Capítulo VIII

El sueño no quería acudir. No porque yo estuviese orgulloso de mis viajes, ni me sintiese excitado por haber recorrido el extenso mundo hasta la China, ni porque sintiese menosprecio de Bartel Sperling, el viajero, como se llamaba a sí mismo, mirándonos de arriba abajo, porque él marchó en cierta ocasión a Viena, y era el único muchacho de Seldorf que había hecho ese viaje y había visto las maravillas del mundo. En otro momento eso me habría mantenido despierto, pero ahora no me producía efecto alguno. No, mi alma estaba llena de Nicolás; mis pensamientos giraban únicamente a su alrededor, acordándome de los días alegres que habíamos pasado juntos retozando y jugando por los bosques, los campos y el río durante los largos días veraniegos, y patinando o esquiando durante el invierno, cuando nuestros padres nos creían en la escuela. Y ahora él salía de mi joven vida, y los veranos y los inviernos llegarían y pasarían, y nosotros seguiríamos vagabundeando y jugando como antes, pero su lugar permanecería vacío; ya no lo veríamos nunca más.

Mañana, él no sospecharía nada, sería el mismo de siempre; el oír su risa sería para mí un duro golpe, y el verlo hacer cosas ligeras y frívolas, porque para mí él era ya un cadáver, de manos de cera y ojos sin vida, y yo lo estaría viendo con la cara enmarcada en su mortaja; al siguiente día él no sospecharía nada, ni al otro, y en todo ese tiempo aquel puñado de días que le quedaba pasaría rápidamente, y el terrible suceso se iría acercando y acercando; su destino se iría cerrando cada vez más a su alrededor, y nadie sino Seppi y yo lo sabríamos.

Doce días. Sólo doce días. Era terrible pensar semejante cosa.

Me fijé en que ya no lo llamaba en mi pensamiento con los diminutivos familiares, Nick y Nicolasito, sino que lo llamaba de una manera reverente con su nombre y apellido, como cuando_ se habla de los muertos. De la misma manera, siempre que acudían en tropel a mi pensamiento desde el pasado los recuerdos de los incidentes de nuestra camaradería, me fijaba en que, por lo general, se trataba de casos en que yo le había causado algún daño o alguna lastimadura; esos recuerdos constituían para mí una reprimenda y una censura; mi corazón sentíase retorcido por el remordimiento, lo mismo que nos ocurre cuando nos acordamos de las desatenciones tenidas con amigos que pasaron al otro lado del velo, y que nosotros desearíamos volver a tener a nuestro lado, aunque sólo fuese por un instante, para arrodillarnos ante ellos y decirles: «Compadeceos y perdonad».

En cierta ocasión, teniendo nosotros nueve años, marchó él a hacer un encargo en casa del frutero, que distaba de allí casi dos millas; el frutero le dio de regalo una manzana grande y magnífica, y Nicolás venía corriendo a casa con su manzana, casi fuera de sí de asombro y placer; yo me tropecé con él, y me dejó ver la manzana, sin ocurrírsele pensar en una mala acción, porque me escapé con ella, y me la fui comiendo a medida que corría, mientras él me seguía pidiéndomela: cuando me alcanzó, yo le ofrecí corazón de la manzana, que era todo lo que había quedado, y me eché a reír. Él se alejó llorando, y me dijo que su intención era dársela a su hermanita.

Esas palabras me dejaron apabullado, porque la niña estaba convaleciendo de una enfermedad Nicolás habría pasado unos momentos de orgullosa satisfacción contemplando el júbilo y la sorpresa niña, y recibiendo sus caricias. Pero yo sentí vergüenza de decir que estaba avergonzado; me limité a pronunciar algunas frases rudas y ruines, simulando que aquello no me importaba, y él no contestó con palabra pero en su rostro se pintó una expresión dolorida al alejarse su casa; esa expresión dolorida se me representaba a mí muchas veces años después durante la noche, y era como una censura que me hacía sentirme nuevamente abochornado. Ese recuerdo fue quedándose borroso en mi memoria poco a poco, y por fin desapareció; pero ahora volvió de nuevo, y no volvió borroso.

En otra ocasión, cuando teníamos once años, estando yo en la escuela volqué la tinta y estropeé cuatro cuadernos, corriendo peligro de un severo castigo; le cargué a él la culpa, y él se llevó los azotes.

Hacía un año nada más que yo le había hecho una trampa en una transacción, dándole un gran anzuelo de pescar, que estaba medio roto, a cambio de tres anzuelos pequeños. El primer pez que picó rompió el anzuelo, pero Nicolás no supo que yo tenía la culpa, y se negó a aceptar la devolución de los tres anzuelos pequeños, que mi conciencia me obligó a ofrecerle, limitándose a decir: «Un negocio es un negocio; el anzuelo era malo, pero tú no tenías la culpa».

No, yo no podía dormir. Aquellas pequeñas acciones ruines eran para mí una censura y una tortura, que me producían un dolor mucho más agudo que el que se siente cuando los actos injustos se han cometido con personas que están con vida.

Nicolás vivía, pero eso no importaba, porque para mí era ya como un difunto. El viento seguía gimiendo alrededor de los aleros del tejado; la lluvia seguía tamborileando en los cristales de la ventana.

Por la mañana me fui en busca de Seppi y se lo conté. Fue cerca del río. Movió los labios, pero no dijo nada; parecía aturdido y como entontecido, y su cara se puso muy pálida. Permaneció en esa actitud algunos momentos; las lágrimas acudían a sus ojos, y entonces echó a andar, y yo me agarré a su brazo y fuimos caminando meditabundos, pero sin hablar. Cruzamos el puente y paseamos por los prados, subiendo hasta las colinas y los bosques, hasta que recobramos el uso de la palabra, y nuestra conversación brotó libremente; sólo hablamos de Nicolás, recordando la vida que habíamos llevado en su compañía. De cuando en cuando decía Seppi, como hablando consigo mismo:

—¡Doce días! ¡Menos de doce días!

