Ya habían cruzado el Turquestán, el viejo Ural, los anchurosos ríos. Dirigidas por Arpád, las hordas de salvaje destino proseguían su ruta de incierto porvenir y, mezclados con los guerreros al galope, arrastraban sus carros llenos de mujeres vestidas con los auténticos colores de las hadas: el turquesa del espacio y el coral de las hogueras vespertinas. Colores de la noche dura y azul de las mesetas y las llanuras, del cielo perpetuamente tendido sobre sus cabezas, del fuego que prendía sus fuertes pasiones; el blanco de la nieve impasible, mientras que, a su alrededor, por los negros árboles, caminaban las savias.
Todo parecía llegar de un país de ángeles mezclados, buenos y malos, de un antiguo Edén en el que se ofrecían pasteles en forma de estrella y las divinidades de los hielos. Las princesas pitonisas profetizaban y las viejas raíces del mundo aún no habían acabado de vibrar.
En tiempos de Erzsébet, reinaba aún en el bosque sagrado de Zutibure la sombra fría de Dziéwanna, la Artemisa de las hordas bárbaras que había permanecido allí para velar por el avellano reluciente, amigo del agua, por el nogal propiciatorio y por el iris sajón, la planta mágica. En aquel tiempo, el alma moribunda, ignorando el arrepentimiento, escapaba aún a lomos de un indómito caballo negro y regresaba hacia el comienzo de las razas, el punto en que se separaron los paraísos terrestres.
La bruja a la que Erzsébet recurrió constantemente, la bruja de Miawa que sucedió a Darvulia, se dirigía hacia el confuso cúmulo de templos primitivos convertidos en polvo en la cadena de montañas que dominaba Csejthe. Allí cogía los más poderosos siemples nacidos de las semillas de las plantas cultivadas en el cercado del Viejo de la Montaña cinco siglos antes, plantas que hacen entrar en trance y yerbas de magia, belladonas seguras de su soledad y aureoladas con un halo azul violeta de rayos refractados.
El geógrafo árabe Masudi[2], que vivió en el siglo X, describe un templo situado bien en Bohemia bien en la rama de los Cárpatos occidentales donde transcurre la historia de Erzsébet Báthory. El templo de esta negra montaña se elevaba en el corazón de un circo sagrado de antiguos robles. Era de madera y lo sostenían capiteles hechos con grandes cuernos de los animales salvajes del bosque. Lo rodeaban manantiales de benéficas propiedades. En el corazón del templo, se erguía la divinidad allí adorada: una estatua colosal, también de madera y policromada en ocre y tierra, la estatua de un anciano apoyado en un báculo que le servía también para sacar a los esqueletos de sus tumbas. Bajo el pie derecho tenía esculpidas unas a modo de hormigas; de bajo el pie izquierdo salían volando unos cuervos. En la cima del templo había un mecanismo dispuesto de forma tal que el sol naciente lo pusiera en movimiento. En aquel lugar dedicado a algún Saturno, se predecía el porvenir y se conjuraba la mala suerte.
Aquel viejo dios del Tiempo, el cercado de todas las cosas, conocía seguramente sus secretos y la hora de los nacimientos y las muertes. De su pie derecho manaban inagotables hormigas —las obras y los actos— mientras que, habiendo terminado su recorrido, retornaban los pájaros negros, recuerdos de los actos ya cumplidos.
Cerca de Harsburg, en la Sajonia oriental, existía también un ídolo primitivo. Era el dios Krodo: una especie de Saturno de pie en una columna esculpida con escamas, apoyando los pies sobre un gran pez. En la mano derecha tenía un recipiente lleno de agua, rosas y frutos; en la izquierda, una rueda de ocho radios.
Aún estaba en pie en el siglo XVII en una alta montaña, el Broksberg, cerca de la ciudad de Gotzlar, a la entrada del viejo castillo de Hartesburg.
Luego, llegaron los obispos que exorcizaron los ídolos de madera, los desterraron y los derribaron; los apóstoles Cirilo y Metodio entre otros.
Los abandonados templos se derrumbaron formando grandes cúmulos de yesca y musgo. Las aldeas de las montañas protestaron contra la tala de los sagrados cercados de viejos robles. En el siglo XII, los predicadores echaban aún rayos y centellas contra el culto de los árboles y los manantiales; y el obispo Geroldo llegaría hasta exorcizar los bosques e incluso las canciones que las campesinas, en las noches de luna, cantaban a las hadas mientras molían el grano en el umbral de sus puertas.
