Bob no solo estaba cambiando la actitud de la gente hacia mí: estaba cambiando también mi actitud hacia los demás.
Nunca en mi vida había tenido ninguna responsabilidad sobre nadie. Tuve, eso sí, algún trabajo ocasional cuando era joven en Australia, y también formé parte de una banda, lo que requería un montón de trabajo en equipo. Pero la verdad era que desde que me marché de casa siendo un adolescente, mi única responsabilidad fue para conmigo mismo. Siempre tuve que cuidar de mí, puesto que no había nadie más para hacerlo y, en consecuencia, mi vida se convirtió en la de alguien muy egoísta. Todo giraba en torno a sobrevivir día a día.
La llegada de Bob a mi vida cambió radicalmente todo eso. De golpe, me vi asumiendo una responsabilidad extra. La salud y felicidad de otro ser dependían de mí.
La situación supuso todo un shock, pero había comenzado a adaptarme. De hecho, me gustaba. Sé que para mucha gente puede sonar absurdo, pero por primera vez en mi vida podía intuir lo que debía ser cuidar de un niño. Bob era mi bebé, y tener que asegurarme de que tuviera calor, estuviera bien alimentado y seguro me resultaba realmente reconfortante, a la vez que aterrador.
Me preocupaba constantemente por él, sobre todo cuando estábamos en la calle. En Covent Garden, y en cualquier otro sitio por donde anduviéramos, siempre me ponía en modo protector, mis instintos alertándome para que lo vigilara a cada paso. Con razón.
No me dejé engañar por la falsa sensación de seguridad motivada por la forma en que la gente me trataba cuando iba con Bob. No todas las calles de Londres estaban atestadas de turistas de gran corazón amantes de los gatos. No todo el mundo reaccionaba de la misma forma cuando veía a un cantante callejero de pelo largo y a su gato, cantando para ganarse el pan por las esquinas. Aunque ahora que tenía a Bob no sucedía con tanta frecuencia, aún recibía una lluvia de insultos de cuando en cuando, generalmente de niñatos borrachos que, por el hecho de recibir una paga al final de la semana, se creían superiores a mí.
—Levanta el culo y trabaja como todo el mundo, melenudo de mierda —solían decir, aunque con un lenguaje aún más grosero.
Dejaba que sus insultos me resbalaran. Estaba acostumbrado a ellos. Otra cosa bien distinta es que la gente volviera su agresividad hacia Bob. Entonces mis instintos protectores salían a relucir.
Algunas personas nos veían a Bob y a mí como objetivos fáciles. Casi cada día se nos acercaba algún idiota que lanzaba estúpidos comentarios o se limitaba a reírse en nuestra cara. Ocasionalmente, algunos daban muestras de un comportamiento violento.
Un viernes por la noche, al poco tiempo de llevar a Bob a Covent Garden, estaba tocando en James Street cuando un puñado de chicos negros con aspecto de camorristas pasó frente a nosotros. Se les veía muy lanzados y con ganas de armar jaleo. Un par de ellos vieron a Bob sentado en la acera junto a mí y empezaron a bufar y maullar, para diversión de sus otros compañeros.
Eso podía tolerarlo. Después de todo, solo eran gamberradas pueriles. Pero entonces, sin razón aparente, uno de ellos dio una patada a la funda de la guitarra en la que Bob estaba sentado. No fue una patada casual, ni juguetona, sino con mala leche, que hizo que la funda y Bob se deslizaran varios centímetros por la acera.
Bob se asustó. Soltó un sonido agudo, casi como un grito, y saltó fuera de la funda. Menos mal que tenía la correa atada a esta porque de otra forma habría salido corriendo, perdiéndose entre la multitud. Puede que nunca lo hubiera vuelto a ver. En cambio, constreñido por la correa, no le quedó más remedio que esconderse detrás de mi mochila, que estaba en el suelo, tirada cerca.
Rápidamente me levanté para enfrentarme al tío.
