Capítulo 20. La noche más larga

A finales de abril de 2009, la primavera aún se resistía a llegar y las tardes continuaban siendo grises y deprimentes. Para cuando terminaba de vender mis ejemplares de The Big Issue en Angel, casi siempre alrededor de las siete, la oscuridad ya se había echado encima y las farolas de las calles cobraban vida, lo mismo que las aceras.

Tras haber estado muy tranquila durante los primeros meses del año, cuando apenas se veían turistas alrededor, la zona de Angel había resucitado súbitamente. La hora punta de la tarde era ahora tan bulliciosa como jamás la había visto, con cientos de miles de personas entrando y saliendo de la estación del metro.

Tal vez fuera debido a esa gente con aspecto de tener dinero, pero el caso es que el cambio, lamentablemente, también atrajo a otra clase de personas a la zona.

Vivir en las calles de Londres te proporciona un radar muy desarrollado cuando se trata de calar a la gente a la que quieres evitar a toda costa. Eran alrededor de las seis y media o las siete de la tarde, el momento más ajetreado del día para mí, cuando un tipo de los que había encendido mi radar un par de veces apareció andando por la acera.

Ya le había visto antes en una o dos ocasiones, pero afortunadamente siempre de lejos. Tenía un aspecto malencarado y duro. Sabía que yo no era precisamente el tío con mejor pinta de las calles de Londres, pero este hombre estaba realmente consumido. Parecía como si tuviera problemas para dormir. Su piel estaba toda colorada y con ronchas y sus ropas impregnadas de suciedad. Sin embargo, lo que realmente destacaba de él era su perro, un Rottweiler gigante. Era negro con franjas marrones, y desde el momento en que lo vi por primera vez, pude advertir que era agresivo. La visión de los dos caminando juntos me recordó a una vieja ilustración de Bill Sikes y su perro Ojo de Buey en Oliver Twist. Saltaba a la vista que debían atraer los problemas como la miel a las moscas.

Aquella tarde iba acompañado del perro cuando se acercó a la entrada de la estación del metro y se sentó para charlar junto a otros colegas de aspecto igual de sospechoso, que llevaban allí apostados bebiendo cerveza más de una hora. No me gustó la pinta de ninguno de ellos.

Casi inmediatamente observé que el Rottweiler se había fijado en Bob y estaba tirando de la correa, ansioso por acercarse y soltarle un viaje. El tipo parecía tener a su enorme perro bajo control, pero yo no tenía ninguna seguridad de que eso fuera a continuar igual. Se le veía más interesado en hablar con sus colegas y beber cerveza.

Mientras eso sucedía, yo ya estaba a punto de recoger para marcharme. La llegada de esa banda no hizo más que reforzar mi decisión. Tenía un mal presentimiento sobre ellos y el perro. Lo único que quería era sacar a Bob de allí y alejarnos lo más rápido posible.

Empecé a recoger mis ejemplares de The Big Issue y a meter las otras cosas en la mochila, cuando de pronto escuché un penetrante y estruendoso ladrido. Lo que sucedió a continuación fue como si lo viviera a cámara lenta, una mala escena de acción de una mala película de serie B.

Me di la vuelta para ver un destello negro y marrón dirigiéndose hacia nosotros. Obviamente el tipo no había sujetado la correa correctamente. El Rottweiler estaba suelto. Mi primera reacción instintiva fue proteger a Bob, de modo que, de un salto, me interpuse delante del perro. Antes de que me diera cuenta, se abalanzó sobre mí, derribándome. Mientras me desplomaba, conseguí rodear al perro con los brazos y acabamos tirados en el suelo, peleando. Yo gritaba y maldecía, tratando de agarrarle por la cabeza para que no pudiera morderme, pero el perro era demasiado fuerte.

Los Rottweilers son perros muy poderosos y no tengo ninguna duda de que si la pelea hubiera durado unos segundos más, yo habría salido escaldado. Solo Dios sabe qué clase de heridas me hubiera infligido. Afortunadamente fui repentinamente consciente de otra voz que gritaba y sentí como el peso del perro desaparecía al ser arrastrado en otra dirección.

—Ven aquí, jo**** —estaba gritando el dueño, tirando con todas sus fuerzas de la correa. Entonces golpeó al perro en la cabeza con algo duro. No sé lo que era, pero el sonido fue espeluznante. En otras circunstancias me habría preocupado por el bienestar del perro, pero mi principal prioridad era Bob. Debía de estar aterrorizado por lo sucedido. Me giré para mirarle, pero el lugar en el que estaba sentado ahora se hallaba vacío. Di una vuelta de trescientos sesenta grados para ver si alguien lo había cogido para protegerlo, pero no había rastro de él. Había desaparecido.

