Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos más o menos, Bob se quedó tranquilamente sentado sobre mí con su rostro aplastado contra la ventanilla del autobús, viendo el mundo desfilar ante su vista. Parecía sentirse fascinado por todos los coches, ciclistas, furgonetas y peatones que veíamos pasar; no estaba en absoluto desconcertado.
La única vez que se apartó de la ventanilla y me miró durante un segundo, como para fortalecer su confianza, fue cuando el estruendo de una sirena de la policía, coche de bomberos o ambulancia, sonó demasiado cerca de nosotros como para sentirse seguro. Aquello me sorprendió y, una vez más, me hizo reflexionar sobre dónde habría pasado sus primeros meses de vida. Si hubiera crecido en las calles estaría acostumbrado a todo este ruido desde hacía mucho, mucho tiempo.
—No hay nada de lo que preocuparse —le dije, acariciándole cariñosamente en la parte de atrás del cuello—. Así es como suena el centro de Londres, Bob, más vale que te acostumbres.
Sin embargo, era extraño. A pesar de que sabía que era un gato callejero y podía marcharse en cualquier momento, en mi interior tenía una sensación profundamente arraigada de que él estaba en mi vida para quedarse. De alguna forma, presentía que ésta no sería la última vez que haríamos juntos este trayecto.
Iba a apearme en la parada de siempre junto a la estación del metro de Tottenham Court Road. Cuando estábamos llegando, cogí mi guitarra y a Bob y me dirigí a la salida. Una vez en la acera, rebusqué en el bolsillo de mi abrigo y encontré la correa que le había confeccionado con los cordones de zapato y que guardé ahí después de sacar a Bob a hacer sus necesidades a la calle la noche antes.
Se la coloqué alrededor del cuello y le bajé al suelo. No quería que se escapara. El cruce de Tottenham Court Road y New Oxford Street estaba atestado de compradores, turistas y londinenses ocupados en sus tareas diarias. Se habría perdido en menos de un segundo —o quizá algo peor, habría acabado aplastado por alguno de esos autobuses o taxis negros que circulaban desde o hacia Oxford Street.
Lógicamente todo resultaba muy intimidante para Bob. Para él aquello era territorio desconocido —bueno, al menos eso suponía, aunque por supuesto no podía estar seguro—. Mientras recorríamos la calle pude advertir, por la postura ligeramente tensa de su lenguaje corporal y la forma en que no dejaba de mirarme, que se sentía inquieto. Así que decidí coger uno de mis atajos habituales a través de callejuelas para llegar a Covent Garden.
—Vamos, Bob, salgamos de este caos —le dije.
Incluso entonces no pareció del todo contento. Mientras caminábamos entre la multitud, no dejaba de lanzarme miradas como si quisiera decirme que no estaba muy seguro de la idea. Después de unos cuantos metros, tuve claro que quería que le cogiera en brazos.
—Está bien, pero no te acostumbres —le concedí, levantándolo del suelo y poniéndolo sobre mis hombros al igual que había hecho al cruzar Tottenham High Road. Pronto encontró una postura cómoda en un leve ángulo de mi hombro derecho, con las patas delanteras descansando al principio de mi brazo, y mirándolo todo como el vigía desde el palo mayor en un barco pirata. No pude evitar sonreír para mis adentros. Debía de parecerme a John Silver el Largo, excepto que yo tenía un gato en lugar de un loro navegando conmigo.
Ciertamente parecía encontrarse muy cómodo donde estaba. Podía sentir como ronroneaba ligeramente mientras caminábamos entre la multitud, a través de New Oxford Street hacia las pequeñas calles laterales que daban a Covent Garden.
Ahora, la muchedumbre parecía haber disminuido y, después de un rato, empecé a olvidarme de que Bob estaba allí. En su lugar, me sumergí en los habituales pensamientos que rondaban mi mente de camino al trabajo. ¿Me permitiría el tiempo cumplir con mis cinco horas de tocar la guitarra? Respuesta: probablemente. El día estaba muy cubierto, pero las nubes eran blancas y altas. No había grandes probabilidades de lluvia. ¿Qué tipo de gente habría hoy en Covent Garden? Bueno, nos estábamos acercando a la Semana Santa, así que habría un montón de turistas. ¿Cuánto tiempo me llevaría conseguir las veinte o treinta libras que necesitaba para vivir, y ahora también Bob, durante los próximos días? El día anterior necesité casi cinco horas para reunirlas. Tal vez hoy se diera mejor, o tal vez no. Eso era lo malo de tocar en la calle: nunca podías predecirlo.
