Margarita anunció que iba a dar una fiesta, e invitó a cuarenta personas; la fecha sería siete días después. Aquella era una oportunidad magnífica. La casa de Margarita se levantaba aislada de las demás y resultaba fácil establecer una vigilancia. Fue, pues, vigilada noche y día durante toda la semana. Las personas de la casa de Margarita entraban y salían como de ordinario, pero no llevaban nada en la mano, y ni ellas ni otras personas trajeron nada a la casa.
Todo eso fue comprobado. Era evidente que no se habían llevado raciones para cuarenta personas. Si a éstas se les daba algún alimento, éste había tenido por fuerza que ser confeccionado dentro de la misma casa. Es cierto que Margarita salía todas las noches con una canastilla, pero los espías comprobaron que cuando regresaba a casa la canastilla estaba vacía.
Los invitados llegaron al mediodía y llenaron la casa. Vino después de ellos el padre Adolfo, y, poco después sin haber sido invitado, llegó el astrólogo. Los espías le habían informado de que ni por la parte delantera ni por la parte de atrás de la casa habían entrado paquetes de ninguna clase.
El astrólogo entró en la casa y se encontró con que todos comían y bebían de lo fino, y de que la fiesta seguía adelante de una manera alegre y bulliciosa. Miró a su alrededor y vio que muchos de los buenos bocados y toda la fruta del país y extranjera, a pesar de ser artículos marchitables, estaban en perfecto estado de frescura. Allí no había apariciones, encantamientos ni truenos. El problema estaba sentenciado. Aquello era hechicería. No sólo eso, sino que era hechicería de nueva clase; de una clase jamás soñada hasta entonces, Allí había un poder prodigioso, un poder mágico. Decidió descubrir el secreto. El anuncio de una cosa semejante resonaría por el mundo todo, alcanzaría a los países más remotos, paralizaría de asombro a todas las naciones y llevaría su nombre a todas partes, haciéndolo famoso eternamente. ¡Qué suerte maravillosa, qué suerte prodigiosa! Sólo con pensar en gloria semejante se mareaba.
Toda la concurrencia le abrió paso; Margarita le ofreció cortésmente asiento; Úrsula ordenó a Gottfrield que trajese una mesa especial para el astrólogo. Luego le puso ella misma los manteles y el servicio y le preguntó que era lo que quería.
—Tráigame usted lo que bien le parezca —dijo el astrólogo.
Los dos criados le trajeron cosas que había en la despensa, y, al mismo tiempo, le trajeron vino blanco y vino tinto, una botella de cada clase. El astrólogo, que probablemente no había visto en su vida cosas tan finas, se escanció un cubilete de vino tinto, se lo bebió, se escanció otro y empezó a comer con buen apetito.
Yo no esperaba ver allí a Satanás; hacía más de una semana que ni le había visto ni había oído hablar de él; pero, de pronto, se presentó; yo lo advertí por la sensación de siempre, aunque no podía verlo a causa de la concurrencia que se interponía entre nosotros. Le oí excusarse por aquel estremecimiento; ya iba a retirarse, pero Margarita le instó a que se quedase, y entonces Satanás le dio las gracias y se quedó.
Margarita lo fue llevando por todas partes, presentándolo a las muchachas, a Meidling y a algunas de las personas mayores. Se oyeron por todas partes cuchicheos:
—Es el joven forastero del que tanto hemos oído hablar y al que no hemos podido poner la vista encima, porque casi siempre está fuera. —¡Válgame Dios, querida, y qué hermoso es! ¿Cómo se llama?
—Felipe Traum.
—¡Qué bien le sienta ese apellido! —Téngase en cuenta que Traum quiere decir, en alemán, ensueño—. ¿En qué se ocupa?
—Dicen que estudia para sacerdote.
—Lleva la fortuna en su cara; ése llegará a cardenal.
Y así por el estilo. Se ganó en el acto las simpatías; todos estaban ansiosos de que se lo presentasen y de hablar con él. Todos advirtieron de pronto la temperatura agradable y reconfortante que allí reinaba y se preguntaban la causa, porque veían por sus propios ojos que en el exterior de la casa el sol daba igual que antes y que el cielo se hallaba limpio de nubes, pero nadie adivinaba, como es natural, la verdadera razón.
El astrólogo había bebido su segundo cubilete y se escanció otro más. Luego dejó la botella encima de la mesa y de una manera casual la volcó. Sujetó la botella antes que se hubiese vertido mucho líquido y la levantó para mirar al trasluz, diciendo:
—¡Qué lástima! Es un vino de reyes.
Y de pronto, su cara se iluminó de alegría, o de sensación de triunfo, o de lo que fuese, y exclamó:
—¡Rápido! Traed una gran fuente.
Se le trajo una en que cabía un galón. Levantó la botella de dos pintas y empezó a verter vino, y siguió vertiendo, mientras el rojo líquido caía glogloteando y saltando dentro de la blanca fuente, subiendo cada vez más de nivel por sus costados, mientras todo el mundo lo contemplaba con el aliento en suspenso, hasta que la fuente se llenó hasta los bordes.