A las libaciones de sangre de caballo hechas a Hadur, el señor de la guerra, y a las divinidades de los Cárpatos, al sacrificio del caballo blanco que garantizaba el resultado propicio de una batalla, vino a añadirse un día el gran sacrificio originario de la India que se menciona en los Vedas: el sacrificio del caballo a las fuerzas psíquicas femeninas, cuya sangre cargada de fluidos se repartían, en copas, los guerreros.
El búho era ave sagrada. Para conjurar los peligros de todo tipo, y también para conseguir el perdón de las faltas cometidas, cada castillo tenía su bruja titular. Algunas divinidades menores del fuego o del agua se mostraban unas veces favorables y otras hostiles. Pero el húngaro de antaño tenía sólidos los nervios y necesitaba los fuertes estimulantes de la batalla o de la bebida. Su alma salvaje estaba en contacto con las fuerzas de la naturaleza. La mezcla de razas y creencias lo había convertido en un gran señor, rudo y valiente. Lo sabía y quería seguir siéndolo; ignorante del frío cálculo y de la mezquindad, la generosidad y la hospitalidad eran para él leyes absolutas.
Fue en tiempos de Felipe Augusto cuando Francia descubrió a los señores húngaros, su fastuosidad unida a las rudas costumbres. Su hermana, la reina Margarita, se había casado con Béla III, rey de Hungría, y había empleado sus ocios de allá en bordar una tienda «hecha con cuatro piezas de paño escarlata, cuyas colgaduras representaban perros de caza corriendo», para regalársela al emperador Federico Barbarroja. El regalo le llegó en 1189.
Durante el reinado de Carlos VII, antes de que la dinastía de los Anjou reinara en Bude, la princesa Magdalena, hija del rey, fue prometida en matrimonio a Ladislao, rey de Bohemia. Tenía quince años. Los señores magiares, cubiertos de piedras preciosas de las minas de Bohemia, llegaron a Tours en la Navidad de 1457, trayendo consigo una atmósfera oriental. Las nobles damas iban vestidas a la usanza húngara: los vestidos eran de suntuosos tisús de oro y plata ya conocidos en la corte, brocados, brocateles y holandas, terciopelos cortados. Pero los dibujos asiáticos eran diferentes de los que adornaban los vestidos de las damas de la corte de Francia que tampoco conocían los forros ni las vueltas de lince y onza blanca inseparables de las faldas de anchos pliegues, los delantales de lino y las mangas fruncidas. Las damas de Carlos VII, en sus estrechas fundas que se ensanchaban por abajo, parecían frágiles tallos terminados en cucuruchos. Las húngaras, por su parte, llevaban las cofias del país, de lino bordado con sedas multicolores con una piedra preciosa sujeta en cada punto.
Tan magnífico despliegue no iba a servir de nada por cierto, ya que el rey Ladislao moría en Praga incluso antes de que la princesa real saliese de Tours. Así concluía, antes de empezar, aquella alianza deseada por Carlos VII para consolidar la expedición que proyectaba contra los turcos. A Ladislao probablemente lo envenenaron; pero se pretendió que la peste, extinguida desde hacía unos cuantos años, había vuelto a brotar en Bohemia.
Y mientras allá se contemplaban en el cielo «dos nefastos cometas y los leones, en el jardín colindante con el palacio, se quejaban rugiendo durante días enteros», la embajada de Bohemia salía de Tours e iba a visitar París antes de irse por donde había venido. Pero la embajada se llevaba, según era costumbre, los regalos destinados a la novia. Pudieron verse entonces, estacionadas en las cercanías de la mansión Saint-Pol, las carretas de los húngaros «cargadas con sus bienes y a los guardianes encadenados encima, a pesar del frío de diciembre; y uno de los gobernadores se llevaba las llaves cuando iba a acostarse».
Jean Le Laboureur, en su Histoire et relation du voyage de la reine de Pologne et du retour de la maréchale de Guébriant par la Hongrie, Carinthie, Styrie, etc. en 1645 (Historia y relación del viaje de la reina de Polonia y del regreso de la mariscala de Guébriant por Hungría, Carintia, Estiria, etc. en 1645), describe la parte de Hungría que cruzaron estas personas y cuyas costumbres seguían siendo las mismas de medio siglo antes, en tiempos del poder de los Báthory.
