CAPÍTULO IV

Los Nádasdy habían cambiado y vendido algunos de sus castillos para comprar el de Csejthe. Había sido propiedad de Matías Corvino y de Maximiliano II de Austria, que se lo vendió a Orsolya Kanizsay y Ferencz Nádasdy por la suma de 86 000 florines austríacos. Adquirieron al mismo tiempo otros 17 castillos y aldeas.

Csejthe[3], fundado en el siglo XIII, había pertenecido siempre a la Corona de Hungría y Bohemia. Antes de los Nádasdy, el propietario era el conde Christofer Országh de Giath, consejero del Emperador. Al morir Erzsébet Báthory, Csejthe pasó a sus hijos y, más tarde, la Corona real se lo vendió, junto con Beckó, al conde Erdödi por 210 000 florines. A partir de 1707, el ejército imperial ocupó el castillo, y, en 1708, estaba en manos de Ferencz Racozci[4].

Para una boda, era costumbre escoger el lugar más hermoso y confortable. Léká y Csejthe, en sus inaccesibles montañas, no lo eran mucho; bajaron, pues, hasta Varannó, que no estaba muy lejos pero se hallaba situado al borde de la llanura, para celebrar la boda, de Ferencz Nádasdy y Erzsébet Báthory. El 8 de mayo de 1575 tuvo lugar el acontecimiento al que todo, casi desde su nacimiento, había destinado a Erzsébet. Tenía cerca de quince años.

En aquel día primaveral celebraron también sus bodas en la aldea algunas campesinas tocadas con inmensas coronas de flores y hojas nuevas trenzadas en forma de sol. Les habían cantado, como elogio a su belleza: «No, no naciste de madre, naciste del rocío sobre la rosa de Pentecostés (la peonía).»

La que esperaba, de pie, en el castillo de Varannó, no tenía nada de una rosa de Pentecostés ni de ninguna flor color de vida. Las nobles damas de Hungría no acostumbraban a maquillarse. Erzsébet se erguía, toda de blanco y perlas, muy pálida bajo sus oscuros cabellos, y su inmensa mirada lejana parecía venir del fondo del orgullo. Sin duda se le habían presentado aquella misma mañana cien pretextos para caer en sus acostumbrados enfados mientras sus damas de honor se afanaban ajustándole el pesado traje nupcial, ni del todo húngaro ni del todo oriental, pomposamente extendido y cuyo raso se fruncía entre los rombos de hilos de perlas. Otras perlas, muy gruesas y muy alargadas, pendientes y collares, así como la tiesa gola de plata alrededor del cuello de aquel joven ídolo, hacían resaltar la tez mate y la gran mancha oscura de los ojos.

Asomando por los puños fruncidos que remataban las amplias mangas, las manos estaban impregnadas de olorosas pomadas. Bajo las ropas, en los lugares más variados, iban cosidos los talismanes: para ser amada, para ser fecunda, y para gustar, para gustar siempre, para que su belleza siguiera siendo lo que fue en aquel magnífico día.

Sin duda, cuando, en la noche de primavera que entraba por todas las ventanas iluminadas de Varannó, mientras abajo seguían las danzas, se halló inmóvil, con los ojos de par en par, en la cama de cortinas corridas entre las cuatro columnas, fue efectivamente un demonio lo que Ferencz Nádasdy tomó entre sus brazos de guerrero; pero fue un demonio blanco. Siempre había temido un poco a la muchacha que encontraba más crecida y hermosa cada vez que volvía junto a su madre. Y en efecto, aunque no era, después de todo, más que una niña de quince años, no pudo domarla.

Pocos detalles han perdurado de aquel enlace, aunque fue el de dos de las familias más importantes de Hungría.

El emperador Maximiliano II había enviado desde Praga su consentimiento. Se conserva la carta, firmada de su puño y letra. Pero, fuera de ella, no existe más documento que la descripción de los regalos enviados: de parte de Maximiliano de Habsburgo, que no pudo asistir al enlace y envió quien lo representara, una gran jarra de oro llena de un vino extremadamente raro y una donación de doscientos táleros de oro. La emperatriz envió un velicomen muy hermoso de oro cincelado para que los esposos bebieran en la misma copa aquel preciado vino, y también alfombras de Oriente, de seda y oro. Rodolfo, rey de los magiares, envió otros espléndidos regalos.

Fue la tradicional boda de las familias de la nobleza húngara. Hubo mucha comida y bebida; hubo alegres luces, danzas, orquestas cíngaras tanto en los salones como en los patios. Y duró mucho, más de un mes.

