CAPÍTULO V

En Inglaterra, por orden de Jacobo I, empezaban a perseguir a las brujas, tanta había sido la influencia que habían adquirido en tiempos de la reina Isabel, que creía en la grasilla, en las orejas de gato negro, en las piedras de rayo. ¿Pero no era Inglaterra, de toda la vida, un país racionalista? Los fastos de la barbarie, los vicios brutales, eran propios de aquellas lejanas comarcas, al oriente de Europa, tan atrasadas. Los Habsburgo de Alemania, de Austria, de Hungría, encontraban allí esa tierra profunda, húmeda, ondulante, donde se había buscado eternamente aquello que se supone que protege el poder, la vida y el amor.

En Italia y en Francia era donde bullía, a finales del siglo XVI, siguiendo mil leyes que desafiaban la moral, la decencia y la virtud, un mundo turbio y frívolo a la vez. No tenía ya nada que ver con lo existente a principios del siglo, cuando el espléndido Renacimiento se asentaba a golpes de noble paganismo y la licencia poseía la pureza del arco iris. Los Médicis sí que sabían de zangoloteos lascivos, se entregaban a prácticas extrañas y afeminadas, gustaban de equívocos objetos de felpa. Se esperaba la oscuridad para hacer el mal, para entregarse a las peores crueldades, entre el arca donde se asfixiaba a la víctima y el lazo de seda para estrangular. El fondo de los corazones no era ya más que un apergaminado grimorio, completamente cubierto de delgados rasgos trazados con una tinta compuesta de jugos y de sangre. No se podía respirar. Todos poseían un narcisismo desmesurado. Estaba ya olvidado el gran impulso de las confesiones públicas o de la retórica pagana: falsas confesiones, una intriga en cada rincón. Los brazos no sabían ya abrirse, caían a lo largo de los negros guardainfantes y dejaban colgar dos manos blanquísimas, lacias, afiladas, que sujetaban la mancha clara de un pañuelo.

Precisamente de Francia e Italia venían mil recetas para conservar la palidez del cutis; pues las mujeres, e incluso muchos hombres, apreciaban, ante todo, aquella blancura que contrastaba con la negrura de los jubones, de las mangas abullonadas y de los corpiños y cifraban su gloria en hacer amarillear, por comparación, de noche, a la luz de las velas, el lino de las golas. Había que conservar a toda costa aquella palidez; y las nodrizas y las viejas sirvientas, para quienes no tenía ya secretos la carne de sus amos, armadas de hojas mucilaginosas, de paños empapados en ungüentos y pomadas de cebada, libraban una incesante batalla contra las señales de la viruela.

Contaba una leyenda que, al final de un largo banquete donde se reunieron más de sesenta damas de honor, todas ellas hermosas, la diabólica Condesa mandó, sencillamente, cerrar las puertas y degollar a las beldades que le imploraban de rodillas. Luego, arrancándose pieles y terciopelos, Erzsébet Báthory se había sumergido en una tina llena de aquella sangre, para bañar en ella su deslumbrante blancura.

¿Cuál era en realidad la misión de las jóvenes que rodeaban a la Condesa de nervios desequilibrados, de exasperado narcisismo, de cuerpo a un tiempo glacial y atormentado, cuando, durante las ausencias de su marido, vagaba de un castillo a otro en compañía de los degenerados que le eran caros, buscando alguna crueldad que cometer al volver de montería, tras la gigantesca cena de caza y vinos? Ninguna moral hubiera contenido a Erzsébet, ni ninguna religión, pues nada le impidió deslizarse hacia placeres mucho más nocivos y perversos: andaba siempre tras algo, tras no sabía qué, y no lo encontraba en ningún gesto, con esa mirada hastiada e insatisfecha que desvela su retrato.

Al anochecer de una tarde de fiesta, quedó fascinada por el esplendor de una de sus primas. La abrasadora y brillante atmósfera del banquete y de las danzas, el reflejo de las luces, quizá también las irónicas sugerencias de Gábor Báthory que estaba presente, todo las empujó una hacia otra. La noche fue avanzando y no se separaron. ¿Qué revelaciones trajo a Erzsébet aquel esbozo de amor con un álter ego, réplica perfecta de su propia belleza?

