Empezaron a correr uno tras otro los días, sin que se presentase Satanás. La vida sin él no tenía alicientes. Pero el astrólogo, que había regresado de su excursión a la luna, recorrió la aldea desafiando a la opinión pública, y recibiendo en ocasiones una pedrada en medio de la espalda cuando alguno de los perseguidores de brujas veía ocasión segura de tirársela y esquivar el ser visto. En ese tiempo hubo dos influencias que trabajaron en favor de Margarita. El que Satanás, al que ella le era por completo indiferente, hubiese suspendido las visitas a su casa después de ir a ella una o dos veces, lastimó el corazón de la joven; ésta se esforzó de allí en adelante por desterrarlo de su corazón. Las noticias que la vieja Úrsula le llevó de cuando en cuando acerca de la vida de libertinaje a que se entregaba Guillermo Meidling habían despertado en la joven remordimientos, porque la causa de todo eran los celos que Guillermo sentía de Satanás; al combinarse la acción de estos dos asuntos, Margarita sacaba un buen provecho de los mismos, porque el interés que tenía por Satanás se iba enfriando, y el que sentía por Guillermo se iba haciendo cada vez más intenso. Para completar su conversión sólo se necesitaba que Guillermo reaccionase haciendo algo que diese lugar a comentarios favorables e inclinase el ánimo del público otra vez hacia él.
Y esa oportunidad llegó, Margarita lo llamó y le pidió que defendiese a su tío en el juicio que se aproximaba; esto agradó muchísimo al joven, que dejó de beber y comenzó con actividad sus preparativos. En realidad, lo hizo con más actividad que esperanza, porque no era un caso prometedor. Había celebrado muchas entrevistas en su despacho con Seppi y conmigo, cerniendo bien nuestro testimonio, con la esperanza de encontrar entre la paja algunos cereales valiosos, pero la cosecha, como es natural, fue pobre. ¡Si Satanás se presentase! Ese pensamiento no se me quitaba de la cabeza. Él podía inventar algún recurso para ganar el juicio; había dicho que éste se ganaría, y forzosamente él tenía que saber de qué manera ocurriría eso. Pero pasaban los días, y él seguía sin venir.
Desde luego que yo no dudaba de que el juicio se ganaría y de que el padre Pedro pasaría feliz el resto de su vida, porque Satanás nos lo había dicho; sin embargo, yo me sentiría mucho más tranquilo si él viniese y nos explicase cómo teníamos que arreglarnos. Ya era hora de que el padre Pedro fuese objeto de un cambio salvador que lo llevase hacia la felicidad; era voz general que su encarcelamiento y la ignominia de la acusación que tenía encima lo habían reducido al último extremo, siendo probable que falleciese de sus aflicciones, a menos que la ayuda llegase pronto.
Llegó por fin el día del juicio, y la gente de todos los alrededores se congregó para presenciarlo; había entre la concurrencia muchos forasteros que habían llegado desde muy lejos. Sí, todo el mundo estaba allí, menos el acusado. Su debilidad física era incapaz de soportar aquella tensión. Pero Margarita se hallaba presente, manteniendo vivas sus esperanzas y su ánimo lo mejor que podía.
También hacía acto de presencia el dinero. Fue vaciado encima de la mesa y quienes tuvieron aquel privilegio pudieron manosearlo, acariciarlo y examinarlo.
Entró en el cajón de los testigos el astrólogo. Se había ataviado para aquella ocasión con su mejor sombrero y su mejor túnica.
Pregunta.— ¿Afirma usted que este dinero le pertenece?
Respuesta.— Afirmo.
Pregunta.— ¿De qué manera llegó a ser de su propiedad?
Respuesta.— Encontré la bolsa en la carretera cuando yo regresaba de un viaje.
Pregunta.— ¿Cuándo fue eso?
Respuesta.— Hace más de dos años.
Pregunta.— ¿Qué hizo usted con él?
Respuesta.— Me lo llevé a casa y lo oculté en un lugar secreto de mi observatorio, con el propósito de encontrar a su poseedor, si podía.
Pregunta.— ¿Hizo usted por encontrarlo?
Respuesta.— Realicé activas investigaciones durante varios meses, sin que diesen resultado.
