CAPÍTULO III

Los castillos de Hungría se elevan tanto sobre las rocas de los Cárpatos como en la llanura, sólidos y, en su mayor parte, rudos. Por su planta, parecían flores o estrellas derribadas, como puede comprobarse al hojear el libro publicado en 1731 en Augsburgo por von Puerckenstein. Éste, aunque es cierto que se interesa exclusivamente por el arte militar de la defensa, ha compuesto un a modo de herbario, algo así como una cosmografía de castillos. Los de la llanura eran, a veces, grandes cuadriláteros, como el de Ilava, rodeado por fosos para impedir que alguien se aproximara. En los más recientes se hacía sentir la influencia bizantina en los tejados en forma de bulbo que coronaban las torrecillas. Pero los antiguos castillos feudales, los de las Marcas creadas por Carlomagno, edificados con piedra gris, sin fosos llenos de agua, estaban encaramados en los espolones de las montañas: pocas ventanas, torres cuadradas, poco espacio para vivienda e inmensos sótanos con subterráneos que llevaban a las diferentes laderas de la colina. Así era el castillo en el que la condesa Báthory pasó la mayor parte de su vida: Csejthe. Le gustaba por su aspecto salvaje, sus muros que ahogaban todos los ruidos, sus estancias de techo bajo y, en lo alto de la pelada colina, su aspecto lúgubre. Poseía otros, más de dieciséis en total, suyos o de su marido; y fue siempre en los más remotos y de entorno menos risueño donde prefirió vivir. En lo referente a Csejthe y a Bezcó había otra razón: estaban en territorio neutro, en la frontera austro-húngara. A Csejthe la atraía y allí la retenía alguna siniestra llamada: quizá encontraba en él la seguridad que la brujería y el crimen exigen siempre, al principio. Cercano a los bosques caros a las brujas y a los hombres lobo, bajo el grito concéntrico de las rapaces y envuelto, de noche, por los gritos de las alimañas del bosque y del chotacabras, Csejthe representaba para ella una morada elegida. Sólo se paraba en Ilava, o en algún otro, cuando su deseo la invadía de improviso. Bezcó y Csejthe fueron las auténticas guaridas de su sadismo y su voluptuosidad.

A veces, bajo los sótanos del castillo, en el lugar en que habían puesto la primera piedra, cavado el primer hoyo, habría podido descubrirse un esqueleto de mujer. Para traer suerte, proporcionar abundancia y asegurar descendencia a sus dueños, los albañiles habían emparedado viva a la primera joven que pasaba por allí. Y por los siglos, el castillo reposaba de esta forma sobre un frágil esqueleto. Se iba y se venía de una a otra de estas moradas. A veces, cuando había que defender las del llano, se retiraban a las que se alzaban sobre rocosos picos, en las cercanías de los Pequeños o de los Grandes Cárpatos. También el calor determinaba los desplazamientos. La llanura era tan tórrida en verano que los señores que no estaban en la guerra volvían a emprender con su séquito, en carruaje y a caballo, los mismos caminos que cada año los conducían a sus moradas de arriba, cerca de los frescos bosques y de los arroyos. Allí perduraban el rocío y la sombra. Bajo la amarilla luna de la siega, cazaban a caballo zorros y corzas; los cazadores podían subir las cuestas de viñedos que los llevaban al gran bosque sombrío que empezaba con robles y pinos y luego seguía con abedules y abetos entre los que huían los antes, los ciervos, y cargaban los últimos uros o los osos que salían de sus guaridas.

Los sótanos y subterráneos de los castillos eran siempre inmensos, incluso en viviendas de modestas dimensiones, en las zonas de viñedos que forman un ininterrumpido rosario al pie de las faldas de los Cárpatos, rodeando toda la Hungría septentrional. Los sótanos servían de bodega; los campesinos llevaban allí las cosechas pues eran lugares frescos y, en caso de ataque, bien defendidos, mientras que la aldea, al pie de la colina, tenía que soportar los asaltos de los turcos y de los propios húngaros, según aceptasen o no el dominio de los Habsburgo.

