Ese año el otoño fue fresco y húmedo. Los árboles pronto quedaron helados y sin follaje cuando los vientos fríos y las intensas lluvias se hicieron presentes. Una mañana Bob y yo salimos de nuestro edificio de apartamentos y nos dirigimos hacia la parada del autobús. El sol una vez más no aparecía por ninguna parte y había empezado a caer una suave y ligera llovizna.
Bob no era demasiado amigo de la lluvia, así que al principio pensé que su estado soñoliento y su perezosa forma de caminar se debía a eso. Parecía sopesar cada paso que daba, como si se moviera a cámara lenta. «Tal vez se haya pensado mejor lo de acompañarme hoy, me dije. O tal vez sea cierto lo que dicen sobre que los gatos pueden percibir el mal tiempo en el aire». Al echar un ojo al cielo, advertí que un gigantesco y oscuro frente nuboso cubría el norte de Londres como una enorme nave alienígena. Probablemente se pasaría así todo el día y, casi con toda seguridad, descargaría un fuerte aguacero a su paso. Quizá Bob tenía razón y era mejor que nos diéramos la vuelta, pensé durante un segundo. Pero entonces recordé que pronto llegaría el fin de semana y no teníamos suficiente dinero para pasar tantos días. «Los pobres no pueden elegir; incluso aunque hayan sido declarados inocentes», me dije a mí mismo, tratando de aferrarme a esa máxima.
Nunca me hacía demasiada gracia trabajar en las calles de Londres, pero hoy tenía la impresión de que me hubieran dado una patada en el culo.
Bob aún se movía a paso de caracol, por lo que nos llevó un par de minutos recorrer apenas noventa metros de calle.
—Vamos, colega, sube a bordo —le animé, dándome la vuelta y colocándolo sobre mi hombro en la posición de costumbre.
Él se acurrucó contra mi cuello y juntos nos encaminamos hacía Tottenham High Road y al autobús. La lluvia estaba arreciando. Gruesas y pesadas gotas rebotaban sobre el pavimento. Bob parecía estar bien mientras esquivábamos los charcos a lo largo de nuestro recorrido, tratando de refugiarnos bajo cualquier cubierta disponible. Pero cuando por fin nos instalamos en el autobús, pude advertir que su bajo estado de ánimo no se debía solamente al tiempo.
El trayecto era normalmente uno de sus momentos favoritos del día. Bob era un gato curioso y el mundo solía ser un lugar de infinito interés para él. No importa la cantidad de veces que lo hiciéramos, que él nunca se cansaba de pegar la cara contra el cristal. Pero hoy ni siquiera se molestó en ponerse en el asiento junto a la ventana —aunque tampoco habría visto mucho debido a la condensación de vapor en los cristales y a las salpicaduras de lluvia que oscurecían la vista del mundo exterior. En su lugar, se hizo un ovillo en mi regazo. Parecía cansado. Su lenguaje corporal era mustio. Al mirarle a los ojos advertí que tenía aspecto soñoliento, como si estuviera medio dormido. Definitivamente no estaba en su estado de alerta normal.
Pero no fue hasta que nos bajamos en la parada de Tottenham Court Road cuando el estado de Bob cambió a peor. Afortunadamente la lluvia había cesado un poco y pude abrirme paso por las calles traseras en dirección a Covent Garden. No era un proceso fácil y tuve que ir esquivando los enormes charcos y gigantescos paraguas con los que me iba topando de cuando en cuando.
Mientras recorríamos la calle Neal, caí súbitamente en la cuenta de que Bob se estaba comportando de forma extraña en mi hombro. En vez de estar sentado impasible como hacía normalmente, se retorcía, moviéndose nerviosamente.
—¿Te encuentras bien, colega? —pregunté reduciendo el paso.
De pronto empezó a moverse de forma agitada, haciendo extraños ruidos como si estuviera ahogándose o tratando de aclararse la garganta. Convencido de que iba a saltar o caerse, le bajé hasta posarlo en el suelo para ver qué le pasaba. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de arrodillarme, empezó a vomitar. No era nada sólido, solo bilis, pero no paraba de devolver. Vi cómo su cuerpo se convulsionaba con las arcadas, luchando para expulsar lo que quiera que le hubiera puesto enfermo. Durante unos segundos me pregunté si no sería culpa mía, o si no se habría mareado con todo el movimiento subido en mi hombro.