Es fácil, en la vida de un hombre, descubrir sus gustos amorosos y lo que hace. Todas las terribles pasiones de Gilles de Rais, por ejemplo, dejaron una huella precisa. Una mujer, en cambio, proyecta continuamente a su alrededor una sombra en la que se envuelve. Y algunas se quedan a medio camino. Catalina de Médicis que, toda vestida de negro, hacía desnudar a sus clamas de honor, no sentía deseo alguno de pasar a mayores; y aquel enjambre femenino sólo estaba destinado a saciar los deseos asaz poco galantes, pero normales, de algunos gentileshombres de su Corte. Erzsébet Báthory, por un bordado de flores terminado deprisa y corriendo, ordenaba a sus brujas que desnudasen a las jóvenes y hermosas sirvientas que, sentadas de tal guisa en un rincón de la sala, volvían a bordar ante sus ojos las flores mal hechas. ¿Y para qué la mirada de estos ojos?

Gilles de Rais, como es sabido, descubrió sus extraordinarios gustos haciendo que su criado Henriet le leyera la vida de Tiberio y otros césares, narradas por Suetonio y Tácito. Fanatizados por su amo, saturados de humo de las cremaciones de cadáveres putrefactos en la gran chimenea de la mansión de la Suze, en Nantes, e impregnados durante siete años del olor de los cráneos conservados en sal, los criados eran devotos en cuerpo y alma del mariscal. Las viejas y repugnantes criadas de Erzsébet Báthory, sin saber tanto, reconocían sin más que había que complacer al ama, que ésta las protegía y que sus brujas, procedentes del bosque y de los antiguos templos desplomados en los bosques, eran poderosas y bastante más temibles que el pastor de Csejthe. Abrir un pichón vivo y aplicárselo en la frente a la Condesa para calmar sus dolores de cabeza, cerrar los ojos ante lo que acontecía de noche en su dormitorio, era todo uno para ellas. La idea de buscar una explicación no se les pasaba por las obtusas mentes, más ocupadas por feroces envidias o precarias reconciliaciones en lo hondo de las cocinas.

Sólo de tarde en tarde sintió Erzsébet deseos de sacrificar a alguna de las muchachas de noble cuna que la acompañaban. El vampiro pálido no ataca a los de su raza; sabe distinguir los manantiales de sangre más rica y no yerra. Aquellas obedientes jovencitas, cuya sangre azul fluía bajo el blanco paisaje de sus cuerpos, estaban allí para todo: para galopar en las cacerías, para cantarles a los invitados las tristísimas canciones de Nyitra o de su propio y lejano condado, para el juego del ajedrez y, sin duda, de buen o mal grado, para la cama.

Debieron de quedar confusas por todo lo que vieron hasta el punto de no decir palabra. Su corazón húngaro no era especialmente tierno; y, refugiadas en un rincón de la habitación, debieron de adquirir la costumbre de ver y oír sufrir. Su noble sangre era pobre: las protegía del sacrificio. Sin embargo, por culpa de una de ellas, un buen día, Erzsébet Báthory inauguró la larga y fría lista de sus desmanes.

Estaban acabando de peinarla: tras haberle levantado ya bastante los cabellos, estaban poniéndole la redecilla de perlas. Para que quedara bien, había que sacar a través de los rombos de la red, uno por uno, cada mechón previamente rizado de modo que imitase la forma encrespada de las olas. Tal cuidado competía a las expertas camareras, pues Erzsébet no hubiera soportado que la tocasen las sirvientas de torpes dedos, a menos que se tratase de las abominables brujas que tenían carta blanca para untarla con aceites y darle masajes por todos lados. Con la punta afilada del bastoncillo de boj, la dama de honor ahuecó, sin gracia, los cabellos más de un lado que de otro. En el espejo, donde se contemplaba con la mente ausente como solía, Erzsébet vio la herejía. Bruscamente despierta, se volvió. La mano blanquísima, bastante grande y nerviosa, de fina muñeca, golpeó al azar el rostro de aquella desmañada; inmediatamente brotó la sangre y salpicó a la Condesa en el brazo y en la otra mano que descansaba en el regazo del peinador. Todo el mundo acudió precipitadamente para hacer desaparecer la sangre, pero no lo bastante deprisa para evitar que se coagulara sobre la mano y el brazo perfectos. Cuando acabaron de lavar la mancha, Erzsébet bajó la vista, levantó la mano, la contempló y calló: por encima de las pulseras, en el lugar en que la sangre se había detenido unos minutos, le pareció que su carne tenía el resplandor translúcido de una cera encendida iluminada por otra cera.

