Capítulo V

Al cuarto día llegó el astrólogo procedente de su vieja torre ruinosa del fondo del valle, donde, según yo creo, supo la noticia.

Conversó en secreto con nosotros, y le dijimos lo que pudimos decirle, porque nos inspiraba gran terror. El hombre se quedó un rato meditando y meditando para sus adentros; luego preguntó:

—¿Cuántos ducados visteis vosotros?

—Mil ciento siete, señor.

Entonces él, como si estuviera hablando consigo mismo, dijo:

—¡Qué cosa más curiosa! Sí, es una cosa por demás curiosa. Una coincidencia rara.

Acto seguido comenzó a hacernos preguntas sobre todo lo que ya habíamos hablado, y nosotros le contestamos. De pronto dijo:

—Mil ciento seis ducados. Es una fuerte suma.

—Siete-dijo Seppi, rectificándole. —¿Siete, decís? Desde luego que un ducado más o menos no tiene importancia; pero antes dijisteis mil ciento seis.

Nosotros no podíamos contestar sin peligro que se equivocaba, pero estábamos seguros de ello. Nicolás dijo:

—Perdónenos usted el error, pero quisimos decir siete.

—No tiene importancia mocito; lo dije nada más que para que supieseis que yo me había fijado en esa diferencia. Han pasado varios días y no es de esperar que os acordéis con exactitud. Esas inexactitudes pueden darse fácilmente cuando no existe ningún detalle especial que ayude a grabar en la memoria la cuenta del dinero.

—Pero lo hubo, señor —dijo Seppi ansiosamente.

—¿Cuál fue, hijo mío? —preguntó el astrólogo, simulando no darle importancia.

—En primer lugar, todos nosotros contamos los montones de dinero, uno después de otro, y todos coincidimos en la misma cantidad: mil ciento seis. Pero yo, por broma, había dejado caer un ducado al empezar el recuento, y cuando terminó, lo volví a colocar con los demás, y dije: «Creo que nos hemos equivocado. Son mil ciento siete; volvamos a contarlos». Así lo hicimos, y, desde luego, yo estaba en lo cierto. Los demás se quedaron asombrados; entonces les dije lo que yo había hecho.

El astrólogo nos preguntó si era cierto, y le dijimos que sí.

—Eso deja decidida la cuestión —dijo—. Ya conozco ahora al ladrón. Mocitos, aquel dinero había sido robado.

Acto continuo se marchó de allí, dejándonos muy turbados, y preguntándonos qué significaría aquello. Lo supimos alrededor de una hora después; para entonces había corrido ya por toda la aldea la noticia de que el padre Pedro había sido encarcelado por robar al astrólogo una gran suma de dinero. Todas las lenguas andaban sueltas y activas. Aseguraban muchos que un acto semejante no correspondía al carácter del padre Pedro y que, con seguridad, se trataba de un error; pero los demás movían a un lado y otro las cabezas diciendo que la miseria y la necesidad eran capaces de arrastrar a un hombre a casi cualquier cosa. Sobre un detalle no existían diferencias; convenían todos en que el relato que había hecho el padre Pedro de la manera como el dinero había llegado a sus manos era completamente increíble; aquello resultaba imposible de toda imposibilidad. Encontrar dinero de aquella manera era cosa que podía ocurrirle al astrólogo, ¡pero jamás al padre Pedro!

Nuestro crédito empezó ahora a padecer. Éramos los únicos testigos del padre Pedro. ¿Cuánto nos habría pagado, probablemente, para que respaldásemos su fantástica invención? La gente nos interpelaba de ese modo con toda libertad y despreocupación, y cuando nosotros les decíamos que nos creyesen que sólo habíamos contado la verdad, nos dirigían toda clase de burlas. Quienes peor nos trataban eran nuestros padres. Decían éstos que estábamos deshonrando a nuestras familias; nos ordenaban que nos purgásemos de nuestra mentira, y cuando nosotros insistíamos en que habíamos dicho la verdad, su irritación no conocía límites. Nuestras madres nos abrazaban llorando y nos suplicaban que devolviésemos el dinero del soborno, para recuperar el honor de nuestro nombre y salvar a nuestras familias de la vergüenza, dando la cara y confesando honradamente. Por último, llegamos a sentirnos tan aburridos y acosados, que intentamos referirlo todo, incluyendo a Satanás y sus cosas; pero no, nos salían las palabras. Durante todo aquel tiempo nosotros esperábamos anhelábamos que viniese Satanás nos ayudase a salir de nuestros apuros; pero por ninguna parte se advertía señal alguna de él.

