A la mañana siguiente un súbito y fuerte estruendo me despertó. Me llevó un momento ubicarme, pero cuando lo hice, no me resultó difícil adivinar qué había pasado. El sonido metálico de cacharros entrechocando provenía de la cocina. Eso solo podía significar que Bob estaba intentando abrir los armarios donde guardaba su comida y había tirado algo al suelo.
Eché un vistazo al despertador. Era media mañana. Después de la excitación de la noche anterior, me había quedado en la cama hasta más tarde de lo habitual y estaba claro que Bob había decidido que no podía esperar más tiempo. Ésa era su forma de decirme: «Levántate, quiero mi desayuno».
Salí de la cama y fui dando tumbos hasta la cocina. El pequeño cazo de latón que usaba para calentar la leche, estaba tirado en el suelo.
En cuanto Bob me vio, se deslizó intencionadamente hasta su cuenco.
—Está bien, amigo, ya lo he entendido —le dije, abriendo los armarios y sacando un paquete de sus galletas de pollo favoritas. Vertí un buen puñado en su cacharro y observé como las engullía en cuestión de segundos. Entonces bebió el agua de su cuenco, se lamió la cara y las patas hasta quedar limpio y se marchó trotando al salón donde, con aspecto de estar totalmente satisfecho consigo mismo, ocupó su lugar favorito bajo el radiador.
«Si al menos nuestras vidas fueran así de sencillas», me dije para mis adentros.
Durante unos minutos barajé la idea de no ir a trabajar, pero entonces lo pensé mejor. Puede que ayer noche hubiéramos tenido suerte, pero ese dinero no nos duraría eternamente. Pronto llegarían las facturas del gas y la electricidad —y dado el tiempo tan frío que habíamos tenido en los últimos meses no iban a resultar una lectura agradable—. Además, estaba empezando a asumir que tenía una nueva responsabilidad en mi vida. Una boca más que alimentar —bastante hambrienta y manipuladora, a decir verdad.
Así que después de zamparme mi propio desayuno, empecé a preparar mis cosas.
No estaba seguro de si Bob querría acompañarme hoy otra vez. Quizá el día de ayer fue una excepción y solo había pretendido satisfacer su curiosidad sobre a dónde iba la mayoría de los días cuando salía de casa. De todas formas, guardé unas galletas para él en la mochila, por si decidía seguirme de nuevo.
Era primera hora de la tarde cuando salí. Estaba claro lo que me disponía a hacer; llevaba mi mochila y la guitarra colgadas a la espalda. Si no quería salir del apartamento conmigo, lo que me extrañaría mucho, me lo haría saber, como hacía siempre, escabulléndose detrás del sofá. Durante un instante pensé que eso es lo que iba a pasar, porque cuando quité la cadena de la puerta de entrada se dirigió hacia allí. Pero entonces, justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras de mí, echó a correr en mi dirección y me siguió por el pasillo y escaleras abajo.
Cuando llegamos a la planta baja y salimos a la calle, Bob se escabulló entre los arbustos para hacer sus necesidades. Acto seguido, en vez de caminar hacia mí, se marchó trotando hacia donde estaban los cubos de basura.
Los cubos se habían convertido poco a poco en algo fascinante para él. Solo Dios sabe lo que debía encontrar y comer allí. Me dije que tal vez esa fuera la única razón por la que quiso bajar conmigo. No me hacía ninguna gracia que estuviera hurgando en la basura, así que fui a comprobar qué podría encontrar allí. Nunca se sabe cuándo pasan los basureros. Afortunadamente, debían haber recogido temprano esa misma mañana porque no se veía basura desperdigada por ninguna parte. Apenas si quedaban algunos restos, así que Bob no iba a poder divertirse mucho. Aliviado, decidí ponerme en marcha sin él. Sabía que se las apañaría para entrar en el edificio, sobre todo ahora que muchos de los vecinos le conocían. Un par de ellos incluso habían armado un buen escándalo al encontrárselo merodeando por el vestíbulo, aunque la señora que vivía justo debajo de mi apartamento le daba siempre algún premio.
Probablemente estaría esperándome en el descansillo cuando regresara a casa por la noche.