A veces, Erzsébet hacía alguna aparición, más altanera y silenciosa que antes, magnífica entre sus mujeres, pero con la mente eternamente desasosegada. Ferencz y ella marcharon para ir a establecerse en Csejthe. El lugar lo había escogido ella, impulsada por algún secreto deseo de soledad, atraída por alguna llamada misteriosa.

Un valle, el de un afluente secundario del Vág, al pie de los Pequeños Cárpatos. En las laderas, viñedos que dan un vino rojo como el burdeos; a media pendiente, la aldea con sus casas blancas de balaustrada de madera y tejados cubiertos con laminillas de madera. La era para trillar el trigo y una iglesia muy antigua, de sencilla torre cuadrada. De uno de los extremos de la aldea salía el camino que subía hacia el castillo, en lo alto de la colina. Nunca hubo árboles en aquella colina; sólo bloques de roca y piedras, una hierba escasa, quemada por el invierno, semejante a una cabellera muerta.

Más arriba estaba el bosque lleno de linces, de lobos, de zorros y de martas, animales pardos en verano y blancos en invierno. Allí vivían las Vilas, las hadas. Y allí dormían seguros los vampiros.

Erguido contra el viento, Csejthe era un castillo más bien pequeño, sólidamente construido para resistir a las guerras, pero totalmente carente de comodidades. Los cimientos databan de antes del siglo XIV y los subterráneos formaban un terrorífico laberinto. En los muros de sus sótanos, ennegrecidos por el humo, se ven aún inscripciones: fechas y cruces. Dicen que son las firmas de las que allí estuvieron encerradas y los campesinos se santiguan ante estas murallas, derruidas de las que parecen elevarse aún gritos de agonía.

Allí se instaló, procedente de Varannó abandonado por los invitados, Erzsébet con dos damas de honor escogidas por su suegra, sus sirvientas y Orsolya Nádasdy en persona. No hacía gran cosa: Ferencz se había vuelto a marchar a la guerra y ella sabía que ahora su deber consistía en darle hijos. Ahora bien, a pesar de las fogosas noches de Varannó, sólo podía mover negativamente la cabeza cuando su suegra le hacía preguntas al respecto. No le agradaba en absoluto que la consideraran como a un gigantesco insecto hembra. Daba vueltas por su castillo, no se interesaba por nada, no podía pintarse pues Orsolya lo hubiera visto con malos ojos y se aburría mortalmente.

«Se aburría siempre», escribe Turóczi. Sabía leer y escribir en húngaro, en alemán y en latín, pues su suegra le había dado la ciencia que ella había recibido de Tomás Nádasdy. Pero allí llegaban pocos libros, y los que dejaban pasar sólo contenían salmos, sermones, y sólo trataban del castigo de los pecados; o estaban repletos de narraciones de batallas contra los turcos y de lamentaciones sobre los horrores de la guerra.

Entonces sacaba sus joyas y se vestía cinco o seis veces al día, poniéndose uno tras otro todos los vestidos que tenía.

Ferencz volvía de vez en cuando. Lo recibía como era menester y luego le rogaba que la distrajera un poco. Pero Orsolya, que estaba enferma, reclamaba a su nuera a su lado. Y además, ¿para qué querer ir a Viena? ¿Por qué buscar entretenimiento tan lejos? ¿Acaso no había que ocuparse de la casa, vigilar los gastos, prever la llegada de los invitados a las fiesta de familia y a las de Navidad y Pascua de Resurrección? Pero los invitados, en aquella etapa de la vida de Erzsébet, no eran muy amenos. Se mantenía tan a distancia como era posible a los lunáticos y peligrosos Báthory, pues habrían comprometido el equilibrio doméstico; sobre todo, aquella tía Klára, aquella loca que escogía a sus amantes por todos los caminos de Hungría y que metía en su cama a todas las doncellas; a aquel Gábor que metía también a cualquiera en su cama. Los Nádasdy eran mucho más recomendables: como, por ejemplo, Kata, la cuñada de Erzsébet, que vivía en un castillo bastante alejado; era toda formalidad y tenía hijos. Erzsébet se aburría cada vez más, mucho más incluso durante las estancias de su marido que cuanto estaba sola; pues, en el fondo de sus habitaciones privadas, allí donde cesaba el triste imperio de su suegra, empezaba a llevar una vida propia y peculiar.