Una hora después que el astrólogo habló con nosotros, el padre Pedro se hallaba reducido a prisión, y dinero el lacrado y en manos de los funcionarios de la ley. El dinero estaba dentro de un talego, y Salomón Isaacs dijo que él no lo había tocado desde que lo contó; se le hizo jurar que se trataba del mismo dinero, que el total ascendía a mil ciento siete ducados. El padre Pedro reclamó que le juzgase un tribunal eclesiástico; pero el otro sacerdote de la aldea, el padre Adolfo, dijo que el tribunal eclesiástico no ejercía jurisdicción sobre los sacerdotes suspendidos. El obispo respaldó su opinión. Con ello quedó definitivamente resuelto que et caso sería visto ante un tribunal civil. El tribunal tardaría algún tiempo en reunirse. Guillermo Meidling defendería al padre Pedro, poniendo todo cuanto estaba de su parte; pero nos dijo en secreto que las perspectivas eran malas porque de parte suya el caso resaltaba débil, y porque todo el poder y los prejuicios estaban de la parte contraria.

La nueva felicidad de Margarita murió de muerte rápida. Ningún amigo acudió a condolerse con ella, y a ninguno ella esperó; una carta sin firma dio por nula la invitación a la fiesta. Ya no se presentarían alumnas a recibir lecciones. ¿Cómo iba ella a pagarse el sustento? Podía permanecer en la casa, porque la hipoteca había sido levantada, aunque quien de momento tenía el dinero en la mano era el Gobierno, y no el pobre Salomón Isaacs. La vieja Úrsula, cocinera, doncella, ama de llaves, lavandera y todo cuanto había que ser para el padre Pedro, además de haber sido antaño la niñera de Margarita, dijo que Dios proveería. Pero lo dijo como producto de una costumbre, porque era una buena cristiana. Desde luego, ella se proponía colaborar en esa provisión, si hallaba manera de hacerlo.

Nosotros, los muchachos, hubiéramos querido ir a visitar a Margarita, demostrándole la amistad que sentíamos hacia ella; pero nuestros padres temían ofender a la comunidad y no nos lo permitieron. El astrólogo iba de casa en casa excitando a todos contra el padre Pedro, asegurando que era un ladrón perdido y que le había robado mil ciento siete ducados en oro. Aseguraba que por ese detalle tenía la seguridad de que el padre Pedro era el ladrón, pues correspondía exactamente a la cantidad que él había perdido y que el padre Pedro pretendía «haberse encontrado».

La tarde del cuarto día después de la catástrofe se presentó la vieja Úrsula en nuestra casa y pidió que le diesen algo que lavar, rogando a mi madre que guardase el secreto, para no herir el orgullo de Margarita, porque si ésta lo descubría, se lo prohibiría, a pesar de que a Margarita le faltaban alimentos y empezaba a debilitarse.

También Úrsula llevaba ese camino, y lo dio a entender; comió todo cuanto se le ofreció, de la misma manera que una persona hambrienta. Pero no hubo modo de convencerla de que llevase a casa algunos alimentos, porque Margarita no comería nada de caridad. Se llevó algunas ropas al río para lavarlas, pero desde la ventana pudimos ver que no tenía fuerza bastante para manejar el palo; en vista en hicimos volver y le ofrecimos, dinerillo, que ella se resistía aceptar por miedo a que Margarita sospechase algo; por último, lo aceptó, diciendo que le diría que lo había encontrado en la carretera.