Pregunta.— ¿Y luego?
Respuesta.— Me pareció que no valía la pena de seguir averiguando, y me propuse invertir el dinero en terminar el ala del edificio de la Inclusa que hay entre el monasterio de monjes y el de monjas. Lo saqué, pues, del lugar en que lo tenía oculto, y reconté el dinero para ver si me faltaba algo. Entonces…
Pregunta.— ¿Por qué se detiene usted? Siga.
Respuesta.— Lamento tener que decir esto; en el momento mismo en que yo terminaba el recuento y colocaba otra vez la bolsa en su lugar, me volví y me encontré a mis espaldas al padre Pedro. (Algunas voces murmuraron: «Esto tiene mal cariz». Otros contestaron: «¡Pero ese hombre es un grandísimo embustero!»).
Pregunta.— ¿Y os intranquilizó eso?
Respuesta.— No; en aquel entonces no le di importancia, porque el padre Pedro acudía con frecuencia a mí, sin previo aviso, para pedirme alguna pequeña ayuda en su necesidad.
Margarita se sonrojó vivamente al oír cómo con descaro y falsedad se acusaba a su tío de pordiosear, y muy especialmente que lo acusaba una persona a la que él había denunciado siempre como un farsante. Iba ya a hablar, pero cayó a tiempo en la cuenta de lo que le correspondía hacer, y siguió callada.
Pregunta.— Prosiga usted.
Respuesta. —Por último, me dio miedo contribuir con aquel dinero a la construcción de la Inclusa, y decidí esperar un año más y proseguir mis investigaciones. Cuando oí contar lo del hallazgo del padre Pedro me alegré, y no recelé absolutamente nada; dos o tres días después, al regresar a casa, comprobé que el dinero mío había desaparecido; pero ni aun así sospeché hasta que me llamaron la atención como coincidencias muy extrañas tres circunstancias relacionadas con la buena fortuna del padre Pedro.
Pregunta.— Sírvase explicarlas.
Respuesta.— El padre Pedro se había encontrado el dinero en un camino, yo me había encontrado el mío en una carretera. El hallazgo del padre Pedro estaba compuesto exclusivamente de ducados de oro, el mío, también. El padre Pedro se había encontrado mil ciento siete ducados, exactamente como yo.
Con esto terminó su declaración que produjo ciertamente impresión profunda en la concurrencia; era cosa que saltaba a la vista.
Guillermo Meidling le hizo algunas preguntas, luego nos llamaron a nosotros los muchachos, y nosotros hicimos nuestro relato. Aquello hizo reír a la gente, y nosotros nos sentimos avergonzados. Aun sin eso ya estábamos inquietos, porque Guillermo estaba desesperado, y lo dejaba ver. El pobre joven estaba haciendo todo cuanto podía, pero nada militaba en su favor, y si había algunas simpatías no estaban desde luego del lado de su defendido. Quizá resultase difícil para el Tribunal y la concurrencia el creer en el relato del astrólogo, teniendo en cuenta su reputación; pero lo que sí resultaba completamente imposible de creer era el relato del padre Pedro.
Estábamos ya bastante inquietos, pero cuando el abogado del astrólogo dijo que no le parecía necesario hacernos ninguna pregunta, porque nuestro relato era un poco delicado y sería una crueldad suya el ponerlo a prueba, todos dejaron escapar una risita y aquello se nos hizo ya insoportable. Acto continuo pronunció un discursito burlón, y nuestro relato le dio base para tales bromas, haciéndole aparecer tan ridículo, infantil, estúpido e imposible desde todo punto de vista, qué ya todos se carcajearon hasta que les corrían las lágrimas por la cara; por último, Margarita perdió los ánimos, se dejó llevar del abatimiento, y rompió a llorar. ¡Qué pena sentí por ella!
Pero vi algo que me devolvió los ánimos. ¡Satanás estaba en pie junto a Guillermo! ¡Y qué contraste había entre ellos! Satanás parecía muy confiado y sus ojos y su rostro estaban llenos de animación, mientras que Guillermo parecía deprimido y lleno de abatimiento.
