Un instante después nos encontrábamos en una aldea de Francia. Cruzamos por una gran fábrica de no sé qué, en la que había hombres, mujeres y niños que trabajaban en medio del calor, de la suciedad y de una nube de polvo, y estaban, además, vestidos de harapos y cargados de espaldas sobre su trabajo, porque estaban agotados y hambrientos, débiles y entontecidos. Satanás dijo:
—Aquí tienes un ejemplo del sentido moral. Los propietarios son ricos y muy religiosos; pero el jornal que pagan a estos pobres hermanos y hermanas suyos alcanza únicamente para impedir que se caigan muertos de hambre. Las horas diarias de trabajo son catorce, invierno y verano, desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche. Los niños pequeños, lo mismo que los demás. Y tienen además que ir y venir desde las pocilgas en que viven (cuatro millas de ida y cuatro de vuelta), un año sí y otro también, por entre el barro y el fango, la nieve, la cellisca, la tormenta, diariamente.
Disponen de cuatro horas para dormir. Viven juntos, como una jauría de perros, tres familias en cada habitación, en medio de una suciedad y un hedor inimaginables; llega una epidemia y mueren como moscas. ¿Han cometido algún crimen estos seres sarnosos? No. ¿Qué han hecho para verse castigados de ese modo? Nada en absoluto, salvo el haber nacido como individuos de vuestra estúpida raza. Has visto cómo tratan allí, en la cárcel, a un delincuente, y aquí ves como tratan a los inocentes y a los honrados. ¿Hay lógica en esa raza tuya? ¿Salen mejor librados estos inocentes malolientes que aquel hereje?
Desde luego que no; el castigo del hereje es una futesa comparado con el de los inocentes. Después que nosotros nos marchamos de la cárcel, lo descoyuntaron en el potro y lo trituraron hasta dejarlo reducido a pedazos y a pulpa; ha muerto ya, liberándose así de vuestra inapreciable raza; pero estos pobres esclavos de aquí llevan años muriéndose, y a algunos de ellos les quedan todavía años durante los cuales no podrán huir de sus vidas. El sentido moral es el que enseña a los propietarios de la fábrica cuál es la diferencia entre el bien y el mal, y a la vista tienes el resultado. Se creen mejores que los perros. ¡Qué raza más falta de lógica y de razón la vuestra! ¡Qué raza más ruin, sí, qué indeciblemente ruin!
Y a continuación, renunciando a hablar en serio, se excedió a sí mismo haciendo mofa de nosotros, burlándose del orgullo que sentimos por nuestras hazañas guerreras, nuestros grandes héroes, nuestros hombres de fama imperecedera, nuestros reyes poderosos, nuestras aristocracias añejas, nuestra Historia venerable. Y se reía a carcajadas y carcajadas, hasta el punto de que yo me sentía enfermo de oírle; finalmente, se moderó un poco y dijo:
—Después de todo, la cosa no es completamente ridícula, está revestida de una especie de patetismo cuando uno recuerda qué escasos son los días de vuestras vidas, qué infantiles vuestras pompas, y que, en suma, no sois otra cosa que sombras.
De pronto, desaparecieron de mi vista todas las cosas, y yo me di cuenta de lo que aquello significaba. Un instante después nos paseábamos por nuestra aldea; a lo lejos, en dirección al río, vi centellear las luces del Ciervo de Oro. De pronto oí un grito gozoso en la oscuridad:
—¡Ya ha venido otra vez!
Era Seppi Wohlmeyer. Había sentido que la sangre corría a saltos por sus venas y que su ánimo se exaltaba de un modo que sólo podía significar una cosa; comprendió que Satanás estaba cerca, a pesar de que la oscuridad le impedía verlo. Vino hacia nosotros y paseamos juntos, mientras Seppi dejaba escapar sus votos, lo mismo que una fuente de agua. Era como si el muchacho hubiese sido un enamorado que acabase de encontrar a la amada de su corazón, que se había extraviado. Seppi era un muchacho serio y entusiasta, dotado de animación y de expresividad, que contrastaba con la manera de ser de Nicolás y con la mía. En ese momento se hallaba embebido hasta rebosar del último suceso misterioso, a saber: La desaparición de Hans Oppert, el vagabundo de la aldea.