El castillo pequeño era un amplio edificio próximo a la iglesia, situado en la calle mayor de Csejthe. Era medio casa de labor medio palacio rural; un patio con un pórtico; al fondo, las cuadras y las habitaciones de los criados; abajo, los sótanos donde, detrás de un gran tonel que no se movía nunca, desembocaba uno de los subterráneos que venían del castillo de arriba. Alrededor de la casa, la vida de la aldea, las cosechas y las vendimias.

El cuarto de Erzsébet estaba en el rincón más tranquilo. Cierto es que dos de las ventanas daban a la calle, pero los pesados postigos de madera permanecían cerrados día y noche. Poca luz en la habitación de pesados cortinajes de aksamiet, un grueso damasco; en las paredes y en el suelo, tapices y alfombras de Oriente; sobre la mesa, una lámpara de plata cuya mecha flotaba en aceite perfumado. En la pared había empotrado un escondrijo donde se guardaban las alhajas así como la preciosa Biblia manuscrita de Stéphan Báthory, que databa de 1416. Todo resultaba opresivo en aquella habitación en la que Erzsébet estaba siempre. Por consejo de Rata, la menos abominable de sus sirvientas, había decidido, incluso después de quedarse viuda, no vestirse casi nunca de negro. El traje de la provincia de Miawa le realzaba mejor el talle; se lo ponía cuando estaba en Csejthe, pero se probaba en aquella habitación saturada de perfumes más de quince vestidos al día. Pasaba innumerables horas encerrada, con el negro y largo cabello suelto, acodada desnuda ante su espejo con el marco en forma de bretzel para apoyar los brazos, espiando las primeras arrugas y la pesadez de los pechos, repitiéndose: «No quiero envejecer; he seguido los consejos de la gente, de los libros; he utilizado las plantas. En el mes de mayo, me he revolcado al amanecer entre el rocío». Pensaba en lo que había leído y en lo que la bruja le aconsejaba: la sangre, la sangre de las muchachas y de las doncellas, el fluido misterioso en el que a veces habían pensado los alquimistas hallar el secreto del oro.

Mientras tanto, Dorkó, Jó Ilona y Kata se peleaban. Las tres procedían de la Baja Hungría, no se llevaban bien y sólo se reconciliaban para mejor satisfacer, de consuno, los caprichos de su ama. Provocaban intrigas y todas las ocasiones posibles de recibir una recompensa. La hija de Jó Ilona ya había recibido de regalo de boda catorce faldas y cien coronas de oro. Las otras sirvientas no tenían hijas casaderas pero también a ellas les gustaba el dinero. Alrededor de Erzsébet había todo el día un intenso trajín de jóvenes costureras que traían, en silenciosa procesión, como si hubiera un muerto en la casa, vestidos de seda carmesí adornados con perlas.

Con frecuencia, todo empezaba por aquellos vestidos: Dorkó, al ver a su ama preocupada, se agachaba, encontraba un defecto en el dobladillo, torcía el gesto y preguntaba quién, de entre el inquieto grupo de sirvientas, había cosido aquel dobladillo con bramante en vez de con hilo. La vida tornaba a los mortecinos ojos de la Condesa. Como nadie decía esta boca es mía, Dorkó elegía a dos o tres, mandaba a las demás que se retirasen y empezaba a proporcionar a su ama, suntuosamente vestida, algunas distracciones. Primero, les cortaba a las muchachas la piel de entre los dedos para castigarlas por su torpeza, luego, ya metida en harina, las desnudaba y les clavaba alfileres en los pezones. Aquello duraba a veces horas y acababa en charcos de sangre a los pies de la cama. A la mañana siguiente, faltaban dos o tres costureras.