Estaba rumiando todo esto cuando de pronto fui consciente de algo.
Normalmente, nadie cruzaba o siquiera intercambiaba una mirada conmigo. Yo era un músico callejero y esto era Londres. Yo no existía. Era alguien a quien debía evitarse, rehuir incluso. Pero mientras caminaba por Neal Street esa tarde, prácticamente cada persona con la que nos cruzábamos me miraba. Bueno, para ser más exacto, miraba a Bob.
Uno o dos mostraron un gesto interrogante y ligeramente confuso, lo que era comprensible, supongo. Debía de ser una visión un tanto incongruente, un hombre alto de cabello largo caminando con un enorme gato pelirrojo en los hombros. No era algo que se viera todos los días, ni siquiera en las calles de Londres.
Pero la mayoría de la gente reaccionaba con más calidez. En cuanto veían a Bob sus rostros mostraban una gran sonrisa. No pasó demasiado tiempo antes de que algunos empezaran a pararnos.
—Ah, vaya pareja —dijo una señora de mediana edad, bien vestida y cargada de bolsas—. Es un gato extraordinario. ¿Puedo acariciarle?
—Por supuesto —declaré, pensando que sería algo ocasional.
Dejó sus bolsas en el suelo y colocó su cara junto a la de Bob.
—Pero que chico más guapo eres, ¿eh? —dijo—. Es un chico, ¿no?
—Lo es —contesté.
—Tiene que ser muy bueno para sentarse así sobre sus hombros. No se ve muy a menudo. Realmente debe de confiar mucho en usted.
Acababa de despedirme de la señora cuando dos chicas jóvenes se acercaron a nosotros. Habían visto a la señora haciéndole caricias a Bob, así que imagino que debieron de pensar que podrían hacer lo mismo. Resultaron ser unas adolescentes suecas de vacaciones.
—¿Cómo se llama? ¿Podemos hacerle una foto? —pidieron, alejándose ligeramente con sus cámaras en cuanto les di permiso.
—Se llama Bob —dije.
—Ah, Bob. Estupendo.
Estuvimos hablando durante un par de minutos. Una de ellas tenía un gato y me mostró su fotografía. Después de unos instantes, me disculpé educadamente, pues de lo contrario podíamos haber estado horas hablando del gato.
Bob y yo continuamos hacia el final de Neal Street en dirección a Long Acre. Pero nuestra marcha seguía siendo lenta. Tan pronto como desaparecía el último admirador, volvía a aparecer otro, una y otra vez. Apenas podía dar más de tres pasos sin que alguien me parara para poder acariciar o hablar con Bob.
La novedad pronto desapareció. Empecé a comprender que a este paso nunca llegaría a ninguna parte. Generalmente solía tardar poco más de diez minutos en recorrer el tramo desde la parada del autobús a mi rincón de Covent Garden. Pero ahora había empleado casi el doble debido a que todo el mundo parecía querer pararse y decirle algo a Bob. Era un poco ridículo.
Para cuando conseguimos llegar a Covent Garden era una hora más tarde de lo habitual.
«Muchas gracias, Bob, probablemente me hayas costado varias libras de mis ganancias», me escuché decir en mi cabeza medio en broma.
Sin embargo era un asunto importante. Si iba a retrasarme tanto cada día no podía dejar que me siguiera hasta el autobús de nuevo, pensé. Pero no pasó mucho tiempo antes de que cambiara de opinión.
Por entonces llevaba tocando en Covent Garden más de un año y medio. Normalmente empezaba hacia las dos o tres de la tarde y continuaba hasta las ocho de la noche. Era el mejor momento para captar a los turistas y a la gente que terminaba de hacer sus compras o a aquellos que volvían a casa después de un día de trabajo. En cambio, los fines de semana solía empezar antes y continuaba durante la hora de comer. Los jueves, viernes y sábados seguía hasta bien entrada la tarde, intentando aprovechar la ingente cantidad extra de londinenses que paseaban por ahí al final de su semana laboral.
Había aprendido a ser flexible a la hora de encontrar audiencia. Mi lugar preferido era un trozo de acera justo delante de la salida del metro, en la confluencia de Covent Garden con James Street. Trabajaba allí hasta pasadas las seis y media de la tarde, cuando la hora punta estaba en todo su apogeo, y luego pasaba las últimas dos horas moviéndome por las tabernas de alrededor, donde la gente se quedaba fuera fumando y bebiendo. En los meses de verano resultaba especialmente productivo gracias a que la gente de las oficinas solía descansar de su jornada tomando una pinta y fumando un cigarrillo al sol del atardecer.