Los húngaros auténticos, y sobre todo las antiguas familias, tenían a gala llevar una vida sencilla en un entorno rudo también pero que no dejaba de constituir su lujo particular. El mobiliario se componía de pesados armarios de oscuro roble, esculpidos por los carpinteros del país, pesadas arcas para ropa alineadas contra las paredes. El centro del dormitorio, que era la habitación más caliente con sus dos chimeneas, estaba ocupado por un lecho con columnas, duro y sin muelles, rodeado como una calesa de cortinas que flotaban con la corriente de las puertas. Hechas para preservar de verdad del frío, esas gruesas cortinas eran de terciopelo procedente de Génova, de brocado, las más veces de algodón tejido en casa mezclado con hilos de seda polícromos y de oro. También había espejos de lejanos reflejos en marcos de roble torneado o de placas de metal damasquinado, según la moda española que los Habsburgo habían introducido y a la que la época debía gran parte de su lujo.

En los muros del castillo de Sárvár, cerca de la frontera austríaca, se podía ver aún el siglo pasado un gran fresco ingenuo pintado en 1593. Ferencz Nádasdy lo había mandado pintar para conmemorar la batalla de Sisseck en la que luchó contra los turcos al mando del ejército húngaro. Nada queda ya de ese antiguo fresco. Sobre el fondo ennegrecido por el paso de los años, se le podía ver en persona, vestido con uno de esos largos caftanes verdes que, desde la llegada de los turcos, habían sustituido a la corta túnica húngara. Con aspecto aún juvenil, estaba a punto de atravesar con su lanza a un turco caído en tierra. La guerra era, en efecto, su vocación, su razón de ser. Luchaba al lado de los Habsburgo, como había hecho su padre. Su valor y su ardor en la batalla le habían valido el apodo de «Beg (el Señor) Negro». Negro de barba, de ojos y de piel, tenía hermosa prestancia. Su alma parecía bastante sencilla y clara a pesar de los rugidos de cólera cuando, de vuelta al castillo, recorría a zancadas escaleras y corredores. Traía consigo el olor y las costumbres de los campamentos donde nadie se lavaba, aunque existiesen en el ejército bañeras de cuero, donde se comía deprisa y con glotonería y se era duro y brutal con los subordinados.

Fue él quien le enseñó a su mujer el remedio infalible para hacer salir a las sirvientas de sus crisis epilépticas o histéricas, metiéndoles papel empapado en aceite entre los dedos de los pies y prendiéndolo. Empleaba este procedimiento con sus soldados, sin segundas intenciones. Erzsébet lo recordó más adelante. Vio un día, al entrar en un jardincillo privado del castillo, a una de sus jóvenes parientes, llorosa y desnuda, atada a un árbol, untada de miel y cubierta de hormigas y moscas. Se paseaba por el jardín con su joven esposa que le explicó, frunciendo sus hermosas cejas, que aquella muchacha había robado una fruta. Encontró muy divertida la broma. Y por lo que respecta a las hormigas, los soldados estaban cubiertos todo el año de miseria mucho más tenaz que no cedía ni con la yerba pulguera, ni con la yerba piojera, ni con la bardana. No le preocupaba gran cosa lo que Erzsébet hiciera con sus sirvientas, con tal de que no le diera la lata con ello las pocas veces que estaba a su lado. Como buena ama de casa, no dejaba nunca de ponerle al corriente de los detalles hasta que le decía que ya estaba harto de esas historias domésticas, que hiciera lo que quisiera y que le hablase de otra cosa, de ella por ejemplo, pues la quería y la admiraba. La temía un poco también. Aquel guerrero había sentido, desde el primer día, en aquella hermosa joven de quince años, una fuerza sombría, un carácter muy diferente de aquél, brutal y sencillo, que él mostraba en las batallas. Y, además, se empeñaba en no tener hijos; se rodeaba de brujas, se pasaba horas, con el pensamiento en otra parte, elaborando talismanes para todo. Siempre andaba rodando por sus habitaciones algún pergamino escrito con sangre de gallina negra; quedaban plumas de abubilla encima de la mesa, alrededor de su recado de escribir de asta cincelada, y valiosos y menudos huesos redondos reposaban sobre una capa de yerbas secas, en el fondo de las cajas. De todo lo antedicho se desprendía un olor bastante desagradable.

Ferencz Nádasdy había nacido el 6 de octubre de 1555. Pertenecía a una familia con más de novecientos años de antigüedad cuya genealogía podía remontarse hasta el reinado de Eduardo I, rey de Inglaterra (era su país de origen). A algunos antepasados suyos los habían llamado o invitado a Hungría para luchar contra algún enemigo y allí se habían quedado, en las regiones del oeste, cerca de la frontera austríaca, en la zona de Sárvár y Eger.