—¿Por qué c*** has hecho eso? —le pregunté poniéndome cara a cara frente a él. Como soy bastante alto le miraba por encima, lo que no pareció intimidarle.
—Solo quería comprobar si el gato era de verdad —respondió, riéndose como si hubiera hecho una broma muy graciosa.
Pero yo no le veía la gracia por ninguna parte.
—Te creerás muy listo, j***** idiota —le dije.
Ése fue el pistoletazo de salida para que se armara el follón. Todos empezaron a rodearme y uno de ellos intentó empujarme con el pecho y los hombros, pero me mantuve firme y le empujé para apartarlo. Durante un instante pareció que todo se detenía, pero entonces señalé hacia una cámara de vigilancia que sabía que estaba colocada en la esquina donde nos encontrábamos.
—Vamos, adelante, haced lo que queráis. Pero recordad: estáis siendo grabados; ya veremos lo lejos que llegáis después.
Me hubiera gustado poder conservar la mirada de susto de sus caras grabada por el circuito cerrado de televisión o por cualquier otro medio. Parecían tener la suficiente experiencia de la calle como para saber que no debes actuar con violencia cuando te graban en una cámara. Uno de ellos me miró como diciendo: «Me las pagarás».
Por supuesto no fueron capaces de recular sin antes soltar otra ristra de insultos, pero pronto se pusieron en marcha, agitando los brazos y haciendo todo tipo de gestos ofensivos. Mucho ladrar y poco morder. No me preocupaba. De hecho, me sentí aliviado al verles marchar. Aunque esa noche decidí no quedarme demasiado tocando. Conocía bien a esa clase de tíos y sabía que no les gustaba que les humillaran.
El incidente me demostró varias cosas: en primer lugar, que siempre era buena idea ponerse cerca de una cámara de circuito cerrado. Había sido otro músico callejero quien me dio el consejo de tratar de colocarme siempre cerca de una. «Estarás más seguro así», dijo. Por aquel entonces me creía más listo que nadie. ¿No daría de ese modo pruebas suficientes a las autoridades de que estaba tocando ilegalmente? Así que ignoré el consejo durante un tiempo. Sin embargo, poco a poco, fui comprendiendo la gran verdad de sus palabras, e incidentes como el de ese día no hicieron más que confirmarlas.
Ésa era la parte positiva. La negativa era que aquello me había recordado algo que ya sabía: cuando surgían problemas solo podía contar conmigo mismo. No había un solo policía a la vista, ni tampoco rastro alguno de los Guardianes de Covent o de algún miembro de seguridad de la estación del metro. A pesar de encontrarme rodeado por un montón de gente, en el momento en que la banda se enfrentó a mí, ni un solo transeúnte se ofreció a intervenir para ayudarme. De hecho, la gente hizo todo lo posible por fundirse en el entorno y seguir andando. Nadie iba a acudir en mi ayuda. En ese aspecto nada había cambiado. Excepto que, por supuesto, ahora tenía a Bob.
Esa noche, de regreso a Tottenham en el autobús, él se acurrucó encima de mí.
—Somos tú y yo contra el mundo —susurré—. Somos los dos mosqueteros.
Él alzó la vista hacia mí y ronroneó brevemente, como si estuviera de acuerdo.
La dura realidad era que Londres estaba plagado de gente a quienes debíamos tratar con mucho cuidado. Por ejemplo, desde que había empezado a llevar a Bob conmigo, me preocupaba seriamente el tema de los perros. Se veían un montón, obviamente, y no resultaba extraño que muchos de ellos sintieran un súbito interés por Bob. Para ser justos, en la gran mayoría de los casos, sus dueños notaban si su perro se estaba acercando más de lo conveniente y les daban un suave tirón de la correa. Pero otros se acercaban demasiado para que pudiera sentirme tranquilo.
Afortunadamente, Bob no parecía inquietarse demasiado por ellos. Simplemente los ignoraba. Si se acercaban hasta él, se ponía a mirarles fijamente. Una vez más eso reforzaba mis sospechas sobre que se había criado en las calles, donde debió aprender a manejarse. Pude descubrir hasta qué punto sabía arreglárselas por sí mismo una semana más o menos después del incidente con la banda.