Nosotros dos nos sentimos ya tranquilos, y creímos que Satanás declararía y convencería al Tribunal y a la concurrencia de que lo negro era blanco y lo blanco negro, o del color que a él le agradase.
Miramos a nuestro alrededor para observar qué concepto tenían de él los forasteros que había en la casa, porque Satanás era, como sabéis, bello —mejor dicho, despampanante—, pero nadie se fijaba en él, por lo cual comprendimos que era invisible a todos.
El abogado estaba pronunciando sus últimas palabras; y mientras las decía, empezó Satanás a diluirse en el interior de Guillermo. Se diluyó en su interior y desapareció. ¡Y qué cambio el que tuvo lugar cuando su espíritu empezó a mirar desde los ojos de Guillermo!
El otro abogado terminó su discurso con mucha seriedad y dignidad. Apuntó hacia el dinero, y dijo:
—El amor al dinero es la raíz de todo mal. Ahí lo tenéis, al tentador de siempre, rojo otra vez de vergüenza por su más reciente victoria, por la deshonra de un sacerdote del Señor y de sus dos pobres juveniles colaboradores en el crimen. Si ese dinero pudiera hablar, creo que se vería obligado a confesar que ésta es la más ruin y la más dolorosa de todas sus conquistas.
Se sentó. Guillermo se levantó entonces y dijo:
—Por el testimonio del acusador deduzco que él se encontró ese dinero en una carretera hace más de dos años. Rectifíqueme, señor, si le comprendí a usted mal.
El astrólogo dijo que le había comprendido bien.
—Y que el dinero encontrado de esa manera no salió de las manos de usted hasta una fecha determinada, a saber: el último día del último año. Rectifíqueme, señor, si estoy equivocado.
El astrólogo asintió con la cabeza. Guillermo se volvió hacia el Tribunal y dijo:
—De modo, pues, que si yo demuestro que este dinero que hay aquí no es el mismo, entonces ese dinero no es suyo, ¿no es así?
—Desde luego que sí; pero ése es un procedimiento irregular. Si usted tenía un testigo de esa clase era obligación suya advertir a su debido tiempo y traerlo aquí para…
Se interrumpió y empezó a consultar con los demás jueces. Entre tanto el otro abogado se puso en pie con gran excitación y empezó a protestar contra el hecho de que se permitiese introducir nuevos testigos en el juicio en aquella última etapa.
Los jueces resolvieron que su oposición era justa y debía ser tenida en cuenta.
—Pero no se trata de un nuevo testigo —dijo Guillermo—. Se trata de un testigo que ha sido ya examinado en parte. Me refiero al dinero. —¿Al dinero? Y ¿qué puede decir el dinero?
—Puede decir que él no es el mismo que el astrólogo poseyó en otro momento. Puede decir que el último mes de diciembre no existía aún. Puede decirlo por la fecha que lleva. ¡Y era así! Reinó la más viva excitación en la sala mientras el otro abogado y los jueces echaban mano a las monedas y las examinaban entre exclamaciones. Todos estaban llenos de admiración ante la agudeza de Guillermo, que tuvo una idea tan oportuna. Se llamó por fin al orden, y el tribunal dijo:
—Todas las monedas, menos cuatro, son del año actual. El tribunal expresa su sincera simpatía al acusado y su profundo dolor de que él, un hombre inocente, haya tenido, por una lamentable equivocación, que sufrir la humillación inmerecida de ser encarcelado y juzgado. El acusado queda absuelto.
De modo, pues, que, a pesar de que el otro abogado opinaba lo contrario, el dinero pudo hablar. El tribunal se levantó, y casi todo el mundo se adelantó a estrechar la mano de Margarita y a felicitarla, y después a estrechar la mano de Guillermo, colmándole de elogios.