—La gente —nos dijo Seppi— empezaba a sentir curiosidad por esa desaparición.
No dijo que la gente sentía ansiedad —la palabra exacta fue curiosidad, y aun ésa resultaba bastante fuerte—. Nadie había visto a Hans durante dos días.
—La verdad es que no lo han visto desde que realizó aquel acto brutal —dijo Seppi.
—¿Qué acto brutal? —la pregunta había partido de Satanás.
—Pues veréis: Hans da constantemente de garrotazos a su perro, un perro bondadoso, su único amigo, un animal lleno de lealtad, que lo quiere a él y que jamás hace daño a nadie; hace dos días volvió a pegarle, por nada, por puro gusto, y el perro aullaba y gemía.
Teodoro y yo le suplicamos también; pero Hans nos amenazó y volvió a apalear al perro con todas sus fuerzas hasta que le saltó un ojo.
Entonces nos dijo: «Ahí tenéis; espero que ahora estaréis satisfechos; eso es lo que habéis conseguido para el perro con vuestro condenado entremetimiento». Y se echó a reír el bruto cruel.
La voz de Seppi temblaba de compasión y de ira. Yo barrunté lo que Satanás iba a decir, y lo que dijo, en efecto:
—Otra vez nos sale al paso la equivocada palabra, esa calumnia miserable. No son los brutos los que actúan de ese modo, son únicamente los hombres.
—Bueno; la verdad es que fue una acción inhumana.
—No, Seppi, no lo fue; fue una acción humana, característicamente propia de hombres. No resulta agradable oír cómo calumnias a los animales superiores atribuyéndoles disposiciones de las que se encuentran libres, y que únicamente pueden encontrarse en el corazón de los hombres. Ninguno de los animales superiores se encuentra inficionado con la enfermedad llamada el sentido moral. Seppi, purifica tu lengua; renuncia a emplear esas frases embusteras.
Satanás hablaba con mucha severidad, impropia de él, y a mí me pesó el no haber advertido a Seppi que tuviese más cuidado con las palabras que empleaba. Me daba cuenta de cuáles eran en ese momento los sentimientos del muchacho. Seppi no hubiera querido ofender a Satanás; habría preferido mejor ofender a toda su propia raza. Hubo un momento de silencio desasosegado, pero pronto nos llegó el alivio; aquel pobre perro se nos acercó con el ojo colgando y fue derecho a Satanás; empezó a gemir y a murmurar de un modo entrecortado, y Satanás empezó a contestarle de idéntica manera, siendo evidente que ambos conversaban en el lenguaje de los perros.
Nos sentamos todos en el césped, a la luz de la luna, porque las nubes se estaban desgarrando, y Satanás colocó sobre sus rodillas la cabeza del perro, volviendo a colocarle el ojo en su lugar; el perro se sintió bien, movió la cola, lamió la mano de Satanás, adoptó una expresión de gratitud y le dio salida en su lenguaje; aunque yo no entendía las palabras, comprendía lo que el perro estaba diciendo.
Acto continuo, hablaron los dos un poco, y Satanás dijo:
—Dice que su amo estaba borracho.
—Sí, lo estaba —dijimos nosotros.
—Y que una hora después se despeñó por el precipicio que hay más allá de la dehesa del Peñascal.
—Conocemos ese lugar; dista de aquí tres millas.
—El perro ha estado muchas veces en la aldea, suplicando a la gente que fuese hasta allí; pero se limitaron a ahuyentarlo, sin querer atender a lo que decía.
Nosotros nos acordamos de que eso era, en efecto, verdad; pero no habíamos comprendido lo que el perro quería.