Dorkó era la más cruel de las sirvientas; junto con una brutalidad de soldado, poseía una imaginación diabólica e inventaba continuamente nuevos suplicios. Tras haber pasado unas horas contemplando las crueldades más refinadas y, a veces, más eróticas, nacidas de la fértil imaginación de Dorkó, Erzsébet se mostraba generosa.

Cuando estaba en Csejthe, la Condesa se levantaba temprano, como solían los Nádasdy y los Báthory, y daba instrucciones a los criados. Todo tenía que estar limpio antes de las diez. Luego, salía a visitar las alquerías montada en su caballo favorito, Vihar «el de buena raza», de negra y sedosa capa, que la conocía y al que hablaba con dulzura. Tan hermoso era aquel caballo que, durante una cacería, Christofer Erdödi, hijo del conde Tomás Erdödi, le había ofrecido cambiárselo por varias aldeas. Pero Erzsébet se había negado.

¿Qué se le puede decir a la bruja, a la que anda por el bosque, acostumbrada a los cadáveres arrastrados por los lobos, acostumbrada a los lobos que agonizan, a su vez, atravesados con estacas y con las fauces llenas de sonrosada sangre, qué se les puede decir a las brujas de la sangre?

Turóczi Lázló, el jesuita que, transcurridos más de cien años, escribió esta historia, hace la siguiente observación acerca de Erzsébet Báthory: «Era vana». «Su mayor pecado era querer ser hermosa», dice también, intentando remontarse a las fuentes mismas del drama, en Csejthe, que apenas había cambiado en un siglo y donde el puchero de barro que había recogido la sangre de las jóvenes y robustas campesinas se hallaba aún en algún rincón del sótano. El fantasma de la Condesa sangrienta, de la Alimaña, de la Loba, vagaba de noche entre las ruinas. De brujería no se atrevió el padre Turóczi a hablar: hubiera supuesto una crítica, pues se había tenido buen cuidado de no mezclar a la Iglesia en aquel asunto. Fueran protestantes o católicas, la hoguera era el destino de las brujas; y la única muerte digna de Erzsébet Báthory hubiera sido que le cortaran la hermosa cabeza. Castigo, por otra parte, cuya legitimidad tampoco habría reconocido ella. ¿No tenía acaso a su favor los grandes derechos del águila y del lobo? Era, sigue diciendo el padre jesuita, «altanera y orgullosa y sólo pensaba en sí misma». Dicho de otro modo, tremendamente introvertida y megalómana.

Retirada en aquel castillo o en el de más allá, en Kérésztur, en Bezcó, en Sárvár, siempre en el corazón de la piedra y la muralla, siempre perdida lejos del humano sendero, así era Erzsébet Báthory, como una gota negra en el lagar de su raza. Seguía su camino, en pos de aquel monstruoso infinito para afrontar el cual le había dado poder su herencia.

¿Y qué sería de las cosas si no las lavase la noche? ¿Brillarían acaso? ¡Loco habría que estar para desear que siempre hiciera bueno! La nocturna Erzsébet, asfixiada por los chismes de las sirvientas, la niebla de los Cárpatos, la nieve de los patios donde, a la luz de las teas, arrastraban pieles de animales gigantes, híbridos, había salido ya del mundo de los vivos. Si llevó la crueldad a los últimos límites, no fue por vanidad ni por obsesión por su belleza.

La brujería no tenía para ella más que una finalidad: protegerse por todos los frentes. Protegerse de la vejez, pues era de esos seres que anhelan con furia, y casi gratuitamente, conservar siempre su sombría perfección; protegerse del enemigo que podría obstaculizar su incesante persecución, en la inmovilidad de la nada, de su obra de anonadamiento. Así protegida, podía negar la vida y destruirla, sin ambicionar más provecho que el negarla.