Satanás había salido ya del cuerpo de Guillermo y miraba todo con el mayor interés, mientras la gente iba y venía atravesándolo, sin saber que él estaba allí. Guillermo no podía explicar la razón de que hasta el último instante no se le ocurriera pensar en la fecha de las monedas; dijo que se le había ocurrido de pronto, como una inspiración, y que lo dijo sin vacilar, a pesar de que no las había examinado; pero que estaba seguro de que era así, aunque sin explicarse cómo tenía esa seguridad. En ello demostró su honradez y obró como quien era; otro en su lugar habría simulado que lo había pensado antes, pero que lo tenía reservado hasta el final como una sorpresa. Su aspecto era ya un poco más apagado; no mucho, pero, sin embargo, no se veía en sus ojos aquella luminosidad que tenían mientras Satanás estaba en su interior. Pero casi la recobró cuando Margarita se le acercó, lo colmó de elogios, le dio las gracias y no pudo menos que dejarle ver cuan orgullosa estaba de él. El astrólogo se marchó descontento y echando maldiciones, y Salomón Isaacs recogió el dinero y se lo llevó. Era ya, de una manera definitiva, de propiedad del padre Pedro.
Satanás se había marchado. Me pareció que se habría introducido en la cárcel para llevar la noticia al preso, y acerté.
Margarita y todos nosotros corrimos hacia allá a todo lo que daban nuestras piernas, en un estado de gran júbilo.
Lo que Satanás había hecho era esto: se había presentado delante del pobre preso y exclamó:
—Terminó el juicio, y usted ha quedado para siempre con la nota de infamia de ser un ladrón, por el veredicto del tribunal.
Aquel golpe trastornó la inteligencia del anciano. Diez minutos después, cuando nosotros llegamos, estaba paseándose con gran pompa por la cárcel, dando órdenes a los corchetes y a los carceleros, dirigiéndose a ellos como si fuesen el Gran Chambelán, el príncipe tal o el príncipe cual, el almirante de la Escuadra, el mariscal de campo en jefe y otros títulos altisonantes por el estilo. Era tan feliz como un pájaro, ¡y creía ser el emperador!
Margarita se abrazó a su pecho y lloró; a decir verdad, la emoción casi nos desgarraba a todos el alma. Reconoció a Margarita, pero no llegaba: a comprender por qué lloraba, dio unos golpecitos en el hombro y dijo:
—No llores, corazón; ten presente que hay testigos, y que no está bien eso en la princesa de la Corona. Cuéntame la causa, y se remediará; no hay cosa que un emperador no pueda hacer.
Miró luego en derredor suyo y vio a Úrsula que se llevaba el delantal a los ojos. Aquello lo desconcertó, y dijo:
—¿Y qué te pasa a ti?
Oyó, por entre los sollozos de la mujer, algunas palabras en que ella le explicaba que le dolía el verlo así. Meditó un momento, y luego dijo, como hablando para sí mismo:
—Cosa antigua y extraña, esta duquesa viuda; ella tiene buena intención, pero siempre está a vueltas con su romadizo, y no puede explicar lo que le pasa. Y es porque no rige bien. Sus ojos se posaron en Guillermo, y le dijo:
—Príncipe de la India, adivino que vos tenéis algo que ver en lo que le ocurre a la princesa de la Corona. Habrá que secar sus lágrimas; no quiero interponerme más entre vosotros; ella compartirá vuestro trono, y entre los dos heredaréis el mío. Ea, mujercita, ¿he hecho bien? Ya puedes ahora sonreír, ¿verdad que sí?
Llamó con nombres dulces a Margarita y la besó, y estaba tan contento de sí mismo y de todos, que todo le parecía poco para nosotros, y empezó a repartir a diestro y siniestro reinos y otras cosas por el estilo, y lo menos que le tocó a cualquiera de nosotros fue un principado. Y, finalmente, cuando se le convenció de que debía marchar a su casa, lo hizo con imponente majestuosidad; y cuando las multitudes que había a lo largo del trayecto vieron cuánto le satisfacía el que le vitoreasen, lo complacían hasta el máximo de sus deseos, y él respondía con inclinaciones muy dignas y con sonrisas generosas, y alargaba con frecuencia una mano y decía:
—¡Bendito seas, pueblo mío!
Nunca había visto yo un espectáculo más doloroso. Margarita y la vieja Úrsula no hicieron sino llorar en todo el trayecto.