—Lo único que el perro quería era llevar ayuda al hombre que le había maltratado; únicamente pensó en eso, y ni ha comido mientras tanto ni ha buscado alimento. Ha montado la guardia junto a su amo durante dos noches. ¿Qué pensáis ahora de vuestra raza? ¿Es que está reservado el cielo para ella, mientras que al perro le está prohibida la entrada, según os enseñan vuestros maestros? ¿Es capaz vuestra raza de añadir nada al catálogo de normas morales y de generosidades de este perro? —Satanás habló al perro, y éste saltó lleno de felicidad y de ansiedad, en apariencia esperando órdenes, impaciente por ejecutarlas—. Id en busca de algunos hombres; acompañad al perro, él os enseñará dónde se encuentra aquel miserable; llevad con vosotros a un sacerdote para disponer todo lo relativo al seguro, porque la muerte está cerca.
Al pronunciar la última palabra, se desvaneció, con gran dolor y desilusión nuestra. Buscamos a algunos hombres y al padre Adolfo y presenciamos la muerte de aquel hombre. A nadie le importó nada que muriese, salvo al perro; éste dio señales de dolor y de sentimiento, lamió la cara del difunto y no hubo modo de consolarlo.
Enterramos el cadáver en el mismo lugar, sin féretro, porque no tenía dinero ni más amigos que el perro. Si hubiésemos llegado una hora antes, el sacerdote habría dispuesto de tiempo para enviar al pobre hombre al cielo, pero ahora había ido a los fuegos tremendos del infierno, para quemarse allí por toda la eternidad. Daba verdadera pena pensar que en un mundo donde son tantas las personas que no saben cómo matar su tiempo, no se dispusiese de una horita en favor de aquel pobre individuo que tanto la necesitaba, y para el que esa hora equivalía a la diferencia que existe entre la felicidad eterna y el dolor eterno. Eso daba una idea abrumadora del valor de una hora; me pareció que ya no podría yo perder una sola en mi vida sin sentir remordimiento y terror.
Seppi se hallaba muy deprimido y pesaroso; dijo que era mucho mejor ser perro y no correr unos riesgos tan espantosos. Nos llevamos al perro a casa y lo guardamos como nuestro. Mientras caminábamos, tuvo Seppi un pensamiento admirable, que nos alegró y nos hizo sentirnos mucho más satisfechos. Dijo que el perro había perdonado al hombre que tanto daño le había hecho y que quizá Dios aceptaría como buena esa absolución.
Vino tras esto una semana muy aburrida, porque Satanás no se nos presentó. No ocurría nada de importancia y nosotros los muchachos no podíamos arriesgarnos a ir de visita a casa de Margarita, porque eran noches de luna y si lo intentábamos podrían descubrirlo nuestros padres. Pero tropezamos un par de veces con Úrsula, que se paseaba por los prados del otro lado del río para que su gata se airease; por ella supimos que todo marchaba admirablemente. Vestía ropas elegantes y nuevas y todo su aspecto era de prosperidad. Las cuatro monedas de plata diarias le llegaban sin interrupción, pero no necesitaba gastarlas en comprar alimentos, vino y otras cosas por el estilo, porque la gata se cuidaba de todo eso.
Margarita llevaba su abandono y aislamiento bastante bien, tomado todo en consideración, y estaba animosa gracias a la ayuda de Guillermo Meidling. La joven pasaba todas las noches una o dos horas en la cárcel con su tío, y había engordado a éste gracias a las aportaciones de la gata. Pero sentía curiosidad por saber más cosas acerca de Felipe Traum, y esperaba que yo volviese con él a la casa.
Úrsula también sentía curiosidad por Felipe, y nos hizo muchas preguntas referentes a su tío. Los muchachos se rieron muchísimo, porque yo les había contado las paparruchas con que Satanás le había atiborrado el cerebro. No logró que nuestras contestaciones la dejasen satisfecha, porque nuestras lenguas estaban atadas.