En 1645, María Gonzaga, duquesa de Nevers, que se había convertido en reina de Polonia, se dirige a su reino:
«Salió de su mansión de Nevers el 27 de noviembre a las dos de la tarde por la puerta de Saint-Denis. Madame de Guébriant la acompañaba y no volvió hasta el 10 de abril del siguiente año, tras la boda con el rey de Polonia».
«Las leguas húngaras, dice Jean Le Laboureur en su relación, son más largas que en otras partes. Se pasa entre pinos y viñedos y los ríos fluyen en un gran silencio. Un pastor sopla en una trompa de corteza de árbol, de quince pies de longitud, ronca y ruda voz. Los habitantes de la zona de Arva son borrachos y ladrones y siempre están con el cuchillo en la mano. Los viajeros mantienen disputas en las posadas, a causa de los insufribles caminos, para decidir a los guías a tomar barcazas de sirga. Los árboles están retorcidos en formas grotescas y los caminos, llenos de revueltas, melancólicos y salvajes».
Pasan por el castillo viejo de Puchorw que, antes de ser propiedad de los Rágozci, había pertenecido a los Báthory. El Vág baja hasta el Danubio grandes columnas de sal gema extraídas del suelo y talladas en los alrededores de Cracovia, alineadas sobre barcos bajos de borda, igual que los troncos de árbol de un tren maderero por el río. Los bosques y las rocas rebosan de animales de pelo y las pieles son el lujo vestimentario del país. Martas cebellinas, panteras o más bien onzas, castores, martas, linces y osos. Aún quedan algunos uros, los animales cuya raza era más peligrosa y poco frecuente. Se los cazaba como el ciervo, con perros. «Entre estos animales existe uno muy antiguo, una especie de ciervo (alce) cuya pata cura la alferecía y la jaqueca. Cuando algo le molesta en la cabeza, se lleva la pata trasera a la oreja para rascársela. Entonces es cuando hay que cortársela. Muchas damas han hecho tallar la pezuña para cubrirla de oro y diamantes, en forma de brazalete contra sus jaquecas; los hay también hechos con nervios de la misma pata trenzados juntos y entrelazados con oro. El ámbar del Báltico y de Prusia, sobre todo el que tiene insectos dentro, es uno de los grandes comercios de los húngaros, que abastecen de él a los pueblos del Adriático. Y también los granates y el azabache, cuyas virutas bebidas en agua proporcionaban el don de librarse de los brujos y curan la mordedura de las serpientes. Las piedras preciosas son los diamantes, los rabíes, los jacintos y unas turquesas muy anchas que usan tanto los hombres como las damas, como joyeles de airones, hebillas de abrigos o botones labrados. Los caballos húngaros son magníficos; cuando Madame de Guébriant se fue de Polonia, el rey le dio de regalo un tiro de caballos atigrados (son los más raros) y además tapices de Persia y de seda. Las personas de calidad llevan botas a la polaca, de cuero fino amarillo o rojo, sin tacón».
«El vino saturnal» de los húngaros era la sangre de caballo, incluso en la época en que escribe Jean Le Laboureur. Luego habla de los castillos en las rocas, de los baños calientes por doquier según se baja hacia las llanuras de Hungría. Pasa por un cementerio en el que se enseñan, volviendo a salir constantemente de la tierra, las manos de una muchacha que pegó a su madre; sin contar las leyendas de vampiros, una al menos por aldea o castillo. Se asusta de la crueldad de los húngaros que «cuando un campesino había vendido a los turcos niños cristianos, lo cosían desnudo dentro de un caballo muerto al que habían sacado las entrañas, con sólo la cabeza asomando por debajo de la cola del caballo; y el animal y el vivo se pudrían a un tiempo».
Y tras todo esto, todos volvieron a sus regiones de caminos algo mejores y costumbres algo más suaves, con los hermosos caballos atigrados trotando detrás de la carroza de la mariscala de Guébriant, embajadora extraordinaria.
