A medida que nos acercábamos al final de la segunda semana de medicación de Bob, su aspecto se volvió mucho más lustroso. La herida de la parte trasera de su pata estaba cicatrizando bien y las calvas y pequeños parches de su pelaje habían empezado a desaparecer, siendo sustituidos por pelo nuevo y espeso. Su cara también parecía más alegre y sus ojos tenían un brillo más intenso, con un hermoso destello verde y amarillo que no había estado allí antes.
Definitivamente se encontraba en la senda de la recuperación, y sus escandalosas carreras alrededor del apartamento eran la prueba definitiva. Desde el primer día que llegó, Bob había sido una especie de derviche que no paraba de dar vueltas, moviéndose de un lado a otro; pero, más o menos, a partir de la semana siguiente se convirtió en una auténtica bola de energía. Nunca lo hubiera imaginado. A veces se ponía a dar saltos y a correr por todo el apartamento como una especie de maníaco, clavando furiosamente sus garras en todo lo que pudiera encontrar a su paso, incluido yo.
Había arañazos en todas las superficies de madera de la casa. Yo mismo tenía rasguños en el dorso de la mano y en el brazo. No me importaba, sabía que no lo hacía con maldad y que solo estaba jugando.
Bob se había convertido en tal amenaza para la cocina, donde arañaba las puertas de los armarios y de la nevera en un intento por acceder libremente a la comida, que tuve que comprar unos cierres de seguridad de plástico de los que se usan con los niños.
Además tenía que poner atención en no dejar a su alcance cualquier cosa que pudiera considerar como un juguete. Un par de zapatos o alguna prenda de ropa podían quedar hechos trizas en apenas unos minutos.
Todas las acciones de Bob no hacían más que confirmar la necesidad urgente de hacer algo con él. Había convivido con suficientes gatos en mi vida como para reconocer los síntomas. Era un macho joven con demasiada testosterona fluyendo por su cuerpo. Tenía muy claro que necesitaba ser castrado. De modo que, un par de días antes de terminar con su tratamiento, decidí llamar al veterinario local de la clínica Abbey en Dalston Lane.
Conocía los pros y los contras de mantenerle intacto, y la mayoría eran contras. Si no lo castraba habría momentos en que las hormonas de Bob se apoderarían totalmente de él y no podría evitar lanzarse a las calles en busca de hembras dispuestas. Eso significaría que estaría vagando por las calles durante días —incluso semanas—, en determinadas épocas. Sin contar la posibilidad de que lo atropellaran o de que se viera envuelto en peleas con otros gatos. Hasta donde yo sabía, ésa podría haber sido la causa de la pelea que había provocado sus heridas. Los gatos machos son muy posesivos con su territorio y producen un olor distintivo para señalar su «parcela». Tal vez Bob se adentró demasiado en el territorio de algún otro y pagó el precio. Sabía que muy posiblemente estaba siendo un poco paranoico, pero siempre había un riesgo, aunque fuera mínimo, de que contrajera enfermedades como el VLFe[3] y el VIF, el equivalente felino al VIH, si no estaba castrado. Y por último, aunque no menos importante, si se quedaba conmigo se volvería más tranquilo, y sería una mascota aún más apacible, sin esa propensión a corretear todo el tiempo como un auténtico poseso.
Por el contrario, los pros a favor de no hacer nada apenas sumaban un único punto: evitar que sufriera una pequeña operación. Y eso era todo.
Era fácil decidirse.
Llamé a la clínica veterinaria y hablé con una enfermera.
Le expliqué mi situación y le pregunté si practicaban operaciones gratuitas. Me contestó que sí, habida cuenta de que tenía en mi poder un certificado veterinario que conseguí después de mis primeras visitas para curarle la pata y obtener el tratamiento antiparasitario.
Lo único que me preocupaba era que aún tomaba su medicación. Le expliqué que estaba a punto de terminar un tratamiento de antibióticos, pero me dijo que eso no suponía ningún problema. Me recomendó que pidiera hora para operarle dos días más tarde.
—Solo tiene que traérnoslo y dejarlo durante la mañana. Si todo sale según lo previsto, podrá recogerlo al final del día —declaró.
El día de la operación me levanté temprano consciente de que debía estar en la clínica a las diez de la mañana. Era la primera vez que salíamos del apartamento, más allá de nuestras visitas a la Sociedad Protectora.
A causa de los antibióticos, no le había dejado salir de casa salvo para hacer sus necesidades en el jardín. Así que le metí en el mismo contenedor de reciclaje de plástico verde que había utilizado quince días atrás para llevarle al centro de la Protectora. Aunque hacía un tiempo horrible dejé la tapa sin cerrar y permití que campara a sus anchas por la caja una vez que estuvimos en la calle. No parecía estar mucho más cómodo en ella que la primera vez que le metí allí, y asomaba la cabeza constantemente para observar el mundo pasar.