«Está bien», me dije mientras me ponía en camino hacia Tottenham High Road. Bob me había hecho un enorme favor el día anterior. No pensaba explotar nuestra relación exigiéndole que viniera conmigo cada día. ¡Él era mi compañero, no mi empleado!
El cielo estaba gris y había un rastro de lluvia en el aire. Si también iba a estar así en el centro de Londres sería una pérdida de tiempo. Tocar la guitarra en un día lluvioso nunca era buena idea. En lugar de sentir cierta empatía por ti, la gente se limitaba a pasar aún más rápido por delante de tu puesto. En caso de que estuviera jarreando en el centro, me dije, daría la vuelta y volvería a casa. Prefería mil veces pasar el día con Bob. Me apetecía gastar el dinero que había conseguido la noche anterior en comprarle una correa decente y un collar.
Llevaba recorridos unos doscientos metros de calle cuando sentí algo detrás de mí. Me giré en redondo y vi una silueta familiar, caminando sigilosamente por la acera.
—Ah, así que has cambiado de idea, ¿no? —le dije mientras se acercaba a mí.
Bob ladeó la cabeza casi imperceptiblemente y me mostró una de esas miradas de pena como si quisiera decir: «Bueno, ¿por qué si no iba a estar aquí?».
Aún llevaba la correa de cordones de zapato en mi bolsillo. Se la puse y empezamos a caminar juntos calle abajo.
Las calles de Tottenham son muy diferentes a las de Covent Garden, pero al igual que el día anterior, la gente empezó a mirarnos casi inmediatamente. E igual que había ocurrido entonces, uno o dos me lanzaron miradas desaprobatorias. Saltaba a la vista que pensaban que estaba chiflado por llevar a un gato naranja sujeto con un trozo de cuerda.
—Si esto se va a convertir en costumbre, voy a tener que comprarte una correa en condiciones —le dije en voz baja a Bob, sintiéndome súbitamente cohibido.
Pero, por cada persona que me lanzaba una mirada reprobatoria, otra media docena me sonreía y me saludaba con un gesto de cabeza. Una señora india cargada con bolsas de la compra nos mostró una enorme y luminosa sonrisa.
—¡Pero qué bonita pareja hacen ustedes dos! —declaró.
En todos los meses que llevaba viviendo en mi apartamento, nadie de los alrededores se había molestado en darme conversación. Era extraño, pero también sorprendente. Era como si la capa invisible de Harry Potter se hubiera deslizado de mis hombros.
Cuando llegamos al cruce en Tottenham High Road, Bob me miró como queriendo decir: «Vamos, ya sabes lo que hay que hacer», y me lo subí a los hombros.
Muy pronto estábamos ya en el autobús, con Bob ocupando su lugar favorito con la cara pegada contra el cristal. De nuevo estábamos en marcha.
Había acertado con respecto al tiempo. Casi inmediatamente la lluvia empezó a descargar, formando intrincados dibujos en la ventanilla donde Bob tenía la cara pegada contra el cristal. Fuera solo podía distinguirse un mar de paraguas. Vi a la gente corriendo, chapoteando entre los charcos de la calle para evitar el aguacero.
Afortunadamente, cuando llegamos al centro la lluvia había cesado. A pesar del mal tiempo aún encontré más aglomeración de personas que el día anterior.
—Vamos a intentar tocar un par de horas —le dije a Bob mientras lo subía a mi hombro y nos dirigíamos a Covent Garden—. Pero si llueve otra vez nos volvemos a casa, te lo prometo.
Una vez más, mientras recorríamos Neal Street, la gente nos paraba continuamente. Me gustaba dejar que acariciaran a Bob, dentro de unos límites. En menos de diez minutos, media docena de personas nos había detenido y, al menos otra media nos pidió permiso para hacer una foto.
Pronto comprendí que el truco estaba en no dejar de moverse, pues de otro modo me encontraría rodeado casi sin darme cuenta.
Prácticamente habíamos llegado al final de Neal Street, doblando por James Street, cuando sucedió algo curioso.