El más famoso de todos los Nádasdy había sido Tomás, el Gran Palatino (1498-1562), que había defendido Buda contra los turcos y había contribuido a la elección del emperador Fernando. Por ello les estuvieron siempre agradecidos los Habsburgo a los Nádasdy. Tomás era pobre y a su servicio hizo fortuna, en una época en la que la mayoría de los húngaros prefería el dominio otomano al del Sacro Imperio Romano.

Tomás Nádasdy nació en una época, la del Renacimiento, en que se empezaba a dar a los jóvenes nobles una cultura bastante avanzada. Fue, siguiendo la nueva costumbre, a estudiar a las Universidades de Graz y de Bolonia. En 1536, se casó con una muchacha muy joven, Orsolya Kanizsay, cuya antigua familia poseía grandes riquezas. Gracias a este matrimonio se convirtió en uno de los señores más ricos de Hungría. Sin embargo, Orsolya a los catorce años no sabía ni leer ni escribir. Tomás, que la amaba tiernamente, se propuso instruirla e hizo venir hombres de letras para ello. Ambos socorrían a los pobres, lo que no era nada corriente en aquella época y, lo que lo era más, se escribían todos los días cuando estaban separados. Se conserva una de las cartas de Tomás a su mujer. Fechada en 1554, aquel mensaje, que habla de su nombramiento como palatino, rebosa afecto. Tomás Nádasdy protegió siempre a los sabios. Hizo imprimir, en 1537, en el propio Sárvár, el primer libro en húngaro que se encontraba hasta nuestros días en el Museo Nacional de Budapest.

Orsolya Nádasdy preparó con mucha antelación la boda de su hijo. Habiendo sido muy feliz en su matrimonio, pensó que sería bueno para Ferencz seguir el mismo camino. No veía casi a aquel hijo ocupado ya en sus ejercicios guerreros en Güns, cerca de la frontera austríaca. Los turcos no habían conseguido nunca apoderarse de aquella pequeña ciudad defendida por el propio San Martín al que habían visto bajando del cielo para combatir contra los musulmanes.

En cuanto a György y Anna Báthory de Ecsed, habían querido que su familia se aliara, mientras estaban en el apogeo de su magnificencia, con la gloriosa familia de los Nádasdy. Así quedó decidida la vida de una muchacha de once años que ya llevaba dentro el sentimiento de su belleza y el deseo de brillar en la corte de Viena, entre los caballeros y ante el emperador. En lugar de ello, se encontró viviendo al lado de Orsolya Kanizsay, buena pero puritana y austera. Erzsébet llegó en la calesa de cuatro caballos de su padre y su futuro quedó sellado. En el castillo de sus padres, vivía libremente; los días transcurrían alegres entre los grandes banquetes y las fiestas y cada cual hacía lo que le venía en gana. Ahora, se veía limitada a cada paso por el rigor y la rutina de esta vida austera de plegarias en la que no abundaban las diversiones. Erzsébet, desde el primer día, detestó a Orsolya que la hacía trabajar, no la dejaba ni a sol ni a sombra, le daba consejos, decidía sus vestidos, vigilaba todos sus actos e incluso sus pensamientos más secretos. No estaba permitida ninguna fantasía: se aburrió. Había momentos algo más despejados cuando Tomás Nádasdy volvía a casa entre dos batallas. Cuando él llegaba, el castillo revivía y Orsolya no disponía ya de tiempo para ocuparse de su futura nuera. Con el palatino llegaban jóvenes nobles a los que les gustaba divertirse; en aquellas ocasiones, Erzsébet intuía algo de los placeres de la corte de Viena. Pero tales situaciones eran breves. Intentó recobrar la libertad: escribió a sus padres en secreto. Anna le contestó rogándole que soportara el aburrimiento hasta su boda, asegurándole que, luego, todo cambiaría. Pero al consumir así su belleza y su juventud en trabajos caseros, nacían ideas de revancha en aquel corazón ya perverso e indómito. Y cuando quedó como dueña y señora de Csejthe, mientras su marido iba a expulsar a los turcos o se ocupaba de asuntos públicos en Viena o en Presburgo, se acentuó aún más la faceta autoritaria y cruel de su carácter.

