Definitivamente, el traslado a Angel recibió el visto bueno de Bob; me bastaba con observar cada día su lenguaje corporal mientras nos dirigíamos a trabajar.
Cuando nos bajábamos del autobús en Islington Greene, ya no me pedía que le pusiera sobre mis hombros, como hacía cuando estábamos en el centro de Londres. En su lugar, la mayoría de las mañanas tomaba la iniciativa y caminaba resueltamente delante de mí, recorriendo el callejón de Camden, por delante de todas las tiendas de antigüedades, cafés, bares y restaurantes, hasta llegar al final de Islington High Street y la gran zona pavimentada alrededor de la entrada a la estación del metro.
Algunas veces teníamos que dirigirnos al coordinador de The Big Issue en el lado norte de Green, por lo que cogíamos un camino diferente. Si ése era el caso, él siempre cogía la ruta más directa a la zona acotada de jardín en el corazón de Green. Yo esperaba observando, mientras él husmeaba entre la maleza, buscando roedores, pájaros o cualquier otra confiada criatura sobre la que poder demostrar sus dotes de cazador. Hasta el momento no había atrapado nada, pero eso no minó su entusiasmo por meter la cabeza en cada rincón y hueco de la zona.
Cuando finalmente llegábamos a su lugar favorito, frente al puesto de las flores y el quiosco de periódicos, cerca de uno de los bancos junto a la entrada del metro de Angel, se quedaba allí plantado y observaba cómo iniciaba mi rutina diaria, dejando mi bolsa en el suelo y colocando un ejemplar de The Big Issue delante de ella. Una vez concluido el proceso, se sentaba y empezaba a lavarse, quitándose la suciedad del trayecto y preparándose para el día.
Yo me sentía igual que él respecto a nuestro nuevo territorio. Después de todos los problemas que había tenido en Covent Garden a lo largo de los años, Islington suponía un refrescante comienzo para los dos. Sentía como si estuviéramos empezando una nueva era, una que esta vez iba a durar.
La zona de Angel era diferente de Covent Garden y de las calles que rodean al West End en muchas y sutiles formas. Durante el día, en el centro de Londres las calles estaban principalmente abarrotadas de turistas y, por las noches, se llenaban de juerguistas que acudían al West End y del público de cines y teatros. Angel, en cambio, no era tan bullicioso, aunque la estación de metro era utilizada por una considerable masa humana que salía y entraba de la estación cada día.
Sin embargo se trataba de un tipo diferente de gente. Aunque, por supuesto, también tenía muchos turistas que acudían atraídos por los restaurantes y locales pseudoartísticos como Sadler’s Wells y el Centro de Negocios y Diseño de Islington.
Pero también era una zona más profesional y, a falta de otra definición mejor, de más categoría. Cada tarde observaba a las hordas de ejecutivos correctamente vestidos entrando y saliendo de la estación de metro. La mala noticia era que la mayoría de ellos apenas se daba cuenta de que había un gato pelirrojo apostado delante de la estación. Por el contrario, la buena era que una gran proporción de aquellos que sí aminoraban el paso y le miraban, enseguida simpatizaban con Bob. Y además eran muy generosos. Rápidamente descubrí que, en Islington, tanto el poder adquisitivo como las propinas eran ligeramente mayores que las de Covent Garden.
Por otro lado, los vecinos de Angel eran generosos de una forma diferente de los de Covent Garden. Casi desde el primer momento en que empezamos a vender allí The Big Issue, la gente comenzó a traerle a Bob cosas de comer.
La primera vez que sucedió fue durante nuestro segundo o tercer día. Una mujer muy elegante se detuvo a charlar. Me preguntó si a partir de ahora íbamos a estar siempre allí, lo que me pareció un tanto sospechoso. ¿Acaso pensaba presentar alguna queja? Sin embargo, no podía estar más equivocado. Al día siguiente, apareció con una pequeña bolsa de la compra de los almacenes Sainsbury’s que contenía un pequeño botellín de leche de gato y una tarrina de Whiskas.
—Aquí tienes, Bob —dijo muy contenta, colocándolo todo en la acera delante de Bob.
—Probablemente se lo daré para cenar esta noche, si le parece bien —sugerí dándole las gracias.
—Pues claro —repuso—. Mientras que lo disfrute, eso es lo único que importa.
Después de aquello, más y más vecinos empezaron a traerle pequeñas golosinas.