Protegida por todos los frentes, podía asomarse al lago de todas las fuerzas: la sangre. Aquel vértigo le llegaba de lejos. Ya en el antiguo blasón de mandíbulas de lobo, el dragón alado que se mordía la cola cerraba el círculo, marchitando con su aliento cuanto abarcaba.

La Condesa no sabía analizar las causas de sus siniestras sendas. Las precisaba y, puesto que se ofrecían a ella, se otorgaba el derecho de recorrerlas. Y sí, en sus momentos de lucidez, dudaba a veces de aquel derecho, se remitía siempre al conjuro protector escrito por una bruja en la membrana tomada de la cabeza de un recién nacido de la aldea que una comadrona sobornada le había vendido. En aquel pellejo encogido y reseco, ennegrecido por los humos de todas las plantas maléficas, estaba trazada, en renglones desiguales, la oración a la tierra y a sus poderes, Estaba escrita con un jugo sacado del topo, de la abubilla y de la cicuta, animales y plantas de la campiña próxima, y redactada en el dialecto oral de aquellas montañas, mezcla de antiguo checo y de serbio:

«Isten, ayúdame; y tú también, nube todopoderosa. Protégeme, a mí, a Erzsébet, y dame larga vida. Estoy, en peligro, ¡oh nube! Envíame noventa gatos, pues eres el jefe supremo de los gatos. Dales tus órdenes, que se reúnan estén donde estén, desde las montañas, las aguas, los ríos, el agua de los tejados y de los océanos. Diles que acudan a mi lado. Y que se apresuren a morder el corazón de… y también el de… y el de… Que destrocen y muerdan también el corazón de Megyery el Rojo. Y guarda a Erzsébet de todo mal».

Se dejaban huecos para, llegado el momento, inscribir con una especie de tinta conductora de las fuerzas requeridas el nombre de los dueños de los corazones que debían recibir mordeduras. Sólo estaba condenado de antemano Megyery el de los rojos cabellos, el tutor de su hijo Pál, al que odiaba porque era el único ser en la tierra al que temía, a él que sabía, a él que estaba esperando.

Debajo del conjuro, bien separado de lo demás, estaba escrito: «Santísima Trinidad, protégeme». Pero ¿a qué trinidad se invocaba aquí? En los grimorios más antiguos se encuentra siempre una invocación a determinada trinidad: la del «ídolo Baphomet», cuyo culto se les reprochó a los Templarios, Esta trinidad está representada por el signo del planeta Mercurio, símbolo que aparece ya superpuesto al sexo del diablo en la decimoquinta carta del Tarot de los gitanos. Es a la vez la Tierra, Venus, la Luna y los tres que en Mercurio son sólo una: el intercambio y el movimiento que todo lo crean en este mundo, dominados por el reflejo y la apagada humedad de la Luna. Dudosa y femenina fue la creación reflejada en el agua materna, y con los afeites de un resplandor prestado. Pero es así y vale más honrar así a esa trinidad más hembra que varón.

La trinidad de los oscuros poderes: la sangre la transporta; es la Dama negra del mundo, la energía vital que la sangre vertida devuelve, libre. Es femenina. El diablo es siempre ambiguo, hermafrodita, como el del antiguo Tarot.

Y este poder, madre de los fenómenos, es sin embargo eternamente virgen, puesto que, como la gran Luna, sólo existe por reflejo.

En un texto tántrico hindú, Kali, la Madre negra y la Esposa del tiempo, navega en un navío que flota sobre un mar de sangre. Armada de tijeras y herramientas que desgarran, bebe la sangre violeta del mundo.

La destrucción, la supresión del fenómeno vital, indiferente en última instancia, ¿no es ésa en definitiva la única vía de retorno al numen? Entonces pueden correr libremente de nuevo las energías de la existencia universal, reemprender su camino a través de los mundos, también ilusorios. Y de nuevo, desde un lado u otro del muro del bien y del mal, los humanos pueden extraer de ellas lo que desean.