A su castillo de Léká, en medio de los salvajes Tatras, fue donde condujo Orsolya a Erzsébet tras haber buscado mucho tiempo para su hijo la perla rara que podría convenirle. Erzsébet Báthory prosiguió allí una infancia más bien sombría, galopando por los senderos de los bosques e impregnándose de las oscuras fuerzas de la naturaleza. Orsolya Nádasdy poseía, claro está, otras muchas mansiones, la más hermosa de las cuales era Sárvár; pero aquel castillo estaba como aplastado en la ardiente llanura, Orsolya era bastante delicada, padecía alguna enfermedad a la que nadie prestaba atención en aquella época y no le sentaba bien ese clima. El aire era más puro en Léká, construido en una elevación, expuesto al viento y de tan difícil acceso que, cuando uno estaba instalado en él, marcharse suponía una auténtica expedición; así que allí se quedaba. Hasta enterrados están allí los Nádasdy: puede verse hoy su doble estatua de mármol rojo oscuro que los representa de hinojos. Era entonces costumbre que la suegra educara a la que se convertiría en la mujer de su hijo. En cuanto una hija de palatino daba los primeros pasos, se enviaban emisarios que miraban a la niña como se mira a un potrillo; y empezaban las transacciones. Se establecían comunicaciones entre castillo y castillo por medio de espejos colocados en los torreones; las conversaciones no podían prolongarse mucho pero las respuestas eran muy concretas.

Ferencz Nádasdy quería vivir solo. Tenía cosas más interesantes que hacer que casarse, pero era el único hijo varón de la dinastía. Orsolya no concebía felicidad alguna fuera del matrimonio; con obstinación, mantuvo y educó en su casa a Erzsébet, inculcándole las mil sutilezas de las órdenes que hay que dar para que las alacenas estén bien limpias, la ropa de casa y mesa azafranada o blanqueada como es debido y doblada y prensada en cuadrados tan pequeños como sea posible. Enseñaba también a su futura nuera a leer y escribir, igual que su marido se lo había enseñado a ella. Se tomaba, en fin, mucho trabajo para convertir a aquella niña taciturna en una nuera conforme a sus deseos.

Cuando su querido Ferkó volvía a Léká, o, en invierno, a Sárvár, miraba a aquella chiquilla pálida, de inquietantes ojos negros que lo contemplaban fijamente; no se sentía muy a gusto; pero le repetían que su madre necesitaba que alguien le hiciera compañía, que no viviría mucho, lo cual era cierto pues tenía mala salud (murió poco después de la boda) y, sobre todo, que no había felicidad fuera del matrimonio. Y Ferencz se iba otra vez. Y Erzsébet, insolente y colérica, seguía aprendiendo muy mal sus deberes de ama de casa y muy bien las virtudes de una amazona, jugando con los muchachos y galopando por los sembrados sin preocuparse de nada, como buena hija de magnate.

Y así siguieron las cosas hasta el día de 1571 en que Ilosvai Benedictus, de Krakko, leyó a los jóvenes cierto epitalamio: «Epithalamion conjunguit Dominum Franciscum Nádasdy et Domina Helisabeth de Báthor» que los prometía oficialmente. Ella tenía once años y él diecisiete. Y él, luego, volvió a marcharse.

Erzsébet no tuvo que cambiar de religión, primero porque era cosa que no tenía gran importancia y también porque pertenecía a una rama de los Báthory que se había convertido recientemente al protestantismo. También los Nádasdy eran protestantes, aunque Ferencz apoyara a los católicos Habsburgo y fundara incluso, años más tarde, un monasterio.

Un poeta, el eminentísimo doctor Paulius Fabricius escribió un ditirambo al nacer Ferencz y predijo que sería gran perseguidor de turcos, que protegería la poesía y las artes, lo que resultó ser cierto; que sería propenso a los dolores de cabeza, a los catarros y las inflamaciones de garganta, lo que también resultó ser cierto. La Luna y Mercurio en el signo de Libra lo predisponían a amar las letras y anunciaban que se casaría con una mujer hermosa, lo que no dejó de cumplirse. Parece ser que el poeta dijo todo esto para halagar al padre de Ferencz; sí supo también ver lo que pasaría más adelante con la mujer que sería su esposa, sólo lo dijo de manera ambigua.