Para que no fuese mentira y no se condenase su alma, hizo que yo lo dejase caer en la carretera mientras ella miraba; acto continuo pasó par cerca del dinero, lo encontró, lanzó exclamaciones de sorpresa y de gozo, lo recogió y se alejó de allí. Úrsula, al igual que todo el resto de la aldea, era capaz de soltar con bastante rapidez mentiras corrientes, sin tomar precaución alguna por ellas contra el fuego y el azufre; pero ésta era una mentira de nueva clase, y presentaba un aspecto peligroso, porque aquella mujer carecía de práctica. Si hubiese practicado una semana, ya no hubiera pasado ningún apuro.

Así es como estamos hechos.

Yo me veía lleno de turbación, porque, ¿cómo iba a vivir Margarita? No era posible que Úrsula encontrase todos los días una moneda en la carretera; quizá ni aun siquiera podría repetir el hallazgo. Me sentía, además, avergonzado por no haberme acercado a Margarita, ahora que tan necesitada estaba de amigos; pero en eso eran mis padres quienes tenían la culpa y no yo, y no podía evitarlo.

Caminaba yo por el sendero muy descorazonado, cuando me sentí penetrado de una sensación reconfortante, alegre y cosquilleante, igual que un burbujeo, y tan alegre, que no es posible explicarlo con palabras, porque comprendí por esa señal que Satanás estaba cerca. Ya antes lo había observado. Un instante después lo tenía junto a mí, y yo le contaba todas mis dificultades y lo que había ocurrido a Margarita y a su tío. Mientras hablábamos, doblamos un recodo y vi a la vieja Úrsula descansando a la sombra de un árbol; tenía sobre el regazo una gatita flaca y vagabunda, a la que acariciaba. Le pregunté de dónde la había sacado, y ella contestó que había salido de los bosques y seguido tras ella; dijo que probablemente no tenía madre ni amigos, y que iba a llevársela a casa para cuidarla. Satanás le dijo:

—Tengo entendido que es usted muy pobre. ¿Por qué agrega usted otra boca más a la que mantener? ¿Por qué no se lo da a alguna persona rica?

Úrsula corcoveó al oír aquello y dijo:

—Quizá le agradaría a usted el quedarse con el animal.

Seguramente que es usted rico, a juzgar por la finura de sus ropas y por sus aires de distinción.

Luego oliscó burlona y dijo:

—¡Dárselo a los ricos; vaya una ocurrencia! Los ricos no se preocupan de nadie sino de sí mismos; únicamente los pobres se compadecen de los pobres y los ayudan. Los pobres y Dios. Dios proveerá a las necesidades de este gatito.

—¿En qué se funda usted para creerlo?

Los ojos de Úrsula centellearon de ira:

—¡Porque lo sé! —dijo—. Ni un gorrión cae al suelo sin que Él lo vea.

—Bien, pero cae. ¿Qué se adelanta con verlo caer?

Las mandíbulas de la vieja Úrsula se movieron; pero se hallaba tan horrorizada, que no pudo, de momento, encontrar nada que decir. Cuando al fin logró dominar su lengua, bramó:

—¡Lárguese de aquí a sus asuntos, cachorrillo, o le tentaré las costillas con un garrote!

Yo no podía hablar de tan asustado como estaba. Sabía que, de acuerdo con sus ideas acerca de la raza humana, le parecería a Satanás cosa sin importancia el dejarla allí muerta de golpe, porque «quedaban muchas más»; pero mi lengua no se movió; me fue imposible hacerle ninguna advertencia. Nada ocurrió, sin embargo, Satanás permaneció tranquilo; indiferente. Supongo que era tan imposible que Úrsula lo insultase a como es imposible que el rey se vea insultado por un escarabajo pelotero. Al pronunciar sus últimas palabras la anciana se puso en pie de un salto, y lo hizo con tanta soltura como si fuese una muchacha joven. Muchos años habían transcurrido desde la última vez que había realizado otra hazaña como aquélla. Era la influencia, de Satanás; éste, dondequiera que se presentaba, era como una brisa refrescante para los débiles y los enfermos. Su presencia afectó incluso a la gatita flaca, que saltó al suelo y comenzó a perseguir a una hoja. Aquello sorprendió a Úrsula; se quedó mirando al animal y asintió con la cabeza maravillada, olvidándose de su arrebato anterior.