Estábamos sentados en Neal Street a primera hora de la tarde cuando apareció un tipo con un Staffordshire Bull Terrier. Los gilipollas siempre tienen esa raza de perros, es un hecho confirmado de la vida londinense, y este tipo tenía aspecto de un auténtico gilipollas. Llevaba la cabeza rapada, bebía una lata extragrande de cerveza y vestía un espantoso chándal. Por la forma en que se tambaleaba por la calle estaba ya bastante borracho, a pesar de que solo eran las cuatro de la tarde.
Ambos disminuyeron el paso cuando cruzaron por delante de nosotros, sobre todo porque el perro iba tirando de la correa como si quisiera venir en nuestra dirección.
Cuando lo consiguió, resultó que el perro no era ninguna amenaza, solo quería examinar a Bob, o más exactamente, examinar las galletas que Bob tenía delante de él. En ese momento Bob no parecía querer comerlas, de modo que el perro empezó a husmear el cuenco, olisqueando muy excitado ante la perspectiva de uno o varios aperitivos gratis.
Apenas pude creer lo que sucedió después.
Ya había visto a Bob cerca de perros unas cuantas veces. Su comportamiento habitual era tratar de no llamar la atención. Pero en esta ocasión, sin embargo, debió de percibir que era necesario pasar a la acción.
Había estado dormitando pacíficamente a mi lado. Pero cuando el perro se acercó a sus galletas, levantó la vista con calma, se puso en pie y luego, sacando velozmente su pata, le arañó en el morro. Fue un movimiento tan rápido que hubiera hecho sentirse orgulloso al mismísimo Muhammad Ali.
El perro no podía creérselo. Dio un salto hacia atrás sorprendido y continuó reculando.
Creo que yo estaba casi tan desconcertado como el animal y solté una carcajada nerviosa.
El dueño me miró primero a mí y luego a su perro. Estaba tan borracho que no era capaz de asimilar lo que acababa de suceder, sobre todo teniendo en cuenta que todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, le soltó un pescozón en la cabeza al perro y luego tiró de la correa para continuar su camino. Creo que estaba avergonzado porque su bestia de aspecto intimidante hubiera sido ridiculizada por un gato. Bob se quedó mirándolo tranquilamente mientras el perro, con la cabeza gacha por la vergüenza, se alejaba. En pocos segundos Bob retomó su posición anterior, adormeciéndose a mis pies. Fue como si todo aquel incidente no hubiera sido más que una leve molestia, una incómoda mosca a la que aplastar. Pero para mí fue un momento muy revelador que me contó mucho sobre mi compañero y la vida que había llevado hasta el feliz momento en que nos conocimos al pie de las escaleras. No tenía miedo de defenderse. De hecho, sabía muy bien cómo cuidar de sí mismo. Debía de haber aprendido a hacerlo en alguna parte, tal vez en un entorno donde había muchos perros, y además agresivos.
Una vez más, me encontré fascinado dándole vueltas a las mismas preguntas de siempre. ¿Dónde habría crecido? ¿Qué aventuras habría vivido antes de unirse a mí y convertirse en el segundo mosquetero?
Vivir con Bob era divertido. Tal y como demostró nuestro pequeño escarceo con el perro, nunca había un momento aburrido. Era todo un carácter, de eso no cabía duda. Y, como tal, tenía toda clase de rarezas que poco a poco empezaba a descubrir.
A estas alturas ya no me quedaban dudas sobre que había crecido en las calles. Y no solo por sus dotes de luchador callejero, sino porque se notaba que no estaba en absoluto domesticado y aún mostraba algunos comportamientos que debía pulir. Incluso ahora, después de haber estado conviviendo conmigo casi un mes, seguía sin gustarle utilizar el cajón de arena que le había comprado. No le atraía nada y salía corriendo cada vez que le ponía cerca de él. En su lugar, prefería aguantarse hasta que me veía salir por la puerta, y entonces hacer sus necesidades en la calle, en los jardines de los edificios.
