CAPÍTULO I

Eran los tiempos en que la cincoenrama poseía aún todo su poder, de que en las tiendas de las ciudades se vendían mandrágoras cogidas de noche al pie de los patíbulos. Los tiempos en que niños y vírgenes desaparecían sin que nadie se esforzara en buscarlos: más valía no tener nada que ver con su mala fortuna. Pero ¿qué se había hecho con su corazón, con su sangre? Filtros, u oro quizá. Y ello en el país más salvaje de la Europa feudal, donde los señores negros y rojos tenían que guerrear sin tregua con los resplandecientes turcos.

Un artista vagabundo había pintado el retrato de Erzsébet Báthory, condesa Nádasdy, en el momento en que mayor era su belleza. Debía de tener unos veinticinco años. ¿Venía de Italia o de Flandes aquel anónimo pintor? ¿Por qué taller había pasado antes de ir de castillo en castillo pintando sus envarados retratos? Sólo conocemos el pardo lienzo con la E mayúscula de Erzsébet en el ángulo superior derecho. Y la inicial del nombre, ya en vida de ésta, está dibujada, construida en forma de tres crueles dientes de lobo plantados en el hueso vertical de la mandíbula. Encima, más que aéreas pesadas, unas alas de águila. Más arriba no se puede distinguir nada. Y alrededor de este ovalado blasón femenino se enrosca el antiguo dragón de los Báthory dacios.

Así se yergue, vigilada por garras, alas y dientes, horriblemente tenebrosa.

Era rubia, pero sólo gracias a los artificios de la moda italiana, a los lavados diez veces repetidos con agua de ceniza, con agua de camomila silvestre, con el poderoso ocre del azafrán húngaro. Erzsébet, con sus damas de compañía alzándole el largo cabello castaño oscuro ante los grandes troncos en llamas del invierno o cerca de la ventana inundada de sol de verano, y muy protegido el rostro por cremas y ungüentos, se volvía rubia.

En el retrato apenas se le ven los cabellos ensortijados, bastante altos sobre la frente, según una moda ya pasada en Francia. Están ocultos bajo rombos de perlas. Aquellas perlas venían de Venecia y de las cargas de sus navíos y, sobre todo, de los turcos, que ocupaban todo el este y el centro de Hungría.

La corte de los Valois en París y, en sus castillos, la de Inglaterra, donde Isabel, rígida y pelirroja, acorazaba con ellas las gorgueras, las sisas de las mangas y las largas falanges de sus dedos; todas las cortes, incluso, en el remoto éste, la de Iván el Terrible, vivían bajo el signo de las perlas finas.

En verdad, cuando Erzsébet Báthory vino a este mundo no era un ser humano acabado. Estaba aún emparentada con el tronco de árbol, la piedra o el lobo. ¿Sería acaso el destino de su raza, en el instante en que se había decidido la eclosión de tal flor? ¿Sería acaso efecto de una época en que los nervios se enroscaban aún entre las brumas del primitivo salvajismo? Lo cierto es que había entre Erzsébet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado.

No era, sin embargo, una soñadora. Una personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de preocupaciones de orden práctico: tras la espesura de las futilidades, de las vanidades, de las riñas domésticas, de las complicaciones familiares, ahí es donde se ensancha, en lo más hondo, el gran lago cruel. Erzsébet pensaba, sin duda, con mucha seriedad en casar a sus tres hijas, en sus innumerables primos y en otros mil detalles. No prestó probablemente oídos, como no fueran muy distraídos, a la nueva música de Valentín Balassa y a las poesías sobre las rosas, las peonías y la alondra del llano. Pero si los músicos de su castillo, que eran cíngaros, interpretaban una música salvaje; si, cabalgando por el bosque, se topaba con los jirones del viento dejado por el oso o el zorro, el círculo que la aislaba se rompía por un instante. Luego, volvía, pálida y oscura, a esas danzas cortesanas que bailaba bien aunque demasiado deprisa, a la húngara, con aire ausente y tan fría como un bosquecillo de yedra.

Su fisonomía no invitaba al amor aunque era muy hermosa, bien proporcionada y sin defectos, porque se notaba que la habían arrancado del tiempo como se saca una mandrágora del suelo; y la simiente que la había creado era tan maléfica como la de un ahorcado.