Camino de mi casa me tropecé con Satanás y lo recriminé por haberme engañado con semejante mentira. Mis palabras no le produjeron el menor embarazo, limitándose a decir con toda naturalidad y calma:
—Estás en un error; te dije la pura verdad. Te dije que sería feliz durante el resto de sus días, y lo será, porque se creerá siempre el emperador, y el orgullo y el júbilo que eso le produce subsistirán hasta el fin. Es ya, y seguirá siendo, la única persona completamente feliz de este imperio.
—Pero ¡de qué manera, Satanás, de qué manera! ¿No podías haberlo logrado sin privarlo de la razón?
Difícil era irritar a Satanás, pero estas palabras mías lo consiguieron, y me dijo:
—¡Eres un borrico! ¿Tan poco observador eres que todavía no has descubierto que la felicidad y el estar en el sano juicio son dos cosas imposibles de combinar? Un hombre de inteligencia sana no puede ser feliz, porque la vida es para él una realidad, y ve que es una realidad terrible. Únicamente los locos, y no muchos locos, pueden ser felices. Los escasos locos que se imaginan que son reyes o dioses son felices, y los demás locos no son más felices que los de sano juicio. Claro está que jamás puede decirse de un hombre que está por completo en sus cabales; pero yo me refería a los casos extremos. Le he privado a ese hombre de ese artilugio de pacotilla que la raza vuestra mira como inteligencia; he sustituido esa vida de hojalata con una ficción de plata dorada; estás viendo el resultado, ¡y todavía lo criticas! Te dije que yo lo haría permanentemente feliz y lo he hecho. Lo he hecho feliz valiéndome del único recurso posible en su raza, ¡y estás descontento!
Dejó escapar un suspiro de desaliento y dijo:
—Me está pareciendo que es la vuestra una raza difícil de contentar.
Otra vez lo de siempre. Parecía no conocer otro medio de hacerle un favor a una persona como no fuese matándola o enloqueciéndola.
Me disculpé de la mejor manera que pude; pero, para mis adentros, no aprecié en mucho sus procedimientos, en aquel entonces.
Satanás solía decir que nuestra raza estaba acostumbrada a llevar una vida de constante e ininterrumpido engaño de sí misma.
Desde la cuna al sepulcro se embaucaba con embelecos y espejismos que tomaba por realidades, y esto convertía su vida toda en un puro embeleco. De la veintena de cualidades nobles que esa raza se imaginaba poseer y de las que se enorgullecía, apenas si poseía una sola. Se consideraba a sí misma como oro, y no pasaba de ser bronce. Cierto día en que Satanás se hallaba de este genio mencionó un detalle: el sentido del humorismo. Eso me alegró, y adopté posiciones, afirmando que era cierto que lo poseíamos.
—¡Ya habló por tu boca la raza! —dijo—. Siempre dispuesta a reclamar como que está en posesión de lo que carece, y a confundir una onza de limaduras de bronce con una tonelada de polvo de oro.
Lo que vosotros tenéis es la percepción espuria del humorismo, y nada más; existe entre vosotros una multitud que posee esa condición. Esa multitud ve el lado cómico de mil trivialidades y vulgaridades, que son, por lo general, incongruencias de mucho bulto; cosas grotescas, puros absurdos, capaces de hacer relinchar de risa. Pero de su cegata visión están excluidos los diez mil detalles cómicos que existen en el mundo. ¿Llegará día en que la raza descubra lo que esas juvenilidades tienen de gracioso y de risible, y las destruya a fuerza de risas? En efecto, vuestra raza, dentro de su pobreza, posee incuestionablemente un arma eficaz: la risa. El poder, el dinero, la persuasión, las súplicas, la persecución, todas esas cosas son capaces de montar una paparruchada colosal, de darle un empujoncito, de debilitarla un poco, siglo tras siglo; pero únicamente la risa es capaz de hacerla volar de golpe por los aires reducida a átomos y harapos. Nada puede resistir al asalto de la risa. Os pasáis la vida armando gran revuelo y peleando con las demás armas de que disponéis. ¿Empleáis ésta alguna vez? No; la dejáis enmohecer. ¿La empleáis alguna vez en vuestra totalidad de raza? No; os falta buen sentido y valor.