Súbitamente sentí las garras de Bob clavándose en mi hombro. Y, antes de que pudiera hacer nada, se estaba deslizando por mi brazo. Cuando le dejé saltar a la acera, empezó a caminar delante de mí. Alargué la correa en toda su extensión y dejé que tirara. Era evidente que había reconocido dónde estábamos y pensaba llevarme hasta allí. Me estaba guiando.
Caminó delante de mí toda la ruta hasta llegar al punto donde habíamos estado la noche anterior. Entonces se paró, esperando a que sacara mi guitarra y dejara la funda en el suelo para que se pudiera tumbar en ella.
—Aquí tienes, Bob —le dije. Rápidamente se sentó en la suave funda como si fuera el lugar al que pertenecía. Se colocó de tal forma que podía ver el mundo pasar —lo que, tratándose de Covent Garden, no podía ser más cierto.
Hubo un tiempo en el que mi ambición era ganarme la vida como un verdadero músico. Abrigaba el sueño de convertirme en el próximo Kurt Cobain. Por ingenuo y estúpido que parezca ahora, aquello formaba parte de mi grandioso plan cuando volví a Inglaterra desde Australia.
Al menos, eso es lo que le dije a mi madre y a todo el mundo cuando me marché.
Creía tener mis momentos y, durante un tiempo, estuve convencido de que llegaría lejos.
Sin embargo los comienzos fueron muy duros, hasta que por fin, hacia el año 2002, todo cambió cuando salí de la calle y encontré un alojamiento en Dalston. Una cosa llevó a la otra y acabé formando una banda con algunos tipos a los que conocí allí. Éramos un grupo de cuatro guitarras llamado Hyper Fury[5], lo que dice mucho sobre mí y el estado mental de mis colegas por aquel entonces. Ciertamente el nombre me retrataba. Era un joven enfadado con el mundo. Realmente hiperfurioso —no solo con la vida en general, sino también por sentir que no había tenido ninguna oportunidad—. Mi música era una vía de escape de mi rabia y angustia.
Precisamente por eso no éramos un grupo corriente. Nuestras canciones eran crispadas y sombrías y nuestras letras aún más oscuras, lo que supongo no era sorprendente, dado que las bandas que más nos inspiraban eran Nine Inch Nails y Nirvana.
Incluso conseguimos sacar dos álbumes al mercado, aunque sería más exacto llamarlos EP[6]. El primero salió en septiembre de 2003 junto con otro grupo, Corrision. Se tituló Corrision contra Hyper Fury y contenía dos buenas pistas aunque un tanto duras, llamadas «Onslaught» y «Retaliator»[7]. Una vez más los títulos ofrecían una clara indicación de nuestra filosofía musical. La misma que mantuvimos, seis meses más tarde, cuando en marzo de 2004 sacamos el segundo álbum titulado Profound Destruction Unit[8], que incluía tres canciones: «Sorry», «Profound» y otra versión de «Retaliator». Vendió algunas copias pero no fue nada del otro mundo. O, por decirlo de otra forma, no nos contrataron para Glastonbury[9].
Sin embargo hicimos algunos fans y conseguimos varios bolos, sobre todo en el norte de Londres y lugares como Camden. Allí había un público gótico muy consolidado, y de alguna forma, encajábamos bien en él. Nuestro aspecto y, sobre todo, nuestro sonido encajaban. Actuamos en tabernas, en fiestas ilegales y, en general, donde quiera que nos invitaran a tocar. Hubo un momento en que pareció que íbamos a despegar de una vez por todas. Nuestra mayor actuación fue en The Dublin Castle, un famoso bar con actuaciones en vivo en el norte de Londres, donde tocamos un par de veces. En concreto, actuamos allí durante el Festival Gótico de Verano, lo que era un gran hito para aquel entonces.
Las cosas nos iban tan bien que, en un momento determinado, me asocié con un tipo llamado Pete del grupo Corrision y pusimos en marcha nuestro propio sello discográfico, Corrupt Drive Records[10].
Pero la cosa no terminó de funcionar o, para ser más exactos, yo no terminé de funcionar.