—Pero ¿qué le ha pasado a este animal? —exclamó—. Hace un rato apenas si podía caminar.

—Usted no vio nunca una gatita de esa raza —dijo Satanás.

Úrsula no tenía intención de mostrarse amiga con el burlón forastero; lo miró con aspereza y le replicó:

—¿Quién le ha pedido a usted que venga aquí a molestarme?, quisiera yo saber. ¿Y de dónde le consta a usted lo que yo he visto o no he visto?

—Usted no ha visto nunca una gatita que tuviera la raspa de pelos de la lengua apuntando hacia adelante ¿verdad que no?

—No, ni usted tampoco.

—Pues bien, examine a ese gato y fíjese bien.

Úrsula se había vuelto bastante ágil, pero la gatita más aún; no le fue posible echarle mano, y tuvo que renunciar al empeño.

Entonces Satanás le dijo:

—Llámela usted con un nombre, que quizá acuda.

Úrsula ensayó varios nombres; pero el animal no dio señales de interés

—Llámela usted Inés. Inténtelo.

El animalito se dio por enterado y se acercó. Úrsula le miró la lengua y dijo:

—¡Por vida mía, que es cierto! Nunca hasta ahora había yo visto un gato de esta clase. ¿Es de usted?

—No. —¿Cómo, pues, sabe usted con tanta exactitud su nombre?

—Porque a todas las gatas de esa raza se las llama Inés; no responden a ningún otro.

Aquello impresionó a Úrsula.

—¡Qué cosa más extraordinaria! —luego se cubrió su cara de una sombra de turbación; se habían despertado sus supersticiones, y dejó al animalito en el suelo muy a contra voluntad, diciendo—: Me imagino que tendré que dejarlo marchar; no es que me asuste, no; no es eso exactamente, aunque el cura…; la verdad, he oído decir a la gente, a mucha gente… Además, el animal está ya perfectamente y puede buscarse la vida —suspiró y se volvió para marcharse, murmurando—: Sin embargo, es muy linda; me habría servido de muy buena compañía, y la casa, en estos momentos de turbación, está muy triste y solitaria, con la señorita Margarita, tan afligida, convertida en una sombra de sí misma, y el anciano amo encerrado en la cárcel.

—Parece una lástima no guardarla —dijo Satanás.

Úrsula se volvió rápidamente, como si estuviera esperando que alguien la animase.

—¿Por qué? —preguntó ansiosamente.

—Porque esta raza trae buena suerte. —¿Ah, sí? ¿Es eso cierto? ¿Usted, joven, sabe que eso es verdad? ¿De qué manera trae buena suerte?

—Por lo menos, trae dinero.

Úrsula pareció desilusionada.

—¿Dinero? ¿Un gato va a traer dinero? ¡Vaya una ocurrencia!

Aquí no habría modo de venderla; la gente de aquí no compra gatos; cuesta incluso trabajo el que los acepten regalados.

Se dio media vuelta para marcharse.

—No me refiero a venderlo. Me refiero a que produzca ingresos.

Esta clase de gatos recibe el nombre de Gatos de la Buena Suerte. El propietario de los mismos encuentra todas las mañanas en su bolsillo cuatro moneditas de plata.

Vi asomar la indignación a la cara de la anciana. Se consideró insultada. Aquel muchacho se estaba burlando de ella. Eso le pareció.

Se metió las manos en los bolsillos y se irguió para soltarle una fresca. El genio se le había revuelto y estaba irritada. Abrió la boca y pronunció tres palabras de una frase agresiva; pero se calló en el acto, y la expresión de ira de su rostro se convirtió en sorpresa, asombro, temor o algo por el estilo; sacó lentamente las manos de los bolsillos, las abrió y las mantuvo en esa actitud. En una de ellas llevaba la monedita mía y en la otra veíanse cuatro moneditas de plata. Permaneció unos momentos mirándolas atónita, quizá temiendo que las moneditas de plata se evaporasen, y luego clamó con fervor:

—¡Es cierto, es cierto, y yo estoy avergonzada, y pido perdón, oh amo querido y bienhechor mío!