Pero luego volvió a vomitar, con nuevas arcadas y arrojando más bilis, por lo que estaba claro que no era un simple mareo por el movimiento. Pronto no le quedó nada más que echar, lo que me resultó sorprendente porque había comido bien la noche anterior y también en el desayuno. Fue entonces cuando comprendí que tenía que haber algo más. Ya debía de haberse encontrado mal por la mañana, incluso antes de que dejáramos el apartamento, probablemente cuando estuvo en el jardín haciendo sus necesidades. Y luego debió de empeorar durante el trayecto en autobús, ahora estaba claro. Me culpé por no haberme dado cuenta antes.
Es extraña la forma en que uno reacciona en situaciones así. Estoy seguro de que mis instintos fueron los mismos que los de cualquier padre o dueño de una mascota. Toda clase de pensamientos absurdos y contradictorios cruzaron por mi cabeza. ¿Habría tomado algo esta mañana que le hubiera sentado mal? ¿Se habría tragado alguna cosa en el apartamento que le provocara ese malestar? ¿O se trataba de algo más serio? ¿Acaso iba a caerse muerto delante de mí? Había oído historias sobre gatos que sufrían un colapso delante de sus dueños tras haber bebido algún producto de limpieza o por ahogarse con trozos de plástico. Durante una décima de segundo, la imagen de Bob muriendo pasó fugazmente por mi cabeza. Pero intenté rehacerme antes de que mi imaginación se desbocara.
«Vamos, James, tienes que enfrentarte a esto con sentido común», me dije.
Sabía que todos esos vómitos y el haberse quedado sin nada líquido que echar significaban que estaba deshidratado. Si no hacía nada, algunos de sus órganos podrían quedar dañados. Decidí que algo de comida y, lo más importante, un poco de agua serían una buena idea. De modo que le cogí en brazos y nos dirigimos hacia un supermercado cercano a Covent Garden que conocía. No llevaba demasiado dinero encima, pero conseguí reunir lo suficiente para comprarle un envase de comida blanda con tropezones de pollo, que a Bob normalmente le encantaba, y una buena botella de agua mineral. No quería arriesgarme a darle agua contaminada del grifo. Eso podría empeorar las cosas.
Lo llevé hasta Covent Garden y lo deposité en la acera en nuestro sitio de siempre. Saqué su cuenco y vertí en él un par de trozos de pollo.
—Aquí tienes, colega —le dije, acariciándole mientras colocaba el cuenco delante de él.
Normalmente se habría abalanzado rápidamente sobre la comida, devorándola en un abrir y cerrar de ojos, pero hoy no. En su lugar, se levantó y la miró durante un rato antes de decidirse a probarla. Incluso entonces se le veía dubitativo, y apenas lamió un poco. Solo se tomó la gelatina, pero no tocó los trozos de carne. Eso hizo que se me encendieran todas las alarmas. Éste no era el Bob que conocía y quería. Algo iba definitivamente mal.
Empecé a vender las revistas sin demasiado entusiasmo. Necesitábamos algo de dinero para poder pasar los siguientes días, sobre todo si iba a tener que llevar a Bob al veterinario y pagar por algún medicamento. Pero no estaba nada concentrado. Me preocupaba mucho más echar un vistazo a Bob que tratar de captar la atención de los transeúntes. El pobre seguía allí tumbado, impasible, sin mostrar interés por nada. No me sorprendió que no se parase demasiada gente para hacer una donación. Después de poco más de dos horas, decidí acortar la jornada. Bob no había vuelto a vomitar, pero definitivamente no estaba bien. Tenía que llevarle al calor —y a la sequedad— del apartamento.
Supongo que hasta ahora no podía quejarme en ese sentido. Desde que le recogí bajo mi ala, había gozado de buena salud y había estado siempre al cien por cien. Al principio tuvo pulgas, pero eso era algo de esperar en un gato callejero. Sin embargo, desde que le puse el tratamiento y le di un medicamento para desparasitarlo, no volvió a tener el menor problema de salud.
De cuando en cuando lo llevaba hasta la camioneta de la Cruz Azul en Islington Green donde le habían puesto el microchip. Los veterinarios y ayudantes ya le conocían y siempre alababan las buenas condiciones en que estaba. Por eso toda esta situación me resultaba un terreno desconocido. Me sentía aterrorizado porque pudiera ser algo serio. Mientras Bob yacía en mi regazo en el autobús de vuelta de Tottenham, sentí que las emociones se iban apoderando de mí poco a poco. Me faltó un tris para echarme llorar. Bob era lo mejor de mi vida. La idea de perderle me resultaba insoportable. No podía quitármelo de la cabeza.