La clínica Abbey es un local pequeño encajonado entre una tienda de periódicos y un centro médico, en una fila de tiendas en Dalston Lane. Llegamos allí con tiempo de sobra para su cita y al entrar nos encontramos con que estaba abarrotada. Era la misma escena caótica de siempre, con perros tirando de las correas de sus dueños y gruñendo a los gatos metidos en sus transportines. Bob destacaba en su improvisado transporte, así que inmediatamente se convirtió en el objeto de su agresividad. Una vez más, había varios Bull Terrier cuyos propietarios tenían aspecto de hombres de Neanderthal.
Estoy convencido de que la mayoría de los gatos habrían salido pitando, pero Bob no estaba en absoluto asustado. Parecía confiar ciegamente en mí.
Cuando por fin me llamaron, una joven enfermera de veintitantos años apareció para recibirnos. Llevaba algunos papeles consigo y me condujo a una habitación donde me hizo las advertencias de rigor.
—Una vez que se ha efectuado la operación ya no hay vuelta atrás. ¿Está seguro de que no quiere tener crías de Bob en el futuro? —insistió.
Me limité a sonreír y asentí.
—Sí, estoy seguro —contesté, acariciando la cabeza de Bob.
Sin embargo, su siguiente pregunta me dejó sin respuesta.
—¿Y cuántos años tiene Bob? —preguntó sonriente.
—Eh… la verdad es que no lo sé —respondí, antes de contarle brevemente su historia.
—Uhmm, echémosle un vistazo —me explicó que el hecho de que no hubiera sido castrado era una buena pista respecto a su edad.
—Los gatos, ya sean machos o hembras, suelen madurar sexualmente hacia los seis meses de edad. Si pasado ese tiempo se les deja intactos, experimentan ciertos cambios físicos muy distintivos. Por ejemplo, a los machos les engorda la cara, sobre todo alrededor de las mejillas. Además desarrollan una piel más gruesa y, generalmente, alcanzan gran tamaño, mucho mayor que los gatos que no han sido castrados —dijo—. Éste no es muy grande, así que supongo que tal vez tenga nueve o diez meses de edad.
Mientras me entregaba el formulario me explicó que había un riesgo mínimo de que surgieran complicaciones, pero que aun así era un riesgo.
—Le haremos un examen completo y quizá un análisis de sangre antes de la operación —indicó—. Si hay algún problema nos pondremos en contacto con usted.
—Está bien —dije, mirándola ligeramente avergonzado. No tenía teléfono móvil, así que no les sería fácil localizarme.
Luego me puso al tanto de cómo se desarrollaría todo.
—La operación se realiza con anestesia general y suele ser bastante rápida. Le extirparemos los testículos mediante dos pequeñas incisiones en la bolsa escrotal.
—¡Pobre Bob! —exclamé despeinándole con un gesto juguetón.
—Si todo va bien, puede venir a recogerlo en seis horas —indicó, mirando su reloj—. Es decir, sobre las cuatro y media. ¿Le parece bien?
—Sí, genial —asentí—. Hasta luego, entonces.
Después de darle a Bob un último achuchón, me dirigí de vuelta a las nubladas calles. Una vez más la lluvia amenazaba con descargar.
No me daba tiempo de llegar hasta el centro de Londres. Para cuando me hubiera instalado allí y cantado un par de canciones, se habría hecho la hora de volver. Así que decidí probar suerte en la estación más cercana, la de Dalston Kingsland. No era el mejor sitio del mundo, pero me proporcionaba la oportunidad de sacarme unas cuantas libras y un lugar donde pasar el tiempo mientras esperaba a Bob. Además, junto a la estación había un encantador zapatero donde sabía que podría refugiarme si acababa lloviendo.
Traté de apartar a Bob de mi mente mientras tocaba. No quería pensar en él en la mesa de operaciones. Dado que probablemente debía haber pasado su vida en las calles, al operarle podrían encontrarle un montón de cosas malas. Había escuchado historias de gatos y perros que iban a operarse de cosas menores al veterinario y no volvían a salir de allí. Luché por mantener esos oscuros pensamientos lejos de mi mente. Aunque la presencia de enormes nubes negras cerniéndose sobre mí no ayudaba demasiado.
El tiempo transcurrió muy, muy despacio. Finalmente, el reloj marcó las cuatro y cuarto de la tarde y empecé a recoger. Los últimos cien metros hasta la clínica veterinaria los hice prácticamente a la carrera.