Cada mañana la peinaban cuidadosamente. Su oscura cabellera era, como para todas las mujeres, su lujo y su más caro desvelo. Le gustaba apoyar sobre ella sus manos largas y muy blancas, como dos frescas alas; pues le dolía siempre mucho la cabeza. Estaba continuamente pendiente también de cosméticos para aumentar la blancura de la piel. Los húngaros eran célebres por su conocimiento de las plantas y por la fabricación de bálsamos. En los chiscones contiguos al dormitorio, donde había una caldera para calentar el agua, trajinaban constantemente mujeres revolviendo, encima de infiernillos, ungüentos espesos y verdes. Aquellos ungüentos de belleza se llevaban usando siglos y no se oían, de un lado a otro del cuarto, más que conversaciones sobre su eficacia y recetas para perfeccionarlos. Mientras esperaba que estuvieran listas las cremas, Erzsébet contemplaba en el espejo su ancha frente obstinada, sus labios sinuosos, su nariz aquilina y sus inmensos ojos negros. Le gustaba el amor, le gustaba oír cómo le decían que era hermosa, la más hermosa. Lo era, en efecto, con una belleza sacada de los inagotables manantiales de las sombras.

Frecuentemente enferma, se rodeaba de un batallón de sirvientas que le traían drogas y pociones, filtros para sanarle la cabeza, o que le hacían respirar pomas de mandrágora para dormir el dolor. Todo el mundo pensaba que se le pasaría cuando llegara un hijo; y, para provocar ese feliz acontecimiento, le hacían tomar otras drogas y otros filtros, le llenaban la cama de raíces de formas vagamente humanas y de toda suerte de talismanes. Pero Orsolya, su suegra, la contemplaba siempre con tristeza pues ninguna buena nueva salía de los labios de Erzsébet. Ésta se volvía a su cuarto. Para vengarse, pinchaba a sus mujeres con alfileres, se tiraba en la cama y, revolcándose presa de una de aquellas crisis que acostumbraban a tener los Báthory, hacía que le trajeran dos o tres robustas campesinas muy jóvenes, las mordía en el hombro y masticaba luego la carne que había podido arrancar. De forma mágica, entre los aullidos de dolor de las demás, desaparecían sus propios sufrimientos.

Orsolya Nádasdy Kanizsay murió consciente de haber labrado la felicidad de su hijo al haber moldeado para él, con gran trabajo, esposa tan hermosa y buena, pero muy decepcionada por no haber tenido entre los brazos a ningún nieto.

Ferencz Nádasdy no estaba con frecuencia en el castillo. Erzsébet lo lamentaba, pues, desde la muerte de Orsolya, se la llevaba a Viena donde residía el emperador Maximiliano II, tras haber abdicado en su hijo Rodolfo. El emperador le tenía bastante cariño y la comprendía. ¿Era nada más porque su palidez, su mirada, sus hermosas manos le recordaban la belleza española por lo que el emperador sentía cierto afecto por Erzsébet Báthory? ¿No sería también porque encontraba en ella su propio gusto por la magia, gusto que, por otra parte, había heredado Rodolfo?

Sin embargo, entre dos predicciones de Rizzacasa referentes a los «efectos de los influjos celestes en los libertinajes, adulterios e incestos que se cometerán este año y el que viene, más aún que de costumbre», o a los «sacrilegios y perversidades de los grandes, que darán que hablar mucho tiempo», Erzsébet, que tenía a la sazón diecinueve o veinte años, iba a bailar a la corte. Su retrato es más o menos de aquella época y en él los ojos revelan ya la obsesión por las noches pasadas en el lavadero de la Blutgasse. A pesar de su belleza, la gente retrocedía cuando ella se acercaba y callaba al verla venir, lejana, con la mirada ausente, entre el tintineo de sus cadenas de esmaltes.

Su marido le había rogado de una vez por todas que no lo atosigase con sus historias de sirvientas. Había aceptado a la muchacha untada de miel y expuesta a pleno sol a las abejas y a las hormigas; se encogía de hombros cuando le contaban historias de mordiscos, de largos alfileres clavados en la carne y otras manifestaciones habituales de impaciencia. En cambio, deseaba, al volver de los campamentos, tener para sí a aquella hermosísima mujer con quien intercambiaba, como era costumbre húngara, cartas muy tiernas y respetuosas. Ferencz Nádasdy no parece haberse dado cuenta nunca de la crueldad de Erzsébet; sabía que era altanera, autoritaria y colérica con la gente de su casa; pero ¿no era ello indispensable para hacerse obedecer? Con él sabía ser insinuante y dulce. ¿No era su regio adorno cuando iban juntos a la Corte? Le bastaba, o casi. Era feliz. Sólo le faltaban los hijos; pero, como cada vez que le escribía le hablaba largo y tendido de los filtros que los hacen venir, se tranquilizaba y no perdía la esperanza. Por otra parte, ella lo había instruido en otros filtros, los que le impedirían caer herido en las batallas. Y así, esperando la marcha de Ferencz hacia nuevos combates, bailaban juntos en las recepciones imperiales de Viena las mismas pavanas que bailaban, allá lejos, Isabel de Inglaterra y, en París, los apuestos gentileshombres de la Corte de Francia.