Cuando llegamos a casa, Bob se fue directamente a su sitio bajo el radiador, donde se hizo un ovillo y se echó a dormir. Se quedó allí durante horas. Esa noche no dormí demasiado, preocupado por él. Se le veía tan fastidiado que ni siquiera quiso venir conmigo a la cama y se quedó roncando bajo el radiador de la habitación principal. Me levanté muchas veces para echarle un vistazo. Me deslizaba sigilosamente en la penumbra, pendiente del sonido de su respiración. Una vez me pareció que no respiraba y tuve que agacharme y poner las manos sobre su diafragma para asegurarme que se movía. No pude creer lo aliviado que me sentí cuando noté que estaba ronroneando suavemente.
Como apenas teníamos dinero, tuve que volver a salir al día siguiente. Eso me enfrentó a un verdadero dilema. ¿Debería dejar solo a Bob en el apartamento? ¿O debería ponerle algo de abrigo para que no cogiera frío y llevármelo al centro de Londres para poder vigilarle?
Afortunadamente el tiempo había mejorado mucho esa mañana. El sol por fin brillaba en el cielo. Y cuando salí de la cocina con mi cuenco de cereales, advertí que Bob levantaba la vista para mirarme. Hoy parecía un poco más espabilado y cuando le puse un poco de comida se la tomó con más entusiasmo.
Decidí llevarlo conmigo. Aún estábamos a principios de semana, así que debía esperar un par de días antes de poder llevarle a la furgoneta de la Cruz Azul. Pero para ir adelantando, decidí investigar un poco por mi cuenta y me dirigí a la biblioteca local, donde me senté en uno de los ordenadores y empecé a buscar los síntomas de Bob.
Había olvidado la mala idea que resulta indagar en las páginas médicas. Siempre te dan el peor escenario posible.
Tecleé algunas palabras clave y obtuve numerosas direcciones de información. Cuando escribí los síntomas —letargo, vómitos, pérdida de apetito y otros cuantos— apareció todo un listado de posibles enfermedades.
Algunas no eran demasiado malas, por ejemplo, que sus síntomas se debieran a haber tragado una bola de pelo o incluso a un caso de flatulencia agudo. Pero entonces empecé a mirar otras opciones. Solo la letra A ya resultaba aterradora. Incluyendo la enfermedad de Addison, infección Aguda de riñones o envenenamiento por Arsénico. Y por si éstas no fueran lo suficientemente terroríficas, otras sugerencias de la larga lista incluían leucemia felina, colitis, diabetes, envenenamiento por plomo, salmonella y tonsilitis. Y lo peor de todo, al menos en lo que a mí me importaba, es que una de las páginas decía que podría ser un síntoma prematuro de cáncer de intestino.
Cuando apenas llevaba quince minutos leyendo, ya me había convertido en un manojo de nervios.
Decidí cambiar de táctica y mirar cuál era el mejor tratamiento para los vómitos. Al menos eso era más positivo. Las páginas que consulté sugerían darle mucha agua, descanso y vigilarlo. Así que ése fue mi plan para las siguientes veinticuatro a cuarenta y ocho horas. Me limitaría a observarle atentamente. Y si empezaba a vomitar de nuevo, lo llevaría corriendo al veterinario. Pero si no lo hacía, me acercaría a la Cruz Azul el jueves.
Al día siguiente decidí quedarme en casa hasta pasado el mediodía y así darle a Bob la oportunidad de descansar. Durmió como un tronco, acurrucado en su lugar favorito. Quería vigilarle, pero como parecía estar bien, decidí dejarle durante tres o cuatro horas mientras trataba de hacer alguna venta. No me quedaba más remedio.
Al recorrer las calles que llevaban desde Tottenham Court Road a Covent Garden fui nuevamente consciente de mi invisibilidad. Cuando llegué a Covent Garden todo lo que me preguntaron fue: «¿Dónde está Bob?». Y cuando les conté que estaba enfermo, todos parecieron preocuparse. «¿Se va a poner bien? ¿Es serio? ¿Vas a llevarlo a que le vea el veterinario? ¿Crees que estará bien quedándose solo en casa?».
Fue entonces cuando se me ocurrió una idea. Había conocido a una ayudante de veterinario llamada Rosemary. Su novio, Steve, trabajaba en una tienda de cómics cerca de donde nosotros solíamos instalarnos algunas veces. Bob y yo entrábamos en ella de vez en cuando y así fue como nos habíamos hecho amigos. Uno de esos días, Rosemary estaba allí con Steve, y acabamos hablando de Bob.
Decidí asomarme por la tienda para ver si alguno de los dos estaba por allí. Afortunadamente encontré a Steve, quien me dio el teléfono de Rosemary.
—No le importará que la llames —aseguró—. Sobre todo si es por Bob. Ella le adora.