Los Báthory, desde sus más remotos orígenes, habían destacado siempre, en lo bueno como en lo malo. Los dos primeros de que hay noticia, cuando la familia no se había hecho aún acreedora a su sobrenombre, el de bájor (o báthor, el valiente), eran dos hermanos salvajes, Guth y Keled, venidos de Suabia y cuya cuna allí era el castillo de Staufen, o Stof, que había de ser también la primera morada de los Hohenstaufen; esto acontecía antes del siglo XI, en tiempos de los dacios de cabellos recogidos que se lanzaban a la batalla bajo selvas de lanzas terminadas en cabezas de dragones envueltas en jirones de tela que flotaban al viento, acompañados por la agria y castañeteante música de los cálamos dobles, hechos con los dos largos huesos de las patas de las grullas y, a veces, de las águilas, unidos con pez. En el año 1036, según la Crónica ilustrada de Viena, el emperador Enrique III los envió, al frente de una expedición de guerreros, a Hungría para ayudar al rey Pedro que reinaba allí a la sazón.

El encumbramiento de la familia, cuya primera posesión se hallaba en la aldea de Gut, data del tiempo del rey Salomos (1063) y del duque Geza (1074). Diferentes reales actas de donación, una de las cuales data de 1326, dan fe del constante favor de los soberanos a partir de ese momento.

La familia había de dividirse más tarde en dos ramas: una se extendió hacia el este de Hungría y Transilvania, otra hacia el oeste.

Pedro Báthory, que fue canónigo pero no recibió las órdenes y se salió de la Iglesia, fue el antepasado de la rama Báthory-Ecsed, en el condado de Száthmar, en el nordeste. Aún pueden verse las ruinas del antiguo castillo de los Báthory a la sombra de los Grandes Cárpatos. Por mucho tiempo se conservó allí la auténtica corona de Hungría, la de San Esteban con la cruz inclinada. Juan Báthory fue el fundador de la rama Báthory-Somlyó en el oeste, en la región del lago Balaton. Las dos ramas siguieron distinguiéndose: Esteban III, palatino de Hungría durante el reinado de Fernando I, Esteban IV «el de los pies grandes».

Erzsébet Báthory, hija de Jorge y de Ana, pertenecía a la rama de los Ecsed; sus primos Somlyó eran reyes de Polonia y de Transilvania respectivamente. Todos eran tarados, crueles y lujuriosos, lunáticos y valerosos.

La antigua tierra de los dacios era aún pagana y su civilización llevaba dos siglos de retraso con respecto a la de Europa occidental. Allí reinaban, gobernadas por una misteriosa diosa Mielliki, las incontables fuerzas de los grandes bosques, mientras que hacia el oeste el viento era el único habitante de la montaña de Nadas. Había un Dios único, Isten, y el árbol de Isten, la yerba de Isten, el pájaro de Isten. Él es el primer evocado por Erzsébet en su conjuro de la nube. En los supersticiosos Cárpatos existía, ante todo, el diablo, Ördog, servido por brujas a las que, a su vez, asistían perros y gatos negros. Y todo procedía aún de los espíritus de la naturaleza y de las hadas de los elementos; de Delibab, el hada meridiana, amada del viento y madre de los espejismos; de las Tünders, hermanas de todas las maravillas; y de la Virgen de la cascada que peinaba sus cabellos de agua. En los circos de árboles sagrados, de fecundos robles y nogales, aún se celebraban en secreto los antiguos cultos del sol y de la luna, de la aurora y del caballo negro de la noche.

Animales fabulosos o reales, el lobo, el dragón, el vampiro, que habían resistido a los exorcismos de los obispos, vivían en el bosque donde, a veces, los requería la bruja. Seguíase practicando la adivinación, Y el alma pasaba a caballo, sin remordimientos ni temor, bajo la bóveda de la muerte.

Erzsébet había nacido allí, en el este, en aquel humus de brujería y a la sombra de la corona sagrada de Hungría. No tenía nada de la mujer corriente a quien el instinto y la vitalidad hacen huir, temerosa, ante los demonios. Los demonios los llevaba ya dentro: sus grandes y negros ojos los ocultaban en su taciturna profundidad, su rostro tenía la palidez del añejo veneno de éstos. Boca sinuosa como menuda sierpe reptante, frente ancha, obstinada, sin desmayo. Y la barbilla, apoyada en la gran gola plana, tenía esa blanda curva de la insania o del vicio particular. Parecía un Valois dibujado por Clouet, Enrique III quizá, en mujer. No se entrega. En un retrato normal, la mujer sale al encuentro del que la mira y habla de sí misma. Ésta, cientos de leguas detrás de su falsa presencia, cerrada en sí misma, es una planta enraizada aún en la misteriosa región de la que procede. Las manos, de piel muy fina, son en exceso blancas; se las ve poco, lo bastante sin embargo para presumir que eran largas; las muñecas están aprisionadas en unos a modo de puños dorados por encima de los cuales se abren las mangas a la húngara de su camisa de lino blanco. Lleva un corpiño largo y en pico, muy ceñido y bordado con hilos de perlas cruzados, y faldas de terciopelo granate sobre las que se extiende la blancura del delantal de lino, algo remangado por un lado, señal de dama de calidad en su país.