—¡Fijaos en la botella! —dijo manteniéndola en alto—. ¡Sigue estando llena!
Yo miré a Satanás y en ese mismo instante desapareció.
Entonces se puso en pie el padre Adolfo, sonrojado y lleno de excitación, se santiguó y empezó a decir con su voz tonante:
—¡Esta casa está embrujada y maldita!
La concurrencia empezó a gritar y a chillar, y a dirigirse en tropel hacia a puerta. Y el padre Adolfo prosiguió:
—¡Yo conmino a esta casa…!
Pero su frase quedó cortada. Su cara se puso roja, luego amoratada, pero no pudo pronunciar ninguna otra palabra. Entonces vi yo a Satanás, convertido en una película transparente, infiltrarse dentro del cuerpo del astrólogo; y entonces este alzó la mano y dijo, en apariencia con su propia voz:
—Esperad, y quedaos donde estáis.
Todos se detuvieron en el sitio mismo.
—¡Traed un embudo!
Úrsula, temblorosa y asustada, lo trajo, y entonces el astrólogo lo colocó en el gollete de la botella, levantó la gran fuente y empezó a trasegar de nuevo el vino a donde antes estaba; la concurrencia le veía hacer con ojos dilatados por el asombro, porque sabían que antes que empezase a trasegar el vino dentro de la botella ya esta se encontraba completamente llena. El astrólogo vació todo el contenido de la fuente dentro de la botella y luego miró sonriente por toda la habitación, glogloteó de risa y dijo con indiferencia:
—Esto no es nada. Cualquiera es capaz de hacerlo. Yo puedo hacer mucho más con los poderes de que dispongo.
Estalló por todas partes un grito de terror:
—¡Oh Dios mío, está poseído del demonio!
Todos se abalanzaron tumultuosamente hacia la puerta, quedando muy pronto la casa vacía de todos, salvo los que vivían en ella, nosotros y Meidling. Nosotros, los muchachos, estábamos en el secreto de todo, y lo habríamos dicho si eso nos hubiera sido posible; pero no podíamos. Nos sentíamos muy agradecidos a Satanás por acudir a nosotros con tan eficaz ayuda en el momento en que la necesitábamos.
Margarita estaba pálida y llorando; Meidling parecía petrificado, lo mismo que Úrsula; pero quien peor estaba era Gottfrield, que no se podía tener en pie de tan débil y asustado. Porque ya sabéis que pertenecía a una familia de brujas, y lo pasaría mal si sospechasen de él. En ese momento entró Inés paseándose como si tal cosa, con expresión compungida, y quiso refregarse contra Úrsula y que ésta la acariciase; pero Úrsula tuvo miedo del animalito y se apartó, aunque dejando ver que con ello no quería hacerle ningún desaire; Úrsula sabía muy bien que no sacaba nada de mantenerse en relaciones de tirantez con una gata como aquélla. Pero nosotros, los muchachos, tomamos en nuestros brazos a Inés y la acariciamos, pensando que Satanás no se habría mostrado amigo suyo si no tuviera una buena opinión de la gata, y aquello era para nosotros suficiente garantía.
Satanás parecía tener confianza en todo aquello que no estaba dotado de sentido moral.
Fuera de la casa, los invitados, acometidos de pánico, se desparramaron en todas direcciones y huyeron en un estado lamentable de terror; fue tal la algarabía que armaron con sus carreras, sollozos, chillidos y griterío, que no tardó la aldea entera en salir en tropel de sus casas para ver lo que había ocurrido, formando una gran multitud en la calle, empujándose y apartándose unos a otros en medio de gran excitación y terror; entonces apareció el padre Adolfo y todos se abrieron formando dos muros, lo mismo que cuando se apartaron las aguas del Mar Rojo; luego avanzó el astrólogo por aquella calle abierta entre la gente, a grandes zancadas, y mascullando para sus adentros; por donde él cruzaba las dos paredes de gente se echaban atrás en masas apretujadas, sumidas en un silencio de espanto y sus ojos lo contemplaban atónitos, mientras jadeaban sus pechos; varias mujeres se desmayaron. Cuando el astrólogo hubo pasado, la multitud se juntó como un enjambre y le siguió a cierta distancia, hablando con mucha excitación, haciéndose preguntas y averiguando los hechos. Aquel averiguar de los hechos y contárselos después a los demás, introduciendo mejoras en los mismos, no tardó en agrandar la fuente de vino hasta convertirla en un barril, haciendo que todo su contenido cupiese en la botella, que después de todo terminó estando vacía.
Cuando el astrólogo llegó a la plaza del mercado se fue derecho a donde estaba un prestidigitador fantásticamente ataviado, que mantenía constantemente en el aire tres bolas; se las quitó y se volvió hacia la muchedumbre que iba tras él y dijo:
—Este pobre juglar no conoce su arte. Acercaos y ved de lo que es capaz un experto.