La costumbre, entre los protestantes, exigía que se enviara a los jóvenes a Wittenberg, donde Lutero había vivido y existía una Universidad reformada. Allí estudiaban seiscientos jóvenes húngaros y de allí estaba bien visto traer a los preceptores. Uno de ellos fue quien educó a Ferencz Nádasdy, György Mürakoczy, que vino a enseñar a Sárvár y procuró reputación al Colegio de esta ciudad. Se estudiaba esencialmente la Biblia. Y, fuera de ella, no se conocía mucho más que el ejercicio de las armas, la equitación y la montería.

Se hallan trazas de la valentía de Ferencz Nádasdy en todo el período de lucha contra los turcos o contra los señores húngaros que los protegían y que recibían el nombre de «los Rebeldes». En el tomo VII de la árida historia de Hungría escrita en alemán por J. A. Fessler se menciona el nombre de Ferencz Nádasdy en cada batalla contra el sultán Amurat III, nieto de Solimán II, que era tan cruel que hizo estrangular a sus diecinueve hermanos, arrojar al Bósforo a diez mujeres encintas de su padre, empalar a guarniciones enteras y quemar a sus jefes a fuego lento. Los húngaros, dicho sea de paso, no eran mucho menos feroces que los turcos, y con razón, pues todo el mundo les robaba y raptaba a sus hijos e hijas. A veces se trataba de otros húngaros que se los vendían a los turcos, como la joven vendida por la suegra de la que habla la antigua balada de Boriska:

Salió a su jardín, se arrojó en la hierba,

Mis flores, las mis flores,

Marchitaos, secaos en la tierra,

Que lloráis por mí, que todos lo vean,

Llega a la casa, en la cama se echa,

Mis ropas, las mis ropas,

caed de los clavos, criad moho en la tierra,

Que lloráis por mí, que todos lo vean.

Los campesinos no podían ir a trabajar a los campos más que con la espada al costado y el caballo ensillado para salir huyendo en caso de necesidad. En cuanto veían surgir jinetes en el horizonte, los contaban: si eran iguales en número, les hacían frente y nunca tenían compasión; si eran más, escapaban, pues los turcos los cautivaban y se los llevaban como esclavos para obtener rescate. Si el campesino era pobre, los turcos lo torturaban hasta que prometía vender sus bienes, su casa y sus campos y traerles el producto. Por ello estaban los protestantes orgullosos de su «Señor Negro» que exterminaba la maldita ralea de los otomanos allá donde la encontrara. Ferencz, poco semejante en esto a los guerreros de su tiempo, era relativamente casto y sobrio. No bebía ni comía demasiado ni siquiera en los banquetes que celebraban sus victorias. El sábado ayunaba hasta la noche y las vísperas de fiesta, todo el día. Se volvió cada vez más afecto a la religión según aumentaban sus años y su poder.

En 1601, cuando estaba en Pózsóny, tuvo que guardar cama pues le dolía una pierna y no podía andar. Durante el verano mejoró. Los conjuros de Erzsébet, que le habían evitado cualquier herida en el campo de batalla, no pudieron combatir la enfermedad de que había de morir en Csejthe en enero de 1604, con sólo cuarenta y nueve años de edad.

Si la familia del futuro marido de Erzsébet era irreprochable, no se podía decir lo mismo del ilustre linaje de los Báthory.

Erzsébet había nacido en 1560, en uno de los castillos que pertenecían a la rama Ecsed. Su abuelo había combatido en Mohács en 1526. Su padre era György Báthory, también soldado, tan pronto aliado de Fernando I de Habsburgo como de Zapoly, el adversario de Fernando. Su madre, Anna, ya había estado casada dos veces y había tenido otros hijos.

Anna Báthory, hija de István Báthory y de Katalin Telegdy, era la hermana del rey de Polonia, Esteban Báthory. Pertenecía a la rama Somlyó. Había recibido una instrucción considerable para su época: leía la Biblia y la historia de Hungría en latín. Sus padres hicieron de ella una joven perfecta, pues pocas mujeres sabían a la sazón leer y escribir. A decir verdad, la historia de Hungría era sucinta: algún que otro fragmento fabuloso sobre los antiguos Onogurs, los auténticos hijos de Jafet, y gloriosas leyendas. Se narraba allí, por ejemplo, cómo, en sueños, un gavilán había conocido a la princesa Emesu y cómo había visto ella entonces, proféticamente, surgir de sí un torrente de reyes famosos. La patria primitiva de esta casa donde nació Almos (el gavilán) era la salvaje Escitia, en los confines de la Persia Meótida. Siete duques, de los que descendían los altivos Báthory, habían partido de este país a la cabeza de siete tribus y habían adquirido Hungría por un caballo blanco.