Como entra de repente la inquietud, como se propaga el fuego, como se arranca uno las ropas, así se apoderaba súbitamente de Erzsébet la sed de sangre. Estuviese donde estuviese, se ponía en pie, se volvía aún más pálida que de costumbre y reunía a sus sirvientas para dirigirse a sus lavaderos favoritos, sus sordos refugios.

Nadie supo decir después cuándo había empezado aquello. En vida de su marido, desde luego. Nunca ninguna muchacha había estado segura a su lado. Sirvientas y damas de compañía temían por igual tener que peinarla.

Las jóvenes de la provincia de Nyitra, rubias de almendrados ojos azules, eran campesinas robustas pero esbeltas. Vestidas con faldas de colores y camisolas blancas, formaban en el castillo un enjambre ocupado sin tregua en satisfacer las mil voluntades de su ama. Pero las que tenían que ir a la hora propicia a coger en el bosque el matalobos para curar las heridas, la anémona pulsátil color de hiel, los amargos cólquicos y las belladonas agrupadas en verde coro en un redondel de rocas, eran las viejas, las desdentadas con cara de bruja, esas mismas que Erzsébet apostaba en los corredores, como centinelas en las murallas, para verlo, oírlo y contarlo todo.

Si hubiera querido, habría podido devastarlo todo a plena luz; quizá hubiera dado menos que hablar. Pero las tinieblas, la soledad sin recurso de los subterráneos de Csejthe casaban mejor con las negras cavernas de su mente y respondían más a las exigencias de su terrible erotismo de piedra, de nieve y de murallas. Loba de hierro y luna, Erzsébet, acosada en lo más hondo de sí misma por el antiguo demonio, sólo se sentía segura acorazada de talismanes, murmurando conjuros, resonando en las horas de Marte y Saturno.

La vida, la noche de la bruja, no son hijas del tiempo de los humanos: la Luna deja flotar lejos sus livianos encantos; su tiempo es ancho. Pero las obras de destrucción, de desolación o de odio las sitúa el tiempo a la fuerza entre horas desiguales, al encontrarse Marte y la Luna en Capricornio. En esta hora dolorosa es cuando, para matar al enemigo, hay que apagar el hierro al rojo en la sangre del topo ciego y en el jugo de la pimpinela y envolver el asta en seda carmesí.

A los que la invitaban a sus fiestas, Erzsébet, con su letra roma, les contestaba con frecuencia: «Si no estoy enferma… Si puedo ir…». Y se quedaba en Csejthe o en Bezcó, presa en un círculo encantado, soñando que vivía y sin vivir, protegiendo con sus dementes conjuros aquella existencia que nunca había podido ser una existencia verdadera. Era diferente; tan diferente que nadie, ni siquiera en aquellos tiempos, pudo admitirla entre los humanos.

Caed, hojas

y cubrid mi camino

para que no sepa mi rocío

dónde ha ido su paloma.

A pesar de la mala fama de Erzsébet Báthory, las campesinas acudían y subían cantando el camino del castillo. Eran muchachas muy jóvenes y hermosas en su mayoría, rubias, de tez tostada, que no sabían ni firmar con su nombre, supersticiosas y torpes. La vida en sus casas, sobre todo en los alrededores de Csejthe «donde las gentes eran aún más ignorantes que en otros sitios», era menos envidiable que la de los bueyes de sus padres. A Ujváry János, el lacayo de Erzsébet, no le costaba trabajo alguno traerlas de las aldeas vecinas para que entraran al servicio de la castellana de Nyitra. Bastaba con prometer a sus madres una falda nueva o una chaquetilla.

Ujváry János era horrorosamente feo. Era un muchacho de la región, una especie de gnomo medio idiota y jorobado, perverso pero muy dócil, que estaba desde siempre al servicio de la Condesa. Le daban el diminutivo de Ficzkó. Lo había raptado un tal Cheytey que lo abandonó en el camino; alguien lo había traído al castillo, como había que hacer con todo bien hallado en el territorio del señor de Csejthe. El conde Nádasdy se lo dio, para que lo criara, a un pastor llamado Ujváry y de él tomó el nombre. A los cinco años, pequeño, retorcido y feo, siempre por medio, hacía ya oficio de bufón: cuando había alguna reunión, andaba con las manos, daba el doble salto mortal y hacía otras gracias. Conseguía hacer reír incluso a las damas más serias. Pero, cuando cumplió los dieciocho años, no hacía reír a nadie pues era malvado como lo son a veces los enanos y, como ellos, tenía una fuerza enorme en los brazos. Le gustaba vengarse de forma terrible de quienes se burlaban de su fealdad, y así fue como se convirtió en uno de los principales ejecutores de las órdenes crueles que procedían del castillo. Cuando lo condenaron no debía de tener más de veinte años.