Nos dijimos que era preciso que pasásemos todo ese tiempo junto a él; necesitábamos tener todo cuanto de su persona nos era posible; los días eran ahora de gran valor. Pero no fuimos en busca suya. Aquello habría sido como ir al encuentro de los muertos, y eso nos asustaba. No lo dijimos, pero ése era el sentir nuestro. Por eso, cuando al doblar un recodo nos encontrarnos cara a cara con Nicolás, experimentamos un golpe doloroso. Él nos gritó alegremente:

—¡Ejejé! ¿Qué ocurre? ¿Es que habéis visto un fantasma?

No lográbamos articular palabra, pero tampoco tuvimos ocasión de hacerlo; Nicolás estaba dispuesto a hablar por todos; acababa de encontrarse con Satanás, y eso lo traía muy alegre. Satanás le había contado nuestro viaje a China, y él le había suplicado que le hiciese hacer un viaje, y Satanás se lo había prometido. Había de ser un viaje a un país lejanísimo, maravilloso y bello; Nicolás le había pedido que nos llevase también a nosotros, pero él le contestó que no, que quizá nos llevase a nosotros alguna vez, pero no ahora. Satanás vendría a buscarlo el día 13, y Nicolás contaba ya con impaciencia las horas.

Aquél era el día fatal. También nosotros estábamos contando ya las horas.

Fuimos caminando millas y millas, siempre por senderos que habían sido los preferidos por nosotros cuando éramos pequeños, y esta vez no hicimos otra cosa que hablar de los viejos tiempos. Toda la alegría estaba de parte de Nicolás; nosotros no conseguíamos librarnos de nuestro abatimiento. El tono que empleábamos hablando a Nicolás era tan extraordinario, cariñoso, tierno y nostálgico, que él lo advirtió y quedó complacido; a cada momento lo hacíamos objeto de pequeñas muestras de cortesía respetuosa y le decíamos:

«Espera, permíteme que lo haga yo por ti», y esto le satisfacía muchísimo también. Yo le regalé siete anzuelos, todos los que yo tenía, y le obligué a tomarlos; Seppi le dio su cortaplumas nuevo y una peonza zumbadora pintada de rojo y amarillo, expiaciones de trampas que le había hecho en otro tiempo, según supe más tarde, y de las que probablemente ya no se acordaba Nicolás. Estos detalles le conmovieron, y no acababa de creer que nosotros le quisiésemos tanto; el orgullo y la gratitud que sintió por esa conducta nuestra nos llegó al alma, porque no nos los merecíamos. Cuando nos despedimos, marchaba él radiante, asegurándonos que jamás había pasado un día más feliz.

Mientras caminábamos hacia casa, dijo Seppi:

—Nosotros lo apreciamos siempre, pero nunca tanto como ahora, cuando vamos a perderlo.

El siguiente día y todos los demás pasamos todo el tiempo que tuvimos disponible con Nicolás, y completamos ese tiempo con el que nosotros —y él— hurtábamos al trabajo y a otras obligaciones; esta conducta nos valió a los tres fuertes reprimendas y algunas amenazas de castigo. Dos de nosotros nos despertábamos todas las mañanas con un sobresalto y un estremecimiento, diciendo a medida que corrían los días: «Sólo quedan diez»; «Sólo quedan nueve»;

«Sólo quedan ocho»; «Sólo quedan siete». Siempre estrechándose el plazo. Nicolás se mantenía constantemente alegre y feliz, muy intrigado al ver que nosotros no nos sentíamos lo mismo. Recurría a toda su inventiva para idear medios de alegrarnos, pero su éxito era ficticio; se daba cuenta de que nuestra jovialidad no nacía del corazón, y de que las carcajadas que lanzábamos siempre tropezaban con alguna obstrucción, experimentaban algún daño y acababan convertidas en un suspiro. Intentó descubrir la causa, diciendo que quería ayudarnos a salir de nuestras dificultades o hacerlas más llevaderas compartiéndolas con nosotros; tuvimos, pues, que contarle infinidad de mentiras para engañarlo y apaciguarlo.

Lo que más nos angustiaba de todo era el que no cesaba de hacer proyectos, y que esos proyectos iban a veces más allá del día 13. Siempre que ocurría eso, nosotros suspirábamos allá en nuestro interior. Él no pensaba otra cosa que en descubrir algún modo para dominar nuestro abatimiento y reanimarnos; finalmente, cuando ya sólo le quedaban tres días de vida, dio con la idea acertada, y esto le produjo gran júbilo; la idea consistía en celebrar una fiesta, y baile de muchachos y muchachas en los bosques, en el lugar mismo en que encontramos por vez primera a Satanás, y la fiesta se celebraría el día 14. Aquello era espantoso, porque en ese día habían de celebrarse sus funerales. No podíamos arriesgarnos a protestar; nuestras protestas sólo habrían arrancado un «¿Por qué?», al que nosotros no podíamos contestar. Quiso que le ayudásemos a invitar a sus obsequiados, y lo hicimos, porque nada se puede negar a un amigo moribundo. Pero aquello fue espantoso, porque a lo que estábamos invitando era a sus funerales. ¡Qué once días terribles! Sin embargo, con toda una vida interponiéndose hacia atrás entre el día de hoy y aquel entonces, esos días resultan todavía gratos a mi memoria y hermosos.

Efectivamente, fuero: días de compañerismo con los muertos sagrados para uno, y yo no he conocido otra camaradería tan íntima y tan valiosa. Nos aferrábamos a las horas y a los minutos, recontándolos a medida que pasaban, y despidiéndonos de ellos con el mismo dolor y sensación de despojo que siente un avaro al ver que le arrancan su tesoro moneda a moneda los ladrones y él ni puede impedirlo.