La luna a siniestra y el sol a diestra figuraban en el blasón de estos reyes de las siete tribus, los Siebenburgen, de los que descendía Arma Báthory. Se los encontraba también en el blasón de su hija Erzsébet, donde se convirtieron en algo parecido a los dos sellos, de cada lado de los cielos, de los poderes mágicos que dominaron su vida.

Pero la madre de Erzsébet no parece haberse interesado mucho por los poderes ocultos; tuvo sanas preocupaciones matrimoniales y sociales. Los pretendientes afluyeron, como es lógico, y escogió a Gáspár Dragfy, «feliz de convertirse en su mujer, pues era alto y guapo».

Vivieron muy felices en Erdöd, en la provincia de Szathmár, al noreste de Hungría, muy cerca de Transilvania. Eran ferozmente protestantes y un pastor, llamado András Batizi, vivía en el castillo. Parte del tiempo transcurría de forma muy edificante convirtiendo al vecindario: a los campesinos, claro, pero también a la familia, empezando por el cuñado y la cuñada de Anna. Fundaron una escuela en Transilvania e hicieron venir, para enseñar en ella, a un joven de la Universidad de Wittenberg, como era entonces de buen tono.

Anna Báthory tuvo dos hijos, János y György; luego, su marido murió en 1545.

Lo sucedió ella, no sólo en la administración de sus bienes sino también en la de los asuntos públicos, lo que era un gran honor para una mujer y prueba cuán capaz era. De ese primer marido fue de quien heredó el hermoso castillo de Erdöd que siguió siendo parte de su dote cuando, más adelante, se casó con György Báthory.

A aquella joven viuda no le gustaba la soledad; con igual entusiasmo se casó en segundas nupcias con Antal Drugeth de Homonna, que se apresuró a morirse a su vez, Pero, porque era feliz casada a pesar de esos sucesivos fallecimientos, se casó una vez más, en 1553, con su primo de la rama Ecsed, György Báthory, con quien tuvo cuatro hijos: en 1555, István, medio loco y muy cruel, que llegó a ser judex curiae y se casó con Frusina Drugeth; luego, Erzsébet; luego, Zsofiá, mujer de András Figedyi; y Klára, que se casó con Michaelis de Kisvarda.

No se aplicó a Erzsébet el refrán húngaro que dice que «la manzana no cae nunca lejos del manzano». Sus dos hermanas, Zsofiá y Klára, no dejaron en la historia rastro de crueldad fuera de lo corriente, dadas las costumbres de la época.

El padre de Erzsébet murió cuando ésta tenía diez años. Por ello, sin duda, la prometieron oficialmente a Ferencz Nádasdy ya en 1571 pues a su madre le quedaban otras dos hijas por casar.

Ya muy mayor, Anna Báthory murió piadosamente, añorada y dejando a sus hijos, junto con múltiples moradas y bienes prudentemente administrados, un ejemplo edificante. A causa de la unión consanguínea de la que habían nacido o, más bien, bajo la influencia de sus astros particulares, aquel buen ejemplo no dejó huella alguna por lo menos en dos de sus descendientes.

La gota era la enfermedad de la familia, cosa que no tenía nada de extraño en una época en que las comidas se componían exclusivamente de carne y caza con muchas especias y en un país en que el mejor de los vinos es la bebida corriente. Pero la otra enfermedad hereditaria era la epilepsia, llamada a la sazón «mal de corazón». Esteban Báthory, rey de Polonia y tío de Erzsébet, murió de ella, tras haber recurrido para combatirla, a toda la brujería y a todos los remedios de la alquimia de la época, y también a la música, la de Palestrina. Otro tío, István, que ayudó a los Habsburgo a impedir que el hijo de Matías Corvino se convirtiese en rey, era analfabeto, cruel y embustero; palatino de Transilvania, tuvo que salir de la provincia y se llevó todo el dinero de la región; como no tenía bastante, hizo fabricar moneda falsa. Por otra parte, estaban también a sueldo de los turcos. Su locura era tan grande que confundía el verano con el invierno y hacía que lo llevaran en trineo, como en tiempo de nieve, por avenidas cubiertas de arena blanca.

