No había tomado decisiones demasiado acertadas en mi vida. En los últimos diez años, cada vez que se me dio la oportunidad, solo conseguí estropear las cosas. Sin embargo, apenas un par de días después de haberme convertido en vendedor de The Big Issue, ya tenía la absoluta seguridad de haber dado, siquiera por una vez, un paso en la dirección correcta.
Eso tuvo un impacto inmediato en la vida de Bob y en la mía. Para empezar nos proporcionó una base más sólida. Efectivamente, tenía un trabajo de lunes a viernes, bueno, más bien de lunes a sábado.
Durante esas primeras dos semanas, Bob y yo trabajamos en Covent Garden de lunes a sábado, coincidiendo con la duración de cada número de la revista. La nueva edición aparecía los lunes por la mañana.
Solíamos llegar allí aproximadamente a media mañana y, a menudo, terminábamos por la tarde justo con la hora punta, alrededor de las siete. Nos quedábamos todo el tiempo que hiciera falta para vender la remesa de revistas.
Estar con Bob me había enseñado mucho sobre la responsabilidad, pero con The Big Issue alcancé un nuevo nivel. Si no era responsable y organizado, no ganaría dinero. Y si no ganaba dinero, Bob y yo no comíamos. De modo que desde el primer fin de semana tuve que plantearme la forma de llevar el trabajo en The Big Issue como un negocio.
Para alguien que había llevado una vida tan desordenada durante casi diez años, ése era un gran paso. Nunca se me ha dado bien administrar el dinero, y siempre he tenido que vivir al día. Pero ahora me asombraba comprobar cómo me estaba adaptando a las nuevas exigencias.
Por supuesto que había pegas, como no podía ser de otra forma. Para empezar, si no vendías los ejemplares no podías devolverlos, de modo que pronto aprendí que si calculabas erróneamente el número de ejemplares salías muy mal parado. Puedes llevarte un buen disgusto si, al llegar el sábado por la noche, descubres que todavía tienes en tu poder cincuenta revistas y, por tanto, cuando llega el lunes, no tienes crédito para comprar la nueva remesa, y los ejemplares viejos no son más que basura. Pero, por otra parte, tampoco quieres quedarte corto. Si compras pocos y los vendes rápidamente, pierdes la oportunidad de captar a posibles compradores. Un sistema no muy diferente a dirigir un gran almacén como Marks and Spencer, al menos en teoría.
La otra cosa a tener en cuenta es que existe una gran diferencia en la calidad de las revistas de una semana otra. Algunas semanas conseguían sacar un buen número con temas interesantes. Pero otras, los reportajes eran bastante aburridos y costaba mucho venderlos, especialmente si la portada no traía la foto de alguna estrella de cine o de rock. Lo que resulta bastante injusto.
Así que me llevó su tiempo encontrar el equilibrio.
Mientras meditaba sobre la mejor forma de vender The Big Issue, aún vivía muy precariamente. Lo que ganaba desde el lunes al sábado por la tarde generalmente había desaparecido el lunes por la mañana. A veces, al principio de la semana, apenas me quedaban unas pocas libras cuando me acercaba al mostrador de los coordinadores. Si Sam estaba allí, le pedía que me hiciera el favor de adelantarme diez ejemplares con el compromiso de pagárselos en cuanto tuviera dinero. Ella solía hacerlo con aquellos vendedores que sabía que le devolverían el dinero. Ya había tenido que pedírselo antes una o dos veces en un par de momentos desesperados, y siempre se lo devolvía en cuestión de horas, ya que sabía que el dinero salía de su bolsillo y no de los de The Big Issue, por lo que era lo justo.
Luego, cuando había vendido los ejemplares, regresaba para devolverle el dinero y adquirir más revistas. Y a partir de ahí, empezar de nuevo.
En consecuencia, ahora estaba ganando menos dinero que cuando tocaba en las calles con Bob. Pero según me fui asentando en esta nueva rutina, decidí que era un esfuerzo que merecía la pena. El hecho de estar trabajando de forma legal en las calles marcaba una gran diferencia para mí. Si un policía me llamaba la atención, bastaba con enseñarle mi acreditación y me dejaba en paz. Después de la experiencia con la Policía de Transportes, eso significaba mucho.
Los siguientes meses de trabajo junto a la estación del metro pasaron volando. En muchas cosas se parecía bastante a tocar. Atraíamos al mismo tipo de gente: un montón de señoras mayores o de mediana edad, grupos de chicas estudiantes, hombres homosexuales pero, también, gente de lo más variopinta.
Un día, a principios del otoño de 2008, se nos acercó un tipo de aspecto muy llamativo. Llevaba el pelo teñido de rubio, pantalones vaqueros y botas de cowboy. Saltaba a la vista que su chaqueta de cuero y los pantalones debían haberle costado una fortuna. Estaba seguro de que debía de tratarse de una estrella americana de rock, pues ciertamente lo parecía.
Mientras caminaba, se fijó casi de inmediato en Bob. Entonces se detuvo en seco y sonrió.
—Ése es un gato simpático —declaró, con un acento del otro lado del océano.
Su cara me resultaba muy familiar pero no fui capaz de ubicarlo. Me moría de ganas de preguntarle quién era, pero pensé que sería un tanto grosero. Me alegré de no hacerlo.
Se puso de rodillas y pasó unos minutos simplemente acariciando a Bob.
—¿Lleváis mucho tiempo juntos? —preguntó.
—Hmm, a ver, déjeme pensar —respondí, tratando de calcularlo—. Llevamos juntos desde la primavera del año pasado, así que va a hacer un año y medio.
—Genial. Parecéis realmente hermanos del alma —sonrió—. Como si os pertenecierais el uno al otro.
—Gracias —repuse, cada vez más desesperado por averiguar quién era el tipo.