Diciendo y haciendo, lanzó las bolas una después de otra y las mantuvo girando en un óvalo estrecho y brillante, y luego agregó otra bola, y otra, y otra, y muy pronto —sin que nadie viese de dónde las sacaba— fue agregando, agregando y agregando, y el óvalo se iba alargando constantemente, y sus manos se movían con tal rapidez que formaban como una trama o un borrón, y no se distinguían como tales manos; las personas capaces de contar dijeron que hubo un momento en que había cien bolas en el aire. El gran óvalo giratorio alcanzó la altura de veinte pies y llegó a formar un espectáculo brillante, centelleante y maravilloso. Luego se cruzó de brazos y ordenó a las bolas que siguiesen girando sin ayuda suya, y siguieron girando. Al cabo de un par de minutos, dijo:
—Bueno, basta ya.
Y el óvalo se rompió y se derrumbó con estrépito; las bolas se desparramaron lejos y rodaron en todas direcciones. A donde iba una de aquellas bolas la gente retrocedía temerosa y nadie se atrevía a tocarla. Aquello hizo reír al astrólogo, que se burló de la gente, llamándolos cobardes y mujerucas. Luego se dio media vuelta y vio en el aire la cuerda del equilibrista; entonces dijo que las gentes idiotas se gastaban todos los días el dinero para ver de qué manera un patán ignorante y torpón degradaba aquel arte magnífico; ahora verían trabajar a un maestro. Dicho y hecho, dio un salto en el aire y se posó muy firme sobre sus pies en la cuerda tirante. Luego la cruzó de parte a parte en viaje de ida y vuelta saltando sobre un pie, mientras se tapaba los ojos con las manos; a continuación empezó a dar saltos mortales hacia atrás y hacia adelante, llegando a dar veintisiete.
La gente murmuraba, porque el astrólogo era un hombre viejo y hasta entonces siempre había sido tardo en movimientos y en ocasiones incluso había estado inválido, pero ahora mostraba completa agilidad y realizaba sus habilidades con la mayor animación.
Por último, saltó con agilidad al suelo, se alejó, y avanzó carretera adelante, dobló la esquina y desapareció.
Entonces aquella gran multitud, pálida, silenciosa y sólida, dejó escapar un profundo jadeo y todos se miraron a la cara los unos a los otros, como si dijesen: «¿Ha sido cosa real? ¿Lo vio también usted, o fui yo solo en verlo, mientras soñaba?». Rompieron luego a conversar en cuchicheos, se dividieron en parejas y se dirigieron hacia sus casas, conversando todavía sin volver del susto, juntando mucho las caras, apoyando el uno la mano en el hombro del otro, y gesticulando como acostumbra la gente cuando alguna cosa les ha producido una impresión profunda.
Nosotros los muchachos marchamos detrás de nuestros padres, escuchando y enterándonos de todo lo que decían y lográbamos oír; y cuando, ya en nuestra casa ellos se sentaron y continuaron su conversación, seguíamos nosotros acompañándolos. Todos estaban de humor sombrío, porque, según decían, podía tenerse por seguro que caería un desastre sobre la aldea después de tan espantosa visita de brujas y demonios. Entonces mi padre se acordó de que el padre Adolfo se había quedado mudo en el momento en que quiso lanzar su acusación, y dijo:
—No se atrevieron a poner sus manos hasta ahora en un ungido servidor de Dios y no me explico cómo en ese momento tuvieron tal audacia, porque él llevaba encima su crucifijo. ¿No es cierto?
—Sí —dijeron los demás—; nosotros lo vimos.
—Amigos, esto es una cosa seria, muy seria. Hasta ahora contábamos con una protección, y ésta ha fallado.
Los demás movieron las cabezas, como acometidos de escalofríos, y mascullaron estas palabras:
—Ha fallado. Dios nos abandona.
—Es cierto —dijo el padre de Seppi Wohlmeyer—; ya no tenemos dónde buscar socorro.
—La gente se dará cuenta de eso y la desesperación los privará de su valor y de sus energías —dijo el padre de Nicolás, el juez—. Sin duda alguna que hemos caído en tiempos malos.
Dejó escapar un suspiro, y Wohlmeyer dijo con voz turbada:
—Correrá por todo el país la noticia y nuestra aldea se verá esquivada por todos como si estuviésemos sometidos al desagrado de Dios. El Ciervo de Oro va a conocer tiempos duros.
—Exacto, convecino —dijo mi padre—; todos nosotros sufriremos las consecuencias; todos en cuanto a nuestra reputación y muchos en nuestra riqueza. Y… ¡Santo Dios!
—¿Qué iba usted a decir?
—¡Que eso puede llegar a acabar con nosotros!
—¿Qué es lo que puede llegar a acabar con nosotros, um Gottes Willen?
—¡La excomunión!