El año 107 de nuestra era. Decébalo, rey de estos dados tan salvajemente orgullosos que los guerreros se casaban con sus compañeros de combate, había preferido suicidarse antes que rendirse a las cohortes de Trajano. Desde entonces, todos los pueblos del mundo cruzaron Hungría como una horda. Habían venido los escitas, los avaros, los hunos. Luego, llegaron Arpád y su dinastía, seguidos de los Anjou de Nápoles que traían consigo influencias italianas. Después, a comienzos del siglo XVI, en tiempos de Matías Corvino, tres años de real autonomía durante los cuales se había formado y había florecido el país, los turcos habían invadido Hungría: el desastre de Mohács, en 1526, había inaugurado su larga ocupación. Las tres cuartas partes del país, sobre todo el centro y el este, cayeron bajo el yugo otomano. Pronto, por el oeste, aparecieron otros recién llegados: los Habsburgo. Recogieron aquella pesada herencia, tras la muerte del rey Luis II de Hungría en Mohács.
En las Marcas creadas por Carlomagno, sin embargo, permanecían los húngaros auténticos. Eran los descendientes de los magiares a los que Anulfo, soberano de Germania, había recurrido en el año 894, desencadenando así numerosas invasiones. En los entornos montañosos se habían afincado los representantes de la vieja raza: los nobles húngaros. Ellos fueron quienes constituyeron la verdadera fuerza de Hungría en el siglo XVI.
Los turcos habían establecido su capital en Buda, que había sido la ciudad de Matías Corvino. Allí había ardido casi todo, incluida la gran biblioteca repleta de los tesoros de la ciencia de la época acumulada por el rey. Ahora no era ya más que un burgo grande donde los invasores habían implantado los hábitos orientales. Reinaban entre ellos un lujo y un regalo en el vivir que seguían siendo ignorados y despreciados por los verdaderos húngaros. Transilvania, sin embargo, se hallaba en mayor grado bajo la influencia otomana y tenía costumbres menos rudas que las provincias del oeste y del norte.
Los Habsburgo residían en Viena, en Presburgo o en Praga. Presburgo siguió siendo durante mucho tiempo la capital. Pero los señores húngaros permanecían en sus tierras, en sus feudos, donde gozaban de derechos absolutos. No iban ni a Buda, por culpa de los turcos, ni a Viena, por culpa de los Habsburgo.
Como si Hungría no estuviera ya bastante dividida, estallaba, de 1556 a 1572, la reforma de Lutero. Al seguir siendo la casa de Austria católica por fuerza, la mayor parte de sus adversarios húngaros abrazaron la nueva doctrina y se pusieron de parte del Islam, para protestar contra una autoridad que sentían mucho más duradera que el régimen de ocupación turca; y los pachás, a cambio, apoyaron invariablemente a los protestantes.
La Compañía de Jesús había llegado a Austria en 1551, y Fernando la apoyó activamente tras su coronación, algunos años después. Como siempre, los jesuitas se fueron y volvieron luego, en 1580. Maximiliano II fue más bien tolerante con los protestantes; pero Rodolfo II, su sucesor, criado en España, fue otra vez un católico intransigente.
Algunas grandes familias, como la de los Nádasdy, a la que pertenecía el esposo de Erzsébet Báthory, aunque protestantes, se beneficiaron de la indulgencia y del apoyo del emperador; pues con sus fuerzas y sus tropas sostenían al Imperio contra el islam. Ferencz Nádasdy, desde su adolescencia hasta su muerte, no dejó de guerrear contra los turcos.
La religión, por otra parte, no tenía gran importancia, aunque cada castillo tuviese su capellán, cura o pastor. Las mujeres, en general, adoptaban al casarse la religión de su esposo.
Las artes habían florecido tardíamente en Hungría. ¿Cómo habría podido una tierra barrida por las invasiones generar algo que no fuera un artesanado limitado a la fabricación de los objetos más necesarios para la vida? No había habido, primero, más que cueros más o menos recargados de adornos para las tiendas y los arneses; pieles curtidas de animales para ponerlas en los fríos suelos; en fin, todo lo que los pueblos han llevado siempre consigo cuando eran pueblos nómadas seguidos por sus carros de mujeres, de recién nacidos y de posesiones. Tras éstas caminaban esclavos con nombres rebosantes de tristeza: Senki, nadie; Bus, melancolía; Kedvelton, pena; Regalo; Sin nombre, etc. Las esposas de los primeros jefes húngaros llevaban ricos vestidos de seda a la usanza sasánida y, luego, bizantina.