Súbitamente comprendí lo que debió de pasar. Había dejado una pila de ejemplares de The Big Issue a poca distancia de nuestro puesto, debajo de un banco. La correa de Bob no era tan larga como para llegar hasta ahí, así que, en mi ansiedad por alejarnos del Rottweiler y de su dueño, la desenganché un momento de mi cinturón. Solo tardé un segundo o dos, mientras recogía todas las cosas, pero eso fue suficiente. Ése había sido mi gran error. El Rottweiler debió de observar toda la escena y también a Bob, y darse cuenta. Ésa fue la razón por la que se soltó y cargó contra nosotros en ese preciso momento.

De pronto sentí que me invadía un pánico ciego.

Algunas personas se habían congregado alrededor para preguntarme si me encontraba bien.

—Estoy bien. ¿Alguien ha visto a Bob? —pregunté, aunque lo cierto es que no me encontraba nada bien. Me había hecho daño cuando el perro me tiró al suelo y tenía cortes en las manos donde me clavó los dientes. En ese momento apareció una de mis clientas habituales, una mujer de mediana edad que solía traerle regalos a Bob. Estaba claro que había advertido la conmoción y por eso se acercó.

—Acabo de ver a Bob corriendo en dirección al pasaje de Camden —indicó—. Traté de atraparle por la correa, pero fue demasiado rápido.

—Gracias —respondí, mientras agarraba mi mochila y salía corriendo con el corazón desbocado.

Mi mente regresó inmediatamente al día en que se escapó en Piccadilly Circus. Pero, por alguna razón, esto parecía más serio. En aquel momento simplemente se asustó al ver a un hombre con un extraño atuendo. Pero esta vez había corrido auténtico peligro físico. Si yo no hubiera intervenido, el Rottweiler sin duda le hubiera atacado. ¿Quién sabe el impacto que la visión del perro abalanzándose sobre nosotros pudo tener en él? ¿Tal vez fue un recordatorio de algo que presenció en el pasado? No tenía ni idea de lo que debía de estar sintiendo, aunque imaginaba que estaría tan asustado y angustiado como yo.

Corrí directamente hacia el pasaje de Camden, esquivando a las hordas que se concentraban a esas horas de la tarde alrededor de las tabernas, bares y restaurantes.

—¡Bob, Bob! —no dejaba de repetir, granjeándome extrañas miradas de los transeúntes—. ¿Alguien ha visto un gato naranja corriendo por aquí con la correa colgando? —pregunté a un grupo de gente que estaba frente a la puerta del bar más grande del pasaje.

Todos se encogieron de hombros.

Tenía la esperanza de que, al igual que hizo cuando sucedió lo de Piccadilly Circus, Bob buscaría refugio en alguna tienda. Pero a esta hora la mayoría de los locales estaban cerrados. Solo los bares, restaurantes y cafés permanecían abiertos. Mientras me abría paso por el estrecho callejón preguntando a todo el mundo, lo único que obtuve fueron respuestas negativas. Si decidió seguir más allá del pasaje de Camden, dirigiéndose hacia el norte, entonces habría acabado en Essex Road, la vía principal que llevaba a Dalston y más allá. No era la primera vez que recorría una parte de esa ruta, pero nunca de noche ni por su cuenta.

Estaba empezando a desesperarme cuando me crucé con una mujer al final del pasaje, a poca distancia de la desembocadura frente a Islington Green, que señaló en dirección a la carretera.

—He visto un gato corriendo calle abajo en esa dirección —declaró—. Iba como un cohete, no tenía aspecto de que fuera a detenerse. Se estaba acercando a la carretera principal, como si estuviera pensando en cruzar.

Al final del pasaje, salí a la calle y escruté la zona. Bob estaba familiarizado con Islington Green y a menudo se paraba allí para hacer sus necesidades. También era el lugar donde las furgonetas de la Cruz Azul solían aparcar. Merecía la pena echar un vistazo. Crucé rápidamente la calle y corrí hacia la pequeña zona de jardín acotada. Allí había algunos matorrales que le gustaba olfatear. Me arrodillé y miré por debajo. A pesar de que la luz había desaparecido y apenas podía distinguir mi mano delante de mí, anhelaba contra toda esperanza poder ver un par de brillantes ojos fijos en mí.