Se abalanzó hacia Satanás y le besó la mano una y otra vez, según es costumbre en Austria.

Allá en su corazón creía probablemente que se trataba de una gata bruja, agente del demonio; no importaba; eso le daba una certeza mayor de que cumpliría su cometido suministrando diariamente un buen pasar para la familia, porque en asuntos de finanzas hasta los más beatos de nuestros campesinos confían más en un arreglo con el diablo que con un arcángel. Úrsula marchó para su casa llevando en brazos a Inés, y yo deseé interiormente gozar del privilegio de visitar a Margarita.

De pronto contuve la respiración, porque estábamos allí.

Estábamos en la sala, y Margarita nos miraba atónita. Se hallaba débil y pálida; pero yo estaba seguro de que semejante estado no duraría hallándose dentro de la atmósfera de Satanás, como así resultó. Yo presenté a Satanás —es decir, a Felipe Traum— y tomamos asiento y conversamos. Conversamos sin cortedad. En nuestra aldea éramos gentes sencillas, y cuando un forastero resultaba persona agradable, nos amistábamos pronto con él.

Margarita nos preguntó cómo había sido el entrar sin que ella nos oyese, Traum dijo que la puerta se encontraba abierta y que nosotros habíamos entrado, permaneciendo a la espera hasta que ella saliese a recibirnos. Esto no era cierto; la puerta no se encontraba abierta; nosotros habíamos entrado a través de la pared o del tejado, bajando por la chimenea, o yo no sé cómo; no importa; lo que Satanás deseaba que creyese una persona, era seguro que esa persona había de creerlo; de modo, pues, que Margarita quedó completamente satisfecha con esa explicación. En todo caso, Traum acaparaba ya la parte principal de su alma; no podía apartar de él los ojos, de tan hermoso como lo encontraba. Eso me halagó, haciéndome sentirme orgulloso. Esperé que Satanás mostrase algunas de sus habilidades, pero no lo hizo. Su único interés pareció consistir en mostrarse amigo y en decir mentiras. Contó que era huérfano. Esto hizo que Margarita se compadeciese de él. Se le cuajaron los ojos de lágrimas. Contó que no había conocido a su mamá; que ésta había fallecido cuando él era un bebé; aseguró que la salud de su papá estaba muy quebrantada, y que no tenía riqueza alguna —por lo menos, ninguna riqueza que tuviese valor en la tierra—; pero que sí tenía allá en los trópicos un tío establecido con negocios, y que éste se encontraba en muy buena posición, disfrutando de un monopolio; en fin, que era este tío el que proveía a sus necesidades. La simple mención de un tío bondadoso bastó para recordarle a Margarita el suyo, y los ojos se llenaron otra vez de lágrimas. Manifestó la esperanza de que ambos tíos llegaran algún día a conocerse. Yo me estremecí al oírla. Felipe dijo que él también lo esperaba, y eso me dio otro escalofrío.

—Quizá lleguen a conocerse —dijo Margarita—. ¿Viaja mucho el tío de usted?

—Oh, sí; viaja por todas partes; tiene negocios en todos los lugares.

Siguieron charlando de ese modo, y la pobre Margarita se olvidó por lo menos durante un rato de sus pesares. Fue aquélla probablemente la única hora alegre y satisfecha de que había gozado últimamente. Vi que Felipe le gustaba, tal como yo sabía de antemano. Cuando él le contó que estaba estudiando para el sacerdocio, pude ver que ella le quería más que nunca. Y cuando él le prometió que conseguiría que la dejaran pasar al interior de la cárcel para ver a su tío, aquello fue el coronamiento de todo. Dijo que entregaría a los guardianes un regalito, y que ella debería ir siempre después de oscurecido y que no debía decir nada, «siempre enseñar este papel y pasar adelante, y volver a enseñarlo cuando saliese». Al decirlo, garrapateó en el papel unos signos extraños y se lo entregó a la joven; ésta se mostró agradecidísima, y ya hubiera querido febrilmente que el sol se escondiese, porque antaño, en aquellos tiempos crueles, no se permitía que los presos recibiesen la visita de sus amigos, y en ocasiones permanecían muchos años encerrados sin ver jamás un rostro amistoso. Me pareció que las señales escritas en el papel eran un encantamiento y que los guardianes no sabrían lo que se hacían ni volverían nunca a recordarlo. Y, en efecto, eso fue lo que ocurrió. En ése instante asomó Úrsula a la puerta y dijo:

—Señorita, la cena está preparada.

