Era cosa de maravilla el dominio que Satanás ejercía sobre el tiempo y la distancia. Para él ni la una ni el otro existían. Los calificaba de invenciones de los hombres, y afirmaba que eran puros artificios, íbamos muchas veces con él a los puntos más lejanos del globo, permanecíamos allí semanas y meses, y, por regla general, sólo nos ausentábamos una fracción de segundo. Esto podía demostrarse por el reloj. Cierto día en que la gente de nuestra aldea se hallaba en una terrible aflicción, porque el tribunal de brujas tenía miedo de proceder contra el astrólogo y contra los miembros de la casa del padre Pedro —mejor dicho, contra nadie que no fuese pobre y desamparado—, la gente perdió la paciencia y se dedicó por cuenta propia a la caza de brujas; comenzó por perseguir a una dama distinguida por su nacimiento, de la que se sabía que tenía por costumbre curar a la gente con artes diabólicas, tales como el bañarlas, el lavarlas, el darles alimentos en lugar de sangrarlos y purgarlos debidamente por mano del cirujano barbero. La mujer corrió por la calle de la aldea, perseguida por el populacho ululante y maldiciente; intentó refugiarse en algunas casas, pero le dieron con las puertas en la cara. La persiguieron por espacio de más de media hora; nosotros fuimos detrás para ver lo que ocurría; por último cayó ella al suelo, agotada, y la turba la agarró. La arrastraron hasta un árbol, sujetaron una cuerda en una rama y empezaron a hacer un nudo corredizo; mientras tanto, algunos la sujetaban, y ella lloraba y suplicaba, y su hija miraba y sollozaba, sin atreverse a decir ni hacer nada.
Ahorcaron a la dama, y aunque en mi corazón yo estaba pesaroso, le tiré una pedrada; pero eso mismo hacían todos, y cada uno se fijaba en el que estaba a su lado, y si yo no hubiese hecho lo que hacían los demás, me habrían visto y habrían murmurado de mí.
Satanás soltó la carcajada.
Todos cuantos estaban cerca se volvieron hacia él, atónitos y nada satisfechos. Mal momento era aquél para retirarse, porque sus maneras libres y burlonas y su música sobrenatural lo habían hecho ya sospechoso por toda la población y eran muchos los que en secreto estaban contra él. El corpulento herrero llamó ahora la atención hacia él, alzando su voz de manera que le oyesen todos, y dijo:
—¿De qué os reís? ¡Contestad! Explicad además a los aquí presentes por qué razón no tiráis ninguna piedra.
—¿Estáis seguro de que no la tiré?
—Sí. Y no queráis saliros por la tangente; yo me fijé bien en usted.
—¡Y también yo, y también yo me fijé en usted! —gritaron otros dos.
—Tres testigos —dijo Satanás—: Mueller, el herrero; Klein, el ayudante del carnicero; Pfeiffer, el jornalero del tejedor. Tres embusteros muy corrientes. ¿Hay algún otro?
—No os importe que haya o no haya otros, y ninguna importancia tiene tampoco la opinión que usted tenga de nosotros; tres testigos son suficientes para arreglaros las cuentas. Tendrá usted que demostrar que tiró una piedra, o mal lo va usted a pasar.
—¡Así es! —gritó la turba, y se arremolinó todo lo cerca que pudo del centro del interés.
—En primer lugar contestará usted a esta otra pregunta —gritó el herrero, muy satisfecho de sí mismo por poder convertirse en portavoz del público y en héroe del momento—: ¿De qué se reía usted?
Satanás se sonrió y contestó, divertido:
—De ver a tres cobardes apedreando a una mujer moribunda, siendo así que ellos mismos estaban tan próximos a morir.
Hubo que ver a la muchedumbre supersticiosa encogerse y contener el aliento bajo aquel golpe súbito. El herrero, mostrándose bravucón, dijo:
—¡Púa! ¿Qué sabe usted de eso?
—¿Yo? Lo sé todo. Mi profesión es la de echador de la buenaventura y leí las manos de vosotros tres (y de algunos más) cuando las levantasteis para apedrear a la mujer. Uno de vosotros morirá de mañana en ocho días; el otro morirá esta noche; al tercero no le quedan sino cinco minutos de vida, ¡y allí está el reloj!
Aquello produjo sensación. Las caras de la multitud empalidecieron y se volvieron mecánicamente hacia el reloj. El carnicero y el tejedor parecían acometidos de una grave enfermedad, pero el herrero sacó fuerzas de flaqueza y dijo animoso:
—No es mucho lo que hay que esperar para ver si se cumple la predicción número uno. Si no se cumple, mocito, no vivirá usted ni un solo minuto después, se lo prometo.
Nadie habló una palabra; todos miraban al reloj en medio de un profundo silencio, que resultaba impresionante. Iban pasados cuatro minutos y medio cuando el herrero dio un súbito jadeo, apretó sus manos contra el corazón y dijo: «¡Dadme aire! ¡Dejadme espacio!», y empezó a desplomarse hacia el suelo. La multitud se arremolinó hacia atrás, sin que nadie se brindase a sostenerlo, y el herrero cayó redondo al suelo, ya cadáver. La gente se quedó mirando al muerto con ojos atónitos, miró luego a Satanás y se miraron después unos a otros; sus labios se movieron, pero no salió de ellos una sola palabra.