Claro que, a veces, podía ser arriesgado. A algunas personas no les gustaba que me acercara a ellos y solían mostrarse bastante groseros e incluso impertinentes. «¡Lárgate, gorrón! ¡Búscate un trabajo de verdad, vago de mierda!». Y cosas así. Pero eso entraba en el lote. Ya estaba acostumbrado. Había mucha gente a la que le gustaba oírme tocar una canción y dejarme alguna que otra libra.
Por otro lado, tocar en James Street también implicaba asumir un riesgo. En realidad, se suponía que yo no debía estar ahí.
La zona de Covent Garden está dividida en áreas muy definidas por lo que se refiere a la gente que trabaja en la calle. Todo está regulado por los agentes de cada distrito, una panda de oficiales a la que solemos apodar los Guardianes de Covent.
Mi puesto debía estar en la zona este de Covent Garden, cerca de la Royal Opera House y Bow Street. Ahí era donde se suponía que debían colocarse los músicos, de acuerdo con los Guardianes de Covent. El otro lado de la plaza, el lado oeste, estaba reservado para los mimos callejeros y otros artistas. Los malabaristas y animadores solían colocarse bajo el balcón del bar de Punch & Judy donde, normalmente, encontraban una bulliciosa audiencia dispuesta a contemplarlos.
La calle James, donde empecé a tocar, era supuestamente territorio de las estatuas humanas. Había unas cuantas desperdigadas por los alrededores. Una de ellas era un tipo disfrazado de Charlie Chaplin que sabía imitarle muy bien, pero que solo trabajaba de vez en cuando. Así que aprovechando que su sitio solía estar libre, lo convertí en mi propio puesto. Sabía que en cualquier momento corría el riesgo de que los Guardianes me echaran de allí, pero había decidido jugármela y, en general, merecía la pena. El volumen de gente que emergía del metro era enorme. Con que solo uno entre mil me echara algo, la cosa me iba bien.
Pasaban de las tres de la tarde cuando, finalmente, llegué a mi sitio. Justo cuando torcíamos hacia James Street fuimos detenidos por enésima vez, en esta ocasión por un tío claramente homosexual que parecía ir camino de su casa de vuelta del gimnasio, a juzgar por la húmeda sudadera que llevaba.
Armó todo un escándalo cuando vio a Bob e incluso me preguntó —creo que bromeando—, si podía comprármelo.
—No, amigo, no está a la venta —contesté educadamente, en caso de que lo dijera en serio. Mientras nos alejábamos del tipo, miré hacia Bob y sacudí la cabeza.
—Estas cosas solo pasan en Londres, solo en Londres.
Cuando alcancé mi puesto, lo primero que hice fue asegurarme de que la costa estuviera despejada. No vi ninguna señal de los Guardianes de Covent. Por lo general, solía haber un par de personas que trabajaban para el metro y que a veces me daban la tabarra porque sabían que yo no debía estar allí. Pero tampoco parecían estar por los alrededores. Así que dejé a Bob en el suelo cerca de la pared, saqué la guitarra de su funda, me quité la chaqueta y me dispuse a tocar.
Normalmente me llevaba alrededor de unos diez minutos afinar, empezar a tocar y conseguir que la gente me prestara algo de atención.
Esta vez, sin embargo, un par de personas se detuvieron delante de mí, echando algunas monedas en la funda de mi guitarra antes siquiera de que hubiera tocado una nota. «Qué generosos», pensé.
Pero fue mientras me tomaba mi tiempo afinando mi guitarra, cuando escuché caer un penique.
Estaba de espaldas a la gente cuando de nuevo escuché el inconfundible tintineo de una moneda cayendo encima de otra. Acto seguido oí una voz masculina detrás de mí.
—Bonito gato, amigo —me dijo.
Me volví y vi a un hombre de aspecto corriente, de aproximadamente veintitantos años, haciéndome un gesto con el pulgar hacia arriba mientras se alejaba con una sonrisa en la cara.
Aquello me cogió por sorpresa. Bob se había hecho un ovillo y estaba cómodamente instalado en mitad de la funda vacía de la guitarra. Sabía que era un embaucador. Pero esto era muy distinto.
