La vida en la calle nunca es sencilla. Siempre debes esperar lo inesperado. Tuve que aprenderlo muy pronto. Los trabajadores sociales siempre utilizan la palabra «caótico» cuando se refieren a gente como yo. Consideran nuestras vidas caóticas porque no se ajustan a su idea de normalidad, aunque para nosotros sí lo sean. De modo que no me sorprendió demasiado cuando, a finales de mi primer verano con Bob, con el otoño ya encima, la vida alrededor de Covent Garden empezó a complicarse. Sabía que aquello no podía durar. En mi vida las cosas no funcionaban así.
Bob aún seguía demostrando ser un auténtico imán para la gente, especialmente para los turistas. Cualquiera que fuera su país de origen, todos se detenían para hablar con él. A estas alturas, creía haber escuchado todas las lenguas existentes bajo el sol —desde las africanas hasta el galés—, y aprendido a decir gato en todas ellas. Sabía el nombre checo, kocka y el ruso, koshka; sabía la palabra en turco, kedo y mi favorita, en chino, mao. ¡Me sorprendió mucho cuando descubrí que su gran líder había sido un gato!
Pero daba igual en qué extraña o maravillosa lengua se pronunciara, porque el mensaje casi siempre era el mismo. Todo el mundo adoraba a Bob.
También teníamos un grupo de «habituales», gente que trabajaba en la zona y pasaba cada tarde por delante de nosotros de vuelta a sus casas. Algunos solían detenerse a diario para saludar. E incluso un par de ellos habían empezado a obsequiar a Bob con pequeños premios.
Pero eran otros «habituales» los que estaban causando los problemas.
Para empezar los Guardianes del Covent no dejaban de incordiarme por estar en James Street. Había seguido tocando junto a la salida del metro y, en un par de ocasiones, uno de los guardianes se acercó para hablar conmigo y recordarme que esa zona era para las estatuas vivientes. El hecho de que en ese momento no hubiera ninguna por los alrededores no parecía importarle. «Ya conoce las normas», no dejaba de repetirme. Y efectivamente las conocía. Pero también sabía que las normas están para poder flexibilizarlas un poco llegado el caso. Pero así es la vida en las calles. Si fuéramos la clase de gente que se atiene a las normas, no habríamos acabado ahí.
De modo que cada vez que el guardia me obligaba a trasladarme, yo bajaba la cabeza y me cambiaba de sitio durante un par de horas, para luego deslizarme sigilosamente de vuelta a mi puesto en James Street. A mi modo de ver, el riesgo merecía la pena. Jamás había oído que llamaran a la policía porque alguien estuviera actuando en el lugar equivocado.
Pero los que más se metían conmigo con diferencia eran los agentes de la estación del metro, que ahora también parecían ver con malos ojos que tocara a la entrada de su lugar de trabajo. Había un par de inspectores en concreto que se estaban poniendo muy pesados. La cosa empezó con algunas miradas suspicaces acompañadas de los típicos comentarios casuales cada vez que me instalaba contra la pared de la entrada del metro. Pero un día, un inspector realmente desagradable, un tipo grande y sudoroso vestido con uniforme azul, se me acercó empleando un tono de lo más amenazador.
Para entonces ya había podido comprobar que Bob era un experto a la hora de juzgar a la gente. Podía distinguir a alguien no demasiado legal desde lejos. En cuanto el tipo este comenzó a andar en nuestra dirección, lo detectó de inmediato, acurrucándose más y más contra mí a medida que se acercaba.
—¿Todo bien, colega? —pregunté.
—Me temo que no. Ya te estás largando de aquí o si no… —ordenó.
—¿O si no qué? —repliqué plantándole cara.
—Sabrás lo que es bueno —declaró tratando claramente de intimidarme—. Te lo advierto.
Sabía que no tenía ningún poder fuera de la estación de metro y solo estaba intentando asustarme. Pero después de aquello, decidí que tal vez no fuera tan mala idea mantenerme lejos de allí por algún tiempo.
De modo que en un primer momento me trasladé al principio de Neal Street, cerca de la intersección con Long Acre, a poco más de un tiro de piedra de la estación de metro, pero lo suficientemente lejos como para mantenerme fuera de la vista del personal. El volumen de personas que pasaban por ahí no era tan grande —ni siempre tan bien intencionado— como la gente que transitaba por Covent Garden. A menudo cuando trabajaba ahí debía soportar a algún idiota dando una patada a mi mochila o tratando de asustar a Bob. Saltaba a la vista que él no estaba muy cómodo en ese sitio: se acurrucaba hecho un ovillo para protegerse y sus ojos se entornaban hasta convertirse en unas finas líneas cada vez que nos instalábamos allí. Era su forma de decirme: «No me gusta estar aquí».