György, perla, y Bibor, púrpura; dos viejos nombres paganos de mujer del siglo XIII.

Los esmaltes del primitivo blasón de los Guth-Keled eran de argén sobre campo de gules, tres cuñas de argén a diestra. El blasón de los Báthory se conservó idéntico al blasón traído de Suabia; a su alrededor se enroscaba entonces el dragón de los dacios llegados de los confines de Asia, escupiendo fuego y sacudiendo las membranas de las agallas, que Trajano tomó prestado para añadirlo a las águilas de sus cohortes. En el más antiguo, el de 1236, dos cuñas de argén están a diestra y dos a siniestra, encajadas unas en otras. Luego, las armas volvieron a modificarse y en 1272 el blasón trajo de nuevo tres cuñas laterales. Durante el Renacimiento italiano, estas cuñas se curvaron y acabaron por representar tres dientes de lobo. Por alguna extraña ley de la «marca de las cosas», los dientes del lobo salvaje y valeroso se convirtieron en el emblema de los Báthory. Como se ve en la nuez, que reconforta la cabeza, la forma del cerebro, como se ven los nudos en la correhuela que se utilizaba para encajar los miembros descoyuntados, y la piedra en la onoquiles, tres dientes de lobo separados, dispuestos en campo, ornaban el blasón de Nicolás Báthory, obispo de Vág. Pero en su oscura época, Erzsébet poseía aún el poderoso blasón medieval. Eran, en 1596, unas armas particularmente notables. Traían, sobre una línea vertical que representaba la mandíbula de un lobo, tres dientes vueltos hacia la izquierda del escudo que, de este modo, formaban la letra E. Arriba, a la derecha, la luna en cuarto creciente; a la izquierda, el sol en forma de estrella de seis puntas; todo ello rodeado del dragón que se muerde la cola: un orgulloso e inquietante blasón. «Sí queréis convertiros en hombre lobo, dicen las brujas, id temprano a coger el agua de lluvia en la huella de una pata de lobo y bebedla». Aquélla a la que se llamó la Alimaña, la Loba y la Condesa sangrienta estaba bajo la marca del lobo, la alimaña nacida bajo Marte y la Luna.

No ha llegado hasta nosotros su horóscopo, pero sí conocemos el de su esposo Francisco Nádasdy, muy sencillo; pero es posible adivinarlo con mayor o menor exactitud. Ningún astrólogo debió de pasar por allí en el momento de su nacimiento para sacar, entre las idas y las venidas de las nodrizas, entre paños y baldes, el tema de su destino. La Luna, mal influida por Marte y en nefasta fase con Mercurio, es el origen de su sangriento sadismo; y ello en algún signo cruel como el Escorpión, sin duda. Junto con Mercurio, la Luna ha causado la locura maníaca, el oscurecimiento de la conciencia, las crisis en las que el deseo se apoderaba de ella con mayor fuerza. Venus, a quien debía su sombría belleza, se hallaba o en Saturno o en un signo de éste, tan grandes eran su incapacidad para la alegría, su carácter taciturno y su perseverancia en sufrir y hacer sufrir. Y a aquella Luna, cuyos secretos se cernían sobre ella, la buscó siempre en sus cabalgatas nocturnas y solitarias, cuando iba a ver a la bruja del bosque. La veía en la nieve, la veía en sí misma, en el halo interior de su melancolía y de su impotencia para asir cualquier cosa.

Vio la luz en aquel tiempo El Opúsculo de los secretos de la Luna. No era un poema ni tampoco un grimorio; estaba dedicado a la Luna que vive en los desvanes de la noche y trataba de las aportaciones beneficiosas y perjudiciales del astro. Podía leerse en él: «De este alto matrimonio (del Sol y de la Luna) y admirable trato del gran gallo de las plumas de oro con la argentina gallina han nacido todas las cosas. Las mujeres reconocerán como su guía y su astro a la Luna, tan tocada de cambiante tafetán y colmada de la humedad que en ellas abunda; y todo por mor de una simpatía y una armonía ocultas en la alcoba de la señora Naturaleza». Tiernas palabras. No fue bajo esa luna bajo la que nació Erzsébet, sino bajo la que «pone triste al cinocéfalo, la que hace crecer unas veces y menguar otras en el pelaje del gatopardo las manchas que tienen la forma de su propio cuarto creciente y vuelve, cuando está llena, más ligeras, más ávidas y más cazadoras a las rapaces». Su astro era el de todas las llagas abiertas bajo los rayos lunares y difíciles de curar; se agusanan y la locura «entra por alguna grieta como les pasa a los pobres soldados heridos en la cabeza que se ven obligados a velar y estar de centinela bajo la hermosa tienda y cobertura de la señora Diana la Luna».