Nuestro puesto estaba un poco más abajo de un enorme supermercado Sainsbury’s. Pronto resultó obvio que los que iban allí para hacer sus compras semanales también se acordaban de adquirir algún pequeño premio para Bob y, cuando salían de regreso a sus casas, le dejaban los regalos.
Un día, unas pocas semanas después de que empezáramos en Angel, aproximadamente una media docena de personas tuvieron un detalle con Bob, de modo que, al final del día, ya no me cabían en la mochila todas las botellitas de leche de gato, tarrinas, latas de atún y otros sabores que se habían ido apilando a lo largo del día. Tuve que guardarlo todo en una bolsa grande del supermercado. Cuando regresamos al apartamento, la comida de Bob ocupó toda una balda de los armarios de la cocina. Aquello sirvió para darle de comer durante casi una semana.
El otro aspecto que confirmaba que se trataba de un mundo aparte del de Covent Garden era la actitud del personal de la estación de metro. En Covent Garden yo era el anticristo, una figura prácticamente odiada. Podía contar con los dedos de una mano el número de personas con las que conseguí entablar una buena amistad durante los años que estuve tocando o vendiendo The Big Issue allí. De hecho solo se me ocurrían dos.
Por el contrario, el personal de Angel fue muy cariñoso y generoso con Bob desde el principio. Un día, por ejemplo, el sol había estado pegando fuerte. El termómetro debió de superar con creces los treinta grados en algún momento. Todo el mundo caminaba en mangas de camisa a pesar de que, técnicamente, estábamos en otoño. Yo sudaba como un loco con mis vaqueros negros y mi camiseta negra.
Coloqué deliberadamente a Bob a la sombra del edificio que teníamos detrás para que no pasara tanto calor. Sabía que ese bochorno no era bueno para los gatos. Aproximadamente una hora después de que nos hubiéramos instalado, comprendí que tendría que conseguir un poco de agua para él. Pero antes de que me diera tiempo a hacer algo, una figura apareció del interior de la estación del metro con un bonito cuenco de acero lleno de agua clara. Reconocí inmediatamente a la mujer. Su nombre era Davika, una de las taquilleras, que se había parado a hablar con Bob en numerosas ocasiones.
—Aquí tienes, Bob —indicó, acariciándole la parte interior del cuello mientras colocaba el cuenco delante de él—. No queremos que te deshidrates, ¿no es así? —declaró.
A él le faltó tiempo para hundir el morro en el agua y bebérsela en un santiamén.
Bob siempre ha tenido la habilidad de granjearse la simpatía de la gente, pero nunca deja de asombrarme cómo muchos se vuelven fieles admiradores suyos. Se había ganado a la gente de Islington en cuestión de semanas. Era realmente asombroso.
Por supuesto no todo era perfecto en Angel. A fin de cuentas, estábamos en Londres. No todo podían ser sonrisas y amabilidad. El mayor problema era la concentración de personas que trabajaban en la zona de alrededor del metro.
A diferencia de Covent Garden, donde todas las calles aledañas están llenas de actividad, en Angel las cosas se concentraban alrededor de la estación del metro y, en consecuencia, siempre había un montón de gente variopinta operando en las calles, desde gente ofreciendo periódicos gratis a colaboradores de organizaciones humanitarias o «pedigüeños», como se les suele llamar.
Ése era uno de los cambios más grandes que había observado desde que empecé a trabajar en las calles diez años atrás. Las calles eran ahora mucho más competitivas de lo que solían ser. Los «pedigüeños» normalmente eran personas jóvenes con un exceso de entusiasmo que trabajaban para asociaciones humanitarias o caritativas. Su trabajo era acorralar a ejecutivos y turistas ricachones y obligarles a escuchar una perorata sobre sus proyectos solidarios. Luego intentaban persuadirles para que firmaran una pequeña cuota mensual con cargo a sus cuentas bancarias. Era como sufrir un «atraco» en nombre de la beneficencia, y de ahí su apodo.
Algunas eran asociaciones para el tercer mundo, y otras estaban relacionadas con la salud, con el cáncer u otras enfermedades como la fibrosis quística o el alzheimer. Yo no tenía ningún problema por el hecho de que estuvieran allí, era su forma de asaltar a la gente lo que me molestaba. Por supuesto, yo también tenía mi propio discurso para vender The Big Issue, pero no era tan entrometido ni tan persistente como el de algunos de ellos. Les gustaba seguir a la gente a lo largo de la calle intentando entablar conversaciones que no deseaban tener.