La enfermera que me había atendido por la mañana estaba en el mostrador de recepción hablando con otra compañera. Al verme me saludó con una cálida sonrisa.
—¿Qué tal está el gato? ¿Ha ido todo bien? —pregunté, todavía jadeando.
—Está bien, perfectamente bien. No se preocupe —me respondió—. Trate de recuperar el aliento y le llevaré con él.
Era muy extraño. No había estado tan preocupado por alguien —o algo— desde hacía años.
Entré en la zona de quirófano y vi a Bob tumbado en una cálida y bonita jaula.
—Hola Bob, compañero. ¿Cómo lo llevas? —le pregunté.
Aún se le veía un poco drogado y dormido, y en un primer momento no me reconoció. Pero luego se sentó muy derecho y empezó a golpear las puertas de la jaula como si dijera: «Sácame de aquí».
La enfermera me hizo firmar el formulario de alta y luego echó un buen vistazo a Bob para asegurarse de que estaba listo para marcharse.
Era una chica muy mona y competente, lo que suponía un agradable cambio después de mis anteriores experiencias con los veterinarios. Me mostró dónde habían hecho las incisiones.
—Estará un poco hinchado y dolorido en esa zona durante un par de días, pero es normal —explicó—. Solo tiene que comprobar de vez en cuando que no hay ninguna secreción ni nada parecido. Si advierte algo así, llámenos por teléfono o tráigalo por aquí para que le observemos. Pero estoy segura de que todo irá bien.
—¿Cuánto tiempo seguirá atontado? —pregunté.
—Pueden pasar un par de días hasta que esté de nuevo rebosante de energía y entusiasmo —declaró—. Suele variar mucho. Algunos gatos se recuperan casi inmediatamente y, en cambio otros se quedan hechos polvo durante unos días. Pero normalmente vuelven a estar como nuevos en cuarenta y ocho horas.
»Probablemente mañana todavía no tenga demasiada hambre, pero recuperará el apetito muy pronto. No obstante, si continúa adormilado o letárgico, denos un toque o pásese por aquí para que le examinemos. No es muy frecuente, pero en ocasiones los gatos contraen infecciones por la operación —señaló.
Saqué de nuevo la caja de reciclaje y estaba a punto de coger a Bob para meterlo dentro, cuando me dijo que esperara.
—Un segundo —indicó—. Creo que tengo algo mejor.
Desapareció durante unos minutos y luego regresó con un bonito transportín color azul cielo.
—Oh, pero eso no es mío —dije.
—Bueno, no se preocupe. No pasa nada. Tenemos un montón de repuesto, puede quedarse con él. Ya nos lo devolverá la próxima vez que pase por aquí.
—¿En serio?
No podía imaginar cómo había ido a parar allí. Tal vez alguien lo olvidó. O tal vez alguien lo utilizara para traer a su gato en él y al regresar a recogerlo se encontró con que ya no lo necesitaría nunca más. No quise ahondar demasiado en ello.
Saltaba a la vista que la operación había dejado a Bob bastante atontado. Mientras le llevaba en el transportín de vuelta a casa, se limitó a permanecer tumbado, medio dormido. Y cuando le solté al llegar al apartamento, se encaminó muy despacio hasta su sitio favorito junto al radiador y se tendió. Estuvo durmiendo allí toda la noche.
Al día siguiente decidí no ir a trabajar y quedarme con él para asegurarme de que se encontraba bien. La recomendación del veterinario era que lo vigilara entre las veinticuatro y cuarenta y ocho horas posteriores a la operación para comprobar que no hubiera ningún efecto secundario. En concreto debía estar pendiente de cualquier signo de amodorramiento, lo que no indicaría nada bueno. El fin de semana se acercaba, y sabía que necesitaría algo de dinero. Sin embargo, nunca me perdonaría si algo salía mal, por lo que decidí quedarme en casa al menos veinticuatro horas para vigilar a Bob.
Afortunadamente, se encontraba muy bien. A la mañana siguiente, le noté un poco más espabilado e incluso se tomó parte del desayuno. Tal y como había pronosticado la enfermera, aún no tenía su apetito de costumbre, pero se comió medio cuenco de su comida favorita, lo que resultaba muy alentador. Además estuvo deambulando un poco por el apartamento, aunque aún no tuviera su alegría habitual.
Durante los dos días siguientes pareció volver a ser el viejo Bob. Y, a los tres días de la operación, ya estaba tomando su comida tan vorazmente como antes. Creí advertir que ocasionalmente aún sentía algún pinchazo de dolor. De cuando en cuando daba un respingo o se paraba en seco, pero eso era todo.
Sabía que todavía tendría su media hora de locura, pero me sentía contento de haber actuado.