Entonces nos vio y se pintó en su cara el temor; me hizo señal de que me acercase a ella; yo me acerqué, y me preguntó si le habíamos dicho algo acerca de la gata. Le contesté que no, y eso le produjo alivio y me suplicó que nada dijese, porque si la señorita Margarita se enteraba, creería que se trataba de un animal diabólico y mandaría venir a un sacerdote que lo purificase de sus actuales cualidades y entonces ya no produciría utilidad alguna. Le aseguré que nada diría, y ella se quedó satisfecha.

Empecé a despedirme de Margarita; pero Satanás me interrumpió y dijo con gran cortesía… Bueno; no recuerdo las palabras exactas, pero en todo caso lo que él hizo fue darse por invitado y darme también a mí por invitado para la cena. Como es natural, Margarita se sintió llena de angustia, porque no tenía razones para suponer que hubiese en casa ni la mitad de los alimentos necesarios para dar de comer a un pájaro enfermo. Úrsula oyó lo que decía y entró directamente en la habitación, muy poco satisfecha. Al principio se quedó asombrada viendo el aspecto de lozanía y el color sonrosado de Margarita, y así lo manifestó; luego habló en su idioma nativo, que era el de Bohemia, y dijo, según supe después:

—Señorita, despedidlo; no tenemos bastante comida en casa.

Antes que Margarita pudiera hablar, tomo Satanás la palabra y contestó a Úrsula en el idioma de ésta, lo que constituyó para ella y para su señorita una sorpresa. Lo que dijo fue:

—¿No la vi yo a usted hace un rato en la carretera?

—En efecto, señor.

—Eso me agrada; ya veo que usted me ha recordado —se adelantó hacia ella y le cuchicheó al oído—: Ya le dije que es una gata de la buena suerte. No pase usted apuros; ella proveerá.

Estas palabras borraron de la pizarra de los sentimientos de Úrsula toda clase de preocupaciones y en sus ojos brilló una alegría profunda de tipo financiero. El valor de la gata aumentaba. Había llegado el momento de que Margarita se diese de alguna manera por enterada de la invitación de Satanás, y lo hizo de la mejor manera, de la manera honrada que era natural en ella. Aseguró que era poco lo que tenía que ofrecer, pero que si queríamos compartirlo con ella, nos daba la bienvenida.

Cenamos en la cocina, y Úrsula sirvió a la mesa. Había en la sartén un pescado pequeño, bien frito, moreno y apetitoso; pudimos ver que Margarita no esperaba disponer de un alimento tan respetable como aquél. Úrsula lo sirvió y Margarita lo repartió entre Satanás y yo, rehusando servirse ella; empezaba a decir que no le apetecía ese día el pescado, pero no acabó la frase. Y no la acabó porque vio que había aparecido en la sartén otro pescado. Se mostró sorprendida, pero no dijo una palabra. Probablemente pensó preguntar más tarde a Úrsula qué era aquello. Le esperaban otras sorpresas: carne, caza, vinos y frutas, cosas todas que no se habían conocido durante los últimos tiempos en aquella casa; pero Margarita no dejó escapar exclamaciones y llegó incluso a no manifestar sorpresa, lo cual era, desde luego, efecto de la influencia de Satanás.

Este hablaba constantemente, atendía a todo e hizo que el tiempo transcurriese de una manera agradable y alegre; aunque dijo una buena cantidad de mentiras, eso no resultaba malo en él, porque no pasaba de ser un ángel y no sabía cosa mejor. Los ángeles no distinguen el bien del mal; yo lo sabía, porque recordaba lo que él había dicho a ese respecto. Insistió en el lado bueno de Úrsula. Se la elogió a Margarita, de una manera confidencial, pero hablando en voz lo bastante alta para que Úrsula le oyese. Dijo que era una muchacha excelente y que esperaba poder algún día juntarlos a ella y a su propio tío.