Cuando llegó la noche del último día estuvimos ausentes de nuestras casas demasiado tiempo; Seppi y yo tuvimos la culpa; no podíamos hacernos a la idea de separarnos de Nicolás; fue, pues, muy tarde cuando nos despedimos junto a su puerta. Permanecimos allí un rato escuchando, y ocurrió lo que temíamos. Su padre le aplicó el castigo prometido, y nosotros oímos los gritos del muchacho. Pero sólo escuchamos un momento, porque salimos corriendo, llenos de remordimiento por aquello de que nosotros éramos culpables. Lo lamentábamos, además, por el padre, y pensábamos: «¡Si él supiera, si él supiera!».

Nicolás no se reunió por la mañana con nosotros en el lugar señalado, y por eso fuimos a su casa para ver qué ocurría. Su madre dijo:

—A su padre se le ha agotado la paciencia con las cosas que ocurren, y ya no está dispuesto a tolerar más. La mitad del tiempo no se encuentra a Nicolás en el momento en que se le necesita; luego resulta que él ha estado merodeando por ahí con vosotros dos. Su padre le dio esta noche una tanda de azotes. Siempre me había producido esto gran pesar, y muchas veces yo lo había salvado de los azotes a fuerza de suplicar al padre; pero esta vez mis súplicas fueron inútiles, porque también a mí se me había agotado la paciencia.

—¡Ojalá que esta vez, precisamente, le hubiese librado de los azotes! —dije yo, temblándome un poco la voz—; quizá ese recuerdo sirviese de consuelo a vuestro corazón algún día.

La madre estaba planchando mientras hablaba, vuelta de espaldas hacia mí. Se volvió con expresión de sobresalto y de interrogación, y me dijo: ¿Qué quieres decir con eso?

Me pilló de sorpresa, y no supe qué decirle; fue un momento embarazoso, porque la madre siguió mirándome; pero Seppi estaba alerta, y habló de este modo:

—Veréis: no cabe duda que sería más grato el recordar eso, porque precisamente la razón de que llegásemos tan tarde fue que Nicolás se puso a contarnos lo buena que es usted con él, y que cuando usted se halla presente lo salva siempre de los azotes; Nicolás hablaba tan de corazón, y nosotros le escuchábamos tan llenos de interés, que ni él ni nosotros nos fijamos en que se hacía tarde.

—¿Dijo él eso? ¿Lo dijo? —la madre se llevó el delantal a los ojos.

—Pregúnteselo usted a Teodoro; ya verá como le dice lo mismo.

—Mi Nicolasito es un muchacho bueno y encantador —dijo la madre—. Me pesa haber dejado que su padre le azotase; nunca más lo consentiré. ¡Y pensar que mientras yo estaba aquí, irritada y furiosa contra él, mi Nicolasito estaba amándome y elogiándome! ¡Válgame Dios, si una hubiera podido saberlo! Si supiésemos las cosas, jamás cometeríamos errores; pero sólo somos unos pobres animalitos mudos que tanteamos a nuestro alrededor y cometemos toda clase de errores. Nunca recordaré la noche pasada sin que me duela el corazón.

Aquella mujer era como todas las demás; durante aquellos días lastimosos, nos parecía que nadie era capaz de abrir la boca sin que dijese algo que nos hacía estremecer. Todos tanteaban a su alrededor, y desconocían lo verdadero, lo dolorosamente verdadero de aquellas cosas que decían de casualidad.

Seppi preguntó si podría Nicolás salir con nosotros.

—Lo siento —contestó ella—, pero no puede. Su padre, para castigarle más, le ha prohibido salir de casa en todo el día. ¡Qué magnífica esperanza se apoderó de nosotros! Lo advertí en los ojos de Seppi. Pensábamos: «Si no le dejan salir de casa, no podrá ahogarse». Seppi preguntó para cerciorarse del todo: —¿Tendrá que estar aquí todo el día, o sólo por la mañana?

—Todo el día. Es un dolor, porque el tiempo es magnífico, y Nicolás no está acostumbrado a permanecer encerrado en casa. Pero anda muy atareado con los preparativos de la fiesta que ha de dar, y quizá eso le distraiga. ¡Ojalá que no se sienta demasiado solo!

Seppi vio en su mirada que sus palabras eran una expresión de lo que ella sentía, y eso le animó a preguntarle si no podríamos subir a donde estaba Nicolás para ayudarle así a pasar el día.

—¡Con muchísimo gusto! —exclamó la madre con gran cordialidad—. A eso le llamo yo verdadera amistad, pudiendo como podríais salir a los campos y pasar un día delicioso. Sois buenos muchachos, lo reconozco, aunque no siempre encontráis modo satisfactorio de demostrarlo. Tomad estos pasteles, para vosotros, y dadle éste a él, de parte de su madre.

La primera cosa en que nos fijamos al entrar en el cuarto de Nicolás fue la hora. Eran las diez menos cuarto. ¿Era posible que fuese exacta esa hora? ¡Sólo le quedaban unos pocos minutos de vida! Sentí que se me contraía el corazón. Nicolás dio un salto y nos acogió con la mayor alegría. Se hallaba muy animado con sus proyectos para la fiesta, y no había sentido la soledad.

—Sentaos —dijo, y mirad lo que estuve haciendo. He terminado cometa, que, como vais a ver, es una hermosura. La tengo secando en cocina; voy por ella.

Nuestro amigo había gastado sus pequeños ahorros en chucherías caprichosas de varias clases, para ofrecerlas de premio en los juegos; Las tenía expuestas sobre la mesa, y producían un efecto encantador y vistoso.

Nos dijo:

—Examinad todo eso a vuestro gusto mientras voy a que mi madre planche la cometa, por si no es aún bastante seca.

Salió de la habitación y bajó ruidosamente escaleras abajo, silbando al mismo tiempo.