En aquella época, mi mejor amiga Belle y yo estábamos teniendo una pequeña historia juntos. Como amigos nos llevamos estupendamente. Ella es realmente cariñosa y me cuidaba mucho, pero como novios la relación estaba condenada al fracaso desde el principio. El problema era que también se había enganchado a la droga y tenía mis mismos problemas, lo que no me ayudaba demasiado —ni tampoco a ella— en la lucha por abandonar nuestros hábitos. Cuando uno de los dos intentaba mantenerse limpio, el otro estaba consumiendo y viceversa. Es decir, había siempre una dependencia permanente, que hacía que me fuera realmente difícil romper el ciclo.
También es cierto que aunque intentaba romper ese círculo vicioso, para ser sinceros y viéndolo en retrospectiva, no puedo decir que fueran intentos muy serios. Creo que en parte era porque no terminaba de creerme que aquello fuera a hacerse realidad. En mi mente al menos, la banda era algo que tenía un poco arrinconado. Era demasiado fácil volver a caer en los viejos hábitos, dicho en sentido absolutamente literal.
En 2005, por fin asumí que la banda era más un pasatiempo que una forma de ganarse la vida. Pete continuó dirigiendo la discográfica, y creo que aún lo hace. Pero yo estaba luchando duramente contra mi vicio que, una vez más, me había hecho caer en la cuneta. Aquello se convirtió en otra de esas segundas oportunidades que dejé escapar entre mis dedos. Supongo que nunca sabré lo que pudo ser.
Y, sin embargo, no llegué a abandonar la música. Incluso cuando la banda se disolvió y resultó evidente que yo no iba a llegar a ninguna parte desde un punto de vista profesional, me pasaba la mayor parte de los días tocando la guitarra durante horas e improvisando canciones. Era un gran desahogo para mí. Solo Dios sabe dónde habría acabado sin eso. Tocar en la calle ciertamente había cambiado mi vida en los últimos años. De no ser por la música —y por el dinero que sacaba—, no quiero ni imaginar lo que habría acabado haciendo para conseguir dinero. Es mejor no pensarlo.
Esa noche, cuando me puse a tocar, parecía que una vez más los turistas hubieran salido en masa a la calle.
Fue como una repetición del día anterior. Desde el momento en que me instalé —o, mejor dicho, desde el momento en que Bob se instaló—, la gente que normalmente habría pasado de largo a toda prisa, redujo el paso y empezó a interactuar con él.
Nuevamente eran las mujeres, más que los hombres, las que demostraban un mayor interés.
Poco después de que me pusiera a tocar, una guardia de tráfico de expresión pétrea pasó por allí. Vi cómo bajaba la vista hacia Bob y su rostro se deshizo en una cálida sonrisa.
—Aah, pero ¿a quién tenemos aquí? —declaró, deteniéndose y agachándose para acariciar a Bob.
Apenas me dirigió una mirada, y tampoco dejó dinero en la funda de la guitarra. Pero no importaba. Empezaba a admirar el modo en el que Bob parecía alegrar el día a todo el mundo.
Era una hermosa criatura, de eso no había duda. Pero no solo eso. Había algo más en Bob. Era su personalidad lo que atraía su atención. La gente percibía algo en él.
Yo mismo podía sentirlo. Había algo especial en él. Tenía una relación fuera de lo común con la gente, bueno, al menos con la gente que sentía por él un interés sincero.
De cuando en cuando notaba cómo se erguía ligeramente si veía a alguien que no le gustaba. Una vez, un hombre de Oriente Medio de aspecto elegante y adinerado pasó cogido del brazo de una atractiva rubia, con pinta de modelo.
—Oh, mira. ¡Qué gato más increíble! —exclamó ella, parándose en seco y tirando del brazo del hombre para que se detuviera. El hombre miró con aire indiferente, y agitó la mano con desprecio como queriendo decir: «¿Y qué?».
En el momento en que lo hizo, el lenguaje corporal de Bob cambió. Arqueó la espalda de forma casi imperceptible y cambió la posición de su cuerpo quedándose a pocos centímetros de mí. Fue un movimiento muy sutil —pero, para mí, muy revelador.
«Me pregunto si este tío no le recordará a alguien de su pasado», pensé para mis adentros mientras la pareja seguía su camino. «Me pregunto si no habrá visto antes esa mirada».