Úrsula nos proporcionó una pequeña noticia: como ahora abundaba el dinero, había tomado un criado que la ayudase en las labores de la casa y le hiciese los recados. Intentó darnos esa noticia como cosa corriente y sin importancia, pero el hecho le producía tal orgullito y engreimiento, que éstos se le transparentaron con toda claridad. Era cosa magnífica el contemplar cómo disimulaba la satisfacción que le producían tales grandezas, ¡pobrecita!; pero cuando nosotros oímos el nombre del criado, nos preguntamos si Úrsula había procedido con absoluta prudencia; aunque nosotros éramos jóvenes, y poco reflexivos muchas veces, teníamos en ciertos asuntos una percepción bastante buena. El tal criado era el muchacho Gottbrield Narr; era éste un pobre ser de cortos alcances y bondadoso, sin que pudiera decirse nada malo de él ni ponérsele ninguna tacha personal; sin embargo, existían recelos acerca de él, y con razón, porque aún no hacía seis meses que había caído sobre su familia una vergüenza y una deshonra de tipo social: porque su abuela había sido quemada por bruja. Cuando corre por la sangre de una familia esa clase de enfermedad, no siempre se cura quemando a una sola persona. No eran aquéllos momentos como para que Úrsula y Margarita anduviesen en relaciones con un miembro de semejante familia, porque durante el último año el terror a las brujas había estallado con una violencia jamás alcanzada hasta entonces, según el recuerdo de los aldeanos más viejos. Bastaba la simple mención de una bruja para que todos desvariásemos casi de espanto. Era natural, porque en los últimos años se habían visto más clases de brujas que las corrientes; antaño la bruja era simplemente una mujer vieja, pero en los últimos años las había habido de todas las edades, incluso niñas de ocho y de nueve años; las cosas se ponían de tal manera, que cualquiera podía resultar un buen día familiar del diablo, sin que tuvieran que ver con ello la edad y el sexo. Habíamos intentado en nuestra pequeña región extirpar las brujas, pero cuantas más quemábamos, más se multiplicaba esa raza.
Cierta vez, y en una escuela para niñas que sólo distaba diez millas de nuestra aldea, descubrieron las maestras que una de las niñas tenía la espalda completamente roja e inflamada y se asustaron muchísimo, creyendo que aquéllas eran las marcas del diablo. La niña también se asustó, suplicándoles que no la denunciasen y asegurando que sólo se trataba de pulgas; pero, como es natural, no era posible dejar en ese estado el asunto. Se pasó revista a todas las niñas, y se encontró que de cincuenta había once malamente marcadas, y las demás un poco menos. Se nombró una comisión, pero las once se limitaron a pedir llorando que las llevasen a donde estaban sus mamas, negándose a confesarse culpables. Entonces las encerraron, separadas unas de otras, en cuartos oscuros, dándoles únicamente a comer durante diez días y diez noches pan negro y agua; al cabo de ese tiempo aparecieron macilentas y desatinadas, con los ojos secos, y ya no volvieron a llorar, limitándose a permanecer sentadas y a mover sus bocas, sin querer tomar alimento.
Por último, una de las muchachas confesó y aseguró que ella había cabalgado con frecuencia por los aires montada en escobas hasta el aquelarre sabatino de las brujas, en un j lugar solitario en lo alto de las montañas, y que allí había bailado, bebido y celebrado orgías con varios centenares de brujas y con el Malo, habiéndose portado todas de manera escandalosa, injuriando a los sacerdotes y blasfemando de Dios.
Eso es lo que dijo la niña, no en forma narrativa, porque era incapaz de acordarse de ninguno de aquellos detalles sin que antes se los fuesen trayendo a la memoria, uno después de otro; pero eso es lo que hizo la comisión, cuyos miembros sabían muy bien las preguntas que tenían que hacer, porque desde dos siglos antes estaba redactado el cuestionario para uso de los miembros de los tribunales de brujas. Ellos preguntaban: «¿Hiciste esto y lo otro?», y la interesada contestaba siempre que sí, con expresión de aburrimiento y de fatiga y sin el menor interés en el interrogatorio.
Por eso, cuando las otras diez niñas se enteraron de que su compañera había confesado, confesaron también y contestaron sí a todas las preguntas. Acto continuo, fueron quemadas todas en el poste, cosa muy justa y puesta en razón, y de todo el país acudieron gentes a presenciar el acto.