En lo hondo de un valle de los Pirineos, existieron también, en el siglo XIII, los Perfectos y los Puros, que no temían la muerte y consideraban la vida como la detestable trampa en la que caen los seres cuando nacen. Impuestos en símbolos, conocían bien la magia; pero sabían que es un tatuaje sobre el rostro de la Dama negra, como, al pie del árbol del bosque, la sombra de las ramas entrelazadas. Volvían la espalda, a un tiempo, al engalanamiento y a la Galana y, por el envés de la falsa apariencia, entraban en la realidad informal. Y, entonces, ellos, los vivos, buscaban consuelo por haber tenido que vivir, y morían.

Pero ¿era acaso necesario condenar por completo para otros el suave sol, la flor del ramo, acallar en el manar de la sangre la larga canción de la primavera, sacrificar la noche a la segura claridad del día y, en provecho del anonadamiento, suprimir el perfume de una rosa en el seto?

Eso era lo que hacía Erzsébet Báthory, injustamente llamada la Alimaña de Csejthe. Aquella mujer pálida, refinada y depravada no podía seguir siendo una alimaña. Yendo hasta los últimos límites, se había extraviado mucho más allá del nivel ordinario de los humanos, pero no más bajo. Sólo había dejado de contar para ella la sangre de los demás, que miraba correr sumida en un trance ajeno a sí misma. Se había quedado en el nivel de las brujas. Vivía en un mundo hecho de nervios, de hígados arrancados a los animalillos, de raíces de belladona y mandrágora. Vivía en la red de los tallos, de las bayas lívidas y de las menudas vísceras amontonadas en su mesa, manipuladas por Darvulia, la bruja del bosque, Pero nunca había pasado a sabiendas a la otra orilla del río, allí donde con tanta frecuencia hacía desembarcar a las demás. La separaba de esa orilla un tenue velo; y su crueldad, tan enorme, no pudo obligar al velo a desgarrarse de arriba abajo. En cada ocasión, el extraño goce recaía sobre sí misma; y la fuerza perdida, y el cansancio, no le dejaban más que la oscura certidumbre de que tendría que volver a empezar.

La sacerdotisa aquea de la Tierra, en el templo de Egira, tenía que beber una copa de sangre del toro recién inmolado antes de bajar a la cripta donde, en contacto con el reino de las sombras a través de esta sangre, empezaba a profetizar. Ejecutaba así un acto sagrado. La sacerdotisa druida que apuñalaba, bajo el circo de robles cargados de muérdago, al valeroso guerrero tendido en la mesa de piedra ejecutaba igualmente un acto sagrado. La civilización de los indios precolombinos, basada en la crueldad, no era menos ritualista. Erzsébet Báthory no necesitaba para nada tan piadoso rigor. Sólo tenía el mérito de negarse a transigir con cualquier religión, salvo con la del alma de las cosas.

Gilles de Rais intentó alcanzar con suntuosas ceremonias, con el órgano rugiendo en la capilla y las angelicales voces de los niños de su escolanía, aquel universo santo lejos del cual mantenía sus orgías, para que le resultasen, según la carne, más gratas. Pero a ambos mundos paralelos, de la lujuria y de lo divino, les estaba prohibido mezclarse desde toda la eternidad.

La única preocupación de Erzsébet era asegurarse de que sus «establos» estuviesen siempre llenos y de que sus mensajeros recorriesen sin tregua los senderos de la montaña para encontrarle presas, incluso en las aldeas de la Alta Hungría. Un día trajeron desde muy lejos, desde una aldea situada más allá de Eger, cercana a los Grandes Cárpatos, donde moran los vampiros, donde las brujas pueblan de nubes, y a veces de cisnes, el cielo, a una muchacha de cuya belleza había trascendido la fama. Los juegos de espejos informaron, de castillo en castillo, de que se iba acercando. El viaje duró un mes; y, mientras otras estaban esperando desde hacía mucho su turno en los subterráneos de Csejthe, a ella la sacrificaron la misma noche en que llegó.