Nosotros no nos entretuvimos mirando aquello; nada lograba interesarnos fuera del reloj. Permanecimos en silencio con los ojos clavados e él, escuchando su tictac; cada vez que el minutero avanzaba un saltito, nosotros hacíamos un signo de asentí miento con la cabeza, como queriendo decir que ya quedaba un minuto menos que cubrir en la carrera entre la vida y la muerte. Finalmente, Seppi respiró profundamente y dijo:

—Faltan dos minutos para las diez. Dentro de siete minutos más habrá salvado el punto mortal. ¡Teodoro, ya verás cómo se salva! Nicolás va a…

—¡Chitón! Yo estoy como sobre alfileres. Fíjate en el reloj y no hables.

Cinco minutos más. La tensión y la nerviosidad nos hacían jadear. Otros tres minutos, y se oyeron pasos en la escalera.

—¡Salvado! —nos pusimos en pie de un salto, y nos volvimos de cara a la puerta.

Quien entró fue la anciana madre trayendo la cometa. Y nos dijo:

—¿Verdad que es una hermosura? ¡Válgame Dios, y cómo ha trabajado en ella!, creo que desde que amaneció; sólo la terminó momentos antes que vosotros llegaseis —la madre se apoyó en la pared, después de retroceder para mirarla en conjunto—. Él mismo dibujó las figuras, y yo creo que están muy bien hechas. La que no está muy bien es la iglesia; no tengo más remedio que reconocerlo; pero fijaos en el puente; cualquiera lo reconocerá al instante. Me pidió que os la subiese, ¡válgame Dios! Son ya las diez y siete minutos, y yo…

—Pero ¿dónde está Nicolás?

—¿Él? Vendrá en seguida; salió un instante nada más.

—¿Que ha salido de casa?

—Sí. Cuando bajó antes acababa de entrar la madre de la pequeña Lisa, y nos dijo que la niña se había marchado no sabía ella adonde, y como estaba intranquila, yo le dije a Nicolás que no se preocupase de la orden de su padre y que fuese a buscarla. ¡Pero qué pálidos os habéis puesto los dos! Yo creo que estáis enfermos.

Sentaos; os traeré alguna cosilla. Parece que el pastel no os ha sentado bien. Es un poco pesado, pero yo creí…

La mujer salió de la habitación sin terminar la frase, y nosotros nos precipitamos hacia la ventana de la parte posterior y miramos hacia el río. Al otro extremo del puente se había reunido una gran multitud, y de todas partes corría la gente hacia allí.

—¡Todo ha terminado, pobre Nicolás! Pero ¿por qué, por qué le dejaría su madre salir de casa?

—Retírate de ahí —dijo Seppi medio sollozando—. Ven rápidamente; nos será imposible aguantar el espectáculo de la madre; dentro de cinco minutos ya lo sabrá.

Pero no pudimos eludirlo. La madre se tropezó con nosotros cuando empezaba a subir las escaleras, trayendo en la mano bebidas cordiales; nos hizo volver a entrar, sentarnos y tomar aquella medicina. Acto continuo se quedó mirando el efecto que nos había producido, y no quedó satisfecha; nos hizo, pues, esperar, y no cesó de censurarse a sí misma por habernos hecho comer aquel pastel indigesto.

Y poco después ocurrió lo que nosotros temíamos tanto. Se oyó fuera ruido de pasos y arrastre de pies, entrando luego solemnemente gran cantidad de personas que venían con la cabeza descubierta, y que depositaron encima de la cama los cuerpos de los dos muchachos ahogados.

—¡Oh Dios mío! —gritó llorando la pobre madre, y cayó de rodillas y enlazó con sus brazos a su hijo muerto, y empezó a cubrirle la húmeda cara de besos—. ¡He sido yo la que le envió, he sido yo la causante de su muerte! Si yo hubiese obedecido y le hubiese mantenido dentro de casa, no habría ocurrido esto. He sido justamente castigada; anoche le traté de un modo cruel, cuando me suplicaba a mí, su propia madre, que fuese su amiga.

Siguió hablando y hablando de esta manera, y todas las mujeres lloraban, se compadecían de ella y se esforzaban por consolarla; pero ella no podía perdonarse lo que había hecho, y no admitía consuelos; siguió repitiendo que si ella no lo hubiese mandado fuera de casa, su hijo seguiría ahora bien y con vida, habiendo sido ella la causante de su muerte.

Esto demuestra la tontería que cometen las gentes cuando se censuran a sí mismas por cualquier cosa que han hecho. Satanás lo sabía, y por eso dijo que no ocurre nada que la primera acción de vuestra vida no haya dejado ya dispuesta, y hecho inevitable; de modo, pues, que por iniciativa propia vuestra no os es posible nunca alterar el plan o realizar un acto que rompa uno de los eslabones.

Acto continuo oímos alaridos, y Frau Brandt se abrió desatinadamente paso por entre la multitud; traía las ropas en desorden y la cabellera suelta y se arrojó sobre su hija muerta, lanzando gemidos, besándola y dirigiéndole frases tiernas y cariñosas; al rato se puso en pie, casi agotada por los ímpetus de su apasionada emoción; apretó el puño y lo levantó hacia el cielo; su cara, empapada de lágrimas, tomó una expresión dura y rencorosa, y dijo:

—Durante cerca de dos semanas he tenido sueños, presentimientos y premoniciones de que la muerte me iba a arrebatar lo que para mí tenía mayor valor, y yo me he arrastrado día y noche, noche y día, por el polvo, delante de Dios, rogándole que se apiadase de mi hija inocente y que la guardase de todo mal, ¡y he aquí la respuesta de Dios!

Ya veis: Dios había salvado a la niña de un mal, pero la madre lo ignoraba.

Se enjugó las lágrimas de los ojos y de las mejillas, permaneció un rato inclinada, mirando a la niña con ojos muy abiertos, acariciándole la cara y los cabellos con las manos; de pronto habló otra vez con el mismo tono rencoroso:

—No hay compasión alguna en el corazón de Dios.