En ese momento estábamos viajando, e hicimos alto en una pequeña ciudad de la India, y nos quedamos mirando cómo un prestidigitador ejecutaba sus trucos ante un grupo de indígenas. Los trucos eran maravillosos, pero yo sabía que Satanás era capaz de hacerlos mucho mayores, y le pedí que hiciese una pequeña exhibición; él me contestó que la haría. Se transformó en un indígena, con su turbante y sus bragas, y tuvo la gran atención de darme transitoriamente cierto conocimiento de aquel idioma.
El prestidigitador mostró una semilla, la colocó dentro de un pequeño tiesto de flores y la cubrió de tierra; luego cubrió el tiesto con un trapo; al cabo de un minuto el trapo empezó a levantarse; al cabo de diez minutos se había levantado a la altura de un pie; quitó entonces el trapo y quedó al descubierto un arbolito, con hojas y el fruto maduro. Probamos del fruto y era apetitoso. Pero Satanás dijo:
—¿Por qué tapas el tiesto? ¿No eres capaz de hacer crecer el árbol a la luz del sol?
—No —dijo el juglar—; nadie puede hacer eso.
—Tú no eres sino un aprendiz; no conoces tu profesión. Dame la semilla. Te voy a mostrar una cosa —agarró en la mano la semilla y dijo—: ¿Qué clase de planta quieres que salga?
—Es una semilla de cereza; de modo que saldrá un cerezo.
—No; eso es una insignificancia; cualquier novicio es capaz de eso. ¿Quieres que haga brotar de ella un naranjo?
—¡Claro que sí! —dijo el prestidigitador, echándose a reír.
—¿Y no quieres que, además de naranjas, le haga producir otras frutas?
—¡Si Dios lo quiere! —exclamaron todos, riéndose.
Satanás colocó la semilla en el suelo, le echó encima un poco de tierra y dijo:
—¡Brota!
Brotó un tallo minúsculo y empezó a crecer, y creció tan rápidamente, que a los cinco minutos se había convertido en un gran árbol, a cuya sombra todos estábamos sentados. Estalló un murmullo de asombro, y cuando todos alzaron la vista contemplaron un espectáculo bello y extraordinario, porque las ramas estaban cargadas de frutos de muchas clases y colores: naranjas, uvas, plátanos, melocotones, cerezas, albaricoques, etc. Se trajeron canastos y empezó la recogida de frutas; la gente se apelotonaba alrededor de Satanás y le besaban la mano, colmándolo de elogios y llamándolo el príncipe de los prestidigitadores. Corrió la noticia por la ciudad y acudieron todos a contemplar el prodigio, teniendo cuidado de traer también canastos. Pero el árbol se mostró a la altura de la situación, porque fue echando nuevos frutos a medida que le quitaban los que tenía; se llenaron canastos por veintenas y por centenares, pero la cosecha seguía siempre igual. Hasta que llegó un extranjero vestido de ropas blancas y con un yelmo para el sol en la cabeza, y exclamó furioso:
—¡Largo de aquí! ¡Que os larguéis digo, perros! El árbol está en terreno mío y me pertenece.
Los indígenas depositaron sus canastos en el suelo y obedecieron humildemente. También Satanás se inclinó en señal de obediencia, llevándose los dedos a la frente, al estilo indígena, y dijo:
—Señor, permitidles, por favor, que hagan su gusto durante una hora, y nada más. Pasada una hora, podéis prohibírselo, porque aun con todo eso dispondréis de mayor cantidad de frutas que las que vos y las personas de vuestra finca podáis consumir en un año.
Esto irritó mucho al extranjero, que le gritó:
—¿Y quién eres tú, vagabundo, para decir a tus superiores lo que pueden y lo que no pueden hacer?
Dio a Satanás con su bastón, y completó este error con un puntapié.
En ese instante las frutas se pudrieron en las ramas y las hojas se marchitaron y se cayeron al suelo. El extranjero contempló las ramas peladas con expresión de sorpresa desagrado. Satanás le dijo:
—Cuide mucho del árbol, porque la salud del mismo y la de usted están ligadas la una a la otra. Ya no volverá a dar frutos; pero si usted lo cuida bien, vivirá mucho tiempo. Riegue sus raíces todas las noches, una vez cada hora, y hágalo usted mismo; no es cosa que se pueda hacer por delegación, y de nada servirá regarlo de día. Una sola vez que usted deje de regarlo durante una noche, morirá el árbol, y usted también. No intente volver a su propio país, porque no llegaría a él; no tome usted compromisos de negocio o de placer que le exijan salir de la puerta exterior de su finca por las noches; es un riesgo que no puede usted correr; no arriende ni venda este negocio; sería obrar sin seso.