Estaba decidido a terminar con eso. Para empezar no era muy agradable tener que bajar a la calle —y volver a subir— los cinco pisos de escaleras para sacar al gato cada vez que quería ir al baño. Así que me propuse intentarlo y no darle más opción que utilizar el cajón de arena. Un día, durante la tercera semana, me dije a mí mismo que pasaría veinticuatro horas sin dejarle salir para que, de ese modo, no tuviera más alternativa que usar el cajón. Pero él me ganó la prueba de forma aplastante. Se reprimió y aguantó, aguantó y aguantó hasta que tuve que salir. Entonces se deslizó entre mis piernas y salió por la puerta bajando a toda prisa las escaleras para salir a la calle. Juego, set y partido para Bob. Comprendí que era una lucha en la que tenía todas las de perder.
Sin embargo su personalidad también tenía un lado salvaje. Es cierto que estaba más calmado que cuando llegó, gracias sobre todo al hecho de haber sido castrado, pero aún podía ser un auténtico maníaco recorriendo todos los rincones del apartamento, arañando todo y jugando con cualquier cosa a la que pudiera echar las garras. Un día, contemplé cómo se divertía durante casi una hora con un tapón de botella, haciéndolo rodar por el suelo del salón con las patas. En otra ocasión encontró un abejorro. Parecía claramente malherido —y tenía un ala mal—, por lo que se arrastraba por la mesa del salón. El bicho no hacía más que dar vueltas y, de cuando en cuando, se caía de la mesa a la alfombra. Cada vez que eso sucedía, Bob lo recogía muy suavemente con los dientes y volvía a ponerlo sobre la mesa. Era realmente impresionante la forma en que podía agarrarlo con delicadeza por el ala y colocarlo sano y salvo sobre la superficie plana. Luego lo observaba mientras intentaba echar a volar una y otra vez. Era una imagen realmente cómica. No quería comérselo. Solo quería jugar con él.
Su instinto callejero todavía parecía despertarse cuando se trataba de comida. Ahora, cuando lo sacaba a la calle para que hiciera sus necesidades, solía acercarse sigilosamente hasta la parte trasera del edificio donde estaban los cubos de basura. Los contenedores se quedaban a menudo abiertos y, ocasionalmente, también aparecían bolsas de plástico negro con desechos desgarradas por algún zorro urbano o perro vagabundo. A Bob le gustaba acercarse y comprobar si habían quedado restos. En una ocasión le pillé sacando unos huesos de pollo que debieron de pasar desapercibidos a los otros buscadores de basura. Los viejos hábitos nunca mueren, me dije.
Lo que era verdad, por supuesto. A pesar de que le estaba alimentando con regularidad, aún se tomaba cada comida como si fuera la última. En casa, en el apartamento, en cuanto echaba un poco de comida de gatos en su cuenco, hundía el morro en él y empezaba a engullirla como si no hubiera mañana.
—Ve más despacio y disfruta de la comida Bob —le decía inútilmente. De nuevo imaginé que tras pasar tanto tiempo teniendo que sacar el máximo partido a cada oportunidad de comer, aún no se había adaptado a vivir en un lugar donde tenía un cuenco garantizado dos veces al día. Sabía lo que era sentirse así. Yo mismo había pasado largos períodos de mi vida viviendo de esa forma. No podía culparle.
¡Bob y yo teníamos tanto en común! Tal vez fuera ésa la razón por la que los lazos entre nosotros se habían estrechado tan rápida y profundamente.
Sin embargo, lo más irritante de él era que su pelo estaba empezando a cubrir cada rincón del apartamento.
Algo perfectamente natural, desde luego. La primavera había llegado y él se estaba deshaciendo de su abrigo de invierno. Pero estaba empezando a perder un endemoniado montón de pelos y, para acelerar el proceso de muda, se frotaba con cualquier cosa que pudiera encontrar. En consecuencia estaba cubriendo todo con una gruesa capa de pelo. Algo realmente terrorífico.