Yo acudí también; pero cuando vi que una de ellas era una muchachita dulce y bonachona, con la que yo solía jugar, y la vi encadenada al poste de una manera lastimosa y a su madre llorando sobre ella y comiéndosela a besos agarrada a su cuello, gritando:
«¡Oh Dios mío, oh Dios mío!», me pareció tan horrendo, que me alejé de allí.
Cuando quemaron a la abuela de Gottfrield hacía un tiempo crudísimo Se la acusó de que había curado jaquecas sobando con sus dedos la cabeza y el cuello del paciente —según ella dijo—; pero la verdad era, según dijeron todos, que había curado las jaquecas con ayuda del diablo. Iban a examinarle el cuerpo, pero ella se lo prohibió y confesó sin más que aquel poder le venía del diablo. Señalaron, pues, la mañana siguiente, a una hora temprana, para quemarla en la plaza del mercado. El primero en llegar fue el funcionario que tenía que preparar el fuego, y lo preparó. Luego llegó ella, conducida por los corchetes, que la dejaron allí y marcharon a traer a otra bruja. La familia no la acompañó en aquel trance, porque si la concurrencia se excitaba, quizá los habría injuriado y hasta apedreado. Yo me acerqué y le di una manzana. La anciana estaba acurrucada junto al fuego, calentándose y esperando; tenía sus pobres labios y manos amoratados de frío. Se acercó luego un forastero. Era un caminante que pasaba por allí; habló a la vieja con cariño, y viendo que no había cerca nadie más que yo, dijo que la compadecía. Le preguntó si era cierto lo que había confesado, y ella le contestó que no. El hombre se mostró sorprendido y más pesaroso todavía, y preguntó: —¿Por qué confesó usted, pues?
—Soy anciana y muy pobre —dijo— y trabajo para ganarme la vida. No había otro recurso que confesar. Si yo no hubiese confesado quizá me hubiesen puesto en libertad. Ello habría equivalido para mí a la ruina, porque nadie habría olvidado que yo había sido sospechosa de brujería; nadie me habría dado ya trabajo, y a cualquier casa que me acercase me habrían echado los perros. Antes de poco me moriría de hambre. Es preferible el fuego; el hambre no es rápida. Vosotros dos os habéis mostrado bondadosos conmigo, y os doy las gracias.
Se acercó aún más al fuego y extendió sus manos para calentárselas; los copos de nieve caían con suavidad y lentitud sobre su vieja cabeza blanca, blanqueándosela todavía más. Ya para entonces se estaba congregando la multitud; alguien arrojó con violencia un huevo, que dio a la vieja en un ojo, se rompió y su contenido le corrió por la cara. Aquello provocó una carcajada.
Referí a Satanás todo lo relativo a las once niñas y a la vieja en cierta ocasión, pero mi relato no le produjo efecto alguno. Se limitó a decir que eran cosas de la raza humana y que ninguna importancia tenía lo que esa raza pudiera hacer. Me dijo además que él había sido testigo presencial; que la raza humana no había sido creada de la arcilla; que había sido formada del barro, por lo menos, una parte de esa raza. Comprendí que se refería al sentido moral. Satanás vio el pensamiento en mi cerebro, y eso le cosquilleó, haciéndole soltar la carcajada. Acto continuo llamó a un buey que estaba pastando, lo acarició y le habló, y luego dijo:
—Ahí tienes; éste no volvería locas de hambre y de espanto y de soledad a unas niñas, para luego quemarlas por haber confesado cosas inventadas para sugerírselas y que jamás habían ocurrido.
Tampoco destrozaría los corazones de pobres ancianas inocentes, aterrorizándolas hasta hacerlas perder toda su confianza en los individuos de su propia raza, y tampoco las insultaría en su agonía mortal. Porque este buey no está mancillado con el sentido moral, sino que es como los ángeles, desconoce el mal y nunca lo practica.
A pesar de ser tan encantador, Satanás sabía hablar de un modo cruelmente insultante cuando le parecía bien, y hablaba de ese modo siempre que se le llamaba la atención sobre la raza humana. Al oírla mencionar alzaba desdeñoso la nariz y jamás tenía para ella una palabra cariñosa.