Su astro pálido, destructor, que marchita las cortinas y pudre cuanto a su luz queda expuesto, que echa a perder la cosecha y la leña, la escoltaba en las noches pobladas de ruidos de saltos, de gruñidos, de roeduras y mascaduras de los animales nacidos bajo su influencia que recorrían los bosques, comían o dormían en los campos y en las aguas: ovejas, liebres, asnos, lobos y cabras, cerdos, topos, cangrejos, tortugas, ranas, babosas y sapos, ratones, lirones y ratas, erizos, gatos y búhos en las ventanas de los pajares. Y viviendo el claro de luna que de ella brotaba, granate y blanca y sellada con blasones de dientes de lobo, erraba por el calvero inundado de la negra luz de la melancolía; aquella melancolía que, según Avicena, era «causa de tristeza, soledad, sospechas y temor, que da a los seres largos, penosos y corrompidos fantasmas», En cuanto a Burton, en la Inglaterra del siglo XVI, ve cómo la melancolía «se dilata como un gran río que brota del corazón de la propia vida y se extiende a todas las orillas».

La melancolía fue el mal, la atmósfera misma del siglo XVI; Erzsébet la respiraba mezclada con el resto de la barbarie carolingia de la Hungría de la época, con la crueldad de los turcos, con la brutalidad feudal.

En otros lugares, se daba en abundancia lujuria, muerte y sangre. Por todas partes decapitaban, asesinaban a reinas y favoritos. El teatro rebosaba crímenes y los libros, lujuria; gozaban violentamente de la vida, aceptándola en su totalidad, en su contradicción; ello es la causa de tanta magia siempre orientada hacia el amor que saborea y perpetúa, y hacia el crimen que transmite al vivo, de forma invisible, las fuerzas del muerto; a menos que el terror no materialice más que su fantasma. No fue ése el caso de Erzsébet. Aquella larga niebla, que una sucesión de antepasados germánicos había dejado rezagada en ella, le impidió responder, como no fuera en una especie de trance, a la llamada de la vida y de la muerte, del dolor y de la sangre que oía dentro de sí. Su crueldad era el desenlace de una raza fundada por guerreros, continuamente reiterada por esposas de otros linajes guerreros: las generaciones de aquellos tiempos de Marte.

Nunca pensó en su salvación. A pesar de su condición de lunática, estaba predestinada por encima de todo a este mundo antes que a un cielo o un infierno lejanos. Lo que intentaba asir, apropiarse, estrechar, eran las alegrías de este mundo, las rudas alegrías de su tiempo y de su país, y conservarlas: la belleza y el amor. Y en esta posesión era donde todo se quebraba: el acerado hierro no topaba más que con agua; lo que cantaba se arremolinaba, se movía, no era de repente más que agua muerta y muertos reflejos.

Su narcisismo soberano, que en todo estaba presente, se oponía al contacto con la tierra. Quizá la música salvaje, los conjuros en la cabaña de la bruja invadida por el humo acre de las hojas de belladona y de estramonio que allí se quemaban, y las cazas peligrosas encendían una auténtica mirada de ser vivo en aquellas pupilas habitadas y como embrujadas por otro mundo. O más bien, como el lobo va a sus famélicos recorridos, iba Erzsébet hacia lo que precisaba. No sabía lo que era el remordimiento. Nunca, como Gilles de Rais tras sus crímenes, se revolcó en su lecho rezando y llorando. Tenía derecho a su locura. Si caía, no por ello era indigna de sí misma. No comprendió nunca por qué se le infligió a ella, que de tan alto linaje procedía, la humillación de los últimos años.

«Tú, no coartado por estrechas ligaduras, de acuerdo con tu propia voluntad (bajo cuyo poder te he colocado) tienes que definir solo tu propia forma de ser. No te he hecho ni del cielo ni de la tierra, ni mortal ni inmortal para que tú, al ser como quien dice tu propio hacedor y vaciador, te hagas de la manera que prefieras». (Pico de la Mirandola: Oración de la dignidad del hombre).

La Edad Media había rebosado de hermosos arrepentimientos públicos que se disfrutaba prolongando. No fue para atenerse a tales usos para lo que Erzsébet Báthory desplegó sus pompas. Protestante sin religión y apasionadamente bruja, nunca fue una mística.