Aprendí a tocar la guitarra por mi cuenta cuando solo era un adolescente y aún vivíamos en Australia. La gente me enseñaba cosas y luego yo las practicaba a mi manera. Tuve mi primera guitarra con quince o dieciséis años, y aunque supongo que era un poco tarde para empezar a tocar, decidí comprar una vieja guitarra eléctrica en una casa de empeños en Melbourne. Siempre había tocado las guitarras acústicas de mis amigos, pero se me antojó una eléctrica. Me encantaba Jimi Hendrix, me parecía fantástico y quería tocar como él.
El repertorio que tenía preparado para mis actuaciones callejeras contenía algunas de las canciones que llevaba tocando durante años. Kurt Cobain siempre había sido una especie de ídolo para mí, así que desde el principio decidí incluir cosas de Nirvana. Pero también tocaba temas de Bob Dylan y de Johnny Cash. Una de las melodías más populares que tocaba era «Hurt», originalmente compuesta por los Nine Inch Nails, pero en la versión de Johnny Cash. Se trataba de una versión fácil de interpretar porque era muy acústica. También tocaba «The Man in Black» de Cash, una buena canción, además de bastante apropiada. Generalmente yo iba vestido de negro. Pero la canción más popular de mi repertorio era «Wonderwall» de Oasis. Esa siempre tenía éxito, especialmente en el exterior de las tabernas, cuando me pasaba por allí a última hora de la tarde.
Solía tocar más o menos lo mismo una y otra vez cada día. Es lo que a la gente le gustaba. Y también lo que los turistas querían escuchar. Normalmente empezaba con una canción del tipo «About a Girl» de Nirvana, simplemente para calentar los dedos. Y eso es lo que hice aquel día, mientras Bob se sentaba delante de mí, observando a la multitud salir de la estación del metro.
Apenas llevaba tocando unos minutos cuando un grupo de niños se detuvo. Supuse que serían brasileños, porque iban vestidos con camisetas de fútbol del equipo de Brasil, y hablando en lo que reconocí como portugués. Uno de ellos, una niña, se agachó y empezó a acariciar a Bob.
—Ah, gato bonito[4] —dijo.
—Dice que tiene un hermoso gato —intervino uno de los chicos, traduciendo amablemente su portugués.
Eran colegiales de viaje de estudios en Londres, pero parecían fascinados. Casi inmediatamente varias personas se detuvieron para ver qué era todo aquel jaleo. Aproximadamente media docena de chicos brasileños y otros transeúntes empezaron a rebuscar en sus bolsillos y a lanzar monedas a la funda.
—Después de todo, parece que no vas a ser tan mala compañía, Bob. Recuérdame que te invite a salir de casa más a menudo —le sonreí.
No había planeado traerle conmigo, así que no tenía demasiadas cosas que darle. Pero encontré un paquete medio vacío de sus galletas favoritas en mi mochila, así que le fui dando una de cuando en cuando. Al igual que yo, tendría que esperar para tomar una comida decente.
Cuando el final de la tarde se convirtió en noche y la muchedumbre aumentó debido a la gente que volvía del trabajo a sus casas o que salía a dar una vuelta por el West End, más y más gente se paraba para admirar a Bob. Estaba claro que había algo en él que les fascinaba.
Cuando empezó oscurecer, una mujer de mediana edad se detuvo para charlar.
—¿Cuánto tiempo hace que lo tiene? —preguntó, agachándose para acariciar a Bob.
—Solo hace unas semanas —contesté—. De alguna forma nos encontramos el uno al otro.
—¿Encontrarse el uno al otro? Suena interesante.
Al principio estuve un tanto suspicaz. Me pregunté si no sería una especie de benefactora de los animales, dispuesta a echarme un sermón sobre que no tenía derecho a quedarme con él o algo así. Pero luego resultó que simplemente era una gran amante de los gatos.
Sonrió cuando le expliqué la historia de cómo nos conocimos y de cómo había tenido que pasarme quince días cuidándole para que se recuperara.
—Yo tuve un gato pelirrojo muy parecido a este hace unos años —dijo con tono emocionado, haciendo que por un segundo pensara que iba a echarse a llorar—. Tiene suerte de haberlo encontrado. Son la mejor compañía, tan tranquilos y dóciles. Tiene en él a un verdadero amigo —declaró.
—Creo que tiene razón —sonreí.
Dejó un billete de cinco libras en la guitarra antes de marcharse.
Definitivamente era un gato con gancho para las mujeres, advertí. Calculé que alrededor de un setenta por ciento de las personas que se habían parado hasta ese momento eran mujeres.