Jamás volveré a rezar.

Levantó y apretó contra su pecho a la niña muerta, y salió de allí, mientras la multitud se echaba atrás abriéndole paso, muda de espanto por las terribles palabras que acababan de oír. ¡Pobre mujer aquella! Es cierto, como había dicho Satanás, que nosotros no sabemos distinguir la buena de la mala suerte, y que constantemente tomamos la una por la otra. De entonces acá he oído yo a muchas personas pedir a Dios que salvase la vida de algunos enfermos; yo no lo he hecho nunca.

Ambos funerales se celebraron al mismo tiempo en nuestra iglesita, al siguiente día. Todos se hallaban allí presentes, incluso los invitados a la fiesta. También estaba allí Satanás, y eso estaba puesto en razón, porque era obra suya el que hubiesen tenido lugar aquellos funerales. Nicolás se había marchado de esta vida sin absolución, y se realizó una colecta para decir misas, a fin de sacarlo del purgatorio. Sólo se reunieron los dos tercios del dinero necesario, y los padres iban a tratar de pedir prestado lo que faltaba, pero Satanás se lo dio. Nos dijo en secreto que no existía el purgatorio, pero que él había contribuido a fin de que los padres de Nicolás y sus amigos se ahorrasen dificultades y angustias. A nosotros nos pareció muy bien aquella acción suya, pero él nos dijo que a él no le costaba nada el dinero.

Llegados al cementerio, un carpintero al que la madre de la pequeña Lisa debía cincuenta moneditas de plata por trabajos hechos el año anterior, embargó el cadáver. La madre no había podido pagar hasta entonces aquella deuda, y tampoco podía pagarla ahora. El carpintero se llevó el cadáver a su casa y lo tuvo cuatro días en su bodega; en todo ese tiempo la madre no salió de aquella casa, llorando y suplicándole; entonces el carpintero enterró a la niña en el patio del ganado de un hermano suyo, sin ninguna ceremonia religiosa. Esto hizo enloquecer de dolor y de vergüenza a la madre, que abandonó sus tareas y recorrió diariamente la población, maldiciendo al carpintero y blasfemando de las leyes del emperador y de la Iglesia, dando con ello un espectáculo lamentable. Seppi suplicó a Satanás que interviniese, pero éste le contestó que el carpintero y los demás eran miembros de la raza humana y actuaban perfectamente desde el punto de vista de esa clase de animal.

Intervendría, desde luego, si descubriese a un caballo actuando de ese modo, y nosotros deberíamos informarle si acaso tropezábamos con un caballo que se conducía como ser humano, porque él entonces se lo impediría. Nosotros creímos que aquello era pura ironía, porque, como es natural, no existía caballo semejante.

Pero al cabo de algunos días descubrimos que a nosotros se nos hacía insoportable el dolor de aquella pobre mujer, y pedimos a Satanás que examinase los distintos cursos posibles de su vida, para ver si no podía darle uno nuevo, mirando por el bien de ella. Nos contestó que el curso más largo de sus distintas vidas posibles le daba cuarenta y cuatro años, y el más breve, veintiuno, y que ambos estaban cargados de dolores, hambres, frío y sufrimiento. Lo único que él podía hacer en beneficio de esa mujer era el permitirla escamotear cierto eslabón de allí a tres minutos; y nos preguntó si queríamos que lo hiciese. Era un plazo de tiempo muy breve el que teníamos para decidir: la excitación nerviosa nos dejó destrozados, y antes que pudiéramos dominarnos y preguntar detalles nos dijo que el plazo iba a terminar pocos segundos después; por eso jadeamos de pronto:

—¡Hazlo!

—Ya está hecho —dijo—; ella iba a doblar una esquina; la hice volver atrás; esto ha cambiado el curso de su vida.

—¿Y qué ocurrirá ahora, Satanás?

—Ya está ocurriendo lo que ha de ocurrir. Se ha trabado de palabras con Fischer, el tejedor. Fischer, llevado de su ira, realizará lo que sin este accidente no habría llevado a cabo. Ese hombre se hallaba presente cuando la mujer se quedó contemplando el cadáver de su hija y pronunció aquellas blasfemias. —¿Y qué hará?

—Lo está haciendo ya. La está denunciando. De aquí a tres días esa mujer será quemada en el poste.

Nos quedamos sin habla; el horror nos dejó helados, porque si nosotros no nos hubiésemos entremetido en la carrera de su vida, se habría ahorrado aquel destino espantoso. Satanás vio nuestros pensamientos, y dijo:

—Lo que estáis pensando es estrictamente humano, es decir, un desatino. La mujer sale ganando con esto. En cualquier momento que ella hubiese muerto, habría ido al cielo. Gracias a esta muerte tan próxima gana veintinueve años de cielo más de lo que le estaba destinado, y se ahorra veintinueve años de miserias aquí abajo.

Un momento antes habíamos estado diciéndonos rencorosamente que nunca más solicitaríamos favores de Satanás para amigos nuestros, porque no parecía saber otra manera de portarse amablemente con una persona si no era matándola; pero ahora cambiaba todo el aspecto del caso, y nos alegrábamos de lo que habíamos hecho, sintiéndonos plenamente felices al recordarlo.

Al cabo de un rato empecé yo a sentirme turbado pensando en Fischer, y le pregunté tímidamente:

—¿Acaso este episodio cambia también el curso de la vida de Fischer Satanás?

—¿Que si lo cambia? ¡Claro que sí! Radicalmente. Si él no se hubiese tropezado hace unos momentos con Frau Brandt habría muerto el año próximo, de treinta y cuatro años, Ahora vivirá hasta los noventa, y llevará una vida muy próspera y feliz, tal como marchan las vidas humanas.