La bruja del bosque vive entre sus propias magnificencias que le llegan desde más allá que las de la Iglesia. Se ha hecho con las cosas en su devenir, antes de que sean; y es ese devenir, fluido y dúctil aún, el que capta y dirige antes de que, obedeciendo a su propia ley, llegue hasta los humanos. Erzsébet consideraba la vida como el bien supremo y, sin embargo, no podía entrar en ella. Su crueldad fue a la vez su revancha y su adaptación.

Para tener confianza en sí misma, precisaba que elogiaran continuamente su belleza; cinco o seis veces al día, cambiaba de vestido, de aderezo, de peinado; vivía ante su gran espejo oscuro, el famoso espejo que había diseñado en persona y que tenía forma de bretzel[1] para que pudiera pasar los brazos y permanecer apoyada, sin cansarse, durante las largas horas que pasaba, de día o de noche, contemplando su imagen. Ésa era la única puerta que abría, la puerta que daba, una vez más, a sí misma. Y tan taciturna era que en un espejo, en el que toda mujer se sonríe, se golpeaba una y otra vez, batiendo su propia efigie en su forja muda. Sin fuego ni aire. Ella de terciopelo rojo, ella de blanco, de negro con perlas, ella pintada bajo la gran frente pálida como una raja de fruta blanca y perversa. En el corazón de su cuarto, en el centro de los candelabros, sólo ella; ella por siempre inalcanzable y cuyas múltiples facetas no podía reunir en una sola mirada.

En Erzsébet Báthory, todas aquellas alianzas entre primos, aquellas bodas entre parientes próximos exigidas desde hacía siglos por la ley de la raza, guardiana de la sangre de los valientes, habían preparado el advenimiento de esta parte negra en este preciso momento. Prueba de que existen bastantes pocos seres de este jaez es que se los cita con horror. Acontece a veces que un país, que una idea colectiva se sitúan, a su vez, bajo el signo del crimen; la historia, aunque los detalles sean horrorosos, lo asimila de forma más confusa. ¿Pero quién no recordará a Gilles de Rais y a Erzsébet Báthory?

Y, desvelando lo más hondo de su naturaleza, lo que debía a su herencia y a sus astros, la Condesa maléfica poseía otro secreto, secreto siempre susurrado que no ha podido esclarecer el tiempo, algo que se confesaba a sí misma o que ignoraba; tendencia equívoca de la que no se preocupaba o, quizá, derecho que se concedía junto con todos los demás. Pasaba por haber sido, también, lesbiana.

Tal sospecha procede de su asiduidad con una de sus tías, también Báthory, cuyas aventuras llenan tres tomos de la Biblioteca de Viena. A todo se hacía, desde el centinela del torreón hasta sus damas de compañía o las muchachas que le traían ex profeso y en compañía de las cuales hundía las sillas de las habitaciones de las posadas. Pues, si bien eran valerosos, los Báthory tenían todos una marcada tendencia a lascivias monstruosas o especiales. Igual que la epilepsia y el satirismo, eran, desde los tiempos de los hermanos sajones Guth y Keled, patrimonio de la familia. De forma interminable, de generación en generación, de los castillos del este y de los castillos del oeste, salían literas que llevaban a las mismas niñas de nueve años hacia el primo más o menos lejano que les habían elegido por esposo. La sangre no se renovaba.

El regreso al castillo de su marido el guerrero entre dos batallas suponía para Erzsébet gran honor y también distracciones. Traía consigo un séquito numeroso; los entumecidos sirvientes se espabilaban, se almohazaban los caballos, los perros favoritos festejaban al amo. En aquella época en que aún no tenía hijos, la Condesa solitaria se presentaba joven, muy pálida y muy adornada. Había estado macerando, para ser más blanca, en una suave agua de ternera y se había frotado con ungüento de mano de cordero. Algo de las esencias turcas de jazmín y rosa, enviadas por su primo Segismundo desde Transilvania borraba ese olor a carnicería. La larga mesa de la cena crujía bajo los servicios de aves y los pesados animales enteros; las salsas tenían más especias que nunca; y es seguro que alguna nodriza, a la que una bruja había proporcionado un poderoso y pegajoso afrodisíaco mezclado con íntimos ingredientes de la alcoba, se lo había confiado al escanciador para que lo vertiera en el momento oportuno en la copa del amo, para poner fin a aquella equívoca esterilidad. Tal era su historia desde hacía diez años de matrimonio y la de las húngaras de aquellos tiempos. Las mujeres eran tan guerreras en sus costumbres y temperamento como sus cónyuges y entre esposos no se andaban con finezas. Era de buen tono comer deprisa y a grandes bocados, bailar con excesiva precipitación tanto las danzas del país como las que venían de Francia e Italia, hablar a gritos, hacer mucho ruido y no lavarse «a menos que se tenga la cara salpicada de barro por el chapaleo del caballo».