Así que después de unos días, en lugar de dirigirnos hacia Covent Garden como de costumbre, Bob y yo nos bajamos del autobús y caminamos a través del Soho en dirección a Piccadilly Circus.
Por supuesto no dejamos el centro de Londres —ni el distrito de Westminster—, por lo que aún existían normas y reglamentos que respetar. El área de Piccadilly funcionaba de forma parecida a Covent Garden; había unas zonas concretas asignadas para los músicos callejeros. Esta vez decidí atenerme a las reglas. Sabía que la zona este de Piccadilly Circus con la calle que desembocaba en Leicester Square era un buen sitio, especialmente para los músicos. Así que me dirigí hacia allí.
Al llegar al lugar con Bob, escogí un punto a solo unos cuantos metros de una de las principales entradas de la estación de metro de Piccadilly, a las puertas de la exposición de Ripley «¡Lo crean o no!».
Era una tarde realmente bulliciosa con cientos de turistas recorriendo la calle y dirigiéndose a los cines y teatros del West End. Enseguida nos empezó a ir bien, a pesar de que la gente en esa zona se mueve muy deprisa, corriendo para entrar en el metro. Como de costumbre, algunos acortaban el paso e incluso paraban cuando veían a Bob.
Pude advertir que Bob se sentía un poco nervioso porque se acurrucó aún más que de costumbre, pegándose a la funda de la guitarra. Probablemente todo se debía a la cantidad de gente y al hecho de estar poco familiarizado con el entorno. Sin duda se sentía mucho más cómodo cuando estábamos en un lugar que podía reconocer.
Como de costumbre, personas de todas partes del mundo se concentraban allí, disfrutando de las vistas del centro de Londres. Había, en concreto, un montón de turistas japoneses, muchos de los cuales se quedaron fascinados con Bob. Pronto aprendí una nueva palabra para gato: neko. Todo fue bien hasta las seis de la tarde, cuando la multitud aumentó al acercarse la hora punta. Fue entonces cuando un hombre de los que repartía publicidad de Ripley salió a la calle. Iba vestido con un enorme disfraz hinchable que le hacía parecer tres veces mayor de su tamaño y hacía grandes aspavientos con las manos para atraer a la gente a visitar Ripley. No tenía ni idea de qué relación podía tener con la exposición que había en el interior del edificio. Tal vez se refiriera al hombre más gordo del mundo, o al trabajo más ridículo del mundo.
Lo que sí advertí enseguida es que a Bob no le gustó un pelo su aspecto. Pude notar cómo se pegaba aún más a mí cuando el hombre del reclamo apareció. Desconfiaba de él y le miraba con inquietud. Sabía exactamente a qué se debía; su aspecto era realmente extraño.
Para mi tranquilidad, después de un momento Bob se relajó y pareció olvidarse del hombre. Durante un rato logramos ignorarle mientras intentaba persuadir a la gente para que entrara en Ripley. Como parecía estar teniendo éxito, se mantuvo alejado de nosotros. Yo estaba cantando el tema de Johnny Cash, «Ring of Fire», cuando, sin razón aparente, el hombre del reclamo se acercó súbitamente a nosotros señalando a Bob como si quisiera acariciarlo. No lo vi venir hasta que estuvo encima de nosotros, intentando agacharse con su extraño traje hinchable. Y para entonces ya era demasiado tarde.
La reacción de Bob fue inmediata. Se puso de pie de un salto y salió como un rayo, corriendo entre la multitud mientras arrastraba su nueva correa tras él. Antes siquiera de que me diera tiempo a reaccionar, había desaparecido en dirección a la entrada del metro.
«Oh, mierda», me dije, con el corazón desbocado. «Se ha ido. Lo he perdido».
Mis instintos se pusieron inmediatamente en acción. Di un brinco y empecé a correr tras él. Solo dejé la guitarra. Estaba mucho más preocupado por Bob que por el instrumento. Podía encontrar otro igual en cualquier parte.
Inmediatamente me vi inmerso en un mar de gente. Había oficinistas de aspecto cansado dirigiéndose al metro tras la jornada de trabajo, juerguistas tempraneros que acudían a pasar una noche de diversión en el West y, como siempre, masas y masas de turistas, algunos con mochilas, otros aferrados a sus planos de la ciudad, todos con aspecto de estar un tanto abrumados por encontrarse en el corazón palpitante de Londres. Tuve que abrirme paso a través de todos ellos esquivándolos y apartándolos de mi camino para conseguir llegar a la boca del metro. Aunque, inevitablemente, acabé chocando con un par de personas y estuve a punto de tirar al suelo a una señora.