Como en todas partes en el siglo XII, son los monasterios los que poseen el monopolio de las artes y las letras. San Esteban había introducido a los cistercienses; luego, fueron las clarisas las que contaron con más conventos. Tenían hermosos jardines sobre el Danubio, llenos de flores venidas de oriente por la ruta de las cruzadas. Escribían: como por ejemplo aquella religiosa a la que debemos la vida de Santa Margarita, madre de Santa Isabel.
Los húngaros eran taciturnos y proclives a la tristeza, como su música. El texto húngaro más antiguo, La Oración fúnebre, es un texto trágico. La muerte está siempre presente en los poemas húngaros en los que la primavera y la peonía no duran más que el tiempo justo para presenciar la muerte de la joven y de su amante. Los hegedüs y los kobzós descendientes de Atila cantaban estas canciones ya con músicas de la época, caras a los tañedores de laúd, ya, las más veces, en tonos menores, con aires antiguos procedentes de las lejanas y salvajes estepas.
El encanto del Renacimiento llegó a Hungría por Italia. No tuvo impacto en la propia nación, que siguió viviendo como en la Edad Media. Las mujeres se comportaban tan salvajemente como en los siglos negros. Una tal dama Benigna, muy devota por otra parte, asesinó a sus tres maridos, uno tras otro; luego, para borrar sus tres fechorías, dejó al clero muy hermosos regalos y, de propina, un libro de oraciones miniado. Se daban entonces, tanto en el monje como en la bruja, fórmulas mágicas de perdón ya listas, que se codeaban con recetas para matar más maridos. Durante los duelos, en vez de llorar, los deudos se hacían cortes y disponían además de todo el tiempo necesario para convertirlos en chirlos, pues los lamentos duraban al menos un mes alrededor del muerto, hasta que los parientes que vivían lejos hubieran conseguido llegar por los caminos de Hungría.
En la corte del rey Matías había perdurado también la costumbre de la leyenda oral: el drama verídico de la infortunada Klára Zach, larga y trágica balada, la leyenda de Toldy y otras «canciones de flores», como se llamaba a la poesía, se cantaban en presencia del rey, acompañadas por la guitarra de largo mástil de los hegedüs, los trovadores húngaros. Ésta fue durante mucho tiempo la única literatura del pueblo y de los campesinos. Aquella poesía viva era la prolongación de la del paganismo, junto con las leyendas nacionales que evocaban las conquistas de antaño y lloraban las derrotas. Se declamaban aquellas leyendas de modo monótono, acompañándose de instrumentos de sonido plañidero: el violín primitivo, la trompa de corteza que mugía a intervalos, la flauta de hueso de águila o de grulla, la olla de hierro recubierta de cuero, con un palo mojado en el centro que se hacía resonar.
A partir del siglo XVI, la música cortesana y los cantos populares los interpretaron los cíngaros; cada castillo tenía una orquesta de ellos para celebrar las bodas, las fiestas, los duelos y acoger a los visitantes ilustres.
Los cistercienses llegaron a Hungría a principios del siglo XIII y trajeron consigo el estilo gótico. Se recurrió al maestro de obras francés Villard de Honnecourt para construir la catedral de Kaschau. Pronto, los castillos se construyeron en el estilo feudal del siglo XIV, los de Buda y Visigrad entre otros, así como las fortalezas señoriales que guardaban los desfiladeros.
Durante el Renacimiento, Matías Corvino hizo venir de Italia a arquitectos, Benedetto da Maiano y otros, que transformaron el castillo de Buda y el palacio Báthory de Kolozsvar. Adornaban las fachadas con esgrafiados según la moda italiana; pero los motivos estaban copiados de los que se ven en la orfebrería y los bordados húngaros.
Desgraciadamente, los turcos lo devastaron todo poco después; y aquellas obras del. Renacimiento apenas habían tenido tiempo de penetrar en aquellas provincias lejanas, defendidas por los Cárpatos, del noroeste de Hungría. A veces, algunos señores hacían modificar sus castillos, como el de Bittsere, que pertenecía a Thurzó y le pareció magnífico a Erzsébet Báthory cuando estuvo invitada en él. Pero, por lo general, los castillos eran de estilo húngaro con reminiscencias polacas u orientales; y en provincias dominaba el estilo feudal. La ciudad más frecuentada era Presburgo (Pózsóny), que era la sede de la justicia y las asambleas palatinas, y de la Universidad; era también el centro del comercio: los mercados de todos los gremios de artesanos tenían allí su sede y, en particular, el de los orfebres.