Volvía cojeando de sus recorridos seguido por dos o tres muchachas con faldas pardas y rojas, collares de cuentas de colores, que trepaban por el sendero como si fueran a las primeras estribaciones a coger nísperos silvestres. Cantaba un pájaro, el último para ellas. Entraban en el castillo y nunca más volvían a salir. Pronto estarían descomponiéndose, sangradas hasta la última gota, muertas, bajo la losa del canalón, en hoyos no lejos del jardincillo de rosas traídas con gran trabajo desde Buda.

El acólito femenino que no se alejaba nunca de Erzsébet, que satisfacía todos sus caprichos sin excepción, que le llevaba hasta el lecho drogas contra el dolor y muchachas para morder, era Jó Ilona, mujer alta y recia, oriunda de Sárvár, que había venido al castillo como nodriza y que, terminadas sus funciones, se había quedado al servicio de la Condesa. Era horrorosa, bajo su capucha de lana siempre echada sobre los ojos; y tan perversa como fea.

Pues los filtros habían acabado por revelarse eficaces, nacieron los hijos, no se sabe exactamente cuándo. La mayor, Anna, hacia 1585, sin duda, y el último, Pál, el único varón, poco después de 1596. A las hijas se les puso el nombre, tradicional en la familia, de la madre de Erzsébet, Anna; el de la madre de Ferencz Nádasdy, Orsolya; y, por fin, el de la cuñada de Erzsébet que, probablemente, fue su madrina, Katerine. No se encuentra, en cambio, rastro anterior del nombre de Pál.

Jó Ilona, la antigua nodriza, cuidó y atendió a esos niños que eran también lobeznos enfermos. A Jó Ilona se le unió otra criatura malvada y cruel, Dorottya Szentes, una mujer muy alta, huesuda, fuerte como una bestia de carga, fea, con la dentadura podrida, que también venía de Sárvár.

La Condesa, hermosa y perfumada, tenía constantemente a su lado a Jó Ilona y a Dorkó, como llamaba ella a Dorottya; ambas olían igual de mal. Fiándose de su fealdad, fiándose también de su suciedad y de su increíble crueldad, Erzsébet se complacía en compañía de aquellas manipuladoras de sangre sucia, de espuma de huesos, de animalejos despanzurrados. Entre aquellas dos criaturas estúpidas, dejaba florecer lo que en ella había depositado su sangriento atavismo, cerrada a toda compasión, encarnizándose contra cualquier obstáculo interior y errando el camino con paso firme. Lo diurno, lo resplandeciente, por instinto, le eran adversos.

A Dorkó se la había llamado para dirigir el servicio de Anna Nádasdy en la época de sus esponsales con Miklós Zrinyi, hijo de una familia casi tan antigua como la de los Báthory e ilustre desde el año 1066. Cuando Anna fue a vivir en el seno de la familia Zrinyi, Dorottya Szentes, en contra de la costumbre, no la siguió. Erzsébet la retuvo en secreto, por razones que una carta a su esposo permiten sin embargo colegir:

«… Dorkó me ha enseñado algo nuevo: golpéese con un palo blanco a una gallina pequeña negra hasta matarla. Póngase un poco de su sangre sobre el enemigo. Si no está al alcance, póngase la sangre en alguna ropa que le pertenezca. Ya no podrá causar daño».

Dorkó mascullaba los conjuros, los enseñaba al mismo tiempo que los encantamientos que preparaba largamente en la sombría atmósfera de Csejthe, de donde Erzsébet salía muy poco. Siempre en el mismo sitio, siempre en la misma estancia: se iba espesando una magia en cuyo seno se atrevería cada día a más.

Entre tanto, el marido de verde caftán y negra barba envejecía en la ruda vida de los campamentos. Colmado de honores, cada vez más inclinado hacia la religión, se iba retirando poco a poco del mundo y pasaba largas horas en oración. Erzsébet no dejaba de escribir al conde para darle noticias de la familia, cartas como la siguiente: «Esposo mío muy amado, te escribo para hablarte de mis hijas. Gracias a Dios, se encuentran bien. Pero a Orsik le duelen los ojos y a Kato los dientes. Yo estoy bien, pero me duele la cabeza y los ojos también. Dios te guarde. Te escribo desde Sárvár en el mes de Santiago (8 de julio) de 1596».