El extranjero era orgulloso y no se humilló a pedir; pero a mí me pareció que estaba muy inclinado a hacerlo. Mientras él miraba con ojos atónitos a Satanás, nosotros desaparecimos y fuimos a tomar tierra a Ceilán.
Me daba pena aquel hombre; me daba pena el que Satanás no se hubiese conducido como quien era y lo hubiese matado o enloquecido. Cualquiera de las dos cosas habría sido una obra de misericordia. Satanás escuchó mis pensamientos y dijo:
—Lo hubiera hecho así de no haber sido por su mujer, que no me había causado ninguna ofensa. Ella viene a reunirse con él procedente de su país: Portugal. Ella está bien de salud; pero le queda poco tiempo de vivir, y anhela verlo y convencerlo de que regrese con ella el año próximo. Ella morirá sin saber que su marido no puede abandonar ese lugar.
—¿Es que él no se lo contará?
—¿Él? No confiará ese secreto a nadie; pensará que es posible que lo revele en sueños, y que lo oiga una u otra vez, el criado de algún invitado portugués.
—¿Ninguno de los indígenas allí presentes entendió lo que le dijiste?
—Ninguno lo entendió; pero ese hombre vivirá siempre con el temor de que alguno lo haya entendido. Ese temor constituirá para él un tormento, porque ha sido para ellos un amo duro. Mientras duerma los verá con su imaginación derribando el árbol a hachazos.
Ya no vivirá un día tranquilo, y en cuanto a las noches, ya va bien servido.
Me dolió, aunque no vivamente, el observar la satisfacción con que explicaba como había dispuesto las cosas para aquel extranjero.
—¿Y cree que es verdad lo que le dijiste, Satanás?
—Pensó que no lo creía; pero el ver que desaparecimos contribuyó a que lo creyese. Y también contribuyó el hecho de que hubiese un árbol donde antes no lo había. Como también ayudó a ello la variedad rara y desatinada de los frutos y el que éstos se marchitasen súbitamente. Que piense como quiera, que razone como quiera, lo cierto es que regará el árbol. Pero entre esto y la noche dará principio al nuevo curso de su vida con una precaución muy natural en él. —¿Qué precaución es ésa?
—Hará venir a un sacerdote para arrojar al demonio del árbol.
Sois una raza llena de humorismo, sin que vosotros mismos lo sospechéis.
—¿Le contará todo al sacerdote?
—No. Le dirá que el árbol ha sido creado por un prestidigitador de Bombay, y que quiere que eche fuera del árbol al demonio del prestidigitador, a fin de que vuelva a su lozanía y dé nuevamente frutos. Los encantamientos del sacerdote no producirán efecto, y entonces el portugués renunciará a ese plan y preparará su regadera.
—Pero el sacerdote quemará el árbol. Estoy seguro de que lo hará; no consentirá que el árbol permanezca.
—Sí, y en cualquier parte de Europa quemaría también al hombre. Pero en la India las gentes son civilizadas y no ocurren esas cosas. El hombre apartará de allí al sacerdote y cuidará él mismo del árbol.
Medité unos momentos, y luego dije:
—Satanás, creo que le has preparado una vida dura.
—Relativamente. Claro está que no hay que confundirla con unas vacaciones.
Fuimos revoloteando de un lugar a otro alrededor del mundo tal como lo habíamos hecho antes, y Satanás me fue mostrando un centenar de maravillas, la mayoría de las cuales reflejaban de una manera u otra la flaqueza y la futilidad de nuestra raza. Llevaba ya algunos días haciéndolo; no por malicia, de eso estoy seguro. Parecía únicamente que aquello le divertía y le interesaba, igual que un naturalista pudiera divertirse e interesarse en una colección de hormigas.