Nosotros sentimos gran júbilo y orgullo en lo que habíamos hecho en favor de Fischer, y esperábamos que Satanás simpatizase con estos sentimientos; pero no dio señal alguna de simpatizar, y eso nos produjo desasosiego. Esperamos que él hablase, pero no habló; por eso, y para enjugar nuestra preocupación tuvimos que preguntarle si aquella buena suerte de Fischer no tendría ningún inconveniente. Satanás meditó un momento en el problema, y dijo después con cierta vacilación:

—Pues veréis, el tema es delicado. Bajo los diversos cursos posibles de vida que antes tenía ese hombre, al final iría al cielo.

Nos quedamos boquiabiertos de espanto:

—¡Oh Satanás! Y dentro de este…

—Ea, no os angustiéis de esa manera. Vosotros intentasteis con toda sinceridad hacerle un favor; eso debe consolaros. —¡Válganos Dios, válganos Dios! Eso no puede servirnos de consuelo. Deberías habernos dicho las consecuencias de lo que hacíamos, y entonces nuestra conducta habría sido otra.

Pero nuestras palabras no le impresionaron. Jamás había sentido él pena ni pesar, e ignoraba en qué consistían, o al menos lo ignoraba de una manera verdaderamente práctica. Sólo sabía de esas cosas teóricamente, es decir, intelectualmente. Como es natural, eso no aprovecha. Es imposible obtener otra cosa que una noción vaga e incompleta de tales cosas como no sea por experiencia. Nos esforzamos todo cuanto pudimos en hacerle comprender la cosa tan espantosa que había realizado, y de qué manera quedábamos nosotros complicados en ella, pero no pareció que llegase a penetrar bien en el asunto. Aseguró que él no le concedía importancia al lugar adonde iría a parar Fischer; en el cielo no lo echarían de menos, porque allí eran muchos Intentamos hacerle ver que se salía por completo del tema; que Fischer, y no los demás, era el indicado para decidir sobre la importancia de la cuestión; pero todo fue inútil; dijo que le tenía sin cuidado Fischer, y que los Fischer abundaban muchísimo.

Un momento después pasó por el otro lado del camino Fischer; el verlo nos dio mareos y desmayos, recordando la condenación que le esperaba y de la que nosotros éramos la causa. ¡Y qué inconsciente marchaba de todo cuanto le había ocurrido! Se advertía en lo elástico dé su caminar y en lo vivaz de sus maneras que estaba muy contento por la mala jugarreta que le había hecho a la pobre Frau Brandt. A cada momento volvía la cabeza para mirar por encima del hombro hacia atrás, como quien esperaba algo. En efecto, muy pronto vino en la misma dirección Frau Brandt, entre corchetes y amarrada con cadenas tintineantes. Tras ella marchaba el populacho, mofándose y gritando:

—¡Blasfema y hereje!

Entre aquellas gentes había convecinas y amigas suyas de tiempos más felices. Algunas de esas personas intentaron golpearla, y los corchetes no se tomaban todo el trabajo que hubieran podido a fin de impedírselo.

—¡Oh Satanás, impídeselo! —se nos escapó esta exclamación antes de recordar que no podía interrumpir aquello ni por un solo instante sin cambiar todo el curso posterior de sus vidas.

Pero dio un ligero soplido, con los labios en dirección a la gente, y ésta empezó a vacilar y tambalearse, pretendiendo agarrarse con las manos al espacio vacío; acto continuo se desbandaron y huyeron en todas direcciones, dando alaridos, como si fuesen víctimas de un sufrimiento intolerable. Había bastado aquel pequeño soplo para romper a cada uno de ellos una costilla. No pudimos menos de preguntar si con aquello había cambiado el curso posterior de la vida de aquellas personas.

—Por completo. Algunas han ganado años, otras los han perdido.

Algunas se beneficiarán de distintas maneras por el cambio, pero sólo esas pocas.

No preguntamos si nuestra iniciativa había traído a algunas de esas personas la misma suerte que al pobre Fischer. No quisimos saberlo. Creímos firmemente en el deseo que tenía Satanás de favorecernos, pero empezábamos a perder confianza en su juicio.

Entonces empezó a desaparecer, dejando paso a otros intereses, aquella ansiedad nuestra cada vez mayor de hacer que revisase el curso de nuestras vidas y que sugiriese mejoras en las mismas.

Toda la aldea se vio envuelta en una tempestad de chismorreos durante un par de días a propósito del caso de Frau Brandt y de la misteriosa calamidad que había caído sobre la multitud; cuando compareció al juicio, el local se hallaba atiborrado de gente. Fue cosa fácil dejarla convicta de sus blasfemias porque había pronunciado una y otra vez aquellas palabras terribles, y se negó a retractarse de ellas. Cuando se le advirtió que estaba poniendo en peligro su vida, contestó que le harían un favor quitándosela, que no la quería para nada, que prefería vivir en el infierno con los diablos de profesión que no con sus imitadores en la aldea. La acusaron de que había roto aquellas costillas por arte de hechicería, preguntándole si no era una bruja. Ella contestó mofándose:

—No. ¿Os dejaría con vida ni siquiera cinco minutos a ninguno de vosotros, hipócritas malvados, si yo tuviese esos poderes? No; os dejaría muertos a todos en el acto. Pronunciad vuestra sentencia y dejadme morir; estoy cansada de vivir con vosotros.

La declararon, pues, culpable, fue excomulgada y apartada de los júbilos celestiales y condenada a las hogueras del infierno; acto continuo la vistieron con una túnica burda y la entregaron al brazo secular, conduciéndola a la plaza del mercado. La campana doblaba mientras tanto solemnemente a muerto. La vimos encadenada al poste, y vimos también alzarse en el aire tranquilo la primera neblina de humo azul. Entonces la expresión del rostro de aquella mujer se suavizó, miró a la muchedumbre que se apretujaba delante de ella, y dijo cariñosamente:

—Hubo un tiempo en que jugamos juntos, en aquellos días lejanos en los que éramos unas criaturas inocentes. En recuerdo de aquellos días, yo os perdono.