Hubiera dado cualquier cosa por conocer su historia, por descubrir lo que le había llevado hasta el vestíbulo de mi edificio aquella noche. Pero eso era algo que nunca averiguaría. Simples conjeturas.
A medida que me fui acomodando en mi puesto me sentí mucho más relajado de lo que lo había estado veinticuatro horas antes. Creo que la presencia de Bob el día anterior me había alterado un poco desde un punto de vista psicológico. Estaba acostumbrado a tener que conectar y atraer a la gente por mí mismo, lo que no era fácil. Ni tampoco ganarme cada una de las monedas. Pero con Bob era diferente. La forma en que captaba a la audiencia para mí me resultó un poco extraña al principio. Sin contar con que me sentía responsable de él por tenerle allí, rodeado de tanta gente. Covent Garden —al igual que el resto de Londres— tenía una buena cuota de gente rara. Estaba aterrorizado porque alguien pudiera cogerlo y salir corriendo con él.
Sin embargo, ese día me pareció diferente. Ese día sentí que estábamos a salvo, como si, de alguna forma, perteneciéramos a ese sitio.
Cuando empecé a cantar y las monedas cayeron en la funda con la misma frecuencia que el día anterior, me dije a mí mismo: «Estoy disfrutando».
Hacía mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho.
Para cuando volvimos a casa, tres horas más tarde, mi mochila tintineaba por el peso de las monedas. Habíamos conseguido reunir más de sesenta libras otra vez.
Pero en esta ocasión no pensaba gastarlas en una cara comida india. Tenía previsto emplearlas en cosas más prácticas. Al día siguiente el tiempo empeoró aún más, con pronóstico de lluvia fuerte durante la tarde.
Así que decidí emplear un poco de tiempo en Bob en vez de salir a tocar. Si iba a acompañarme asiduamente, entonces tenía que equiparle mejor. No podía pasear por ahí sujeto por una correa hecha con cordones de zapato, sobre todo porque era muy incómoda —por no decir peligrosa.
Bob y yo subimos a un autobús en dirección a Archway. Sabía que la delegación norte de la Sociedad Protectora de Gatos de Londres estaba allí.
Bob pareció darse cuenta enseguida de que ésta no era la misma ruta que habíamos cogido los días anteriores. De cuando en cuando se giraba y me mirada como diciendo: «¿Y a dónde me llevas hoy?». No estaba ansioso, solo era curiosidad.
La tienda de la Protectora de Gatos era un local moderno y elegante con toda clase de equipamientos, juguetes y libros sobre gatos. Había montones de panfletos gratuitos y folletos sobre todos los aspectos del cuidado del gato —desde la inserción de microchips a la toxoplasmosis, sugerencias sobre su dieta o consejos sobre castración. Cogí unos cuantos para leerlos más tarde.
Únicamente había un par de personas trabajando allí, y el lugar estaba muy tranquilo. De modo que no pudieron evitar aproximarse para charlar, mientras yo daba una vuelta con Bob encaramado sobre mi hombro.
—Es un chico muy guapo, ¿no es cierto? —dijo una señora acariciando a Bob. Era evidente que se sentía a salvo por la forma en que apoyaba su cuerpo en las manos de ella mientras acariciaba su pelo y le arrullaba.
Entonces entablamos una conversación sobre cómo Bob y yo nos habíamos conocido. Luego expliqué lo sucedido los dos días anteriores. Ambas mujeres sonrieron y asintieron.
—Hay muchos gatos a los que les gusta salir de paseo con sus dueños —me dijo una de ellas—. Les gusta corretear por el parque o dar un corto paseo por la calle. Pero debo decir que Bob parece un tanto diferente, ¿no es cierto?
—Lo es —asintió su amiga—. Creo que tiene usted una joya. Resulta evidente su intención de permanecer unido a usted.
Era agradable oír cómo confirmaban lo que, en el fondo, ya sabía. De cuando en cuando me asaltaba alguna pequeña duda sobre si debería insistir más en devolverlo a la calles, o si estaba haciendo lo correcto al mantenerle conmigo en el apartamento. Sus palabras fueron todo un bálsamo para mí.
