la vieja catedral de Sant-Stephen, fuera del mundo de la materia que condenaban, igual que los cátaros, los Templarios de Austria celebraron sus sesiones en exceso secretas. Sólo debían confesión de sus faltas a los Superiores de su propia Orden: nada trascendía.
En Francia, Felipe el Hermoso (a quien los alemanes llamaban Felipe el Descarado) había quemado a los dignatarios y disuelto la orden. En Alemania, durante el reinado de Federico el Hermoso, el gran maestre de la Orden era Wildgraf Hugo, que residía en Viena. Fähnrischshof, a la sombra de la Catedral, era su fortaleza, con cimientos de enormes piedras, sótanos y salas subterráneas que se adentraban en el suelo de las catacumbas. Todas las casas vecinas les pertenecían, Allí tenían, en particular, sus escuelas de canto, Entre las tumbas de los cementerios que rodeaban la iglesia, cruzaban los Templarios con su gran manto blanco adornado con una cruz roja. Cuando se anunció el proceso y el suplicio del gran maestre de Francia, Wildgraf Hugo hizo que los Caballeros Templarios salieran de Viena; cabalgaron basta Eggenburg. Los apresaron a traición: un Consejo Eclesiástico se reunió y les mandó volver a Viena, asegurándoles que estarían a salvo. Volvieron. En cuanto llegaron, se dio orden de cerrar las puertas de la ciudad. Se atrincheraron en su fortaleza; los cercaron por los patios y por los subterráneos cuyas salidas estaban guardadas. A golpes de morgensterne, las temibles mazas en forma de estrella, los asesinaron. Un tribunal inicuo, entregado a su vez a los peores desórdenes, los juzgó. Se dice que algunos de ellos pasaron por los brazos de la «Doncella de hierro»[5], una especie de momia de madera con forma de mujer, provista en la parte interior de acerados clavos que se unían a través del cuerpo del prisionero. En recuerdo de la sangre de los Templarios, dice la crónica, de aquella sangre que empapaba sus mantos y chorreó a lo largo de la cuesta que baja hacia la Singerstrasse, la siniestra callejuela se convirtió en la Blutgasse: la «callejuela de la sangre».
Para volver a cristianizar aquel lugar en que, sin duda alguna, se habían celebrado cultos paganos venidos de Asia, se edificó sobre los sótanos impuros, en el emplazamiento de la casa de los Templarios, una columna llamada «columna de San Juan», pues los bienes de los monjes soldados habían sido entregados a la Orden de San Juan de Jerusalén, según la ley.
La callejuela ha conservado su aspecto siniestro. En la esquina con la Singerstrasse puede verse a veces, en los atardeceres de niebla, cómo el conde de Leiningen y el caballero Kranich, decapitados, siguen persiguiéndose por entre los muros ciegos. Un fantasma de mujer dicen que pasa también por allí, el de una mujer muerta de muerte violenta o el de la que le dio muerte.
Ahí, en el lugar de los horrores y el terror fue donde Erzsébet Báthory se había alojado —y no por azar— durante cierto tiempo, antes de poseer una casa más hermosa pero menos embrujada cerca del palacio imperial. La mujer cuyo blasón rojo y argén iba rodeado por el dragón dacio, el antiguo emblema de los guerreros que despreciaban a las mujeres, tuvo de esta forma, en Viena, su morada en la misma calle que los templarios cuyo emblema era la serpiente. La crónica afirma, en efecto: «Y por la mañana temprano, las personas que pasaban por la Blutgasse decían: “Esta noche han vuelto a ‘ordeñar’ a alguien”». Ahora bien, no había mataderos en aquel lugar; sólo estaban los sótanos abovedados de la Casa de los Húngaros; de una de las «casas de los húngaros» de Viena. Quizá, incluso, había pertenecido ésta, hacia 1547, al emperador Fernando.