Entonces nos alejamos, y no vimos cómo la consumía el fuego; pero escuchamos sus alaridos, a pesar de que nos tapamos las orejas con los dedos. Cuando dejaron de oírse los alaridos, aquella mujer estaba ya en el cielo, a pesar de la excomunión. Y nosotros nos alegrábamos de su muerte, y ningún pesar sentíamos de haber sido los causantes de la misma.

Cierto día, poco después de aquello, se nos apareció de nuevo Satanás. Nosotros vivíamos en un constante acecho del mismo, porque cuando lo teníamos a nuestro lado no era la vida jamás una balsa de agua estancada. Se nos presentó en aquel lugar del bosque donde nos lo tropezamos por vez primera. Como éramos muchachos, deseábamos divertirnos; le suplicamos que nos hiciese alguna exhibición.

—Perfectamente —dijo—; ¿os agradaría contemplar una historia del progreso de la raza humana? ¿Del desarrollo de ese producto suyo que se llama civilización?

Le contestamos afirmativamente.

Le bastó un pensamiento para convertir aquel lugar en el jardín del Edén, y vimos a Abel orando junto a su altar. Acto continuo apareció caminando hacia donde Abel estaba, su hermano Caín, armado con su garrota; no pareció habernos visto, y me habría pisado en un pie si yo no lo hubiese retirado hacia adentro. Habló a su hermano en un lenguaje que nosotros no entendimos; poco a poco se fue poniendo violento y amenazador, y nosotros nos dimos cuenta de lo que iba a pasar, y miramos un momento hacia otro lado; pero oímos el chasquido de los golpes y alaridos y lamentos; luego se produjo el silencio, y contemplamos a Abel caído en medio de su propia sangre y dando las últimas boqueadas. Caín en pie a su lado, lo contemplaba, vengativo y sin muestras de arrepentimiento.

Se desvaneció aquella visión, y siguió a la misma una larga serie de guerras, asesinatos y degollinas conocidas para nosotros. Vino luego el diluvio y vimos el Arca balanceándose de un lado para otro en las agua tormentosas y a lo lejos, veladas y confusas por la lluvia, unas montañas altísimas. Satanás dijo:

—El progreso de vuestra raza no fue satisfactorio. Ahora tendrá otra oportunidad.

Cambió la escena, y contemplamos a Noé, pasado del vino.

Acto continuo, aparecieron Sodoma y Gomorra, «con la tentativa para descubrir allí dos o tres personas respetables», según palabras de Satanás, Vino después Lot con sus hijas, dentro de la caverna.

Vinieron después las guerras hebraicas, y vimos cómo los vencedores degollaban a los supervivientes y al ganado propiedad de los mismos, salvando a las muchachas jóvenes, que luego se repartían entre ellos.

Vino después Jezabel; la vimos, deslizarse dentro de la tienda y atravesar con un clavo de parte a parte las sienes de su huésped dormido; nos hallábamos tan cerca que cuando saltó la sangre, formó ésta un pequeño arroyuelo rojo a nuestros pies, y si hubiésemos querido habríamos podido manchar en él nuestras manos.

Vinieron luego las guerras egipcias, las guerras griegas, las guerras romanas, que dejaron la tierra empapada con horrendos manchones de sangre; vimos las traiciones de que los romanos hicieron víctimas a los cartagineses, y el espectáculo repugnante de la degollina de este pueblo valeroso. Vimos también a César invadir Britania, no porque este pueblo bárbaro le hubiese hecho daño alguno, sino porque quería sus tierras, y César anhelaba conceder las bendiciones de la civilización a sus viudas y huérfanas, según explicó Satanás.

Después de eso nació la cristiandad. Entonces desfilaron por delante de nosotros largas épocas europeas, y vimos de qué manera la cristiandad y la civilización avanzaron de la mano durante esas épocas, dejando en su estela, el hambre, la muerte, la desolación y los demás signos del progreso de la raza humana, según hizo notar Satanás.

En todo momento vimos guerras, más guerras, y siempre guerras, por Europa, por todo el mundo. «Unas veces en el interés particular de las familias reales —dijo Satanás— y otras para aplastar a alguna nación débil; jamás ningún agresor inició una guerra con móviles limpios; no existe una guerra de esa clase en la historia de la raza humana».

—Ya habéis visto —dijo Satanás— el progreso de vuestra raza hasta el día, y no tenéis más remedio que confesar que es maravilloso, a su modo. Ahora es preciso que hagamos ver el porvenir.

Satanás nos mostró matanzas más terribles por la cantidad de vidas destruidas, más devastadoras por los artefactos de guerra empleados, que todo cuanto habíamos visto.

—Ya veis —dijo— que vuestro progreso ha sido constante. Caín asesinó con una garrota; los hebreos cometieron sus asesinatos con dardos y espadas; los griegos y los romanos agregaron la armadura protectora y las bellas artes de la organización militar y del generalato; los cristianos agregaron los cañones y la pólvora. De aquí a algunos siglos habrán perfeccionado hasta tal punto la eficacia mortal de sus armas de matanza, que no tendrán todos los hombres más remedio que confesar que sin la civilización cristiana habría seguido siendo la guerra hasta el fin de los tiempos una cosa pobre y fútil.

Después de esas palabras rompió a reír de la manera más despreocupada, mofándose de la raza humana, a pesar de que sabía que todo lo que había estado diciendo nos avergonzaba y nos lastimaba. Nadie, como no fuese un ángel, habría podido obrar de semejante manera; pero el sufrimiento no significaba nada para ellos; ignoran lo que es, como no lo sepan de oídas.