Sin embargo, lo que aún no sabía era cuál sería la mejor forma de tratar a Bob, considerando que iba a ser mi compañero constante en las calles de Londres. Algo que, por decirlo suavemente, no era el más seguro de los entornos. Además del evidente tráfico, había toda clase de amenazas potenciales y peligros ahí fuera.
—Lo mejor que puede hacer es ponerle un arnés como éste —indicó una de las señoras, desenganchando un bonito arnés azul tejido en nailon y un collar con la correa a juego.
Acto seguido me explicó los pros y los contras de todo ello.
—No es buena idea enganchar la correa al collar de un gato. Los collares malos pueden dañar el cuello del animal e incluso ahogarle. Por otro lado el problema con los collares de mejor calidad es que están hechos con elástico o son lo que se dice «collares de escapada», para que el gato sea capaz de soltarse si el collar se queda enganchado con algo. Hay muchas posibilidades de que en algún momento se encuentre con la correa vacía en la mano —explicó la mujer—. Creo que estará mucho mejor con un arnés y una correa, sobre todo si va a estar tanto tiempo en la calle.
—¿Y no le va a hacer sentir raro? —pregunté—. No debe de ser una sensación muy natural, que digamos.
—Tendrá que acostumbrarle a él —asintió ella—. Tal vez tarde una semana más o menos. Empiece poniéndole el arnés durante unos minutos al día antes de salir a la calle con él. Y luego continúe a partir de ahí —podía notar cómo me observaba mientras yo lo pensaba—. ¿Por qué no se lo prueba?
—Está bien —accedí.
Bob estaba cómodamente sentado y no ofreció demasiada resistencia, aunque pude advertir que estaba desconcertado sobre lo que sucedía.
—Solo hay que ponérselo y dejar que se acostumbre a la sensación del arnés sobre su cuerpo —indicó la señora.
El arnés, la correa y el collar costaron alrededor de trece libras. Era uno de los más caros que tenían, pero me dije que se lo merecía.
Si hubiera sido un empresario, el director de la Compañía James & Bob, me habría dicho que hay que estar pendiente de tus empleados y tratar de invertir en tus propios recursos humanos —salvo que en este caso eran recursos felinos.
Tardé solo un par de días en acostumbrar a Bob al arnés. Empecé haciendo que lo llevara por casa, a veces también con la correa puesta. Al principio se sintió un tanto confuso por tener una cola de cuero tan larga arrastrándose detrás de él. Pero enseguida se hizo a ella. Cada vez que se lo ponía me aseguraba de premiarle por hacerlo. Sabía que lo peor que podía hacer era gritarle aunque, en cualquier caso, nunca lo habría hecho.
Después de unos días, empezamos a dar pequeños paseos con el arnés puesto. Cuando estábamos tocando en la calle todavía utilizaba el viejo collar pero, ocasionalmente, deslizaba el arnés por su cuerpo durante un pequeño trecho del camino al trabajo. De forma lenta pero segura, llevar el arnés puesto acabó convirtiéndose en algo natural para él.
Bob seguía viniendo conmigo cada día.
No nos quedábamos en la calle mucho tiempo. No quería hacerle pasar por eso. Por más que sabía que me seguiría hasta el fin del mundo, y pese a que siempre se encaramaba a mi hombro y no tenía que andar entre la gente, no quería hacerle eso.
Fue durante la tercera semana tocando juntos cuando decidió que no quería venir conmigo. Normalmente, en cuanto me veía ponerme el abrigo y coger la mochila, se levantaba y venía a mi lado, dispuesto a que le pusiera la correa. Pero entonces, un día, cuando me disponía a seguir nuestra rutina, se escondió detrás del sofá durante un instante y luego se dirigió hasta el radiador bajo el cual se tumbó. Era como si me estuviera diciendo: «Voy a coger el día libre».
Podía notar que estaba cansado.
—¿No te apetece venir hoy, Bob? —le pregunté, acariciándole.
Me lanzó esa mirada de entenderlo todo.