Entonces dijo Satanás:
—Tres vieron que yo no tiré ninguna piedra. Quizá lo hayan visto algunos más; que hablen.
Aquello provocó entre la gente una especie de pánico; aunque ninguno le contestó fueron muchos los que empezaron a acusarse violentamente unos a otros diciendo: «Tú dijiste que no había tirado». La contestación era ésta: «¡Mientes y te haré comer tu mentira!».
Un instante después estaban todos enfurecidos y se había armado allí un revuelo espantoso, porque se golpeaban y acometían los unos a los otros; en medio de todo aquello, sólo había una persona indiferente: la difunta que colgaba de su cuerda, terminados ya sus apuros, y con el alma en paz.
Nos alejamos de allí; yo no estaba tranquilo, sino que me decía a mí mismo: «Les dijo que se reía de ellos, pero eso era mentira; de quien se reía era de mí».
Esto le hizo reírse de nuevo y dijo:
—Sí, me reía de ti, porque, por miedo a lo que los demás pudieran contar apedreaste a la mujer, siendo así que tu corazón se revolvía contra ese acto; pero me reía también de los demás. —¿Por qué?
—Porque su caso era el mismo tuyo. —¿Cómo es eso?
—Verás: había allí sesenta y ocho personas, y de ellas sesenta y dos tenían tan pocos deseos de tirar una piedra como tú mismo. —¡Satanás!
—Es cierto, conozco a tu raza. Está compuesta de borregos. Está gobernada por minorías, y sólo muy rara vez, o quizá nunca, por mayorías. Hace caso omiso de sus propios sentimientos y de sus propias creencias y sigue al puñado de personas que mete más ruido.
En ocasiones, ese puñado bullicioso tiene razón, y otras veces no la tiene; no importa, la multitud los sigue. La inmensa mayoría de la raza, lo mismo si es salvaje que si es civilizada, es secretamente de buenos sentimientos, y se resiste a causar dolor, pero no se atreve a manifestarse tal como es si hay delante una minoría agresiva y despiadada. ¡Imagínate! Una persona de buen corazón espía a la otra, y tiene cuidado de que esa otra colabore lealmente en hechos inicuos que los indignan a los dos. Hablando porque lo sé, me consta que el noventa y nueve por ciento de tu raza era firmemente opuesto a matar a las brujas cuando se agitó por primera vez hace mucho tiempo esa idiotez por un puñado de locos beatos. Me consta que aun hoy en día, al cabo de siglos de transmitirse el prejuicio y de una educación estúpida, sólo una persona de cada veinte acosa a las brujas poniendo en ello su corazón. Y, sin embargo, aparentemente, todos las odian y quieren matarlas. Quizá algún día se levante un puñado de personas defendiendo lo contrario y ese puñado será el que meta más ruido (quizá incluso un solo hombre audaz que tenga voz gruesa y expresión resuelta lo conseguirá), y antes de una semana todos los borregos se darán media vuelta y le seguirán, terminando de ese modo súbitamente la caza de brujas. Las monarquías, las aristocracias y las religiones se hallan todas basadas en ese enorme defecto de vuestra raza, a saber: la desconfianza que cada cual siente de su convecino, y su deseo, por propia seguridad o comodidad, de hacer buen papel ante los ojos de ese convecino. Esas instituciones permanecerán siempre, florecerán siempre, os oprimirán siempre, serán siempre para vosotros un bochorno y una degradación, porque siempre seréis y seguiréis siendo esclavos de las minorías. Jamás hubo un país en el que la mayoría de las gentes hayan sido en lo profundo de sus corazones leales a ninguna de estas instituciones.
No me gustó oír llamar a nuestra raza rebaño de borregos, y dije que no creía que lo fuésemos.
—Y, sin embargo, corderito, eso es cierto —dijo Satanás—. Fíjate bien durante una guerra, ¡qué borregos y qué ridículos sois! —¿En la guerra? Y ¿cómo así?
—Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por la parte de su instigador. Yo miro en lontananza un millón de años más allá, y esta norma no se alterará ni siquiera en media docena de casos. El puñadito de vociferadores (como siempre) pedirá a gritos la guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpito pondrá dificultades; la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará los ojos adormilados y se esforzará por descubrir por qué tiene que haber guerra, y dirá, con ansiedad e indignación: «Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya». Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien los escuche y quien los aplauda; pero eso no durará mucho; los otros ahogarán su voz con sus vociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad. Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto la nación entera (los púlpitos y todo) recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer y lanza a las turbas contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir su boca; y, finalmente, esa clase de bocas acaba por cerrarse. Acto continuo, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando la culpa sobre la nación que es agredida y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con mucho empeño y se negará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas; de esa manera se irán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más descansados después de ese proceso de grotesco engaño de sí mismos.