Seppi y yo habíamos intentado más de una vez, de un modo humilde y receloso, convertirlo, y como él nos había escuchado en silencio, tomamos esto como una especie de estímulo; por eso esta conversación suya de ahora tenía que resultar para nosotros una desilusión, porque demostraba que no habíamos producido en Satanás una impresión profunda. Nos entristecimos al pensarlo, y entonces comprendimos cuál ha de ser el estado de ánimo del misionero que ha estado acariciando alegres esperanzas y ve cómo éstas se marchitan. Guardamos nuestro dolor para nosotros mismos, comprendiendo que no era aquél el momento de proseguir nuestra tarea.

Satanás llevó hasta el último límite su risa desagradable; y luego dijo:

—El progreso es extraordinario. Cinco o seis elevadas civilizaciones, en el transcurso de cinco o seis mil años, surgieron, florecieron, se impusieron al asombro del mundo y luego decayeron y desaparecieron; ni una sola de ellas, salvo la más reciente, consiguió inventar ningún medio adecuado para matar al pueblo en masa.

Todas ellas hicieron cuanto pudieron (porque la mayor ambición de la raza humana y el incidente primero de su historia ha sido el matar), pero únicamente la civilización cristiana ha logrado un triunfo del que puede enorgullecerse. Dentro de uno o dos siglos se reconocerá que todos los hombres competentes en el arte de matar son cristianos; entonces el mundo pagano irá a que el cristiano lo eduque, no para adquirir su religión, sino sus cañones. El turco y el chino los comprará para matar con ellos a los misioneros y a los convertidos al cristianismo.

Mientras tanto había vuelto a entrar en acción su teatro; nación tras nación fueron desfilando antes nuestros ojos en el transcurso de dos o tres siglos, en un cortejo imponente e inacabable, destrozándose, peleándose, avanzando por mares de sangre, envueltos en el humo espeso de la batalla, por entre el cual brillaban las banderas y se disparaban las rojas bocanadas de los cañones; y siempre escuchábamos el tronar de los fusiles y los gritos de los moribundos.

—¿Y qué ha salido de todo eso? —dijo Satanás, con su maligno glogloteo de risa—. Nada en absoluto. Vosotros no ganáis nada; termináis por el mismo sitio en que empezasteis. Durante un millón de años vuestra raza ha vivido propagándose de una manera monótona, multiplicando monótonamente ese absurdo tonto, ¿y qué ha conseguido? ¡No hay sabiduría que pueda adivinar! ¿Quién se beneficia con ello? Nadie, sino un grupo de reyezuelos usurpadores y de aristócratas que os desprecian; que se considerarían manchados si los tocaseis; que os darían con la puerta en las narices si quisieseis hacerles una visita; unos reyezuelos y aristócratas de quienes sois esclavos, por los que lucháis, por los que morís, sin que ello os dé vergüenza, sino orgullo; unos reyezuelos y aristócratas, cuya existencia es un perpetuo insulto a vosotros, insulto contra el que no os rebeláis por miedo; unos reyezuelos y aristócratas que son unos pordioseros que viven de vuestras limosnas, que, sin embargo, adoptan con vosotros los aires del bienhechor con el mendigo; que os hablan en el lenguaje en que habla el amo a su esclavo, y a los que contestáis con el lenguaje en que contesta el esclavo a su señor; a los que reverenciáis de palabra, mientras que en vuestro corazón (si es que lo tenéis) os despreciáis a vosotros mismos por ello. El primer hombre fue un hipócrita y un cobarde, y esas cualidades no se han perdido en su descendencia; ellas son el fundamento sobre el que se han asentado todas las civilizaciones. ¡Brindad por que se perpetúen! ¡Brindad por que se aumenten! ¡Brindad por…!

En ese momento advirtió por nuestras caras lo profundamente qué aquello nos lastimaba; cortó su sentencia sin acabarla, cesó en su glogloteo de risa, y cambiaron sus maneras, diciéndonos gentilmente:

—No, brindaremos los unos por salud de los otros, y allá se las arregle la civilización. El vino que ha fluido a nuestras manos saliendo del espacio por un deseo nuestro es cosa de la tierra, y lo bastante buena para este otro brindis; pero tirad los vasos; haremos este otro brindis con un vino que hasta ahora no se vio en este mundo.

Obedecimos, alargamos las manos y recibimos en ellas las nuevas copas a medida que descendieron de lo alto. Eran éstas bellas y de elegante forma, pero no estaban fabricadas con ningún material de los que nosotros conocíamos. Parecían dotadas de movimiento, parecían vivas; y desde luego, los colores que había dentro de ellas se movían. Eran brillantísimas y centelleantes, de todas las tonalidades; no permanecían inmóviles nunca, sino que corrían de una parte a otra en magnífico oleaje que se entrechocaba, se rompía y estallaba en delicadas explosiones de encantadores colores. Creo que se parecía mucho a un oleaje de ópalos que despedía por todas partes centelleos esplendorosos. Pero no hay nada a qué comparar el vino aquel. Lo bebimos, y experimentamos un éxtasis extraordinario y encantador, como si se nos hubiesen metido dentro furtivamente los cielos. A Seppi se le humedecieron los ojos y exclamó con reverencia:

—Algún día estaremos allí y entonces…

Miró furtivamente a Satanás, y yo creo que con la esperanza de que éste dijese: «Sí, algún día estarás allí», pero Satanás parecía estar pensando en alguna otra cosa, y no dijo nada. Aquello me dio a mí una sensación espantosa, porque estaba seguro de que Satanás había oído; nada, hablado o no hablado, se le escapaba a él. El pobre Seppi pareció afligido y no terminó su sentencia. Las copas se alzaron y se abrieron camino hasta los cielos, lo mismo que un trío de trozos de arco iris, y desaparecieron. ¿Por qué no se quedaron en nuestras manos? Aquello parecía una mala señal, y me dejó deprimido. ¿Volvería yo a ver alguna vez la mía? ¿Vería Seppi la suya alguna vez?