—No te preocupes —dije, y fui hasta la cocina para poner unas cuantas galletas en un cuenco y dejarle algo con que pasar el día hasta que volviera a casa por la noche.
Una vez leí un artículo en el que decía que dejar la televisión encendida hace que las mascotas se sientan menos solas cuando sus dueños están fuera. No sabía hasta qué punto aquello era cierto, pero encendí el aparato por si acaso. Inmediatamente, Bob se deslizó bajo su sitio favorito y empezó a mirarla desde allí.
Salir solo ese día me hizo comprender hasta qué punto mi vida había cambiado con Bob. Con él en mi hombro o caminando con la correa delante de mí, la gente se volvía constantemente para mirarnos. Yo solo volvía a ser invisible. A estas alturas ya éramos suficientemente conocidos en el barrio, de modo que cuando me vieron aparecer sin Bob algunas personas me mostraron su preocupación.
—¿Dónde está hoy el gato? —me preguntó uno de los dueños de los puestos cuando pasó por delante de mí esa tarde.
—Se ha tomado el día libre —contesté.
—Ah bueno, estaba preocupado por si le había pasado algo a tu pequeño compañero —dijo sonriendo, mostrándome el pulgar hacia arriba.
Un par de personas más se pararon a preguntarme lo mismo. En cuanto les dije que Bob estaba bien siguieron su camino. Nadie parecía estar tan interesado en pararse a charlar como cuando Bob estaba conmigo. Tal vez no me gustara, pero lo aceptaba. Así eran las cosas.
Allí, en la acera de James Street, el sonido de las monedas aterrizando en mi funda se había convertido en música para mis oídos; no podía negarlo. Pero sin Bob a mi lado no pude dejar de advertir que la frecuencia del tintineo disminuía significativamente. Mientras tocaba era consciente de que no estaba sacando ni remotamente la misma cantidad. Incluso necesité unas cuantas horas más para ganar la mitad de dinero que reunía con Bob en un buen día. Era como volver a los viejos tiempos antes de Bob, pero no importaba.
Fue mientras volvía a casa esa noche cuando empecé a entenderlo. No era solo por hacer dinero, porque nunca me moriría de hambre, pero mi vida era mucho más rica con Bob en ella.
Era un placer poder disfrutar de una compañía tan estupenda, de un compañero tan agradable. De alguna forma, sentía como si me hubieran dado la oportunidad de volver al buen camino.
No es fácil trabajar en las calles. La gente no quiere darte una oportunidad. Antes de tener a Bob, si trataba de acercarme a la gente de los pubs con mi guitarra, solían despedirme con un: «No, lo siento», antes incluso de que hubiera podido decir hola.
Ya podía acercarme a ellos para preguntarles la hora que, antes incluso de haber abierto la boca, me habrían dicho: «No tengo suelto, lo siento». Eso sucedía todo el tiempo. Ni siquiera me daban la oportunidad.
La gente no quiere escuchar. Lo único que ven es a alguien que piensan quiere aprovecharse de ellos. No entienden que estoy trabajando. Que no estoy mendigando. Que intento ganarme la vida. Solo porque no llevo traje y corbata ni un maletín o un ordenador portátil, solo porque no tengo una nómina ni un P45[11], no significa que sea un gorrón.
Tener a Bob conmigo me dio la oportunidad de interactuar con la gente.
Cuando preguntaban por Bob, yo podía explicar mi situación. Y si preguntaban de dónde lo había sacado, entonces podía contarles cómo nos conocimos y cómo juntos ganábamos el dinero para pagar el alquiler, la comida, las facturas del gas y la electricidad. De este modo, la gente me concedía tiempo suficiente para escucharme.
Además, desde un punto de vista psicológico, la gente empezaba a verme bajo una nueva luz.
Los gatos son increíblemente quisquillosos sobre las personas que les gustan. Y si a un gato no le gusta su dueño, le dejará y se buscará otro. Lo hacen constantemente. Se largan y viven con alguien diferente. Verme con mi gato me hacía más agradable a sus ojos. Me humanizaba, sobre todo después de haber estado tan deshumanizado. De algún modo, me devolvía mi identidad. Había sido alguien inexistente; y ahora volvía a ser de nuevo una persona.