En la carta doblada: «A mi muy querido esposo, Su Excelencia Nádasdy Ferencz. A él pertenece esta carta».

Anna debía de gozar de buena salud; tenía entonces unos diez años y Pál aún no había nacido.

En el castillo de Sárvár, en la llanura, hacía un calor sofocante. Arrullada por las nodrizas, Katerine echaba los primeros dientes, y Erzsébet, en el tórrido verano húngaro, padecía esos mismos dolores de cabeza que había conocido su tío, el rey de Polonia, Esteban Báthory.

La salud de Ferencz Nádasdy declinaba. Se habían terminado las visitas a Viena; y se le había acabado a Erzsébet el brillar en los bailes de la Corte. La vida se iba volviendo más seria para ella; era la esposa de uno de los más altos personajes de Hungría, con quien el Emperador contaba de forma absoluta. Tenía cuatro hijos e iba a cumplir cuarenta años. Seguía conservando, sin embargo, su belleza, no deslumbradora, pues no era radiante, pero sorprendente, como su cutis pálido y nacarado.

Es indudable que había probado a tener amantes, como aquel Ladislao Bende cuyo nombre ha llegado hasta nosotros y del que nunca más se habló cuando la aventura hubo acabado. Pero no había conservado el recuerdo de ninguna pasión. Sólo recordaba aquel día en que, galopando según solía, a través de los sembrados, seguida por uno de sus admiradores, había divisado, al volver al castillo, a una vieja muy arrugada al borde del camino. Erzsébet se había echado a reír y había preguntado a su pareja: «¿Qué dirías si te obligara a besar a esta vieja?». Él había respondido que sería horrible. La vieja, furiosa, había escapado mientras gritaba: «¡Condesa, dentro de poco estarás como yo!». Erzsébet había regresado al castillo estremecida, resuelta a alejar a cualquier precio fealdad y vejez.

¿Bastarían las yerbas y los encantamientos? Había hecho venir del bosque a otras brujas. No probó la todopoderosa y pura melisa, cuyo secreto de rejuvenecimiento había descubierto Paracelso: entraba aquello en la alta alquimia. Ahora bien, en los tabucos contiguos a su cuarto, no había ni retortas ni redomas llenas de elixires verdes o del color del fuego bermellón. Sus arpías tenían secretos menos nobles, enteramente impregnados de ciencia negra.

El 4 de enero de 1604, Ferencz Nádasdy, a la edad de cuarenta y nueve años, murió en Csejthe entre los consternados haiducos. Cientos de cirios ardieron durante muchos días alrededor de su ataúd, para dar tiempo a que llegaran los parientes a compartir el banquete fúnebre. Por los intransitables caminos de enero, a caballo, en trineos, se apresuraron hacia el castillo desolado en lo alto de su colina de nieve. Sobre el cadáver vestido de gala, con la espada entre las cruzadas manos, aullaban los asistentes los cantos diabólicos de los Cárpatos. Los Regös cíngaros, lejanos adeptos del chamanismo de tiempos remotos, hacían ulular sus violines rudimentarios u otros instrumentos aún más primitivos de los que brotaban las notas rituales del lúgubre estribillo mágico que se utilizaba para acompañar a los muertos: «Mi magia tiene viejas leyes; mis conjuros son canciones». Caían en trance y, junto con ellos, las mujeres cuyas faldas revoloteaban mientras danzaban alrededor del conde, que tan lejos había partido, los bailes de la muerte, antes de desplomarse en el suelo como grandes flores oscuras, lanzando el antiguo planto de la viudedad, del bosque poco seguro, del árbol caído, del animal atrapado. A veces su torbellino las conducía hasta la habitación tapizada de negro, de ventanas cerradas al cielo de nieve. Iban a llorar y a arrojarse a los pies de la Condesa de la que no se distinguían, blancos, más que el rostro, las mangas y las manos.

Cuando toda la negra familia estuvo reunida alrededor de los platos de yerbas amargas del siniestro banquete fúnebre, el pastor de Csejthe, el viejo András Berthoni, enterró al conde que había partido hacia las moradas del viento, en la montaña por la que merodean lobos, dragones y vampiros.

Erzsébet se quedó sola en la noche invernal frente al paisaje de Csejthe. El robusto apoyo había cedido: su señor, cuyo nombre repetían todos los ecos del tiempo, aquél a quien había ido unida, a pesar de su independencia, su sombra de mujer, aquel vino a faltar.