En consecuencia, pude advertir cómo la gente, al salir de la estación de metro y ver el muro de entusiastas captadores, generalmente vestidos con llamativas camisetas, echaba a correr. Muchos de ellos eran clientes potenciales de The Big Issue, por lo que resultaba bastante desesperante.
Cuando veía que alguien estaba espantando a la clientela, entonces trataba de hablar con él. Algunos de esos captadores se lo tomaban bien. Me respetaban y me dejaban mi espacio. Pero otros no lo hacían.
Un día tuve una acalorada discusión con un joven estudiante cuya pelambrera era una auténtica maraña de rizos. Había estado irritando a la gente, acosándola y siguiéndola a lo largo de la calle mientras intentaba huir de él. Decidí decirle algo.
—Oye colega, nos estás dificultando la vida a todos los que estamos trabajando aquí —comenté, tratando de ser educado—. ¿No te podrías mover unos metros más para allá y darnos un poco de espacio?
Se puso muy nervioso al oírme.
—Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí —declaró—. Tú no eres quién para decirme lo que tengo que hacer y, además, haré lo que me dé la gana.
Si quieres sacar de quicio a alguien, solo tienes que decir esas palabras. Así que le dejé muy claro el hecho de que mientras él estaba intentando sacar dinero para costearse su «año sabático», yo estaba tratando de ganar dinero para pagar la electricidad y el gas y tener un techo sobre mi cabeza y la de Bob.
Su cara empalideció y pareció achantarse cuando se lo expliqué en esos términos.
Otras personas que también me resultaban bastante irritantes eran las que repartían distintas revistas gratuitas que se acababan de publicar. Algunas de ellas, como StyleList y ShortList, eran de bastante buena calidad, así que me causaban innumerables problemas que podrían resumirse en una sola pregunta: ¿por qué iba nadie a querer pagar por una revista cuando podían obtenerla gratis de estas personas?
Así que cada vez que veía a alguno aparecer por mi zona, trataba de razonar con ellos y directamente les abordaba: «Todos necesitamos trabajar, así que tenéis que darme un poco de espacio para hacer mi trabajo. Podríais poneros al menos a seis o siete metros». Mi sugerencia no siempre funcionaba porque muchos de los que distribuían las revistas no hablaban inglés. Entonces intentaba hacerles ver la situación, pero no entendían lo que les decía. Otros simplemente no estaban dispuestos a oír mis quejas.
Pero sin duda las personas más molestas que trabajaban a mi alrededor en la calle eran los que hacían sonar el cubilete: trabajadores de beneficencia que aparecían con grandes huchas de plástico para recolectar dinero para cualquier causa.
Al igual que he dicho antes, también simpatizaba con muchas de las causas para las que estaban intentando recaudar dinero: África, temas de medio ambiente, derechos de los animales. Todas eran causas estupendas y loables. Pero si las historias que había oído sobre cómo una gran parte del dinero recaudado acababa en los bolsillos de algunos de esos voluntarios eran ciertas, entonces ya no me merecían tanta simpatía. Muchos de ellos no tenían licencia ni ninguna clase de acreditación. Si mirabas las tarjetas plastificadas que colgaban alrededor de sus cuellos, parecían haber salido de alguna clase de fiesta de cumpleaños infantil. Se les veía carentes de profesionalidad.
Aun así, se les permitía trabajar en el interior del metro, un lugar prohibido para los vendedores de The Big Issue. No podía evitar cabrearme cada vez que veía a uno de estos tíos haciendo sonar las monedas de sus huchas de plástico y molestando a las personas. Algunas veces se ponían justo delante de los torniquetes. Y así, cuando los usuarios y visitantes salían de la estación, ya no estaban de humor como para convencerles de que compraran un ejemplar de The Big Issue.
A mi modo de ver, aquello era como si se hubieran invertido los papeles. En Covent Garden yo había sido el rebelde que no se quedaba quieto en las zonas asignadas e incluso se saltaba ligeramente las leyes. Ahora me encontraba al otro lado.
Yo era el único vendedor con licencia en el exterior de la estación del metro. Había negociado con los otros vendedores principales de la zona —como el vendedor de periódicos o la florista—, sobre en qué sitios podía o no colocarme. Sin embargo los pedigüeños, los mendigos aprovechados y los agitadores de huchas plastificadas no hacían más que pisotear esas reglas. Supongo que muchos pensarán que aquello resultaba irónico, pero debo admitir que había ocasiones en que me costaba mucho ver la parte graciosa del asunto.