No había noble que no poseyera una espada con empuñadura de esmalte de Hungría; no había dama que no resplandeciese con todo el brillo de sus collares y pulseras confeccionados con estos mismos esmaltes. Engarzados en oro, relucían en sus gargantas o caían en forma de cadena sobre el terciopelo de sus corpiños los intensos colores de los esmaltes de su tierra. Misteriosos como los tonos del bosque y más finamente tallados que los helechos, servían para fijar en los hombros las erizadas pieles de los animales de aquellos mismos bosques y en las gorras los airones de garza.
Aunque los benedictinos procedentes de la abadía de Saint-Gilles habían introducido los esmaltes tallados en hueco de Limoges, los húngaros conservaban sus antiguos motivos sasánidas de sarmientos cubiertos de frutos y hojas, y de pistilos curvos. Los talleres de orfebrería de Transilvania gozaban de gran renombre en la Europa del siglo XIV, En cuanto a las cerámicas, conservaban también sus motivos persas, y los platos iban adornados con floridos dibujos llegados sin modificación desde Asia. Los pastores solitarios calentaban las astas para hacerlas maleables y fabricaban cuernos de caza, peines, botones y soportes decorados para espejos, con una cavidad para poner la pomada de atusarse el bigote.
Los «vendedores de simples», que abundaban en Hungría, partían hacia lejanos países con su cargamento de camomila, de azafrán, de pimentón, de ajenuz, como también de plantas medicinales de sus bosques y llanuras. Llevaban igualmente semillas de adormidera y, para hacer airones, esa «cabellera de huérfana» que cubre de blanca pelusa cierta variedad de junco inclinado de los pantanos.
Hungría estaba, pues, en el siglo XVI, en pleno feudalismo todavía.
En la Europa occidental, donde se practicaba en mayor grado el intercambio de ideas, la atmósfera parecía más despejada y primaveral que en Hungría, y sobre todo que en aquella región de los Cárpatos donde la vida feudal estaba sólidamente implantada. Había allí poco dinero; sólo contaban los productos en especie. Abundaban, pues la tierra era generosa en este clima sin sorpresas, tórrido en verano, glacial en invierno. Los turcos no llevaban prácticamente nunca sus incursiones hacia el noroeste del país que pocas veces fue devastado, y las más por los bandidos y no por otomanos. Las cosechas eran, pues, bastante seguras.
También era seguro el aburrimiento a pesar de los acontecimientos familiares, las idas y venidas de castillo en castillo o las curas en las estaciones de lodos calientes que se encontraban por casi toda la región. El poder allí era sinónimo de poder absoluto; sólo dependía del carácter del señor —y de su esposa— que fuera benigno o malvado. Los campesinos eran difíciles de manejar, miedosos, pendencieros, supersticiosos; y en Csejthe, donde residía Erzsébet Báthory, aun más atrasados e ignorantes que en otros sitios. Eso era por lo menos lo que ella decía. De acuerdo con las leyes y costumbres feudales, sus señores los protegían, guerreaban para defender un patrimonio del que formaban parte los siervos con el mismo tango que los árboles y los riachuelos. Guerreaban contra todo: turcos, rebeldes o Habsburgo. Las palatinas y las condesas se quedaban en los castillos al abrigo de los fosos y los rastrillos, con una guarnición y fieles sirvientes. Cuando sus esposos tenían que ir allá por dietas, conciliábulos o saraos, iban también ellas a Viena o a Presburgo. Tenían la satisfacción de lucirse con sus más hermosos atavíos y de hacer compras. En Viena podía encontrarse cuanto la moda italiana o francesa estaba en condiciones de enviar hasta allá, objetos de adorno húngaros y joyas. Las piedras preciosas, las pulseras de esmaltes, se encontraban también en. Presburgo, donde se importaban incluso las esencias de Oriente y curiosos velos cubiertos de lentejuelas genuinamente turcos. En las sombrías salas de las fortalezas brillaban con frecuencia sedas y oros venidos de los bazares de Constantinopla donde, a cambio, se consumían, esperando dueño, muchachos y doncellas escogidos por su belleza, adquiridos en secreto, en Hungría, a precios muy elevados, para ir a embellecer los harenes musulmanes.