Él más bien la temía. Gustaba de su belleza pero había tenido siempre miedo de su palidez de joven vampiro. El vino de Eger y el filtro mágico le hacían olvidarse de todo. Ella despertaba a la mañana siguiente, muy honrada e impregnada de un olor a cuero y a tres meses de acampada, que se superponía a sus perfumes de flores. Sus damas de honor y sus sirvientas volvían a tocarla con su cofia de castellana y mujer casada, anudaban su delantal de noble húngara. Le dolía la cabeza o entraba en uno de esos arrebatos de ira desenfrenada cuyo secreto pertenecía a los Báthory; o bien, con el plateado airón de una grulla de los pantanos prendido a la izquierda de la gorra, salía en compañía de su marido, que no podía estarse quieto, para una enloquecida cacería que lo devastaba todo a su paso.

Esto en lo tocante a sus deberes. Pero tenía también otra vida, furtiva, propia. No carecía ni de ocasiones ni de tiempo para satisfacerla entre estancia y estancia de su marido. Como se aburría siempre de forma tremenda, había constituido una corte de degenerados y ociosos con los que iba de castillo en castillo. Había adquirido así mala reputación, pues la familia de su marido era más bien virtuosa e incluso muy religiosa. La vigilaban poco desde la muerte de su suegra, Úrsula Kanizsay, esposa de Jorge Nádasdy. Ésta había criado a la niña rara, intrépida y taciturna destinada a su hijo, entusiasmado sin duda por la creciente belleza de su prometida pero mucho menos por el fuego frío y diabólico que se incubaba en esos grandes ojos negros cuya forma recordaba el hueso del melocotón.

Hermosa e imponente, altanera, enamorada sólo de sí misma, y buscando siempre no el placer mundano sino el placer amoroso, Erzsébet, rodeada de aduladores y de depravados, buscaba sin saber muy bien qué. Su actividad acababa siempre por diluirse en niebla en su mente y su cuerpo ocupados por el amor. Como los grandes lebreles de raza, era perversa. Y meticulosa. Con la mente ocupada por detalles domésticos, órdenes que no se podían ejecutar en el tiempo prescrito, manteles por doblar, se aplicaba no a embrollarlo, sino a degradarlo todo. Sin su auténtico carácter huraño y salvaje, sin su auténtico impulso, hubiera sido una mente ruin y bastante trivial, como tantas de entonces, que se divertían con poca cosa, nimias acciones perversas, sorpresas crueles y risas burlonas. Es indudable que se parecía bastante, en más receloso, a un Enrique III de Francia cuando gastaba a sus favoritos alguna mala pasada de dudoso gusto.

Pues su mente era tortuosa; y supersticiosa. Indomable por los procedimientos ordinarios, se moldeaba constantemente bajo la influencia de la luna. El sutil rayo la golpeaba en lo más hondo de su ser y Erzsébet Báthory sufría auténticas crisis de posesión. No podía preverse cuándo iba a suceder. Y, súbitamente, sobrevenían lancinantes dolores de cabeza y de ojos. Las sirvientas traían gavillas de plantas frescas y adormecedoras mientras que, en un infiernillo, reducían las drogas soporíferas en las que, al poco, empaparían esponjas o el algodón sacado de un junco de los pantanos, para pasarlos bajo la nariz de la paciente que, una vez repuesta, se quejará en carta a su marido de sus dolores de cabeza. ¿Pero llegaba a la crisis de epilepsia? Era esta una enfermedad hereditaria de los Báthory. Ni siquiera Esteban, rey de Polonia, cuya sabiduría ha pasado a la historia, se había librado de ella.

En lo referente a horóscopos femeninos, cualquier fase desfavorable que Mercurio reciba de la Luna, en relación, a su vez, con Marte, provoca una tendencia a la homosexualidad. He aquí por qué la lesbiana, con frecuencia, es también sádica; el influjo de Marte, masculino y guerrero, la conduce y su mente influida por las lanzas crueles no teme herir, en amor sobre todo, a lo hermoso, joven, enamorado y femenino. En cuanto a la Luna, diluye e insensibiliza, arroja un velo sobre el horror de los hechos. Entonces, según los grimorios, el hierro se apaga el día de Marte y de la Luna, en la sangre del topo y el jugo adormecedor de la cicuta.