Aquello sonó lo mismo que un trueno y pareció que fueran a desmayarse de espanto. Pero el miedo a semejante calamidad despertó sus energías; cesaron de mostrarse meditabundos y comenzaron a discutir las maneras de evitar esa desgracia. Hubo muchas y distintas opiniones y permanecieron hablando hasta muy adelantada la tarde; entonces reconocieron que por el momento no podían tomar ninguna decisión. Se separaron, pues, muy pesarosos y con los corazones oprimidos rebosantes de presagios de desgracia.
Mientras ellos pronunciaban sus frases de despedida, yo me escabullí fuera y me dirigí hacia la casa de Margarita para ver lo que allí ocurría. Tropecé por la calle con mucha gente, pero nadie me saludó. Aquello hubiera debido sorprenderme, pero no me sorprendió; se hallaban en un estado tal de desvarío, producido por el temor y el espanto, que yo creo que sus cerebros no razonaban bien; estaban pálidos y huraños, caminaban, como sonámbulos, con los ojos abiertos, pero sin ver nada; moviendo los labios, pero sin pronunciar una palabra, y apretando y aflojando, muy preocupados las manos, sin darse cuenta de lo que hacían.
En casa de Margarita aquello parecía un funeral. Ella y Guillermo estaban sentados juntos en el sofá, pero nada decían y ni siquiera se agarraban de las manos. Ambos estaban sumidos en lóbregas meditaciones, y los ojos de Margarita estaban rojos de lo mucho que había llorado. Y dijo:
—Yo le he suplicado que se marche y que no vuelva más, porque sólo así salvará la vida. Yo no puedo tolerar la idea de ser su asesina.
Esta casa está embrujada y ninguno de sus moradores se salvará del fuego. Pero él se empeña en no marcharse, y se perderá con todos los demás.
Guillermo dijo que no se marcharía; que si había peligro para ella, su sitio estaba allí, y allí permanecería. Al oírle Margarita se echó de nuevo a llorar, y aquello me resultó tan doloroso que me habría alegrado de no encontrarme allí. De pronto llamaron a la puerta y entró Satanás, alegre, juvenil y hermoso, y con él entró aquella atmósfera espirituosa que traía siempre, y con ella cambió todo.
No dijo una sola palabra de lo que había ocurrido, ni de los temores espantosos que tenían helada la sangre en los corazones de la comunidad; empezó a hablar y chacharear sobre toda clase de temas alegres y agradables, y casi en seguida habló de música, golpe habilísimo que acabó de sacudir el abatimiento de Margarita, reanimándola y despertando completamente su interés. Jamás había oído ella hablar de una manera tan bella y tan inteligente sobre aquel tema, y se sintió tan elevada y tan hechizada que sus sentimientos encendieron su rostro y salieron fuera en sus palabras; Guillermo lo advirtió, y no dio muestras de hallarse tan complacido como hubiera debido estarlo. Satanás se desvió entonces hacia la poesía y recitó algunas, y lo hizo de manera excelente, y Margarita volvió a mostrarse encantada, y otra vez Guillermo dio muestras de que aquello no le agradaba como hubiera debido agradarle; pero esta vez Margarita lo advirtió y sintió remordimientos.
Yo caí dormido aquella noche, a los sones de una música agradable: el tamborileo de la lluvia en los cristales de la ventana y el apagado retumbo de los truenos lejanos. Muy avanzada la noche, llegó Satanás, me despertó y me dijo:
—Acompáñame. ¿Dónde quieres que vayamos?
—A cualquier parte, con tal de estar contigo.
Se produjo entonces un vivísimo resplandor solar y me dijo:
—Esa es China.
Aquello fue para mí una gran sorpresa, produciéndome una especie de borrachera de vanidad y de alegría al pensar que había ido tan lejos, muchísimo más lejos que ninguna otra persona de nuestra aldea, sin exceptuar a Bartel Sperling, que tan engreído estaba con sus viajes. Huroneamos por aquel imperio durante más de media hora y vimos el conjunto del mismo. Los espectáculos que presenciamos fueron maravillosos; unos eran bellos y otros demasiado horribles de recordar. Por ejemplo… Pero más adelante podré entrar a contarlo, y también contaré por qué razón eligió Satanás a China para esta excursión, en lugar de cualquier otro lugar; si ahora lo hiciese, interrumpiría con ello mi relato. Dejamos, por último, de revolotear y nos posamos en tierra.
Nos posamos en una montaña desde la que se dominaba el inmenso panorama de una cordillera, de pasos, valles, llanuras y ríos, con ciudades y aldeas que dormitaban a la luz del sol, y allá en el extremo límite, una pincelada de mar azul. Era un cuadro sereno y ensoñador, hermoso a los ojos y descansado para el espíritu. Si todos nosotros tuviésemos la posibilidad de realizar un cambio como aquél siempre que lo deseamos, el mundo resultaría un lugar en que la vida sería mucho más fácil, porque el cambio de escenario es como un descargar el peso del alma trasladándolo al otro hombro, y con ello se destierra al mismo tiempo la vieja y abrumadora fatiga del espíritu y del cuerpo.