Este barrio a espaldas de la catedral había sido siempre húngaro. Allí tenían los nobles magiares sus moradas, sombrías, abovedadas, con habitaciones en los sótanos, sótanos que se utilizaban para interminables banquetes en los que se bebía y se gritaba mucho. Aquellas casas, a diferencia de las de los austríacos, estaban decoradas con un gusto salvaje, Inmensos cuernos de animales adornan las paredes; y además del cuerno maléfico, animales disecados, cuervos del tamaño de niños, búhos gigantescos y una especie de urogallo de los Tatras, negro, enorme y barbudo, se asientan en las cornisas; en el primer piso, desordenadas galerías dan la vuelta al antiguo patio.
En todas estas piedras persiste cierta inquietud. Los nobles húngaros conservan allí su hospedaje sombrío y de apariencia más bien bárbara. Frente a las puertas de los sótanos, detrás de la casa, está la cuesta gris de ese estrecho entre las altas casas, la Blutgasse. A esos sótanos de arcos góticos condujeron sus taciturnas estrellas a Erzsébet hacia 1585, cuando venía a Viena, a la corte de los emperadores.
Su carroza cubierta de polvo entraba por la puerta Stubenthür, en el baluarte de los dominicos, e iba Schulerstrasse arriba. Erzsébet penetraba en aquel barrio como se penetra en un antro rara vez frecuentado por el sol. La lujuria, los cultos equívocos y los crímenes formaban en aquel lugar un bloque tan sólido como el de las piedras. Las sirvientas sacaban del coche el famoso maletín de torturas que aún se conservaba hace poco en Pistyán: los hierros que había que poner al rojo, las agujas, los punzones y las temibles tenacillas cortantes de plata. El recuerdo de la «Doncella de hierro» rondaba aún por los sótanos. Quizá de ahí es de donde sacó Erzsébet la idea de la jaula provista de pinchos donde más adelante haría encerrar a ésta o aquella joven sirvienta.
Existe, en un castillo de la frontera austrohúngara, en Forchtenstein, una especie de farol tallado con calados, rematado en el vértice por un delicado ramillete de varillas de hierro dobladas. Un collarín de hierro, igualmente elegante, rodea la base. Sin duda, había espacio para una cabeza viva en ese farol, pues en el posible lugar de la boca se ve todo un sistema de cerrojos y placas de hierro. De las paredes de los sótanos cuelga aún todo el arsenal de las armas para destrozar de aquellos tiempos.
Cuando volvía de Viena, Erzsébet se detenía a veces, para una visita o un banquete, en ese antiquísimo castillo de Forchtenstein, que pertenecía a los Esterházy. La provincia, cercana a la frontera, es ya casi húngara. A lo lejos, se divisa un lago rodeado de aldeas blancas con los tejados coronados por nidos de cigüeña. A veces se oye el antiguo tàrogàto, la larga flauta húngara de madera y asta, que sirve aún para acompañar la interminable y salvaje endecha de la «Dama de Csejthe».
Aquí está, le dicen al visitante, entre los retratos, el de una Condesa muy hermosa y cruel que, antiguamente, bajaba de los Cárpatos para venir a Viena y también aquí.
Las estancias son cuadradas y grandes; las ventanas, altas, encaramadas en el cielo, por encima del paisaje. No hay muebles, sólo algunas arcas y una polvorienta cama rodeada de cortinas de un gris azulado. Los suelos se parecen a los de los pajares. Los gavilanes giran sin tregua por encima del castillo.
En las paredes de estas estancias están aún colgados unos diez retratos, la mayor parte de tamaño natural. Son de los húngaros de ilustre cuna y de sus esposas. Más baja y de cintura más delgada que las demás, con las sienes oprimidas por una banda naranja, que puede hacer pensar que fue pelirroja, he aquí la suegra de Erzsébet: Orsolya Kanizsay. Tiene un rostro hermoso pero pálido que da prueba de su mala salud. De todos los personajes, ella es la única cuya apariencia evoca bondad. Las demás princesas, tan tiesas, parecen altaneras y vanas, estúpidas a veces. Sólo una de aquellas criaturas va vestida como Erzsébet Báthory: idéntico vestido granate, idéntica redecilla alta, idénticas mangas anchas y blancas, fruncidas en las muñecas por delgadas vueltas de oro. Sólo se diferencia el modo en que está enrollada la ancha cinta de perlas, desde el cuello hasta la cintura.