La ciencia del amor era grande en los tiempos de Erzsébet Báthory, aunque las valerosas castellanas tuvieran que conformarse con rudos abrazos. La literatura italiana y francesa iba penetrando en Hungría y se apreciaba a Boccacio, al Aretino y a Brantôme, que amaba tanto a Hungría que tenía el proyecto de viajar por ella, en 1536. De Venecia, con las perlas y los brocados, venían esos «consoladores» que se hacían con cristal o terciopelo rosa. Más al norte, los polacos recordaban aún la conducta de Enrique de Valois al que querían mucho como rey pero al que reprochaban sus favoritos, elegidos también en su mayor parte en Italia. Había dado que hablar seguramente en Hungría durante las salvajes noches de junio de 1574, cuando recorría tan deprisa como se lo permitían caballos y carruajes el norte, el centro y el suroeste de este país, cruzando los Pequeños Cárpatos más arriba del castillo de los Báthory para volver por Italia a París y a sus juegos taciturnos y agitados.

En el siglo XIV, una secta de lesbianas húngaras flagelantes recorría Alemania desnudándose en público y aullando salvajes canciones. ¿De qué antiguo matriarcado y para qué homenaje a la Madre del Universo venía, dándose golpes de pecho, esta homosexual tribu? ¿Postreras profetisas del árbol y del agua, postreras sacerdotisas del culto efesio de Artemisa, pasado por Asia Menor y Turquía, que vino a encontrar allí fervientes adeptas? ¿O, más sencillamente, culto nacido de sí mismo bajo el signo nórdico de las dos comadrejas hembras, extrañamente enredadas, blasón que hará suyo, más adelante, una princesa alemana? En Hungría, la comadreja, el animal escurridizo iluminado de luna, era el símbolo de la virgen: Saroldu, la comadreja blanca.

¿Por qué no sacrificó Erzsébet Báthory ni una sola vez un macho a esta Kali de la que, ciertamente, no había oído hablar en su época, pero cuyo culto celebraba inconscientemente? Puede pensarse que, a través de su huraño y salvaje carácter húngaro, alguna vena fanática llegada de lejos, del remoto Oriente, de aquella Bengala donde reina y domina el gran subconsciente femenino, se había insinuado en ella; la propia Erzsébet no había tomado de aquella Madre de las memorias más que la sensualidad y el gusto por la sangre. No le repugnaban los malos olores; los sótanos de su castillo olían a cadáver; su cuarto, iluminado por una lámpara de aceite de jazmín, olía a sangre vertida en el suelo al pie mismo del lecho. Como los sectarios ascetas de la Madre universal, que conservan las manos impregnadas del olor de los cráneos en descomposición que el Ganges arroja a veces a sus orillas, no temía el olor de la muerte y lo disimulaba con fuertes perfumes.

Sólo ofrendó muchachas a esa diosa tan íntimamente mezclada consigo misma que creyó, hasta el final, que todo crimen cometido para su propio placer era lícito. Y quería que aquellas jóvenes fueran hermosas y altas. En su cuadernillo indica, frente a un nombre: «Era muy baja». Era una nota peyorativa referida a una sirvienta desaparecida en el abismo de horror en el que la habían precedido numerosas compañeras.

Este universo exclusivamente femenino en el que se movía Erzsébet resulta sorprendente. Había lacayos en el castillo, pero no asistían a las ejecuciones. Cruzaban las habitaciones para ocuparse de sus tareas y encontraban, de pie, en los rincones, jóvenes costureras desnudas, y otras, en el patio, también desnudas, atando así haces de leña. El agua y la leña las llevaban mujeres a las salas de tortura. Sólo mujeres permanecían encerradas con la Condesa y las víctimas.

En cuanto Erzsébet llegaba a un sitio, su primer cuidado era buscar lugar para montar una sala de tortura: que fuera recóndita, que los gritos quedasen sofocados. Igual que un pájaro encuentra exactamente el lugar de su nido, sabía ella, recorriendo las salas y los sótanos, descubrir acá o acullá, en cada uno de sus castillos, los lugares aparentemente más dispares pero siempre los más propicios para sus designios.

Erzsébet conocía los vicios de su tía Klára Báthory, pues la veía y la recibía con bastante frecuencia. Nada en su carácter permite asegurar que se prohibiese gozar de ellos, sino todo lo contrario. Probó incluso a uno de sus lacayos llamado Jezorlavy Istok, de apodo «Cabeza de hierro»; era un hombre fuerte y muy alto, audaz hasta el punto de que, incluso en público en la sala del castillo, se entregaba con ella a «bromas y juegos voluptuosos». Pero él también tuvo miedo y se perdió por Hungría.