Era imposible ver algo a través de ese muro de gente que se movía hacia mí, pero cuando por fin conseguí llegar al final de las escaleras y alcanzar el vestíbulo, la muchedumbre pareció disminuir levemente. Aún tenía que abrirme paso a empujones, pero al menos ahora podía pararme y echar un vistazo alrededor. Me agaché para mirar a ras del suelo. Un par de personas me lanzaron extrañas miradas a las que no presté ninguna atención.
—Bob, Bob, ¿dónde estás, colega? —grité en un momento dado, comprendiendo al instante lo inútil que era aquello con tanto ruido como había.
Tenía que jugármela y elegir una dirección. ¿Debería ir hacia las barreras que daban a las escaleras mecánicas y a los andenes, o continuar en dirección a las otras salidas al exterior? ¿Qué camino habría escogido Bob? Tenía el presentimiento de que no iría hacia los andenes. Nunca habíamos estado allí juntos y supuse que las escaleras mecánicas le asustarían.
Así que me dirigí hacia las otras salidas que desembocaban al otro lado de Piccadilly Circus.
Después de un momento o dos, me pareció entrever algo, tan solo un pequeño destello color naranja en una de las escaleras. Y entonces vi una correa arrastrándose tras él.
—¡Bob, Bob! —grité, deslizándome una vez más entre la muchedumbre y corriendo en su dirección.
Ahora estaba a menos de diez metros de él, aunque bien podría haber sido un kilómetro, dada la densidad de gente. Había hordas bajando por las escaleras.
—Deténganle, pisen la correa —grité, captando otro destello naranja bajo la luz nocturna.
Pero nadie pareció darse cuenta. Nadie prestó atención.
En pocos segundos la correa desapareció de mi vista y no quedó rastro de Bob. Debía de haber alcanzado la salida que daba al final de Regent Street y salir corriendo desde allí.
En esos momentos un millón de pensamientos se agolparon en mi cabeza, ninguno de ellos bueno. ¿Y si hubiera atravesado la calle por Piccadilly Circus? ¿Y si alguien lo encontraba y decidía llevárselo? Mientras me abría paso por las escaleras y alcanzaba nuevamente el nivel de la calle, creí volverme loco.
A decir verdad, estuve a punto de echarme a llorar convencido de que nunca volvería a verle.
Sabía que no era culpa mía, pero aun así me sentía fatal. ¿Por qué demonios no había atado la correa a mi mochila o al cinturón para que no pudiera salir corriendo más allá del largo de la correa? ¿Por qué no me cambié de sitio al intuir su pánico cuando el hombre de Ripley apareció por primera vez? Me sentía enfermo.
Una vez más tenía que elegir. ¿Qué camino habría tomado Bob al salir a la calle? Podía haber girado a la izquierda, hacia Piccadilly, o incluso haberse dirigido a la enorme tienda de Tower Records. Y, una vez más, confié en mi instinto y supuse que habría seguido en línea recta por la ancha acera de Regent Street.
Todavía consumido por el pánico, empecé a caminar calle abajo con la esperanza de que alguien lo hubiera visto. Sabía que debía parecer un auténtico loco porque la gente me miraba con recelo. Algunos incluso se apartaban a mi paso, como si fuera algún perturbado blandiendo un arma.
Afortunadamente no todo el mundo reaccionó así.
Después de unos treinta metros, le pregunté a una chica que paseaba por la calle con una bolsa de la tienda de Apple en Oxford Street, esquina con Regent. Estaba claro que había recorrido toda la calle, así que le pregunté si había visto un gato.
—Oh, sí —contestó—. He visto un gato corriendo por la calle. Era naranja. Y llevaba arrastrando una correa. Un tío intentó pisarla, pero el gato fue más rápido que él.
Mi primera reacción fue de alegría. Tuve ganas de besarla. Estaba claro que era Bob. Pero aquello pronto dejó paso a la paranoia. ¿Quién era el tipo que había intentado atraparlo? ¿Qué pensaba hacer con él? ¿Le habría asustado aún más con su actitud? ¿Se habría escondido Bob en alguna parte donde no pudiera encontrarle?
Con todos estos pensamientos dándome vueltas por la cabeza, continué recorriendo Regent Street, asomándome en cada tienda por la que pasaba. La mayoría de los dependientes se quedaban horrorizados al ver a un tipo de pelo largo delante de sus puertas y daban un paso atrás. Otros se limitaban a mirarme con expresión vacía, sacudiendo lentamente la cabeza. Podía adivinar lo que estaban pensando. Creían que yo era alguna especie de desecho humano que vagabundeaba por las calles.