Se mostró, rígida, con la mirada fija, ante los visitantes que se inclinaban en silencio ante ella; aceptó las muestras de respeto, dispuesta ya a defender sola su castillo, a tomar las riendas de todo. Enero. Un enero muy diferente del que ya se estaba preparando en los pozos del porvenir. Un enero que la viudedad tornaba siniestro, pero vivo y rico en posibilidades: había que reunir las posesiones, mantener los castillos, Csejthe, Léká perdido también en la nieve entre las pisadas de los lobos; una hija, Anna, en edad de casarse, y Orsolya y Katerine, y Pál, heredero del apellido, pequeño aún y tímido, sentado en alguna lejana habitación, cogido de la mano de su tutor Megyery el Rojo.

Había existido, en los tiempos de los bailes de la Corte y de los pesados vestidos deslumbradores, cierta dulzura en el vivir; el retorno al castillo, las visitas de su marido, el gran guerrero, templaban a aquella mujer lunática. Ahora, el poder absoluto, el advenimiento de los tiempos de la dureza; ahora, sus cuarenta años solitarios que iban a afirmarse como un tallo se vuelve leño; lo oscuro afluía hacia ella por doquier. Ya no fue más que la viuda autoritaria que baja las escaleras del subterráneo. A partir de ese momento, todo tornó sólo a ella, para que lo juzgara según su lunático capricho. La noche sentó sus reales.

Se daban en toda Hungría, y también en los demás lugares, acontecimientos extraños y tristes que habrían podido ser perfectamente tema de conversación para un capellán que acude a visitar a una viuda. Pero el nuevo pastor tenía bastantes temas de meditación con lo que sucedía en su propia parroquia.

Janós Ponikenus, que había sustituido al pastor András Berthoni, ya muy anciano, fallecido a la edad de ochenta y cinco años, recibía a veces la orden de realizar extraños entierros nocturnos a los que había que dar un carácter solemne. Otras veces, pero siempre de noche, lo llamaban para bendecir en la esquina de un campo sólo un pequeño montículo bajo el cual ignoraba quién reposaba. La Condesa no estaba nunca presente; dos o tres criados y la temible Dorkó permanecían en la sombra con otra mujer con las manos y la falda manchadas de tierra. Ponikenus no creía, al principio, en la crueldad de Erzsébet, a pesar de los rumores que llegaban de Presburgo y de Viena. Creía conocerla bien, le parecía severa, altanera y huraña, dura con sus sirvientas, desde luego; pero ¿quién no lo era? Era culta; y sobre todo no se metía en los asuntos de la parroquia de Csejthe. Ponikenus acogía, pues, con indiferencia los cotilleos acerca de la vida de la Condesa en Viena, adonde iba tres o cuatro veces al año y donde, en las posadas cercanas a la Catedral y en las de la Weihburggasse, no se le daba más nombre que el de «die Blutgräfin» —la Condesa sangrienta—, al contar historias de sangre que corría por la calle, gritos de muchachas asesinadas e imprecaciones de frailes desde un convento próximo.

El capellán persistió en su actitud hasta el día en que, tras entierros bastante frecuentes de jóvenes del castillo muertas de enfermedad desconocida, Erzsébet le mandó celebrar solemnes exequias por Ilona Harczy, cuya maravillosa voz modulaba tan bien las desgarradoras canciones eslovacas. Ella era quien cantaba los salmos en la iglesia y las baladas en el castillo. La Condesa había preferido asesinar la voz que no podía escucharse sin que partiera el alma y utilizar para sí la sangre que le permitía remontar el vuelo y la hacía subir, como un hilo puro, hacia las bóvedas de las salas o las ojivas de la capilla. Procedía de la Baja Hungría. Aseguran que Erzsébet la torturó en Viena; pero volvió a traerla a Csejthe, mutilada, herida de muerte, o incluso ya cadáver envuelta en su sudario. Dispuso, pues, muy solemnes funerales y pidió al pastor que dijera en el sermón que su muerte era el castigo a su desobediencia. Esta vez, sin duda, había resultado imposible ocultar por completo las circunstancias reales del fallecimiento. Pero Ponikenus se negó y el entierro fue muy sencillo.

A partir de ese momento, las relaciones de Ponikenus y Erzsébet se volvieron tirantes: «No te metas en los asuntos del castillo y no me meteré yo en los de tu iglesia». Tal fue el compromiso de la Condesa, que pagaba a aquella iglesia ocho florines de oro al año, más cuarenta medios quintales de trigo y diez grandes jarras de vino. Ello no era, por otra parte, un regalo, pues había acaparado los campos de la parroquia y percibía el diezmo.