—Bob, Bob, ¿dónde estás, amigo? —Pero nadie contestaba.

Caminé hacia la otra esquina de la zona ajardinada y grité un par de veces más. Pero aparte de algún gruñido de un par de borrachos que estaban sentados en uno de los bancos, lo único que pude escuchar fue el insistente rumor del tráfico.

Salí de Green y me encontré delante de la gran librería Waterstone’s. Bob y yo entrábamos con frecuencia y el personal siempre le hacía alguna carantoña. A estas alturas era como agarrarse a un clavo ardiendo, pero tal vez se hubiera dirigido allí buscando refugio.

El interior de la tienda parecía muy tranquilo, una parte del personal se estaba preparando para cerrar. Apenas había unas cuantas personas curioseando en las estanterías.

Conocía a una de las mujeres que atendían detrás del mostrador. Para entonces yo estaba sudando profusamente, respirando con dificultad y sin duda mi aspecto era agitado.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó.

—He perdido a Bob. Un perro nos atacó y Bob salió corriendo. ¿No habrá entrado aquí?

—Oh, no —negó evidentemente consternada—. Llevo todo el rato aquí y no lo he visto. Pero déjeme que pregunte arriba.

Descolgó el teléfono y marcó el número de otro departamento.

—¿No habréis visto un gato por allí arriba, verdad? —preguntó. Su lenta sacudida de cabeza fue todo lo que necesitaba saber—. Lo siento mucho —repuso—. Pero si lo vemos, nos aseguraremos de retenerlo aquí.

—Gracias —dije.

Fue entonces, mientras salía de Waterstone’s hacia la ahora oscura noche, cuando la cruda realidad se hizo evidente. Lo había perdido.

Estaba hecho polvo. Durante los siguientes minutos me quedé como atontado. Seguí caminando por Essex Road, pero ya había renunciado a preguntar en los cafés, restaurantes y tabernas.

Ésta era la ruta por la que llegábamos todos los días y regresábamos de nuevo cada noche. Cuando vi un autobús dirigiéndose hacia Tottenham, una idea se formó en mi crispada mente. ¿Acaso no se habría atrevido…? ¿Podría ser…?

Vi a un inspector esperando en una de las paradas de autobús y le pregunté si no habría visto a un gato subiéndose a un autobús. Sabía que Bob era lo bastante listo para hacerlo. Pero el tipo me miró como si le estuviera preguntando si había visto un grupo de alienígenas cogiendo el 73. Se limitó a negar con la cabeza y darse la vuelta.

Sabía que los gatos tienen un gran sentido de la orientación y son conocidos por hacer largos viajes. Pero no había forma de que Bob pudiera encontrar el camino de vuelta hasta Tottenham. Eran más de cinco kilómetros y medio por zonas realmente difíciles de Londres. Nunca habíamos caminado por allí, solo las habíamos atravesado en autobús. Rápidamente decidí que por ahí no llegaría a ningún lado.

La siguiente media hora fue una montaña rusa de emociones contradictorias. Tan pronto me decía a mí mismo que no podría llegar muy lejos sin que alguien le encontrara y lo notificara, como todo lo contrario. Había un montón de gente que le conocía. Y aunque lo encontrara alguien que no le conociera, si tenía un poco de sensibilidad, vería que llevaba un microchip y sabría que podría obtener todos sus datos en el centro nacional de microchips.

Pero en cuanto me convencía a mí mismo, una idea muy diferente se abría paso en mi mente y, de pronto, una serie de oscuros pensamientos, como pesadillas, empezaban a darme vueltas en la cabeza.

Tal vez fuera esto lo que le sucedió tres años antes. Tal vez fuera así como acabó llegando a mi edificio de apartamentos esa noche de primavera. Tal vez ese fuera el resorte que provocó su decisión de mudarse otra vez. Me sentía totalmente destrozado por dentro. La parte lógica y sensata me decía: «Está bien, lo recuperarás». Pero la parte salvaje, la irracional, me gritaba algo mucho más desolador: «Se ha marchado, no volverás a verlo». Estuve paseando arriba y abajo de Essex Road durante casi una hora. Ahora estaba totalmente oscuro y el tráfico atascaba toda la calle hasta el final de Islington High Street. Estaba hecho un lío. No sabía qué hacer. Sin capacidad para pensar, volví a recorrer Essex Road en dirección a Dalston. Mi amiga Belle vivía en un apartamento aproximadamente a un kilómetro y medio. Me dirigí hacia allí.