Los Báthory están en una sala reservada a los palatinos: István; después Segismundo, muy feo, con barba y luego sin ella y con la punta de la nariz deformada, colgante; György Thurzó, el palatino primo de Erzsébet; su mujer, Erzsébet Czóbor; Gábor Báthory, de rasgos regulares, una especie de apuesto Barba Azul al que no se resistía ninguna mujer (quizá ni siquiera su prima Erzsébet, según se dice) y a quien apodaban «el Nerón de los Siebenburgen». Fue príncipe de Transilvania, se casó con Anna Palochaj, que quedó viuda en 1613, y se comportó muy mal durante toda su vida.
De esta sucesión de retratos de los Báthory se desprenden algo así como emanaciones de locura.
En un rincón, cerca de una ventana, en un lienzo menor que los demás, una extraña amalgama de cabezas inclinadas, con la espalda cubierta de terciopelo y telas oscuras interrumpidas por manchas blancas, que son mangas. De frente, y todo torcido, un palio carmesí con festones y, bajo el palio, un rey o un príncipe rojo. Se distingue la esquina de una gran mesa y, encima del mantel, unos cuantos panes redondos y una o dos cucharas. De entre unos rostros de mujer, surge un perfil descolorido bajo una cabellera oscura, tan blanco que parece macerado en todos los albayaldes del mundo. Una nariz, mal dibujada por el pintor, pero en la que se reconoce la curva, algo caída en la punta, de la nariz de los Báthory, de la de Erzsébet en particular. Nada más puede ser ella, con un aire tan obsesionado, tan cruel y tan ausente…
Estos cuadros están mal pintados; con frecuencia es el mismo artista de paso el que ha retratado a toda una generación. Colores emplastados, posturas rígidas, siempre idénticas, la mano izquierda entre los pliegues de la falda, la derecha extendida sobre una mesa. En los lienzos más tardíos, algunos perrillos se sientan, resignadamente, entre los pliegues de la falda de su ama.
En este castillo típicamente húngaro, se comprende la importancia que tenía el lavadero, un lavadero exactamente igual a los que Erzsébet iba a transformar en salas de tortura. Era un recinto abovedado con un pilón inmenso que se llenaba de agua y una especie de pozo. Una chimenea de piedra, ancha como una casa, albergaba todo tipo de ganchos, llares y varillas de hierro.
El lavadero era un lugar apartado, un rincón secreto alrededor de su fuego y de su agua. Desde la puerta bajaba un sendero bajo la muralla interior hasta el pozo protegido por un tejadillo y coronado por un artilugio de madera con un tronco de árbol como cabria. Se tardaron treinta años en excavar ese pozo en la escarpada roca y cuatrocientos prisioneros turcos murieron en el empeño. Alrededor del lavadero, unas celdas, probablemente calabozos para los criados de la casa. En cuartitos semejantes, en torno al lavadero de Csejthe, tenían Dorkó y Jó Ilona encerradas a las jóvenes, en grupos de seis, de ocho e incluso de más, listas para satisfacer el capricho de Erzsébet durante una crisis. Hubo una semana en la que hubo que sacrificarle cinco sirvientas seguidas.
En aquella época, en la otra punta de Viena, por la zona del convento de los Agustinos, Maximiliano y, después, Rodolfo II hicieron mejoras en el antiguo palacio, al que se entraba por una puerta roja, negra y oro, cuya bóveda estaba adornada con las más antiguas armas del Imperio: faja de argén sobre campo de gules rodeadas por otros escudos cargados de animales y cruces.
En el recuadro de cielo recortado entre los severos muros taladrados por esas dobles ventanas planas que parece que no dan a ningún sitio, cazaban los halcones. Siguen cazando, en pleno palacio, a las palomas espantadas y a los gorriones de Viena, esos halcones descendientes de las aves imperiales, sin pensar en irse a otra parte, hacia las montañas que, más arriba, bordean el Danubio. Ahí se quedan haciendo piar de miedo a las demás aves.