Permanecimos conversando, y yo tenía la idea de intentar reformar a Satanás, convenciéndole de que debía llevar una vida mejor. Le hablé de todas aquellas cosas que había hecho y le supliqué que en adelante fuera más considerado y no siguiese haciendo desdichadas a las personas. Le aseguré que yo sabía muy bien que él no se proponía hacer ningún daño; pero era preciso que se decidiese a pensar en las consecuencias posibles de una cosa antes de lanzarse a ella de aquel modo impulsivo y al azar que él tenía por costumbre; de ese modo no causaría tales disturbios. No le lastimó aquella manera mía, llana, de hablar; pareció únicamente divertido y sorprendido y me dijo:
—¿Cómo? ¿Que yo hago las cosas al azar? Pues no, jamás las hago al azar. ¿Que me detenga a meditar en las consecuencias posibles? ¿Qué necesidad tengo de ello? Yo conozco siempre por adelantado las consecuencias que se van a producir.
—Pues entonces, Satanás, ¿cómo es posible que hagas lo que haces?
—Bien; te lo voy a decir, y haz por comprenderlo si te es posible.
Perteneces a una raza curiosa. Todos los hombres sois una máquina de sufrimiento y una máquina de felicidad combinadas. Ambas actividades funcionan juntas armónicamente, con precisión fija y delicada, y sobre el principio de toma y daca. Si un departamento de esos dos produce una felicidad, el otro departamento está preparado para transformarla mediante un dolor y una aflicción, quizá mediante una docena. En muchísimos casos las vidas de los hombres están divididas casi de una manera igual entre la felicidad y la infelicidad.
Cuando no se da ese caso, predomina la infelicidad siempre, jamás la felicidad. Hay casos en los que la conformación y la manera de ser de un hombre son tales que basta su máquina de dolor para realizar casi toda la tarea necesaria. Esa clase de hombres cruzan por la vida ignorantes casi de lo que es la felicidad. Cuanto tocan, cuanto hacen, les acarrea una desgracia. ¿No has conocido tú gentes de esa clase? ¿Verdad que para esa clase de personas la vida no es una ventaja?
No lo es, en efecto; es tan sólo un desastre. Hay ocasiones en las que la maquinaria del hombre le hace pagar con años de aflicción una hora de felicidad. ¿No lo sabes? Pues ocurre con alguna frecuencia.
Luego te citaré uno o dos casos. Pues bien: la gente de tu aldea no equivalen a nada para mí; lo sabes, ¿verdad?
Yo no quise hablar con entera franqueza y le contesté que lo venía sospechando.
—Pues bien: es cierto que nada significan para mí. Y no es posible que puedan significar nada. La diferencia que nos separa a mí y a ellos es abismal, inconmensurable. Ellos carecen de intelecto.
—¿Que carecen de intelecto?
—No tienen nada que se le parezca. Más adelante examinaré eso que el hombre llama su inteligencia y te daré detalles de ese caos; entonces verás y comprenderás. Los hombres nada tienen de común conmigo; no hay punto de contacto entre nosotros; ellos tienen pequeños sentimientos estúpidos y pequeñas vanidades, impertinencias y ambiciones; su estúpida y minúscula vida no es más que una carcajada, un suspiro y un extinguirse; carecen de sentido.
El único que tienen es el sentido moral. Voy a mostrarte lo que quiero decir. Aquí tenemos una araña roja, que no abulta ni lo que la cabeza de un alfiler. ¿Te cabe en la cabeza que un elefante se, interese en esta arañita, que se preocupe de si es o no es feliz, de si es rica o pobre, de si su novia corresponde o no a su amor, de si su madre está enferma o sana, de si la consideran a ella en sociedad o no la consideran, de si sus enemigos la han de aplastar o sus amigos la han de abandonar, de si sus esperanzas se han de marchitar o sus ambiciones políticas fracasarán, de si morirá en el seno de su familia o morirá abandonada y despreciada en tierra extranjera? Estas cosas no pueden ser nunca importantes para el elefante; nada significan para él; el elefante es incapaz de achicar sus simpatías hasta reducirlas al tamaño microscópico de la araña roja. Para mí el hombre es lo que la arañita roja para el elefante. El elefante nada tiene que decir en contra de la araña: le es imposible descender a un nivel tan remoto; yo nada tengo que decir contra el hombre. El elefante es indiferente; yo soy indiferente. El elefante no se molestaría por jugar una mala pasada a la arañita; quizá se le ocurriese hacerle un servicio, si podía hacérselo de paso y no le costase nada. Yo he hecho favores a los hombres, pero no les he jugado malas pasadas. El elefante vive un siglo; la arañita roja, un día; uno de esos seres está separado del otro, en cuestión de fuerza, intelecto y dignidad, por una distancia simplemente astronómica. Pues bien: en éstas, como en todas las cualidades, el hombre se encuentra situado inconmensurablemente mucho más abajo de mí que lo que la araña roja lo está por debajo del elefante. La inteligencia del hombre junta muchas trivialidades, en retazos, de una manera torpe, cansada y laboriosa, y obtiene así un resultado, a su manera. ¡La inteligencia mía crea! ¿Te das cuenta de la fuerza de lo que digo? Crea lo que ella desea, y lo crea en un instante. Crea sin materia. Crea fluidos, sólidos, colores (todo absolutamente), sacándolo de ese aéreo nada que se llama pensamiento. Un hombre se representa un hilo de seda, se representa en la imaginación una máquina para fabricarlo, se representa un cuadro, y luego a fuerza de semanas de trabajo lo borda con el hilo sobre un lienzo. Yo me imagino todo eso, y en el acto lo tienes delante, hecho realidad. Yo pienso un poema, una música, el conjunto de una partida de ajedrez, cualquier cosa, y allí la tienes hecha realidad. Esto es la inteligencia inmortal, a cuyo alcance nada se escapa. Nada puede obstruir mi visión; para mí, las rocas son transparentes y la oscuridad es luz del día. Yo no necesito abrir un libro; de una sola ojeada, a través de las tapas, traslado todo su contenido a mi inteligencia, y ni aun pasados mil años podría olvidar una sola palabra de aquéllas ni el lugar que ocupaba en el volumen.