Un primo de la rama Somlyó, Gábor, rey de Transilvania, también era cruel y avaro; acabó por morir asesinado en las montañas. Su vicio personal era su pasión incestuosa por su hermana Anna, que correspondía a su amor. Sólo dejó dos hijas que, como muchos niños de aquella familia, murieron a los nueve años una y otra a los doce.

Otro tío, llamado también Gábor, que vivía en Ecsed, se quejaba de tener el demonio en el cuerpo: sufría auténticas crisis de posesión durante las cuales se revolcaba por el suelo y mordía. El propio hermano de Erzsébet, István, era un sátiro que, incluso en aquellos rudos tiempos, escandalizaba a todo el mundo. Fue el último de la rama Báthory-Ecsed y murió sin hijos. Todos aquellos personajes eran de una crueldad increíble y no retrocedían ante nada para satisfacer sus caprichos.

Una de las personas más célebres de la familia fue la tía paterna de Erzsébet, Klára Báthory, hija de András IV, que tuvo cuatro maridos y «se volvió indigna del nombre de los Báthory», Dicen que hizo morir a sus primeros esposos. Es seguro que mandó asfixiar al segundo de ellos en su lecho. Se juntó luego, en las peores condiciones, con Johán Betko, luego con Valentín Benkó de Paly. Tomó, por fin, un amante muy joven y le regaló un castillo. La cosa terminó muy mal, por otra parte: fueron ambos capturados por un pacha; al amante lo ensartaron en el espetón y lo asaron; en cuanto a ella, toda la guarnición le pasó por encima. No habría muerto por esto, pero la apuñalaron al terminar. Como es natural, era la compañía de esta tía la que Erzsébet buscaba con mayor asiduidad.

En cuanto a Segismundo Báthory, rey de Transilvania en 1595, en tiempos del sultán Mehmet III y del emperador Rodolfo II, que era primo de Erzsébet, destacó también por sus inconsecuencias y su versatilidad rayana en la locura. Sin entrar en detalles en cuanto a sus cambios de política, la venta de Transilvania a Rodolfo II y después a los turcos, el súbito don de su reino a su primo András Báthory —don retirado acto seguido—, bastará con hablar de sus relaciones con su mujer, María Cristina, princesa de Austria. Se había casado con ella el 6 de agosto de 1595, en Wissembourg, para consolidar la alianza con la Casa de Austria. So pretexto de que su mujer le repugnaba hasta tal punto que no podía por menos de aullar, de noche, cuando estaba junto a ella, anunció a bombo y platillo que quería renunciar al mundo. Educado por los jesuitas, era de un catolicismo intransigente. Para conseguir sus propósitos, llegó incluso a declararse, quizá no sin razón por otra parte, impotente. Cada noche veía a su alrededor fantasmas que su mujer no distinguía. La arrinconó en Kovár, al cabo de dos años de matrimonio, y fue a Praga a ver a Rodolfo II para discutir acerca del lugar de su propio retiro. Tras diversas peripecias, volvió con su esposa y, luego, habiendo recibido el Toisón de Oro de manos del propio Felipe II de España, huyó a Polonia para quedar a solas con sus fantasmas y lejos de su esposa.

Su primo, András Báthory, que había accedido, por algún tiempo, a ser rey de Transilvania, tuvo una muerte trágica: lo mataron a hachazos en un glaciar. Encontraron su cabeza cortada, se le cosió al cuerpo y se expuso éste, con gran pompa, rodeado el cuello por un lienzo, en la iglesia de Gyulalehervár. Un grabado de la época muestra, reposando sobre el blanco lienzo, aquella cabeza de rasgos regulares, muy pálida, adornada por una barba negra y con una herida de hacha encima del ojo izquierdo.

Erzsébet fascinaba. Y la fascinación de una belleza tan joven y turbadora nunca cansa. La forma peculiar de bajar los párpados de oscuras pestañas, de inclinar sobre la gran gola tiesa el óvalo de la mejilla; y el contorno de aquella boca, ese contorno que el tiempo casi ha borrado en su retrato… Cuando aparecía, seducía e inspiraba temor. Las demás mujeres no eran nada a su lado, pues era bruja y loba noble. Si hubiera sido de temperamento alegre, las cosas habrían sido diferentes, pero sus escasas palabras sólo expresaban desafío, mando, sarcasmo. ¿Qué puede hacerse con mujeres así, como no sea adornarlas, acorazarlas con rígidos rasos y perlas? Ningún amor iba nunca hacia Erzsébet. Sólo sus nodrizas y brujas, fieles a sus instintos primitivos, le habían consagrado un culto y despreciaban al resto de la humanidad.