En cuanto a la hija que se dice que tuvo con un joven campesino, las fechas son tan contradictorias que no se sabe dónde situar el acontecimiento en la historia de Erzsébet Báthory. Pretenden que aconteció poco antes de su boda. Tenía a la sazón catorce años. Pidió a Úrsula Nádasdy permiso para ir a despedirse de su madre y partió acompañada por una sola mujer. Anna Báthory deploró este incidente pero le hizo frente con buen criterio. Temía el escándalo y la ruptura de aquel honroso matrimonio. Parece ser que, en secreto, llevó a su hija a uno de sus castillos más lejanos, hacia Transilvania, y dejó correr la voz de que Erzsébet padecía una enfermedad contagiosa. La cuidó con la ayuda de aquella mujer venida de Csejthe y de una comadrona que había jurado guardar el secreto. Nació una niña a la que bautizaron con el nombre de Erzsébet. Y Anna Báthory dio en custodia a la niña, junto con una copiosa renta, a la mujer que había acompañado a su hija. Hizo venir al marido y ambos se quedaron en Transilvania con la criatura. A la comadrona se la envió a Rumania en condiciones de poder vivir desahogadamente pero no pudo nunca volver a Hungría. Anna y Erzsébet, al parecer, fueron luego directamente a Varannó donde estaba decidido que se celebraría la boda.

Según otras fuentes, nació esta hija cuando Erzsébet tenía cuarenta y nueve años, lo que es bastante poco probable. Es, sin embargo, posible que haya tenido una hija natural durante una de las largas ausencias de su marido. ¿Acaso no se la acusó, un buen día, en una boda campesina, de haber seducido al novio simplemente con la finalidad de probar el poder de sus encantos? La novia se había quejado de perder a «tan guapo mozo», pero no muy alto pues su queja habría podido conducir hasta personas demasiado elevadas.

Existió una mujer misteriosa, a la que nadie pudo dar un nombre, que venía a ver a Erzsébet disfrazada de muchacho. Una sirvienta había dicho a dos hombres —lo testimoniaron durante el proceso— que, sin querer, había sorprendido a la Condesa, sola con aquella desconocida, torturando a una muchacha cuyos brazos estaban atados muy fuerte y tan cubiertos de sangre que «ya no se los veía». No se trataba de Ilona Kochiská, pues las sirvientas de Csejthe la conocían bien. Por otra parte, aquella mujer disfrazada, pero con la cara descubierta, parecía pertenecer a la alta sociedad.

Se la vio varias veces y siempre por sorpresa. Erzsébet tenía entonces alrededor de cuarenta y cinco años. Había tenido antes por amante, dicen, a un campesino al que hizo ennoblecer por el propio Francisco Nádasdy; luego, a Ladislao Bende, noble pero poco viril, que desapareció misteriosamente. También tuvo a Thurzó; fue una aventura muy breve entre los dos matrimonios del palatino. Sin embargo, Erzsébet estaba rodeada, sobre todo en Pistyán, de una compañía que gustaba elegir corrompida y en la que todos los vicios se daban mezclados. Ella misma poseía un vocabulario que las mujeres de buena familia empleaban pocas veces y que ella usaba sobre todo durante sus crisis de erotismo sádico, dirigiéndose a jóvenes enloquecidas de dolor por los alfileres que les habían clavado bajo las uñas, o cuando, en su frenética pasión, les quemaba ella misma el sexo con un cirio. Hablaba y gritaba durante las torturas, paseaba por la habitación; luego, como un animal de presa, volvía a su víctima que Dorkó y Jó Ilona sujetaban complacientemente tanto tiempo cuanto fuera menester. Reía con risa espantosa y sus últimas palabras antes de hundirse en el síncope final eran siempre: «¡Más, más, más fuerte!».

Había descubierto, pues, que era más excitante aliarse con otra mujer para torturar a una bella joven desnuda, sin testigos siempre molestos. Su desconocida compañera debía de pensar lo mismo, y dedicadas ambas, para satisfacer su cruel pasión, a desmenuzar con unas pinzas el busto de una muchacha en un apartado aposento del castillo, ignoraban que las habían sorprendido al menos dos veces. La sirvienta y el lacayo habían salido huyendo sin mirar hacia atrás y esperaron el proceso para hablar.

¿Era aquella visitante, para la que se emplea la palabra «señora», una amiga que se desplazaba desde algún castillo cercano para aquellas fiestas de dos? Amiga ignorada e intermitente, en cualquier caso, puesto que en Csejthe conocían a casi todas las personas de la comarca. ¿Una forastera? ¿Cuáles eran entonces con exactitud las relaciones entre ella y Erzsébet? ¿Sus sádicos placeres eran los únicos?

Adiós, pues, a esos umbrales prohibidos de espejos donde se sientan dos sombras semejantes, Pero ir aún más allá, hasta no tener ya más que el crimen por comparsa, tal era el destino de Erzsébet Báthory.