Úrsula no tardó en empezar a hacer remilgos y a sonreírse bobaliconamente de una manera ridícula, haciéndose la jovenzuela, planchando con la mano su vestido y contoneándose lo mismo que una vieja gallina loca, simulando en todo ese tiempo que no oía lo que Satanás estaba diciendo. Yo me sentí avergonzado, porque de esa manera nos presentaba tal cual Satanás pensaba de nosotros, es decir, que somos una raza idiota y trivial. Satanás dijo que su tío daba muchas fiestas, y que si tuviese una mujer inteligente para presidirlas, duplicaría con ello los atractivos de su casa.

—Pero el tío de usted es un caballero, ¿no es cierto? —preguntó Margarita.

—Sí —dijo Satanás sin darle importancia—; hay quienes incluso, y por puro cumplido, lo tratan de príncipe; pero él no tiene nada de exclusivista; para él sólo existe el mérito personal, y nada significa el rango.

Yo tenía la mano colgando a un lado de mi silla; se me acercó Inés y me lamió; esa acción sirvió para revelar un secreto. Sentí impulsos de decir: «Todo ha sido un error; ésta es una gata corriente y moliente; los pelillos de su lengua tienen la punta hacia dentro, no hacia fuera». Pero no me salieron las palabras, porque no podían salirme. Satanás me miró sonriente y yo comprendí.

Llegada la noche, Margarita puso alimentos, vino y frutas en un cestillo y corrió a la cárcel, mientras Satanás y yo íbamos camino de casa. Yo iba pensando para mis adentros que me gustaría ver cómo era la cárcel por dentro; Satanás oyó ese pensamiento mío, y un instante después nos encontrábamos dentro de la cárcel. Satanás me dijo que aquélla era la cámara de los tormentos. Allí estaba el potro, y allí se veían otros instrumentos de tortura; también colgando de las paredes un par de linternas humeantes, que contribuían a dar al lugar un aspecto tenebroso y terrible. Veíanse allí algunas personas —los verdugos—; pero como nadie se fijó en nosotros, comprendí que éramos invisibles. Atado al potro estaba un joven; Satanás dijo que se sospechaba que era un hereje, y los verdugos se preparaban a averiguarlo. Conminaron al hombre a que confesase la verdad de la acusación, y él dijo que no podía hacerlo porque no era verdad. En vista de ello procedieron a meterle pequeñas astillas por debajo de las uñas y lanzó alaridos de dolor. Satanás no dio muestras de turbación; pero yo no pude resistirlo y hubo necesidad de sacarme rápidamente de allí. Estaba débil y mareado; pero el aire fresco me reavivó, y caminamos hacia mi casa. Yo dije que aquello era una brutalidad.

—No; eso es una cosa propia de hombres. No debes ofender a los brutos aplicándoles malamente la palabra brutalidad, porque no se lo merecen —siguió expresándose en ese tono—. Así es vuestra raza miserable. No hace otra cosa que mentir, jactándose siempre de virtudes de que carece y negándoselas a los animales de tipo más elevado, que son los que, en efecto, las poseen. Ningún bruto comete jamás una crueldad. La crueldad es monopolio de quienes poseen el sentido moral. Cuando un bruto inflige un dolor, lo hace de un modo inocente, no comete una mala acción; para el bruto no existe el mal.

Y tampoco inflige dolor por el puro gusto de infligirlo. Eso lo hace únicamente el hombre, ¡inspirado por ese ruin sentido moral suyo! La función de este sentido consiste en distinguir entre el bien y el mal, con libertad de elegir entre los dos para actuar. ¿Qué ventaja puede producir eso? El hombre se pasa la vida eligiendo, y en nueve de cada diez casos opta por el mal. No debería existir el mal, y si no fuese por el sentido moral, no existiría. Pero, con todo eso, el hombre es una criatura tan irracional que no alcanza a darse cuenta de que el sentido moral lo rebaja hasta el plano inferior de los seres animados y constituye una facultad vergonzosa. ¿Te sientes ya mejor? Pues entonces voy a mostrarte algo.