Nada circula dentro del cráneo de un hombre, pájaro, pez, insecto o cualquier otro animal que pueda quedar oculto para mí. Yo taladro de una sola ojeada el cerebro del hombre docto, y los tesoros que él tardó sesenta años en acumular son instantáneamente míos; él puede olvidar, y olvida, en efecto; pero yo retengo. Ahora mismo estoy viendo en tus pensamientos que me comprendes bastante bien.
Sigamos adelante. Pudieran las circunstancias caer de manera que el elefante tomase simpatía a la arañita (suponiendo que pudiera verla), pero nunca podría amarla. Su amor es para los de su misma especie, para sus iguales. El amor de un ángel es sublime, adorable, divino, superior a la imaginación del hombre: está infinitamente fuera de su alcance. Se halla limitado a su propio y augusto orden. Si ese amor se posase por un solo instante en uno de vuestra raza, reduciría a ese objeto de su amor a cenizas. No; nosotros no podemos amar a los hombres, pero sí podemos ser inofensivamente indiferentes con ellos, y en ocasiones podemos tomarles simpatía. Yo la tengo para ti y para los muchachos, la tengo para el padre Pedro, y hago todas estas cosas con los aldeanos en consideración a vosotros.
Él advirtió que yo estaba pensando un sarcasmo, y me explicó su posición:
—Aunque, mirado superficialmente, no se vea, yo he trabajado en favor de los aldeanos. Vuestra raza no distingue nunca la buena de la mala fortuna. Equivoca siempre la una con la otra. Y eso ocurre porque no penetra en el porvenir. Esto que yo he estado haciendo por los aldeanos producirá buenos frutos algún día; en ciertos casos, para que los gocen ellos mismos; en otros, para generaciones de hombres que no han nacido todavía. Nadie sabrá jamás que yo he sido la causa; pero eso, no obstante, no será por ello menos cierto. Hay entre vosotros, los muchachos, un juego: colocáis una hilera de ladrillos en pie, a unas pulgadas de distancia los unos de los otros; luego empujáis un ladrillo; éste golpea al siguiente, el siguiente golpea al otro, y así hasta que toda la hilera se ha venido al suelo.
Eso es la vida humana. El primer acto de un niño recién nacido golpea en el ladrillo inicial, y los restantes siguen cayendo de modo inexorable. Quiero decir que nada podrá cambiarlo, porque cada acción engendra infaliblemente otra acción; ésta, a su vez, engendra a otra, y así sucesivamente hasta el final, y quien contempla el espectáculo es capaz de mirar por la línea adelante y de ver el momento en que cada acto va a nacer, desde la cuna hasta el sepulcro.
—¿Es Dios quien ordena esa carrera?
—¿Ordenar previamente la sucesión de actos? No. Quienes los ordenan son las circunstancias y el medio en que un hombre se encuentra. Su primer acto determina el segundo y todos los que vienen después. Pero supongamos, para poder argumentar, que el hombre fuera capaz de escamotear uno de estos actos, un acto aparentemente fútil, por ejemplo; supongamos que estaba dispuesto que en cierto día, y a una hora, minuto, segundo y fracción de segundo determinados debería ir al pozo y no fuese. En el acto mismo la carrera de ese hombre cambiaría por completo de allí en adelante; desde allí hasta la tumba se diferenciaría totalmente de la carrera que su primer acto de niño había dispuesto para él. Pudiera incluso ocurrir que si él hubiese ido al pozo, terminase la carrera de su vida en un trono, y que omitiendo ese acto, su carrera, desde allí en adelante, condujese a la mendicidad y a una tumba de caridad.