Al pasar por delante de un callejón, vi el destello de una cola. Era negra y fina, muy diferente de la de Bob, pero mi mente estaba tan alterada que me jugaba malas pasadas y me convenció de que debía de ser él.

—¡Bob! —grité, adentrándome en el oscuro pasaje, pero no había nadie allí.

En alguna parte en la oscuridad, escuché un suave maullido. No sonaba como el de Bob. Después de un par de minutos, continué andando.

A estas alturas el tráfico era mucho menos intenso. La noche se había echado encima, peligrosamente silenciosa. Por primera vez advertí las estrellas en lo alto. No era el cielo estrellado de la noche australiana, pero aun así resultaba impresionante. Hacía solo unas semanas había estado observando las estrellas en Tasmania y diciéndole a todo el mundo que volvía a casa para cuidar de Bob. «¡Qué buen trabajo he hecho!», exclamé, maldiciéndome para mis adentros.

Por un instante, me planteé si mi prolongada estancia en Australia tenía algo que ver con esto. ¿Acaso pasar tanto tiempo separados había conseguido aflojar los lazos que había entre Bob y yo? ¿Acaso haber estado ausente durante seis semanas le hizo plantearse mi compromiso hacia él? ¿O es que el ataque del Rottweiler le hizo ver que ya no podía confiar en mí para protegerle? La sola idea me resultaba insoportable.

Cuando la calle de Belle apareció a la vista, aún sentía que estaba a punto de echarme a llorar. ¿Qué iba a hacer yo sin él? Nunca más volvería a encontrar un compañero como Bob. Y fue entonces cuando sucedió. Por primera vez en años sentí la abrumadora necesidad de meterme un chute.

Traté de apartar la idea inmediatamente, pero una vez más mi subconsciente empezó a librar una batalla de voluntades. Una parte de mí pensaba que si había perdido a Bob no sería capaz de soportarlo y tendría que anestesiarme de la pena que ya estaba sintiendo.

Belle, al igual que yo, llevaba años luchando con su adicción. Pero sabía que su compañera de piso aún consumía. Cuanto más me acercaba a su calle más terroríficos eran los pensamientos que llenaban mi cabeza.

Para cuando llegué a casa de Belle, eran casi las diez de la noche. Llevaba vagando por las calles un par de horas. Escuché unas sirenas a lo lejos, los polis debían de estar de camino a alguna pelea en un bar. No podía importarme menos.

Mientras me acercaba por el camino tenuemente iluminado al portal, distinguí una silueta entre las sombras del lateral del edificio. Era indudablemente la silueta de un gato, pero ya había perdido toda esperanza y supuse que sería cualquier gato callejero buscando refugio del frío. Entonces vi su cara, esa cara inconfundible.

—Bob.

Dejó escapar un aullido lastimero, igual al que le había escuchado en el vestíbulo la primera vez que lo encontré, como queriendo decir: «¿Dónde has estado? Llevo años esperando aquí».

Lo cogí en brazos, estrechándole fuerte.

—Como sigas escapándote, vas a acabar conmigo —declaré, mi mente tratando de discernir cómo había conseguido llegar hasta allí.

Pero no tardé demasiado en entenderlo. Y me sentí como un idiota por no haberlo pensado antes. Me había acompañado muchas veces a casa de Belle, y luego pasó seis semanas allí mientras estuve fuera. Tenía sentido que se le hubiera ocurrido venir aquí. ¿Pero cómo demonios pudo llegar? Debíamos de estar a más de dos kilómetros y medio de nuestro puesto en Angel. ¿Habría venido caminando? Y de ser así, ¿cuánto tiempo llevaba aquí?

Pero nada de eso importaba ahora. Mientras lo tenía en brazos haciéndole caricias, él lamía mi mano con su lengua áspera como papel de lija. Frotó su cara contra la mía, enroscando el rabo.

Llamé a casa de Belle y ella me invitó a subir. Mi humor había pasado de la desesperación al delirio. Me sentía en la cima del mundo.

La compañera de piso de Belle también estaba allí y dijo:

—¿Quieres algo para celebrarlo? —sugirió, sonriendo con un deje de astucia.

—No, estoy bien, gracias —contesté, tirando de Bob mientras jugaba a arañarme la mano y mirando hacia Belle—. Con una cerveza estaré genial.

Bob no necesitaba drogas para pasar la noche. Solo necesitaba a su compañero: a mí. Y en ese momento decidí que eso era lo único que yo necesitaba. Lo único que necesitaba era a Bob. Y no solo esta noche, sino mientras tuviera el privilegio de tenerlo en mi vida.