El predecesor de Ponikenus había escrito en latín, como exigía la costumbre, la crónica de Csejthe, narrando los acontecimientos, los nacimientos, las muertes, las plagas y los festejos de la parroquia. András Berthoni se había enterado, al parecer, de acontecimientos increíbles a los que la Crónica no se refería sino con rápidas alusiones. Mencionaba que había tenido que enterrar, en una sola noche y en secreto, bajo la iglesia, a nueve muchachas del castillo muertas en circunstancias misteriosas.

Eso era cuanto había anotado en aquella Crónica destinada al público. Pero, ante los repetidos entierros en los que también él había tenido que participar, Ponikenus se proponía investigar más a fondo. Conocía la existencia de la cripta de debajo de la iglesia y sabía que allí se hallaba la tumba del conde Christofer Országh de Giath, judex curiae y consejero del emperador Matías, jefe del condado de Neustadt, muerto en octubre de 1567. La aldea y el castillo pertenecían a aquel conde de Országh antes de pasar a los Nádasdy. Ponikenus bajó a aquella cripta, acompañado sin duda de su fiel criado Jáno, pues temía turbar solo la paz de los muertos o La cripta era amplia y la tumba imponente. Entraron y descubrieron, apilados alrededor del féretro del conde, otros féretros de sencilla madera sin barnizar que estaban allí depositados y que contenían cadáveres de muchachas, como estaba indicado en la Crónica. El aire era irrespirable.

Erzsébet, que castigaba siempre severamente a sus criados, velaba con el mayor de los cuidados porque su familia no se diese cuenta de su crueldad. Un día, llegó un enviado con el anuncio de la próxima llegada de Anna Zrinyi y su marido al castillo pequeño. Nada más conservó a su lado a sus sirvientas más fieles y de mayor edad. En cuanto a las más jóvenes, torturadas ya varias veces, hizo que las llevaran al gran castillo de la colina para que no pudieran coincidir con los criados de su hija, quejarse a ellos y enseñarles sus heridas. Pero, como la idea de no tenerlas al alcance de la mano la ponía de mal humor, ordenó que no les dieran nada de comer ni de beber. Dorkó, según solía, ejecutó las órdenes con dureza acrecentada, hasta tal punto que el intendente del castillo que, por otra parte, ocupaba sus ocios en la práctica de la astronomía, hizo constar, exasperado, que el glorioso castillo de Csejthe no era una cárcel de sirvientas. Erzsébet se libró de aquel importuno enviándolo de permiso a Varannó, a casa de su hermano István.

Anna y su marido tardaron tres días en llegar, pero sólo se quedaron uno antes de dirigirse a Presburgo, adonde Erzsébet decidió acompañarlos. Envió a Kata a buscar a las sirvientas y Kata volvió sola, asegurando que ninguna podía moverse, tan agotadas estaban. Fue ella quien le contó la historia a Berthoni. Una de las muchachas murió. Las viejas trasladaron a las demás por el subterráneo que conducía a la aldea. Leí dieron de comer y de beber, pero era demasiado tarde para aquellas infortunadas que habían sufrido, además, los malos tratos de Dorkó: sólo tres sobrevivieron.

Cuando Erzsébet volvió de Presburgo, no se sorprendió e hizo venir al pastor Berthoni a su cuarto: «No me preguntes ni por qué ni cómo han muerto. Esta noche, cuando todos duerman en la aldea, entiérralas en secreto. Haz fabricar los féretros al por mayor; los meterás en la tumba de Országh». Así se hizo.

Pero Berthoni, fuera de la Crónica, anotó sus certidumbres en una carta secreta, sellada, destinada a su sucesor, y la escondió entre los documentos referentes a la parroquia. Dicen incluso que depositó el pergamino en la tumba de Országh.

A Ponikenus no le faltaron ganas, a menudo, de escribir a Elías Lanyi, superintendente en Bicse, para llamarle la atención sobre aquellos sucesos; pero no se atrevió, temiendo que interceptaran la carta. Hostigado por su conciencia, decidió por fin ir a quejarse a Presburgo; pero lo detuvieron cerca de Trnava, antes de la casa de la aduana. Erzsébet sabía siempre por sus sirvientas y por otras mujeres a sueldo cuanto sucedía en Csejthe y más allá. Aquellas mujeres eran muchas. Además de Kardoska, que era la más eficaz, pues aquella borracha no tenía más que hacer que recorrer los caminos mendigando, entrando en las casas y enterándose de todo, estaban las mujeres Barnó, Horvath, Vás, Zalay, Sidó, Katché, Bársovny (que era de mejor familia que las demás), Seleva, Kochinova, Szábo, Öetvos. La mayor parte sabían, dicho sea de paso, el destino que esperaba a las muchachas que le llevaban a la Condesa, pero eso no les quitaba el sueño.

Ante tantas dificultades, Ponikenus calló hasta el momento del proceso.