El rey Matías Corvino, para alojar a sus gentileshombres húngaros cuando venían a Viena, había adquirido una franja de terreno que se extendía a lo largo del claustro de los monjes de Santa Dorotea. Por allí hizo que pasara una calle que se llamó la Ungarngasse (hoy Plankengasse). Era en 1457. Había en aquel lugar, cerca de un solar donde vendían, carbón y cerdos, una gran casa que en 1313 había pertenecido a Harnish, o Harnash; la llamaban la «antigua casa Harnish». Cuando Matías Corvino mandó edificar ese barrio, se llamaba la «casa de los Testigos». En 1441, el conde Albrecht V la había utilizado como polvorín y, en 1531, tras haber conocido diferentes propietarios, la casa volvió al emperador Maximiliano y tomó el nombre de «Casa húngara».
Está situada en el número 12 de la Augustiner Strasse, esquina a la Dorotheergasse, enfrente del convento de los Agustinos cuya larga fachada prolonga el palacio imperial. Fue esta casa la que adquirieron Ferencz Nádasdy y Erzsébet, muy a finales del siglo XVI (es imposible saber la fecha exacta de la compra), para residir durante sus estancias en la corte de Viena. Las transacciones fueron largas y difíciles. Era una casa grande, pero no un palacio. Modificada y embellecida sin duda a mediados del siglo XVI, tiene una fachada sombría y sin adornos. El propio palacio del emperador, en aquella época, estaba formado únicamente por edificios que daban a un patio cuadrado sin grandes lujos de escaleras ni de puertas. Pero los cimientos de la casa de los Báthory eran antiguos; había que bajar cuatro o cinco escalones para llegar a las habitaciones del sótano, con bóvedas de ojiva. En el centro, un patio. Estaba adosada a una casa que se ha convertido en el palacio Lobkowitz y daba, al este, al gran solar lleno de barro donde, algunos días del año, se celebraba el mercado de ganado y de carbón. Cuando nevaba y helaba, aquel terreno lleno de hoyos y zanjas lo surcaban trineos que iban al Palacio. Enfrente, más largo que ancho, el convento de los Agustinos, fundado en 1330. La iglesia del convento era pequeña y baja la fachada, que daba a la plaza abandonada, cerca de las fortificaciones, El convento propiamente dicho, con las celdas de los frailes, edificio más alto e importante, se encontraba exactamente frente a la casa de los Nádasdy, en el lugar en el que ahora se eleva la gran iglesia reconstruida en 1642. Se amplió al mismo tiempo el ala izquierda del convento, que debía de ser antes la hospedería. Enfrente, al otro lado de la calle, que sigue siendo estrecha en este tramo, las ventanas de las habitaciones de Erzsébet Báthory.
El barrio estaba desierto. No lejos, el palacio imperial dormía, encerrando entre sus muros la sombría capilla de los Habsburgo, de espléndidos coros, y los tesoros mágicos de Rodolfo II. Luego, venía el baluarte sur y, después, otra llanura.
Allí se alojaba Erzsébet, muy hermosa aún a los cuarenta años, junto con su esposo Ferencz; y después de 1604, allí llegaba, viuda, desde su castillo de Csejthe. Vestidos rojos, vestidos negros y joyas relumbraban al resplandor de las antorchas en la escalera de piedra que sube, en tres rellanos, hasta el primer piso. Estrecha y baja, se abría la puerta de su cuarto; allí se había engalanado para que la llevaran a Palacio bajo las arañas de las estancias rudas, magníficas, de un lujo bárbaro y desigual.
Los espíritus de los elementos, en las noches de nieve y barro, eran aún virulentos; intrépidas y supersticiosas eran las gentes que iban en los trineos, a través de la oscuridad horadada de antorchas, hasta las salas de honor centelleantes de Palacio. Y magia y lujuria están cerca; no es sorprendente que Erzsébet, al volver de las mil luces a su casa poblada de sirvientas, haya sentido la urgencia de hallar su alegría a través de su pecado. Y de su cuarto salían aquellos gritos de jóvenes sirvientas que despertaban a los frailes de enfrente, salvo cuando iban a ahogarse en los sótanos cuyas escaleras daban al patio. A la mañana siguiente, en la callejuela, Jó Ilona y Dorkó arrojaban cubos de agua ensangrentada. Y Viena, al llegar la mañana, recobraba el gran encanto de su cielo lleno de nubes que se mueve como un río, y el de las piedras blancas y cúbicas de sus monumentos perfectos.