Cuando hablé con Rosemary me hizo un montón de preguntas.
—¿Qué es lo que come? ¿Toma alguna cosa cuando está fuera?
—Bueno, a veces merodea por los cubos de basura —indiqué.
Era una costumbre que no terminaba de quitarse. Y era un absoluto terror. Le había visto desgarrar bolsas de basura en la cocina hasta hacerlas trizas, por lo que acabé teniéndolas que sacar al descansillo. A fin de cuentas, era un gato callejero y, si bien puedes sacarlo de la calle, nunca puedes sacarle la calle al gato.
Pude notarlo en su voz, fue como si de repente se me hubiera encendido una bombilla.
—Hmm —dijo—. Eso podría explicarlo.
Me prescribió algunos probióticos, antibióticos y un jarabe especial para asentar su estómago.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó—. Mandaré al repartidor para que te lo lleve.
Me quedé desconcertado.
—Oh, no estoy seguro de poder pagarlo, Rosemary —repuse.
—No, no te preocupes, no te costará nada. Lo añadiré a otro pedido en esa misma zona —declaró—. ¿Te viene bien esta tarde?
—Sí, genial —contesté.
Me sentía abrumado. Esos actos espontáneos de generosidad no habían abundado mucho en mi vida durante los últimos años. Lo normal era algún episodio ocasional de violencia, eso sí; pero no de amabilidad. Ése era uno de los mayores cambios que Bob trajo consigo. Gracias a él pude redescubrir la parte buena de la naturaleza humana. Había vuelto a poner mi confianza —y mi fe— en la gente.
Rosemary fue fiel a su palabra. Como sabía que haría. El repartidor llegó a primera hora de la tarde y administré las primeras dosis de la medicina en cuanto se fue.
A Bob no le gustó demasiado el sabor del probiótico. Torció el gesto y retrocedió un paso cuando le di su primera cucharada.
—Mala suerte, colega —dije—. Si no metieras los morros en los cubos de basura, no tendrías que tomar estas cosas.
La medicina le hizo efecto casi inmediatamente. Esa noche durmió a pierna suelta y, a la mañana siguiente, estaba mucho más animado. Tuve que sujetarle la cara con las manos para asegurarme que se tragaba el probiótico.
Para el jueves estaba en pleno proceso de recuperación. Pero, aunque solo fuera como precaución, decidí pasarme por la furgoneta de la Cruz Azul en Islington Green.
La enfermera de guardia lo reconoció inmediatamente y le miró con preocupación cuando le conté que Bob había estado pachucho.
—Hagámosle una rápida revisión, ¿de acuerdo? —sugirió.
Comprobó su peso y le miró el interior de la boca, y luego le palpó por todo el cuerpo.
—Todo parece estar bien —declaró—. Creo que ya está en plena recuperación.
Nos quedamos charlando durante unos minutos antes de marcharme.
—No vuelvas a husmear en esos cubos, Bob —advirtió la enfermera mientras salíamos de la consulta.
Ver a Bob enfermo tuvo un profundo efecto en mí. Parecía ser un gato tan indestructible que nunca me lo hubiera imaginado enfermo. Y descubrir que era mortal me había impactado.
Aquello reafirmó los sentimientos que se estaban afianzando en mi interior desde hacía algún tiempo. Ya era hora de que me rehabilitara definitivamente.
Estaba harto de mi modo de vida. Estaba cansado de la rutina de tener que acudir al Centro de Drogodependencia cada quince días y a la farmacia cada día. Estaba cansado de sentirme como si pudiera recaer en la adicción en cualquier momento.
Así que la siguiente vez que fui a ver a mi consejero, le pregunté qué le parecía si dejaba la metadona y daba el último paso para quedar totalmente limpio. Ya lo habíamos hablado con anterioridad, pero no creo que entonces él me hubiera tomado en serio. En cambio hoy vio que lo decía de corazón.
—No va ser fácil, James —advirtió.
—Sí, lo sé.
—Tendrás que tomar un fármaco llamado Subutex. Entonces podremos ir reduciendo lentamente la dosis hasta que no necesites tomar nada —explicó.
—De acuerdo —declaré.
—La transición puede ser dura, y seguramente sufrirás un severo síndrome de abstinencia —anunció, inclinándose hacia delante.
—Ése es mi problema —aseguré—. Pero quiero hacerlo. Quiero hacerlo por mí y por Bob.
—Muy bien, de acuerdo, yo lo arreglaré todo para que podamos empezar con el proceso en unas semanas.
Por primera vez en años, sentía como si pudiera ver una pequeña luz al final de un túnel muy oscuro.