Por ejemplo, si un momento dado (pongamos en su niñez), Colón hubiese escamoteado el más insignificante eslaboncito de cadena de actos proyectados y hechos inevitables por su primer acto de recién nacido, habría con ello cambiado toda su vida subsiguiente y habría llegado a ser un sacerdote muerto oscuramente en una aldea de Italia, y quizá América no habría sido descubierta hasta dos siglos después. Yo lo sé. El escamotear uno de los billones de actos de la cadena de Colón habría cambiado por completo su vida. Yo he examinado el billón de posibles vidas de Colón y sólo en una de ellas se presenta el descubrimiento de América. Vosotros los hombres no sospecháis que todos vuestros actos son de un mismo calibre e importancia, y, sin embargo, es así; el tirar un manotón a una mosca es un acto tan preñado de destino para una persona como cualquiera de los demás actos previstos.
—¿Tan importante, por ejemplo, como el conquistar un continente?
—Sí. Pues bien: nadie entre los hombres escamotea un eslabón; eso es una cosa que no ha ocurrido jamás. Incluso cuando él está intentando tomar una decisión sobre si hará o no hará una cosa, ese pensar suyo es en sí mismo un eslabón, un acto que tiene su lugar propio dentro de la cadena, y cuando él se decide, finalmente por una cosa, esa cosa es la que había de hacer con absoluta seguridad. Ya ves, pues, que un hombre no escamotea jamás un eslabón de su cadena. No puede hacerlo. Si se decidiese a intentarlo, ese proyecto constituiría en sí mismo un eslabón inevitable, un pensamiento que tenía que ocurrírsele en ese instante preciso, un pensamiento hecho inevitable por el acto primero de su niñez. ¡Qué triste parecía todo aquello! Yo dije muy pesaroso:
—Entonces es un preso para toda su vida y no puede liberarse.
—No; por sí mismo no puede liberarse de las consecuencias del primer acto de su niñez. Pero yo sí puedo liberarlo.
Le miré ansiosamente.
—Yo he variado las carreras de cierto número de vuestros aldeanos.
Intenté darle las gracias, pero lo encontré difícil, y lo dejé pasar.
—Todavía introduciré algunos otros cambios. ¿Conoces tú a la pequeña Lisa Brandt?
—Sí; todo el mundo la conoce. Dice mi madre que es una muchacha tan dulce y tan atrayente, que no se parece a ninguna otra. Asegura que será el orgullo de la aldea cuando sea mayor; aunque, tal como es ahora, es ya su ídolo.
—Yo cambiaré su porvenir.
—¿Lo harás mejor? —pregunté.
—Sí. Y también cambiaré el porvenir de Nicolás.
Esta vez me alegré y dije:
—En este último caso no necesito preguntarte nada; estoy seguro de que obrarás con él de una manera generosa.
—Ese es mi propósito.
En el acto me puse a construir en mi imaginación el gran porvenir de Nicolasito, y ya había hecho de mi amigo un general afamado y un hofmeister en la corte, cuando vi que Satanás estaba esperando a que yo me dispusiese otra vez a escucharle. Me sentí avergonzado de haber descubierto ante él mis pobres fantasías, y me disponía a escuchar algunas burlas, pero no ocurrió así. Satanás siguió con su tema:
—Nicolasito tiene señalados sesenta y dos años de vida.
—¡Magnífico!, —exclamé yo.
—Lisa, treinta y seis. Pero, como te he dicho, yo voy a cambiar sus vidas y los años que tienen asignados. De aquí a dos minutos y cuarto Nicolás se despertará de su sueño y se encontrará con que la lluvia está entrando por la ventana. El destino suyo era que se daría media vuelta y seguiría durmiendo. Pero yo he determinado que se levante y cierre antes la ventana. Esa insignificancia cambiará por completo su carrera. Se levantará por la mañana dos minutos más tarde de lo que estaba señalado en la carrera de su vida se levantaría. Y de allí en adelante ya no le ocurrirá nada de acuerdo con los detalles de la vieja cadena —sacó su reloj y permaneció contemplándolo unos momentos; luego dijo—: Nicolás se ha levantado a cerrar la ventana. Su vida ha cambiado, y ha empezado su nueva carrera. Habrá consecuencias.
Aquello me puso la carne de gallina; porque parecía muy extraño.
—De no haber sido por este cambio, habrían ocurrido determinados hechos de aquí a doce días. Por ejemplo, Nicolás habría salvado a Lisa de ahogarse. Habría llegado al lugar del suceso en el momento justo, a las diez y cuatro minutos, momento señalado de largo tiempo atrás, y el agua sería poco profunda, de modo que el salvamento resultaría fácil y seguro. Pero ahora llegará algunos segundos demasiado tarde, y Lisa en sus forcejeos habrá llegado a aguas más profundas. Nicolás hará cuanto pueda, pero ambos se ahogarán.
—¡Oh Satanás, querido Satanás! —grité, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas—. ¡Sálvalos! No permitas que ocurra eso. Se me hace intolerable el perder a Nicolás, que es mi más querido compañero de juegos y amigo. ¡Piensa, además, en la pobre madre de Lisa!
Me agarré a él, le insté y supliqué, pero siguió inconmovible. Me hizo sentar otra vez, y me dijo que tenía que oír su explicación.