Las respuestas de los sirvientes durante el proceso revelaron, en sus más crueles detalles, lo que aconteció en aquella casa. A la pregunta: «¿Qué trato se les daba a las víctimas?», Ficzkó respondió: «Se las podía ver tan negras como el carbón a causa de la sangre coagulada sobre sus cuerpos. Siempre había cuatro, cinco jóvenes desnudas y en ese estado las veían los mozos coser o atar haces en el patio».
Tras la muerte del conde, la Señora les quemaba las mejillas, los pechos y otras partes del cuerpo, al azar, con un atizador. Lo más horrible que les hacía era, a veces, abrirles la boca a la fuerza con los dedos y tirar hasta que se desgarraban las comisuras. Les clavaba alfileres debajo de las uñas, diciendo: «Si le duele a esa puta, ¡que se los quite ella!». Un día, porque la habían calzado mal, hizo que le trajeran una plancha ardiendo y planchó en persona los pies a la sirvienta culpable, diciéndole: «Hale, ahora ya tienes tú también unos lindos zapatos con las suelas encarnadas».
Era también en esa casa donde había que echar ceniza alrededor de la cama, pues los charcos de sangre, en su cuarto, eran tan grandes que no podía cruzarlos para ir a acostarse.
Por la parte alta de la ciudad, en los alrededores de la iglesia más antigua de Viena, Sant-Rüprecht, que mira cómo se pone el sol iluminando su campanario triste y pequeño, había muchas cosas que podían atraer a Erzsébet. Sigue siendo la judería. Aún es posible encontrar en ella mandrágoras y esos mismos dientes de peces fósiles, color jade, tan buscados a la sazón. Se encontraban también, en torno a la vieja sinagoga, judías muy jóvenes. Jó Ilona consiguió convencer a algunas de que entrasen al servicio de la Condesa. Un día incluso, una vieja trajo a una niña judía de unos diez años que había encontrado vagando por la ciudad. Las tiendas donde se vendían las plantas y las piedras mágicas, así como los animales disecados, se ocultaban alrededor de la Juden Platz, y la litera de Erzsébet hizo frecuentes apariciones entre las viejas casas cargadas de escudos. Venía, sombría y centelleante, a escoger en persona amuletos de cuarzo y dientes de lobo, lenguas de serpiente o esos minerales que la propia naturaleza marcaba a veces, los misteriosos gamahés firmados por los astros.
Esto es lo que acudían a buscar las sirvientas de Erzsébet a este barrio de la ciudad, al tiempo que se fijaban en si no habría por allí alguna joven campesina desocupada a la que pudieran convencer para que las siguiera.
Existen aún en Viena tiendas de esas donde se venden cosas extraordinarias: estatuillas en forma de momias tendidas en minúsculos sarcófagos, amuletos colgados entre los collares de granates y de topacios, montados en cadenas de plata o engastados en el oro más fino; o también corazones de madréporas lívidos y salpicados de manchas, y otros hechos con esa espuma de mar blanca que contiene algo que se asemeja a gotas de sangre. Otros corazones de jaspe, también sanguinolento, perforados en ocasiones, y que habían hecho morir a alguien. Ágatas, dientes y garras de animales salvajes y el fascinante, el duro diente de tiburón que se supone que nace donde cae el rayo, en la tierra o en el agua. Pues se pensaba que estos dientes fósiles los producía la propia tierra. Plinio había creído que caían del cielo durante los eclipses de luna, esa luna que gobierna el mundo de los venenos. Aquellas piedras recibían el nombre de ceraunias o piedras de rayo; tardaban un tiempo infinito en volver a la superficie del suelo donde se habían hundido bajo forma, se decía, de hacha o de flecha de jade verdoso. Se encontraban allí concreciones que no pertenecían al reino mineral, como esas alectorias que se forman en el hígado de los gallos viejos y una piedrecilla hueca que tenía grabada una especie de ojo que era una batracita.