Antes de que pudiera preguntárselo, se puso en pie y miró su reloj.
—Oh, me tengo que ir, ya os veré por aquí, tíos —comentó, rebuscando en el bolsillo de su chaqueta y sacando un fajo de billetes.
Luego me tendió un billete de diez libras.
—Quédatelo —dijo, mientras yo trataba de buscar el cambio—. Que tengáis un buen día los dos.
—Lo tendremos —prometí. Y eso hicimos.
Resultaba totalmente diferente estar trabajando en la boca del metro de forma legal. Había tenido varios desencuentros con alguno de los rostros familiares de la plantilla de empleados, y un par de ellos incluso me lanzaron miradas desagradables. Pero les ignoré. El resto de empleados eran gente normal. Sabían que trataba de salir adelante con mi trabajo y mientras no ofendiera o acosara a nadie, todo iría bien.
Inevitablemente, Bob y yo habíamos llamado la atención del resto de vendedores de The Big Issue de la zona.
No era tan ingenuo como para creer que todo iban a ser buenas palabras y sonrisas con los demás vendedores y el resto de trabajadores de la calle. La vida en las calles no es así. No se trata de una comunidad unida basada en cuidar unos de otros, sino de un mundo en el que cada cual mira por su propio beneficio. Pero al menos en un primer momento, la mayoría de los vendedores de The Big Issue reaccionaron con simpatía ante la visión de un nuevo colega con un gato en sus hombros.
Siempre habían tenido vendedores con perros. Un par de ellos, incluso, se convirtieron en verdaderos personajes. Pero hasta donde yo sabía, nunca había habido un vendedor de The Big Issue con un gato en Covent Garden —ni en ninguna otra parte de Londres.
Algunos de los vendedores fueron muy amables. Incluso unos pocos se acercaron y empezaron a acariciar a Bob y a preguntarme cómo nos habíamos conocido y qué sabía sobre su pasado. La respuesta, como siempre, era que no sabía nada. Bob era una pizarra en blanco, un gato misterioso que parecía ganarse el cariño de todo el mundo.
Por supuesto, nadie estaba interesado en mí. Lo primero que todos decían cuando nos veían era: «¿Qué tal está Bob hoy?». Nadie me preguntaba nunca cómo estaba yo. Pero no importaba, contaba con ello, y, además, sabía que esa atmósfera de camaradería no iba a durar. Nunca lo hace en las calles.
Con Bob a mi lado descubrí que podía vender casi treinta o incluso cincuenta ejemplares en un buen día. A dos libras por revista, tal y como costaban entonces, era una buena ganancia, especialmente si se sumaban las propinas que algunas personas me daban —o más bien le daban a Bob.
Una tarde de principios de otoño, Bob estaba sentado sobre mi mochila, aprovechando los últimos rayos de sol, cuando una pareja de aspecto adinerado pasó caminando por delante de la estación del metro. A juzgar por sus ropas se dirigían al teatro o tal vez incluso a la ópera. Él llevaba esmoquin y pajarita y ella un vestido de seda negro.
—Se les ve muy elegantes —comenté, cuando se detuvieron y empezaron a decir cosas a Bob.
La mujer me sonrió, pero él me ignoró.
—Es magnífico —comentó la señora—. ¿Lleváis juntos mucho tiempo?
—Bastante —respondí—. Prácticamente nos encontramos el uno al otro en la calle.
—Aquí tienes —dijo el tío sacando súbitamente de su cartera un billete de veinte libras.
Antes de que pudiera buscar el cambio en mi abrigo, me hizo un gesto de rechazo.
—Está bien así, quédatelo —declaró, sonriendo a su acompañante.
La mirada que ella le puso lo decía todo. Tuve la impresión de que ésa era su primera cita, y que ella se había quedado claramente impresionada porque me hubiera dado tanto dinero.
Mientras se marchaban, observé cómo ella se apoyaba en él, deslizando el brazo por el de su pareja.
No me importó si aquello había sido sincero o no. Era la primera vez que alguien me daba un billete de veinte libras.
Después de unas cuantas semanas más trabajando en el puesto de la estación de metro, me di cuenta de que —lejos de ser un «mal sitio»—, la estación era el puesto ideal para Bob y para mí. De modo que me llevé una gran decepción cuando Sam me dijo que, al haber finalizado mi período de prueba, me trasladarían a otro lugar cuando terminara la quincena.
No es que fuera exactamente una sorpresa. Lo bueno de ser un miembro de la comunidad de vendedores de The Big Issue es que todo el mundo puede ver cómo le está yendo a cada uno. Cuando los vendedores acuden al coordinador, tienen a la vista la hoja con la lista de quién está comprando más cantidad de ejemplares. Puedes leerla y averiguar quién está comprando revistas en paquetes de diez o veinte y cuántos paquetes está comprando. De modo que durante esa primera quincena, todos pudieron ver que estaba comprando muchas revistas.
Enseguida resultó obvio que algunos vendedores ya se habían dado cuenta. Y así, durante la segunda semana, pude notar un sutil cambio de actitud hacia mí.
Por eso no me sorprendí nada cuando Sam me dijo que había terminado mi período de prueba y me trasladarían a un puesto diferente. Nuestra nueva localización no estaba demasiado lejos de la estación del metro: en la esquina de Neal Street y Short Gardens, justo delante de una tienda de zapatos llamada Size.
Tuve el presentimiento de que los más veteranos se sentían molestos con Bob y conmigo y no les había sentado nada bien nuestro éxito en un puesto que, supuestamente, era considerado como malo. Por una vez, sin embargo, decidí mantener la boca cerrada y lo acepté. «Escoge bien tus batallas, James», me dije a mí mismo.
Y resultó ser un buen consejo.