Pues bien, y como iba diciendo: nosotros los muchachos sentimos dudas de si Úrsula había elegido bien el momento de tomar como criado a un miembro de la familia Narr. Estábamos en lo cierto.
Cuando la gente se enteró, se mostró naturalmente indignada.
Además, si Margarita y Úrsula no tenían bastante para comer ellas mismas, ¿de dónde procedía el dinero necesario para dar de comer a otra boca? Eso era lo que querían saber, y para averiguarlo dejaron de evitar el trato de Gottfrield y comenzaron a buscar su compañía y a conversar amistosamente con él. El muchacho se sintió complacido —porque no receló nada malo ni vio tampoco la trampa que se le tendía— y se expresó con toda inocencia, no mostrando mayor discreción que la de una vaca.
—¿Dinero? —dijo—. Lo tienen en abundancia. Me pagan dos moneditas de plata a la semana, además de la manutención. Os aseguro que comen de lo bueno, y que ni el príncipe mismo tiene su mesa mejor provista.
Afirmación tan asombrosa fue llevada por el astrólogo al padre Adolfo cierto domingo por la mañana, cuando regresaba a casa después de decir misa. El sacerdote se sintió profundamente afectado, y dijo:
—Será preciso investigar este asunto.
Aseguró que en el fondo de aquello existía seguramente brujería, y ordenó a los aldeanos que reanudasen sus relaciones con Margarita y con Úrsula de una manera particular y sin ostentación, pero que abriesen bien los ojos. Les dijo que se guardasen lo que viesen y que no despertasen sospechas entre la gente de la casa. Al principio los aldeanos se mostraron reacios a entrar en un lugar tan terrible; pero el sacerdote les aseguró que mientras estuviesen dentro de la casa gozarían de su protección y no les ocurriría daño alguno, especialmente si llevaban con ellos un poco de agua bendita y tenían a mano sus rosarios y sus cruces. Con esto ge sintieron tranquilos y dispuestos a ir; las personas más bajunas se sintieron incluso acuciadas por la envidia y la maldad para esas visitas.
De modo, pues, que la pobre Margarita volvió a gozar de compañía, sintiéndose satisfecha como una gata. Era una mujer como casi todas las demás, es decir, que tenía las condiciones humanas, sintiéndose feliz en los momentos de prosperidad y algo inclinada a hacer un poco gala de los mismos; se sintió humanamente satisfecha de que la gente la tratase con cariño y de que sus amigas y la aldea toda volviese a dedicarle sus sonrisas, porque quizá el verse abandonada de sus convecinos y dejada en desdeñosa soledad es la cosa más dura de soportar.
Se vinieron al suelo las barreras, y todos podíamos ir a casa de Margarita, como en efecto fuimos, los padres y todos, un día tras otro. La gata comenzó a dar de si cuanto podía. Ella proveía con lo mejor de lo mejor para aquellas visitas, y proveía en abundancia, incluso muchos platos y clases de vino de los que aquella gente no había probado hasta entonces y que ni siquiera conocía de nombre, como no fuese de segunda mano y de la boca de los criados del príncipe. También la vajilla era superior a la corriente.
Había ocasiones en que Margarita llegaba a turbarse y acosaba con preguntas a Úrsula hasta hacerse pesada; pero Úrsula defendía su terreno, se aferraba a que era cosa de la Providencia, y para nada mencionaba a la gata. Margarita sabía que nada es imposible para la Providencia, pero no podía evitar que la asaltasen ciertas dudas de que este esfuerzo venía de allí, aunque sentía miedo de decirlo, por temor a que naciese de allí un desastre. Se le ocurrió que quizá fuese cosa de brujería, pero apartó de sí ese pensamiento, porque todo aquello ocurría antes que Gottfrield entrase a servir en la casa y porque le constaba que Úrsula era mujer piadosa y que odiaba profundamente a las brujas. Para cuando llegó Gottfrield a la casa ya había quedado establecido que la cosa era obra de la Providencia; no había posibilidad de echar de su posición a la Providencia, y era ésta la que se ganaba todo el agradecimiento. La gata no murmuraba e iba y venía muy tranquila, mejorando el estilo y la prodigalidad de sus dones a medida que ganaba en experiencia.