—He cambiado la vida de Nicolás, y eso ha hecho cambiar también la vida de Lisa. Si no hubiese hecho eso, Nicolás habría salvado a Lisa, y luego se habría resfriado por el remojón; se habría producido entonces una de esas fantásticas y desconsoladoras fiebres escarlatinas que atacan a vuestra raza y los efectos posteriores habrían sido dolorosos; Nicolás habría permanecido en cama durante cuarenta y seis años, paralítico como un tronco, ciego, sordo, mudo, pidiendo noche y día que viniera la muerte a liberarlo. ¿Quieres que vuelva a hacer que su vida sea la de antes?
—¡Oh, no! ¡No, por nada del mundo! Déjala, por caridad y compasión, de ese modo.
—Sí, es mejor. Puesto a cambiar un eslabón de su vida, con ningún otro cambio podía hacerle un favor tan grande. Tenía un billón de posibles cursos de su vida, pero ninguno de ellos era digno de vivirse; todos ellos estaban cargados de miserias y desastres. De no haber sido por mi intervención, él habría llevado a efecto su hazaña valerosa de aquí a doce días (una hazaña que se realizaría en seis minutos) y obtendría como recompensa los cuarenta y seis años de dolor y sufrimiento de que he hablado. Se trata de uno de los casos a que me refería antes, cuando dije que hay ocasiones en las que un acto que produce a quien lo ejecuta una hora de felicidad y de propia satisfacción se paga con años de sufrimiento, se paga o se castiga.
Yo me pregunté de qué porvenir quedaría salvada la pobre Lisa su temprana muerte. Él contestó mi pensamiento:
—La librará de diez años de dolor y de lento restablecimiento a consecuencia de un accidente, y luego diecinueve años de enfangamiento, vergüenza, depravación y crimen, y de acabar en manos del verdugo. De aquí a doce días morirá; si estuviese en manos de su madre, ésta le salvaría la vida. ¿No soy yo más cariñoso con ella que su madre?
—Sí, desde luego, y más sabio.
—Pronto se verá el caso del padre Pedro. Será absuelto, porque hay pruebas incontrovertibles de su inocencia. —¿Cómo puede ser eso, Satanás? ¿Lo dices como lo sientes?
—Lo sé. Recobrará su buen nombre y vivirá feliz el resto de su vida.
—No me cuesta nada creerlo. Bastará el que recobre su buen nombre para que lo sea.
—No vendrá de ahí su felicidad. Hoy cambiaré su vida para bien suyo. No sabrá jamás que su nombre ha sido reivindicado.
En mi cerebro, y de una manera modesta, pedí detalles, pero Satanás no hizo caso alguno de mi pensamiento. Acto continuo saltó mi pensamiento al astrólogo, y me pregunté dónde andaría en ese momento.
—En la Luna —contestó Satanás, en tono tembloroso, que yo tomé por glogloteo de risa—. Y además lo mandé al lado frío de la misma. Ignora dónde se encuentra, y está pasando un rato poco agradable. Sin embargo, no le viene mal, porque es lugar favorable para sus estudios estelares.
Luego lo necesitaré aquí, y lo traeré, posesionándome otra vez de él. Es un hombre que tiene por delante una vida larga, cruel y odiosa; pero yo la cambiaré, porque ninguna animadversión siento en contra suya, y quiero mostrarme cariñoso con él. Creo que lo haré quemar. ¡Así eran de extrañas sus ideas acerca del cariño! Pero los ángeles están hechos de ese modo, y no conocen otro mejor. Ellos no proceden como nosotros; además, los seres humanos ninguna importancia tienen para éstos; los toman como simples rarezas. A mí me extrañó que hubiese ido a llevar al astrólogo tan lejos; hubiera podido del mismo modo dejarlo caer dentro de Alemania, donde lo tendría a mano.
—¿Tan lejos? —dijo Satanás—. Para mí no hay lugar alejado; para mí no existe la distancia. El sol se encuentra a menos de cien millones de millas de aquí, y la luz que nos alumbra sólo ha tardado ocho minutos en llegar; pero yo puedo hacer ese vuelo o cualquier otro en una fracción de tiempo tan pequeñísima, que no puede ser medida con el reloj. Sólo tengo que pensar en el viaje, y con ello ya está realizado.
Extendí mi mano y dije:
—La luz cae sobre mi mano; Satanás, piensa en poner en ella un vaso de vino.
Así lo hizo; yo bebí el vino.
—Rompe el vaso —me dijo él.
Lo rompí.
—Ya ves que es real. Los aldeanos se imaginaron que las bolas de metal eran materia de magia y que se disolverían como el humo. Les dio miedo tocarlas. ¡Qué raza más curiosa es la vuestra! Pero ven conmigo; tengo algo que hacer. Te dejaré acostado en tu cama —dicho y hecho; luego se marchó; pero su voz me llegó a través dé la lluvia y de la oscuridad, diciendo—: Sí, cuéntaselo a Seppi, pero a nadie más.
Era contestación a lo que yo estaba pensando.