Sin embargo, Erzsébet estaba segura de su derecho: un derecho fundado en la peligrosa y fatal magia de las savias vegetales y de la sangre humana, un derecho nacido de la rosa de los vientos y contra el cual nadie puede nada. Las brujas del bosque la hacían vivir en el corazón de un mundo sin relación alguna con el mundo real. Más adelante, sintiendo crecer en su interior el deseo de inmolarlas, pensaba de las jóvenes; «Su sangre no las llevará más allá; la que va a vivir ahora de ella soy yo, otra yo; seguiré su camino, su camino de juventud que las conducía a la maravillosa libertad de gustar. Por su camino, que yo hago mío con trampas, llegaré al amor. Conservadme joven, aceites que tenéis la flexibilidad de las flores. Ya que existís realmente, como yo existo, gotas secretas conservadas en la palma de las manos de las hadas, en la cáscara de las bellotas, en la unión de dos hojas donde se baña el insecto, puesto que existís, ¡oh secretos, mezclaos, acudid en mi ayuda! No sé de dónde vengo, de verdad que no sé de dónde vengo, soy incapaz de imaginar de dónde vengo. Vosotros, que no conocéis vuestro extraño poder, vosotros, que habéis nacido tal y como sois, conservadme tal y como soy. Pues no sé de dónde vengo, no sé adónde voy: estoy aquí».

Todos crueles, todos locos y, sin embargo, todos valientes. El palatino István cayó en la batalla de Varnó; György, el abuelo de Erzsébet, combatió en Mohács. András fue cardenal en Varád. Laszló, más culto, tradujo la Biblia. Erzsébet fue el resultado de aquella extraordinaria filiación cuyos miembros estaban unidos entre sí por una cadena de malignidad.

Se veían, se trataban, se hacían visitas; y sí Erzsébet, cuando las cosas se le pusieron en contra, no recibió ninguna ayuda de ellos, tampoco recibió censuras: la reconocieron como una de los suyos.

Sus moradas cubrían la comarca, ya al este, hacia Ecsed, ya cerca de la frontera austríaca, en Somlyó. No quedaba más remedio que hacer prolongadas paradas en casa de uno u otro. Erzsébet fue a veces a casa de la hermana de su marido, Kata Nádasdy, pero allí la recibían con desconfianza. Los Báthory no se sentían a gusto más que cuando estaban todos reunidos. Sólo entonces, todos juntos alrededor de inmensos banquetes de pueriles refinamientos y carnes duras, aquellos cuyos antiguos blasones lucían dientes de lobo se sentían en familia. No por ello dejaban de desconfiar unos de otros.

Erzsébet se mantenía rígida y centelleante en medio de sus pares, ocultando aún, sin embargo, sus vicios, como dormidos bajo el agua pantanosa. Estaba, en una u otra de aquellas reuniones familiares, vestida de blanco inmaculado, con el vestido rutilante de perlas y en la cabeza su famosa redecilla, también de perlas. Entre toda la blancura, sólo destacaban sus inmensos ojos negros y ojerosos. Blanca y muda, semejante al cisne flotando entre dos juncos que se veía en el blasón de Nádasdy, su señor. Pero en lo más hondo de sí, en las propias raíces de su ser, era completamente Báthory, completamente loba.

Sólo sus cuñadas la incomodaban. Se vengó un día, encargando a su vieja nodriza, Jó Ilona, que le robara a una de ellas, esposa virtuosa, sus sirvientas, para dedicarlas a sus propios usos. ¿Pero qué podía criticar la mujer de István, el hermano mayor de Erzsébet, siendo así que éste, un verdadero sátiro, susurraba al oído de su hermana las muy escandalosas historias que le había contado su amante francesa? Esta última era la esposa de un oficial enviado a Viena. Había acosado a István Báthory con miradas y gestos gráciles que no correspondían a los rudos hábitos del país. Le había enseñado también maneras venidas de la corte, licenciosa si las hubo, de los Valois, que no se admitían en la sencillez del lecho conyugal húngaro.

Erzsébet escuchaba sin sorprenderse, y unas semanas después volvía a subir a su carroza para reunirse en Csejthe con Ferencz, su señor, que, tras haberse cubierto de nuevo de gloria, se tomaba unas vacaciones.