En poco más de una hora, ya había reunido lo que normalmente sacaba en un buen día, más de veinticinco libras.
«Esto es genial», me dije.
Pero algo dentro de mí me decía que aún no debía dejarlo, que siguiera hasta más entrada la noche.
La verdad es que todavía tenía ciertas dudas sobre Bob. A pesar de la instintiva sensación respecto a que él y yo estábamos destinados a estar juntos, una gran parte de mí aún creía que el gato acabaría marchándose y siguiendo su camino. Era lo lógico. Había aparecido en mi vida y tarde o temprano volvería a desaparecer. Esto no podía durar mucho tiempo. Así que mientras los transeúntes continuaban agachándose y haciéndole caricias, decidí sacar el máximo partido de ello. A caballo regalado no le mires el dentado y todo eso.
—Si quiere salir y divertirse conmigo, estupendo —me dije—. Y si además saco un poco de calderilla, mejor que mejor.
Excepto que a esas alturas ya era algo más que calderilla.
Estaba acostumbrado a sacar alrededor de veinte libras al día, lo que me bastaba para vivir unos cuantos días y cubrir los gastos de mantenimiento del apartamento. Pero esa noche, cuando terminé de tocar hacia las ocho de la tarde, estaba claro que había sacado mucho más que eso.
Después de guardar la guitarra, me pasé más de cinco minutos contando todas las monedas que había reunido. Parecía que hubiera cientos de monedas de todos los valores, además de algunos billetes diseminados entre ellas.
Cuando finalmente terminé de contarlo, sacudí la cabeza lentamente. Había conseguido la importante suma de 63,77 libras. Para la mayoría de la gente que se paseaba por Covent Garden tal vez eso no supusiera demasiado dinero, pero para mí lo era.
Guardé todas las monedas en mi mochila y me la colgué del hombro. Sonaba como si llevara a cuestas una hucha gigantesca, sin contar con que pesaba una tonelada. Pero estaba como en éxtasis. Era la vez que más había ganado en un día de trabajo en las calles, casi el triple de lo que sacaba en un día normal.
Cogí a Bob en brazos, acariciándole en la parte trasera del cuello.
—Bien hecho, amigo —le felicité—. Eso es lo que yo llamo una buena tarde de trabajo.
Decidí que no era necesario pasearme por delante de las tabernas. Además, sabía que Bob estaba hambriento al igual que yo. Necesitábamos volver a casa.
Caminé de vuelta hacia Tottenham Court Road y la parada de autobús, con Bob acomodado una vez más sobre mi hombro. Sin ser grosero, intenté no entretenerme con la gente que se paraba y nos sonreía. No podía. Eran demasiados. Quería llegar a casa antes de la medianoche.
—Esta noche tendremos algo bueno de cenar, Bob —le dije mientras nos instalábamos en el autobús de vuelta a Tottenham. Una vez más pegó su nariz contra el cristal de la ventanilla, observando las brillantes luces y el tráfico.
Me bajé del autobús cerca de un restaurante indio muy agradable en Tottenham High Road. Había pasado por delante de él muchas veces, haciéndome la boca agua con el largo menú colgado en la entrada, pero nunca tenía dinero suficiente para permitirme entrar. Siempre debía conformarme con la comida de un sitio más barato que estaba cerca de mi edificio.
Sin embargo esta vez entré y encargué un pollo tikka masala con arroz al limón, un peshwari naan y un poco de requesón. Los camareros me lanzaron miradas divertidas cuando distinguieron a Bob atado con la correa a mi lado. Así que les dije que volvería en veinte minutos a recoger todo y me dirigí con Bob a un supermercado que había al otro lado de la calle.
Con el dinero que habíamos hecho obsequié a Bob con una buena lata de lujosa comida para gatos, un par de paquetes de sus galletas favoritas y un poco de «leche de gato». Yo mismo me regalé un par de latas de cerveza.
—Tiremos la casa por la ventana, Bob —propuse—. Ha sido un día memorable.
Después de recoger nuestra cena, volví a casa prácticamente a la carrera, abrumado por los tentadores olores que emergían de la bolsa de papel del restaurante. Cuando por fin llegamos a casa, Bob y yo nos lanzamos sobre la comida como si fuera la última. No había comido tan bien en meses —bueno, tal vez en años. Y estoy casi seguro de que él tampoco.
Luego nos acurrucamos durante un par de horas, yo viendo la televisión y él hecho un ovillo en su sitio favorito debajo del radiador. Esa noche los dos dormimos como troncos.