Después de recorrer media docena de tiendas, mi ánimo empezó a desmoronarse hasta caer en la resignación. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que Bob echó a correr. El tiempo parecía haberse detenido. Era como si todo estuviera transcurriendo a cámara lenta. Estaba a punto de renunciar.
Unos doscientos metros más adelante había una calle lateral que desembocaba en Piccadilly. Desde allí Bob podría haberse dirigido en cualquier dirección: hacia Mayfair o incluso haber atravesado la calle hacia St. James y Haymarket. Si había llegado tan lejos, entonces lo habría perdido para siempre.
Estaba a punto de darme por vencido y meterme por la calle lateral, cuando asomé la cabeza en una tienda de ropa de mujer. Había un par de dependientas de aspecto perplejo que miraban hacia la parte trasera de la tienda.
Se volvieron hacia mí y en cuanto pronuncié la palabra «gato» sus caras se iluminaron.
—¿Un macho pelirrojo? —preguntó una de ellas.
—Sí, lleva un collar y una correa.
—Está en la parte de atrás —indicó una, haciéndome un gesto para que entrara y cerrara la puerta.
—Por eso hemos cerrado —explicó la otra—. No queríamos que saliera huyendo.
—Nos imaginábamos que alguien lo estaría buscando por la correa que lleva.
Me condujeron hasta una fila de percheros llenos de ropa con aspecto elegante. Pude distinguir las etiquetas con los precios de algunas de las prendas. Cada una de ellas costaba más dinero del que yo podía conseguir en un mes. Pero entonces, en la esquina de uno de los probadores, acurrucado en un ovillo, vi a Bob.
Mientras el tiempo se ralentizaba en los últimos minutos, una parte de mí se había preguntado si Bob no estaría intentando huir de mí. ¿Quizá estaba harto de mí? ¿Quizá ya no le interesaba la vida que podía ofrecerle? Así que cuando me acerqué a él, casi esperaba que diera un nuevo salto y saliera corriendo otra vez. Pero no lo hizo.
Apenas tuve tiempo de susurrar con un hilo de voz: «Hola Bob, soy yo», —cuando, de un salto, se lanzó directamente a mis brazos.
Todos mis temores sobre que quería huir de mí se evaporaron mientras le escuchaba ronronear y frotarse contra mí.
—Me has dado un buen susto, colega —dije, acariciándole—. Creí que te había perdido.
Levanté la vista y advertí que las dos dependientas estaban de pie muy cerca, observándonos. Una de ellas se frotaba los ojos como si estuviera a punto de llorar.
—Me alegro mucho de que lo haya encontrado —declaró—. Parece un gato tan adorable. Nos estábamos preguntando qué íbamos a hacer con él si nadie aparecía a buscarlo antes de cerrar.
Se acercó un poco y acarició también a Bob. Nos quedamos charlando durante algunos minutos mientras ella y su compañera recogían y se preparaban para cerrar la tienda por ese día.
—Adiós, Bob —se despidieron mientras volvíamos a zambullirnos entre la muchedumbre de Piccadilly Circus con Bob encaramado en mi hombro otra vez.
Cuando regresé a Ripley, descubrí —para mi asombro— que mi guitarra aún seguía allí. Tal vez el guardia de seguridad de la puerta le había estado echando un ojo. O puede que alguno de los oficiales de la zona se hubiera asegurado de que permaneciera a salvo. El caso es que cuando me acerqué, una unidad móvil de la policía estaba junto a nosotros. Tanto a los policías como a los agentes de seguridad locales les gustaba Bob. Se había vuelto muy popular entre la policía. No tenía ni idea de quién era el buen samaritano pero, para ser sincero, tampoco me importaba demasiado. Estaba feliz porque Bob y yo hubiéramos vuelto a encontrarnos.
Me faltó tiempo para recoger mis cosas y largarnos por esa noche. No habíamos sacado demasiado dinero, pero ésa era la última de mis preocupaciones. Me paré en un gran almacén y, echando mano de casi todo el dinero que llevaba encima, me compré un pequeño mosquetón que enganché primero a mi cinturón y luego a su correa. Así estaría seguro de que permaneceríamos todo el tiempo conectados. Ya en el autobús, en vez de sentarse a mi lado como era su costumbre, Bob se puso en mi regazo. A veces podía ser un personaje inescrutable, pero otras sabía exactamente lo que estaba pensando. Esta noche era una de esas ocasiones. Estábamos juntos y ninguno de los dos quería que eso cambiara.