Aunque, por otro lado, era una señal de que su pelaje y el resto del cuerpo estaban volviendo a recuperar la salud. Aún estaba un poco delgado, pero ya no se le notaban las costillas como cuando le conocí. Su pelo era naturalmente fino debido al entorno en el que probablemente creció —la calle—. Además, la medicación le había ayudado con el problema de las calvas y los antibióticos fueron decisivos para curar su vieja herida, que prácticamente había desaparecido. De hecho, si no sabías dónde estaba era muy difícil advertirla.
En general tenía un aspecto mucho mejor que un mes atrás.
No intenté bañarlo. Los gatos se asean solos y él en ese aspecto era un gato típico, lamiéndose y lavándose con regularidad. De hecho, Bob era uno de los gatos más meticulosos que he visto en toda mi vida. Observarle emprender su ritual, chupándose metódicamente las patas, me resultaba fascinante, especialmente por la fuerte conexión con sus primitivos antepasados.
Esos parientes lejanos de Bob eran originarios de climas cálidos y no sudaban, de forma que lamerse a sí mismos era su modo de soltar saliva y refrescarse. Y también su recurso para intentar pasar desapercibidos.
El olor es malo para los gatos desde el punto de vista de la caza. Los gatos son sigilosos cazadores y suelen atrapar por sorpresa a sus presas, de modo que tienen que ser lo más discretos posibles. La saliva de los gatos contiene un desodorante natural, razón por la cual se lamen con tanta frecuencia. Los zoólogos han demostrado que los gatos que se lamen quitándose el olor sobreviven más tiempo y tienen una descendencia mejor. Es también su forma de esconderse de otros depredadores como grandes serpientes, lagartos y otros mamíferos carnívoros de mayor tamaño.
Pero la razón más importante por la que Bob y sus ancestros se han lamido desde siempre el cuerpo es para conseguir y mantener una buena salud. De hecho, los gatos se automedican con mucha eficacia. Al lamerse evitan un gran número de parásitos como piojos, ácaros y garrapatas que pueden dañar potencialmente su organismo. Además, así detienen la infección de cualquier herida abierta, ya que la saliva del gato también contiene un componente antiséptico. Mientras le observaba un día, se me ocurrió que tal vez esa fuera la razón por la que Bob se lamía con regularidad. Sabía que su cuerpo había estado en mal estado. Y ésa era su manera de ayudar al proceso curativo.
Otra costumbre divertida que había desarrollado era observar la televisión. La primera vez que advertí cómo miraba fijamente las cosas en la pantalla fue un día en que estaba consultando el ordenador en la biblioteca local. Solía pasarme por ahí a menudo de camino a Covent Garden o cuando no estaba tocando. Ese día me había llevado conmigo a Bob para dar un paseo. Decidió sentarse en mi regazo y mirar la pantalla conmigo. Observé que, mientras movía el ratón, él intentaba atrapar el cursor con la pata. Así que de vuelta al apartamento, como experimento del día, encendí la televisión y salí de la habitación para hacer otras cosas en el dormitorio. Cuando regresé me encontré a Bob cómodamente instalado en el sofá, mirándola.
Había oído hablar de gatos que veían la televisión gracias a una amiga a cuyo gato le gustaba Star Trek: la nueva generación. Cada vez que escuchaba la familiar sintonía: Dah-Dah Dah Dah Dah-Dah Dah Dah, aparecía corriendo en la habitación y saltaba al sofá. Pude presenciar cómo lo hacía un par de veces y era algo realmente gracioso. En serio.
Muy pronto Bob se convirtió también en una especie de teleadicto. Si algo atrapaba su atención, entonces se pegaba inmediatamente al televisor. Me resultaba realmente divertido observar cómo miraba las carreras del Canal Cuatro. Le gustaban mucho los caballos. No era algo que yo soliera seguir, pero en cambio me encantaba verle ahí sentado mirándolas fascinado.