En toda comunidad, grande o pequeña, existe siempre una proporción bastante importante de personas que no son por naturaleza ni ruines ni desagradecidas, y que jamás hacen nada desagradable salvo cuando se sienten atosigadas por el miedo o cuando su propio interés se ve en gran peligro, o por alguna otra razón parecida. La aldea de Eseldorf tenía su proporción de esta clase de personas, cuya influencia bondadosa y benévola se dejaba sentir de ordinario; pero aquéllos no eran tiempos ordinarios —debido al terror de las brujas—; de modo, pues, que parecía que no habían quedado corazones bondadosos y compasivos de quienes poder hacer mención.
Todo el mundo se hallaba aterrado ante el inexplicable estado de cosas de la casa de Margarita, no dudaba que en el fondo el asunto era cuestión de brujería, y el pánico los tenía enloquecidos. Como es natural, había quienes sentían compasión de Margarita y de Úrsula pensando en el peligro que las amenazaba; pero también, como es natural, no lo decían, porque el hablar no era prudente. Por ello los demás campaban por sus respetos y nadie previno a la ignorante joven y a la estúpida mujer ni les aconsejó que variasen de conducta.
Nosotros los muchachos habríamos querido prevenirlas, pero el miedo hacía que nos echásemos atrás cuando llegaba el instante. Nos parecía que no éramos lo bastante varoniles ni valerosos para realizar una acción generosa si ésta podía meternos en apuros. Ninguno de nosotros confesó esta pobreza de ánimo a los demás; hicimos lo que los demás habrían hecho: dejar el tema y hablar de cualquier otra cosa.
Yo sabía que todos nosotros experimentábamos la sensación de cometer una ruindad comiendo y bebiendo los manjares y bebidas delicados de Margarita con aquella concurrencia de espías, mimándola y felicitándola junto con los demás y viendo avergonzados lo estúpidamente feliz que ella era, sin decirle una sola palabra para ponerla en guardia. Porque en verdad que Margarita era feliz, sentíase tan orgullosa como una princesa y estaba satisfechísima de contar nuevamente con amigos y amigas. Y durante todo ese tiempo los que la visitaban eran todo ojos para espiar y para luego contar al padre Adolfo lo que habían visto.
Pero el padre Adolfo no sacaba nada en limpio. Con seguridad que en aquella casa había algún encantador, pero ¿quién era? A Margarita no la habían sorprendido en ninguna prestidigitación, ni a Úrsula, ni siquiera a Gottfrield; y, sin embargo, allí jamás escaseaban los vinos_ y los manjares delicados y cualquier cosa que se le ocurriese pedir a uno de los invitados, érale servida. Cosa corriente en brujas y encantadores era el producir esos efectos. Esa parte del asunto no resultaba nueva; pero el realizarlo sin fórmulas de encantamientos y hasta sin retumbos, terremotos, rayos o apariciones, era lo nuevo, desconocido y completamente anormal. En los libros no se leía cosa parecida. Las cosas que eran producto de encantamientos carecían siempre de realidad. En una atmósfera libre de hechizos, el oro se convertía en polvo, los alimentos se esfumaban y desvanecían. Los espías trajeron muestras. El padre Adolfo oró sobre ellas y las llenó de exorcismos, pero sin provecho alguno; siguieron siendo cosas tangibles y reales, sometidas únicamente al deterioro natural, y tardaban lo que era corriente en echarse a perder.
No solamente se encontraba el padre Adolfo desconcertado, sino también irritado; porque estas pruebas casi lo convencieron —allá en su interior— de que no se trataba de artes de brujería. Pero no lo convencieron tampoco del todo, porque bien pudiera tratarse de hechicerías de una clase nueva. Había una manera de ponerlo en claro: si aquella pródiga abundancia de provisiones no entraba en la casa procedente del exterior, sino que se producía dentro de la misma, no cabía duda de que era cosa de brujería.